EVANGELIZAR EN LA COMUNIÓN DE LA IGLESIA

Carta pastoral
del Excmo. Sr. Arzobispo de Madrid,
D. Antonio María Rouco Varela

En la Pascua de la Resurrección del Señor de 1995

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

«LO QUE HEMOS VISTO Y OIDO OS LO ANUNCIAMOS,
PARA QUE TAMBIÉN VOSOTROS ESTÉIS EN COMUNIÓN CON NOSOTROS,
Y NOSOTROS ESTAMOS EN COMUNIÓN
CON EL PADRE Y CON SU HIJO JESUCRISTO.
OS ESCRIBIMOS ESTO PARA QUE NUESTRO GOZO SEA COMPLETO»

(1 Jn 1,3-4).

INDICE
INTRODUCCIÓN
«LO QUE HEMOS VISTO Y OÍDO»
PARA VIVIR EN COMUNIÓN
LA MISIÓN: SEGUIR HOY A LOS QUE HAN VISTO Y OÍDO PARA QUE NUESTRO GOZO SEA COMPLETO
«EN LA PROXIMIDAD DEL TERCER MILENIO»

I

INTRODUCCIÓN

1. Con estas palabras de la Primera Carta del apóstol Palabras San Juan quisiera haceros llegar mi saludo y felicitación de saludo pascuales en este mi primer año de ministerio episcopal entre vosotros. Un obispo llegado a Madrid apenas hace unos meses, como peregrino de Santiago, de aquella Sede Compostelana en la que generaciones de cristianos a lo largo de los siglos han venerado el cuerpo del Apóstol, primer evangelizador y patrono de España, hermano de Juan, quizá no podría encontrar otras mejores. Sí, en ellas se refleja tanto la honda y gozosa experiencia personal y pastoral de ese primer conocimiento, directo y vivo, de la comunidad diocesana en el servicio apostólico que de todo corazón le vengo prestando, como el deseo de renovar con acentos más explícitos, y más próximos a la realidad eclesial y humana de nuestra Archidiócesis de Madrid, los propósitos y objetivos pastorales que os esbozaba en mi primera homilía en la catedral de la Almudena. aquel lluvioso 22 de octubre del año pasado.

2. Nos urge anunciar el Evangelio de Jesucristo resucitado, el Evangelio de la Vida, como «lo que hemos visto y oído». Nos urge este anuncio para vivirlo en verdadera «comunión», «apostólicamente», «en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Nos urge vivir la comunión de la Iglesia auténtica y plenamente; para que tengamos Vida y Vida abundante; para que la tengan nuestros hermanos, convecinos y visitantes de Madrid, forasteros y allegados, todos, la sociedad madrileña. La misión, la fuerza misionera de la Iglesia, adquiere todo su vigor cristiano, su fascinación humana y espiritual irresistible cuando brota de la experiencia visible y encarnada de la comunión en el misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de la experiencia pascual de la gracia y la santidad.

3. Lo necesitamos. Lo necesita Madrid, la gran ciudad de ritmo trepidante. Lo necesitan las zonas y pueblos del área metropolitana y de la sierra, tocados también por ese estilo de vida febril y consumista. La urgencia de los mil problemas de la vida cotidiana en una sociedad como la nuestra, la inquietud y el agobio que genera, y que lleva, por otra parte, a buscar afanosamente la diversión y la evasión, o incluso a concebir la vida como una diversión permanente... todo eso nos distrae de lo esencial, nos lleva al olvido, más o menos consciente, de lo más importante: quiénes somos, cuál es el origen de nuestros males, cuál es la grandeza de nuestra vocación, de la vocación de ser hombre.

«La Palabra de la Vida» (cf. 1 Jn 1,2), el Evangelio de Jesucristo resucitado, se dirige también hoy a todos los madrileños para iluminar nuestra vida en todas sus circunstancias personales y sociales, y para poner de manifiesto su valor definitivo a los ojos de Dios: para conducirla a la plenitud de la salvación. El Evangelio, «el año de gracia del Señor», es anunciado hoy debe ser también anunciado- a «los pobres» en Madrid (cf. Le 4,18-19).

4. El Señor resucitado no deja de llamamos, de invitarnos a reconocer que el Reino de los cielos ha llegado silenciosa, pero victoriosamente (cf. Mt 4,17), y a colaborar en su construcción con todo lo que somos y podemos.

