HOMILÍA Durante la liturgia de la Palabra presidida por el Santo Padre en la sala Pablo VI el miércoles 23 de febrero

Una peregrinación espiritual a la tierra de Abraham, nuestro padre en la fe

 

Juan Pablo II, como manifestó en la «Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación». (L'Osservatore Romano, edición en lengua española; 2 de julio de 1999, páginas 21 y 22), tenía intención «de recorrer las.huellas de la historia de la salvación en la tierra en la que ésta se desarrolló. El punto de partida serán algunos lugares destacados del Antiguo Testamento». Con ello deseaba «manifestar la conciencia que tiene la Iglesia de su permanente vínculo con el antiguo pueblo de la alianza. Abraham es también para nosotros "padre .de la fe" por antonomasia... Precisamente a Abraham se refiere la primera etapa del viaje que planeo en mis deseos» (n. 5).

Dado que ese viaje, como es sabido, no ha sido posible, Su Santidad ha querido realizar al menos una peregrinación espiritual a Ur de los Caldeos, rememorando en particular la figura de Abraham, nuestro padre en la fe. La hizo el miércoles 23 de febrero, en la sala Pablo VI, en forma de liturgia de la Palabra.

Como ambientación, se colocaron en lugares destacados de la sala el icono de la «Trinidad» de Andrej Rublev, en el que se ven representados los tres ángeles que se aparecieron a Abraham y le anunciaron el nacimiento de su hijo (cf. Gn 18); algunas encinas, como recuerdo del lugar de la aparición en Mamré; y una piedra, que simbolizaba el altar en el que iba a sacrificar a su hijo Isaac.

El rito comenzó con la procesión del libro de los Evangelios, símbolo guía del camino de la Iglesia en el Año santo. Siguió una invocación a la Santísima Trinidad y la admonición introductoria, en la que el Santo Padre invitó á los presentes a hacer un viaje espiritual a los lugares de Abraham, a través de la escucha de la palabra de Dios y de la contemplación orante. En la proclamación de la Palabra se recorrieron los momentos más significativos de la vida de Abraham a través de las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento, con una amplia y articulada lectura de textos bíblicos. La primera lectura, tomada del libro del Génesis, recordó la genealogía de Abraham, su, vocación y la alianza que Dios estableció con él (Gn 11, 27-32; 12, 1-9,y 15, 1-19); siguió un momento de meditación, acompañado por un vídeo sobre los lugares en los que Abraham vivió.

En la segunda lectura, tomada del capítulo 22 del libro del Génesis, versículos 1-18, se recordó la narración de la ofrenda que hizo Abraham a Dios de su hijo Isaac. A continuación, el coro entonó un sugestivo canto, inspirado en la carta a los Hebreos, que ponderaba la fe de Abraham. La tercera lectura, tomada de la carta a los Romanos, aludió a la fe de Abraham en el contexto de la fe del pueblo de la nueva 'Alianza. El canto del Aleluya recogía las palabras del «Magníftcat» «El Poderoso,... se acordó de su misericordia..., como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 54-55).

El culmen de la liturgia fue la proclamación del capítulo octavo del evangelio según san Juan, versículos 51-58, en el que Cristo afirma: «Abraham se regocijó pensando en ver mi día. Lo vio y se alegró».

Su Santidad pronunció la homilía que ofrecemos. Siguió un momento de oración acompañado con un vídeo en que se ofrecían imágenes de la vida y el camino de fe de Abraham, tomadas de los frescos de las catacumbas romanas, de los mosaicos de la iglesia de San Vitale de Rávena, el icono de la Trinidad de A. Rublev (siglo XV) y la cerámica del pintor judío contemporáneo M. Chagall.

A continuación tuvo lugar la oración de alabanza y súplica a la Santísima Trinidad y la ofrenda del incienso.

El acto se concluyó con la siguiente bendición del Papa: «Padre Santo, que la bendición de Abraham, que se cumplió plenamente en Jesús, siga actuando en tus hijos e hijas, que han peregrinado espiritualmente a la tierra de los padres y los haga testigos valientes y mensajeros de las maravillas de tu amor por nosotros».

Participaron en la liturgia veintiún cardenales, entre ellos el secretario de Estado, Angelo Sodano; el decano del Colegio cardenalicio, Bernardin Gantin; el camarlengo de la santa Iglesia romana, Eduardo Martínez Somalo; y el presidente del Comité para el gran jubileo del año 2000, Roger Etchegaray; se hallaban presentes también los arzobispos y obispos jefes de dicasterio. La asamblea estaba compuesta por religiosos, religiosas y un gran número de fieles de todas las partes del Mundo. De España participaron: una peregrinación de la parroquia Nuestra Señora de las Nieves, de Ruerrero (110 personas), y una del instituto «Biello Aragón», de Sabiñánigo (120).

Los cantos corrieron a cargo de la capilla Sixtina, dirigida por mons. Giuseppe Liberto, y del coro «Mater Ecclesiae», dirigido por sor Cecilia Stiz.

