VISITA «AD LIMINA»

Discurso del Santo Padre a los obispos de la República Dominicana
sábado 11 de diciembre 1999

Impulsad a los laicos a ser testigos de su fe y protagonistas
en el anuncio del Evangelio

Los obispos de la Conferencia episcopal de la República Dominicana realizaron la visita «ad limina apostolorum Petri et Pauli en la primera quincena del mes de diciembre. En Roma peregrinaron a las basílicas de los príncipes de los Apóstoles y tomaron contacto con diversos dicasterios de la Curia romana. El Santo Padre los recibió a cada uno por separado el jueves día 9 y el viernes día 10, como informamos en el diario de las audiencias. El sábado 11 celebró con ellos la eucaristía y tuvo con todos un encuentro colegial: eran 15. Juan Pablo II, después de escuchar las palabras que pronunció el cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, arzobispo de Santo Domingo y presidente de la Conferencia episcopal, les dirigió en español el discurso que ofrecemos.

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Me es grato recibiros hoy, con ocasión de la visita «ad limina», en la cual habéis tenido ocasión, una vez más, de peregrinar a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, y de expresar vuestra comunión con el Obispo de Roma y con la Iglesia universal. Todo ello es una ayuda para vivir de manera renovada vuestra misión de guiar a la comunidad eclesial de la República Dominicana, que he tenido el gozo de visitar tres veces y de la cual conservo tantos y gratos recuerdos.

Agradezco cordialmente al señor cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, arzobispo de Santo Domingo y presidente de la Conferencia del Episcopado dominicano, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos, para expresarme vuestro afecto, haciéndome. al mismo tiempo partícipe de las preocupaciones y esperanzas de la Iglesia en vuestro país y poniendo de relieve también los anhelos e inquietudes que os animan en este encuentro.

Al regresar a vuestras diócesis, llevad el saludo afectuoso del Papa a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, a los cuales tengo presentes en mi oración para que crezca cada vez mas su fe en Cristo y su compromiso con la nueva evangelización.

 

Los sacerdotes y las vocaciones

2. La Iglesia en vuestra nación ha vivido momentos importantes en los últimos años, en los que han sido creadas dos nuevas diócesis, Puerto Plata y San Pedro de Macoris y se ha celebrado el I Concilio dominicano, que ha contribuido notablemente a acrecentar entre vosotros, los obispos, la comunión y la participación en la solicitud pastoral. Ésta y otras iniciativas, como el Plan nacional de pastoral, son un signo de unidad y, al mismo tiempo, una exigencia en las circunstancias actuales en las que parece cada vez más necesario aunar en el respeto de la identidad diocesana «fuerzas y voluntades para promover el bien común del conjunto de las Iglesias y de cada una de ellas» (Christus Dominus, 36).

En el esfuerzo por revitalizar la vida cristiana en vuestro pueblo no puede olvidarse el papel decisivo de los sacerdotes, vuestros colaboradores en el anuncio del Evangelio, que ejercen su ministerio con entrega y generosidad, a veces en circunstancias nada fáciles. Con ellos debéis tener una constante solicitud y cercanía, sobre todo respecto a quienes se encuentran más solos o necesitados, con el fin de que todos lleven una vida digna y santa, conforme a su vocación, y den testimonio de que son hombres de Dios, consagrados plenamente al servicio del Evangelio, sin dejarse arrastrar por la seducción del mundo (cf. Ef 4, 22).

Junto a ello, no deja de ser apremiante la pastoral vocacional, por más que sea consolador el crecimiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en los últimos años, porque la comunidad eclesial sufre escasez de sacerdotes. Es una pastoral que se ha de apoyar siempre, de manera particular, en el ejemplo mismo de los sacerdotes y en su capacidad de entusiasmar a los jóvenes con la total entrega a Cristo y al Evangelio así como en el cultivo, ya en las familias, de la actitud de generosidad y perseverancia ante el llamado del Señor.

 

La vida consagrada

3. Una mención especial merece la vida consagrada, de la cual vuestras diócesis no solamente reciben la riqueza de los carismas de los respectivos institutos, sino también una ayuda inestimable, que en muchos casos es vital al estar comprometidos en los diversos sectores de la pastoral educativa, sanitaria y social según la propia identidad. A este respecto quiero recordar una vez más cómo la historia de la evangelización de América está entretejida con el testimonio de tantas personas consagradas, anunciando el Evangelio y defendiendo los derechos de los indígenas para que se sintieran plenamente hijos de Dios. Sin embargo, la aportación de la vida consagrada a la edificación de la Iglesia no se ha de medir únicamente por sus actividades o por su eficacia externa. Por eso también la vida contemplativa, junto con las demás formas de consagración, ha de ser cada vez más estimada, promovida y bien acogida por los obispos, sacerdotes y fieles diocesanos, a fin de que «se integren plenamente en la Iglesia particular a la que pertenecen y fomenten la comunión y la mutua colaboración» (Ecclesia in America, 43).

 

La formación de los laicos

4. En las relaciones quinquenales habéis subrayado la necesidad de tener laicos adultos bien formados, que sean auténticos testigos del Evangelio. En efecto, en vuestra nación, que actualmente está atravesando un período de renovación y de profundas transformaciones que afectan a diversos sectores de la sociedad, es apremiante poder contar con el testimonio y la actuación de laicos bien formados y dispuestos a intervenir en los campos que les son más propios como el de la familia, el trabajo, la cultura o la política.

