Discurso del Santo Padre a la nueva embajadora del Paraguay ante la Santa Sede, viernes 17 de diciembre de 1999

 

Señora embajadora:

1. Es para mí motivo de particular complacencia darle la bienvenida y recibir las cartas credenciales que la acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de la República del Paraguay ante la Santa Sede. Le agradezco vivamente las amables palabras que me ha dirigido y, en particular, el deferente saludo del señor presidente de la República, doctor Luis Angel Macchi, al cual le ruego transmita mis mejores deseos de paz y bienestar, junto con mis votos por la prosperidad y progreso in tegral de la querida nación paraguaya.

2. Viene usted a representar a un pueblo que en el año que está por terminar ha vivido acontecimientos muy importantes, en medio de una situación socio-económica y política que en ocasiones ha sido difícil y que ha tenido incluso algunos episodios dramáticos. Sin embargo, en medio de esta experiencia se ha producido también un resurgir de la conciencia de los ciudadanos, deseosos de construir mejores condiciones de convivencia, sin sucumbir al desaliento y la fatalidad. En estas circunstancias, el Gobierno de unidad nacional se ha hecho depositario de muchas ilusiones y esperanzas que son, al mismo tiempo, una gran responsabilidad y un desafío a su capacidad creativa para lograr una sociedad más armónica, basada en la verdad, la justicia y la solidaridad. Para ello, será preciso erradicar las luchas internas y evitar la falta de voluntad política, que harían vanos los esfuerzos por construir un futuro mejor para todos.

Por eso, deseo animar a los gobernantes que han recibido el encargo de llevar adelante el caminar de la sociedad paraguaya a las puertas del tercer milenio, a estar siempre atentos al clamor legítimo y a las aspiraciones más nobles de todos los ciudadanos. Esto será para ellos un aliciente constante para luchar sin descanso en la mejora de las condiciones de vida de los más desprotegidos, poner freno a la corrupción de los poderosos en pejuicio de los débiles e impedir el empobrecindento paulatino de amplias capas de la población. Además, se conseguirá también así combatir la falta de confianza en las instituciones democráticas, un fenómeno que comporta incalculables riesgos, y se favorecerá un ordenamiento social capaz de asegurar la participación de todos los ciudadanos en las opciones políticas y de garantizar a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes.

3. Sin embargo, el bien común de los pueblos no depende únicamente de los aspectos formales de su organización política, sino que se decide fundamentalmente en la adhesión a la verdad profunda del ser humano y de su dimensión social. En este sentido, advertía en mi encíclica Centesimus annus que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (n. 46), puesto que, sin una verdad última que guíe y oriente la acción política, «las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentafizadas fácilmente para fines de poder» (ib.).

En el centro de esos valores, que un auténtico sistema democrático ha de tutelar y desarrollar, están sobre todo los derechos fundamentales de la persona humana. La Santa Sede no ha escatimado esfuerzos para promover la defensa y la promoción de estos derechos, en particular el derecho y el respeto a la vida, desde su concepción hasta su término natural, los derechos y la promoción de la familia, de la mujer, de los trabajadores, de las poblaciones indígenas, de los emigrantes, de los ancianos y de los niños. Esta es una causa noble en la que la Iglesia está firmemente comprometida, también en los foros internacionales, uniendo en lo posible sus esfuerzos a los de los hombres y mujeres de buena voluntad, con el fin de construir una civilización del amor y de la solidaridad, capaz de superar viejas barreras, estrechos horizontes y caducas ideologías.

El Paraguay', tierra fértil, como usted lo ha calificado bellamente, tanto por la riqueza humana de su población como por su acendrada religiosidad y su lucha tenaz en pro de su libertad y su autonomía como nación, reúne todos los requisitos necesarios para poder construir «oñondivepa», -«todos juntos» en lengua guarani- esa nueva civilización capaz de ir transformando el país en un pueblo de hermanos.

4. Este encuentro de bienvenida, señora embajadora, me ofrece la oportunidad de reavivar el grato recuerdo de la visita pastoral que tuve el gozo de hacer a su país en 1988. En el curso de la misma pude percibir cómo la Iglesia católica realiza su misión de anunciar la buena nueva de Jesucristo entre los hombres y mujeres del Paraguay, una tierra en la que, ya desde los comienzos de la evangelización del continente americano, la fe cristiana arrigó profundamente y ha ido configurando los usos y costumbres de sus habitantes.

Los pastores de la Iglesia en Paraguay, compenetrados siempre con la suerte de sus fieles y conscientes de su responsabilidad de iluminar con el Evangelio y la doctrina social de la Iglesia las situaciones de cada momento histórico, no han dejado de hacer oír su voz también en los momentos de dificultad, de zozobra, de quiebra de valores y de confusión moral. Ello ha contribuido sin duda a considerar a la Iglesia como una de las instituciones más creíbles y merecedoras de la confianza general de los ciudadanos.

Este es un aspecto importante del servicio al pueblo de Dios y por eso la Iglesia, aun huyendo de privilegios, proclama su derecho a estar presente, con sus estructuras y sus medios, en el tejido social, considerando que su aportación al bien de la comunidad en su conjunto no puede ser desestimada o relegada al ámbito de lo meramente privado, según sostienen ciertas corrientes de pensamiento hoy en boga. Como dije con ocasión de mi mencionada visita al Paraguay: «No se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como no se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres» (A las autoridades y al Cuerpo diplomático, 16 de mayo de 1988, n. 2). En efecto, la proclamacion del Evangelio no sería del todo fiel si excluyera algunos aspectos esenciales del ser humano, como son la vida en sociedad y la necesidad de construir entre todos una sociedad más justa, fraterna y solidaria. La Iglesia -decía el concilio Vaticano II- no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que también derrama su luz sobre el mundo, sana y eleva la dignidad de la persona humana, fortalece la consistencia de la sociedad humana, e impregna de un sentido y una significación más profunda la actividad cotidiana de los hombres» (Gaudium et spes, 40).

5. Al terminar estas palabras, permítame, señora embajadora, expresar mis mejores deseos para que su estancia en Roma sea grata y su misión al servicio de las relaciones entre su país y la Santa Sede produzca copiosos frutos de entendimiento mutuo y estrecha colaboración, acrecentando las buenas relaciones diplomáticas ya existentes.

Con estos deseos que extiendo a su distinguida familia y a sus colaboradores, le ruego que transmita mi cordial saludo al Gobierno del Paraguay, especialrnente a su presidente, y que se haga portavoz de mi afecto y cercanía ante el pueblo paraguayo, para el que invoco la materna protección de Nuestra Señora de Caacupé y al que bendigo de corazón.