Luego, en una sala contigua, el Santo Padre saludó a una delegación de la fraternidad de Abraham, acompañada por el cardenal Etchegaray y compuesta por el presidente, Gildas Le Bideau, católico; el vicepresidente, Maurice-Ruben Hayoun, judío; el delegado general Paul Guiberteau, católico; los administradores Raoutsi HadjEddine Sari-Ali, musulmán, y Thérése de Saint Phalle, católica. Este organismo desde hace varios años está comprometido en realizar una significativa forma de fraternidad entre católicos, judíos y musulmanes a través de momentos de oración, diálogo y profundización cultural.


 

1. «Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte esta tierra en propiedad. (...) Aquel día firmó el Señor una alianza con Abram, diciendo: "A tu descendencia he dado esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río, el río Éufrates"» (Gn 15, 7. 18).

Antes de que Moisés oyera en el monte Sinaí las conocidas palabras de Yahveh: «Yo soy el Señor, tu Dios; que te he sacado del país de Egipto, de la situación de esclavitud» (Ex 20, 2), el patriarca Abraham ya había escuchado estas otras palabras: «Yo soy el Señor que te saqué de Ur de-los caldeos». Por consiguiente, debemos dirigirnos con el pensamiento hacia ese lugar tan importante en la historia del pueblo de Dios, para buscar en él los inicios de la alianza de Dios con el hombre. Precisamente por ello, en este año del gran jubileo, mientras con el corazón nos remontamos hasta los orígenes de la alianza de Dios con la humanidad, nuestra mirada se vuelve hacia Abraham, hacia el lugar donde escuchó la llamada de Dios y respondió a ella con la obediencia de la fe. Juntamente con nosotros, también los judíos y los musulmanes contemplan la figura de Abraham como un modelo de sumisión incondicional a la voluntad de Dios (cf. Nostra aetate, -3).

El autor de la carta a los Hebreos escribe: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11, .8). Abraham, a quien el Apóstol llama «nuestro Padre en la fe» (ef. Rm 4, 11-16), creyó en Dios, se fio de él, que lo llamaba. Creyó en la promesa. Dios dijo a Abraham: «Sal de tu tierra; y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición.( ...) Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 1-3). ¿Estamos, acaso, hablando de la ruta de una de las múltiples emigraciones típicas de una época en la que la ganadería era una forma fundamental de vida económica? Es probable. Pero, con toda seguridad, no sólo se trató de esto. En la historia de Abraham, con el que comenzó la historia de la salvación, ya podemos percibir otro significado de la llamada y de la promesa. La tierra hacia la que se encamina el hombre guiado por la voz de Dios no pertenece exclusivamente a la geografía de este mundo. Abraham, el creyente que acoge la invitación de Dios, es el que se pone en camino hacia una tierra prometida que no es de aquí abajo.

2. En la carta a los Hebreos leemos: «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual. se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia» (Hb 11, .17-18). He aquí el culmen de la fe de Abraham: Fue puesto a prueba por el Dios en quien había depositado su confianza, por el Dios del que había recibido la promesa relativa al futuro lejano: «Por Isaac tendrás descendencia» (Hb 11, 18). Pero es invitado a ofrecer en sacrifico a Dios precisamente a ese Isaac, su único hijo, a quien estaba vinculada toda su esperanza, de acuerdo con la promesa divina. ¿Cómo podrá cumplirse la promesa que Dios le hizo de una descendencia numerosa si Isaac, su único hijo, debe ser ofrecido en sacrificio?

Por la fe, Abraham sale victorioso de esta prueba, una prueba dramática, que comprometía directamente su fe. En efecto, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, «pensaba que Dios era poderoso, aun para resucitarlo de entre los muertos» (Hb 11, 19). Incluso en el instante, humanamente trágico, en que estaba a punto de infligir el golpe mortal a su hijo, Abraham no dejó de creer. Más aún, su fe en la promesa alcanzó entonces su cúlmen. Pensaba: «Dios es poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos». Eso pensaba este padre probado; humanamente hablando, por encima de toda medida. Y su fe, su abandono total en Dios, no lo defraudó.. Está escrito: «Por eso lo recobró» (Hb 11, 19). Recobró a Isaac, puesto que creyó en Dios plenamente y de forma incondicional.

El autor de la carta a los Hebreos parece expresar aquí algo más: toda la experiencia de Abraham le resulta una analogía del evento salvífico de la muerte y la resurrección de Cristo. Este hombre, que está en el origen de nuestra fe, forma parte del eterno designio divino. Según una tradición, el lugar dónde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su propio hijo es el mismo sobre el que otro padre, el Padre eterno, aceptaría la ofrenda de su Hijo unigénito, Jesucristo. Así, el sacrificio de Abraham se presenta como anuncio profético del sacrificio de Cristo. «Porque tanto amó Dios al mundo -escribe san Juan- que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). En cierto sentido, el patriarca Abraham, nuestro padre en la fe, sin saberlo, introduce a todos los creyentes en el plan eterno de Dios, en el que se realiza la redención del mundo.