Pero ello requiere, ante todo, una formación continua y sistemática, que los haga conscientes de su dignidad de bautizados y del compromiso que eso conlleva, así como un conocimiento sólido de la doctrina de la Iglesia y de su Magisterio. En efecto, sólo con principios éticos sólidos se puede ser promotores de los valores morales, precisamente en una sociedad en la cual hay un elevado porcentaje de la población que vive en condiciones de extrema pobreza, un alto índice de desempleo sobre todo juvenil, un incremento de la violencia y de la corrupción casi como un sistema de vida, factores todos ellos que repercuten directamente en la degradación moral y en fenómenos como las madres solteras adolescentes o el trabajo y explotación de los menores.

 

La familia y la mujer

5. De entre los grandes desafíos que se presentan en vuestra sociedad, se ha de destacar el debilitamiento de la institución familiar, que da lugar a la disminución de los matrimonios religiosos y al consiguiente aumento de los matrimonios civiles, a los numerosos divorcios, así como a la difusión del aborto y de una mentalidad contraceptiva. Sin rendirse a costumbres a veces difusas, esta situación requiere una respuesta vigorosa que ha de concretarse sobre todo en una acción catequética y educativa más incisiva y constante, que haga arraigar muy hondo el ideal cristiano de comunión conyugal fiel e indisoluble, verdadero camino de santidad, y abierta a la procreación. En ella, los padres son los primeros responsables de la educación de los hijos, a los que, como "iglesia doméstica", transmiten también el gran don de la fe.

En este contexto, es preciso recordar también la necesidad de respetar la dignidad inalienable de la mujer a la que se reconoce, además, un papel insustituible, tanto en el ámbito del hogar, como en el de la Iglesia y de la sociedad. En efecto, es triste observar cómo «la mujer es todavía objeto de discriminaciones» (ib., 45), sobre todo cuando es víctima frecuente de abusos sexuales y de la prepotencia masculina. Por eso, es necesario sensibilizar a las instituciones públicas a fin de que se «ayude más a la vida familiar fundada en el matrimonio, se proteja más la maternidad y se respete más la dignidad de todas las mujeres» (ib.).

 

La pastoral juvenil

6. La situación familiar tiene una influencia determinante en el estilo de vida de los jóvenes, comprometiendo así el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Muchos de ellos han nacido de situaciones irregulares y crecido sin conocer la figura paterna, arrastrando así graves problemas de educación, que repercuten en su madurez personal. Tienen, pues necesidad de un apoyo especial que los ayude en la búsqueda de un sentido de la vida y haga nacer en ellos horizontes de esperanza que les permitan superar sus experiencias de frustración y rescatarlos de sus secuelas, como son el resentimiento y la delincuencia. Ésta es una tarea de todos y en la que deben implicarse también en primera persona los jóvenes mismos, haciéndose apóstoles de sus coetáneos más necesitados.

Por eso es imprescindible promocionar una pastoral juvenil que abarque todos los sectores de la juventud, sin discriminación alguna, para que se acompañe a las nuevas generaciones al encuentro personal con Cristo vivo, en quien se funda la verdadera esperanza de un futuro de mayor comunión y solidaridad. Más que de acciones aisladas ha de buscarse un proceso de formación «constante y dinámico, adecuado para encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo» (ib., 47) y, por tanto, con la invitación a ser valientes, fieles a sus compromisos, testigos de su fe y protagonistas en el anuncio del Evangelio.

 

Evangelio y cultura

7. En el ámbito de vuestro país detectáis también que «la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo» (Evangelii nuntiandi, 20) y que ciertas ideologías o corrientes de pensamiento, de un modo u otro, niegan a Dios o propugnan un alejamiento de él, relativizan los valores morales y, en todo caso, tienden a crear un abismo insuperable entre la dimensión religiosa y los otros aspectos de la vida humana. Por ello, en su acción evangelizadora, la Iglesia siente el deber acuciante, no solamente de defender la verdad sobre el hombre, su primacía sobre la sociedad y su apertura a la trascendencia, sino también de hablar y enseñar de tal manera que «el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que lo oyen» (Ecclesia in America, 70). Al mismo tiempo, en esta tarea se debe evitar el riesgo de que un excesivo apego a ciertas culturas y tradiciones termine por relativizar o vaciar de sentido el anuncio cristiano. En efecto «no debe olvidarse que sólo el misterio pascual de Cristo, suprema manifestación del Dios infinito en la infinitud de la historia, puede ser el punto de referencia válido para toda la humanidad peregrina en busca de unidad y paz verdaderas» (ib., 70).

 

Renovación espiritual

8. Ya muy cercana la apertura de la Puerta santa, que dará inicio al gran jubileo, os aliento, queridos hermanos obispos, junto con toda la Iglesia que peregrina en la República Dominicana, a procurar que este Año de gracia signifique un fuerte impulso de renovación espiritual, tanto personal como comunitaria. Os deseo, además, que la experiencia del I Concilio dominicano, con sus disposiciones y normativas pastorales, sea para todas y cada una de vuestras diócesis una ocasión de reforzar la fe, avivar la esperanza y difundir la caridad sin limites.

Todos estos deseos y proyectos pastorales los pongo a los pies de Nuestra Señora de La Altagracia, patrona de la República Dominicana, para que con su amor materno acompañe y proteja siempre a todos sus hijos e hijas en un ambiente de solidaridad y convivencia fraterna, a la vez que les imparto con afecto la bendición apostólica.