3. Un día Cristo afirmó: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy» (Jn 8, 58) y estas palabras despertaron el asombro de los oyentes, que objetaron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?» (Jn 8, 57). Los que reaccionaban así ra

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tonces podemos comprender el significado exacto de la obediencia de Abraham, que «creyó, esperando contratoda esperanza» (Rm 4, 18). Esperó que se iba a convertir en padre de. numerosas naciones, y hoy seguramente se alegra con nosotros porque la promesa de Dios se cumple. a lo largo de los siglos, de generación en generación.

El hecho de haber creído, esperando contra tóda esperanza, <zle fue reputado como justicia» (Rm 4, 22), no sólo en consideración a él, sino también a todos nosotros, sus descendientes en la fe. Nosotros «creernos en aquel que resucitó de entré los muertos a Jesús, Señor nuestro» (Rm 4, 24), que mrió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (cf: Rm 4, 25). Esto no lo sabía Abraham; sin embargo, por la obediencia de la fe, sé dirigía hacia el cumplimiento' de todas las promesas divinas, impulsado por la esperanza de que se realizarían. Y ¿existe promesa más grande que la que se cumplió en el misterio pascual . de Cristo? Realmente, en la fe de Abraham Dios todopoderoso, selló una alianza eterna con el género humano, y Jesucristo es el cumplimiento definitivo de esa alianza. Él . Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la

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4. El modelo insuperable del pueblo redimido, en camino hacia el curnplimiento de esta promesa universal, es María, «la que 'creyó que se cumplirían las cosas que le -fueron dichas de parte dei Señor» (Lc 1, 45).

María; hija de Abraham por la -fe;' además de serlo por la carne, compartió personalmente su experiencia. También ella, como Abrahám, aceptó la inmolación dé su Hijo, pero mientras que a Abraham no se le pidió el sacrificio efectivo de Isaac, Cristo bebió el cáliz del sufrimiento hasta la última gota. Y María participó personalmente en la prueba de .sú Hijo, creyendo y. esperando de pie junto a la cruz (cf. Jn 19, 25).

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Por 'la fe, Abraham sale victorioso de esta prueba, una prueba dramática, que comprometía directamente su fe. En efecto, cómo escribe el autor de la carta a los Hebreos, «pensaba que Dios era poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos» (Hb 11, 19). Incluso en. el instante, humanamente trágico, en que estaba a punto de infligir el golpe mortal .a. su hijo, .Abraham no dejó de creer. Más aún, su fe en la promesa alcanzó entonces su colmen. Pensaba: «Dios es poderoso aun para resucitarlo de entre los muertos». Eso pensaba este padre probado,. humanamente hablan-

zonaban de modo puramente humano, y por eso no aceptaron lo que Cristo les decía. «¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?» (Jn 8, 53). Jesús les replicó: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8, 56). La vocación de Abraham se presenta completamente orientada hacia el día del que habla Cristo. Aquí no valen los cálcalas humanos; es preciso aplicar el metro de Dios. Sólo entonces podemos comprender el significado exacto de la obediencia de Abraham, que «creyó, esperando contra toda esperanza» (Rm 4, 18). Esperó que se iba a convertir en padre de numerosas naciones, y hoy seguramente se alegra con nosotros porque la promesa de Dios se cumple a lo largo de los siglos, de generación en generación:

El hecho de haber creído, esperando contra toda: esperanza, «le fue reputado como justicia» (Rm 4, 22), no sólo en consideración a él, sino también á todos nosotros, sus descendientes en la fe. Nosotros «creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro» (Rm 4, 24), que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (cF. Rm 4, 25). Esto no lo sabía Abraham; sin embargo, por la obediencia de la fe, se dirigía hacia el cumplimiento de todas las promesas divinas, impulsado por la esperanza de que se realizarían. Y ¿existe promesa más grande que la que se cumplió en el misterio pascual de Cristo? Realmente, en la fe de Abraham Dios todopoderoso selló una alianza eterna con el género humano, y Jesucristo es el cumplimiento definitivo de esa alianza. El Hijo unigénito dei Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio.

4. El modelo insuperable del pueblo redimido, en camino hacia el cumplimiento de esta promesa universal, es María; «la que -creyó que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45).

María, hija de Abraham por la fe, además de serlo por la carne, compartió personalmente su experiencia. También ella, como Abraham, aceptó la inmolación de su Hijo, pero mientras que a Abraham no se le pidió el sacrificio efectivo de Isaac, Cristo bebió el cáliz del sufrimiento hasta la última gota. Y María participó personalmente en la prueba de su Hijo, creyendo y esperando de pie junto a la cruz (cf. Jn 19, 25).

Era el epílogo de una larga espera. María, formada en la meditación de las páginas proféticas, presagiaba lo que le esperaba y, al alabar la misericordia de Dios, fiel a su pueblo de generación en generación, expresó su adhesión personal al plan divino de salvación; y, en particular, dio su «sí» al acontecimiento central de aquel plan, el sacrificio del Niño que llevaba en su seno. Como Abraham, aceptó el sacrificio de su Hijo.

Hoy nosotros unimos nuestra voz a la suya, y con ella, la Virgen Hija de Sion, proclamamos que Dios se acordó de su misericordia, «como lo había prometido a nuestros padres, en favor, de Abraham y su descendencia por siempre (Lc 1, 55).