Este obispo, que os preside en la caridad, como sucesor de los apóstoles, unido en comunión jerárquica al sucesor de Pedro y al Colegio episcopal, quiere, junto con sus obispos auxiliares, alentar a toda la comunidad diocesana -sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos- que asuma con renovada fidelidad y nuevo entusiasmo apostólico el compromiso de la evangelización tal como nos lo reclama la Iglesia, y nos lo piden en Madrid los signos de los tiempos.

II

«LO QUE HEMOS VISTO Y OÍDO»

5. Juan y los demás apóstoles vieron al Señor, oyeron las palabras que salían de su boca y las anunciaron a otros que después, en una cadena ininterrumpida de testigos, las han hecho llegar hasta el presente. Los discípulos vieron y oyeron, y lo anunciaron para que nosotros vivamos en comunión con ellos, porque tenemos la misma fe. De este modo, como dice San Agustín, podemos «mantener con firmeza lo que no vimos, porque nos lo anuncian los que lo vieron». Siguiendo el testimonio apostólico de los primeros que recibieron el anuncio de la Buena Nueva, también nosotros sabemos que un niño fue envuelto en pañales y recostado en un pesebre, y que fue la alegría de todo el pueblo (cf. Le 2,10). Que vivió en familia, una sencilla familia del pueblo, hasta el día en que comenzó su misión. Le hemos visto despertar asombro en quienes lo encontraron, y algunos de ellos llegaron a hacerse amigos suyos. «Y los escogió para que estuvieran con Él» (Mc 3,14). El estar con Él cada día estaba cargado de sorpresas; la gente a su alrededor decía: «Nunca hemos visto una cosa igual» (Me 2,12). Cuando los discípulos volvían a casa contaban las cosas que sucedían con aquel hombre: cómo miraba a las personas, cómo se interesaba por sus vidas, cómo ninguna necesidad humana le era ajena: «Tenía compasión de ellos porque estaban como ovejas sin pastor» (Me 6,34). No reparaba en la etiqueta social de los que se le acercaban: desde un centurión romano a un jefe de publicanos, desde una madre viuda a un ciego de nacimiento, todos encontraban eco en su corazón (cf. Me 6,53-56). Cerca de Él las personas se sentían importantes, valoradas como nunca lo habían imaginado, abrazadas en toda su humanidad. Les hablaba de su Padre del cielo, y les decía que no eran siervos sino amigos (cf. Jn 15,15), y que los sencillos eran los preferidos de su Padre (cf. Le 10,21). Con Él, en su compañía, las personas descubrían quiénes eran y la vida adquiría una luz, una intensidad, un interés, no experimentado hasta entonces (cf. Me 10,28ss). Poco a poco los discípulos comenzaron a comprender que seguir a Jesús era lo más conveniente para ellos. Andrés se lo anunció enseguida a su hermano Pedro: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41), y luego a otros muchos. Además, Él nunca forzaba; llamaba e invitaba, dejando discretamente que su libertad se moviese y su corazón reaccionase. Su presencia despertaba curiosidad, ante Él «se maravillaban sobremanera y decían: todo lo ha hecho bien» (Me 7,37), era excepcional, transpiraba una singular «autoridad» (cf. Mt 7,29). Mientras que, en la experiencia humana, una relación entre personas acaba siempre perdiendo la luminosidad de sus comienzos, con Él era diferente. Acompañándole, las promesas se cumplían. Lo que el pueblo de Israel siempre había esperado empezaba a hacerse realidad. El interés hacia Él crecía, y la gente iba en su busca por los pueblos y aldeas de Palestina.

6. Tarde o temprano surgía la pregunta: ¿Quién es éste? «¿Quién es éste que hasta el mar y las olas le obedecen?» (Me 4,41). En la pregunta se reflejaba lo excepcional e irrepetible que era Jesús. Con su presencia y con sus palabras anunciaba algo decisivo para la vida, que no se podía soslayar. Hasta entonces nunca habían oído una promesa como la que Él hacía, nadie les había descubierto quiénes eran -qué era ser hombre- como Él, nadie había despertado tanto interés.

No se le podía esquivar. La libertad se vio obligada a tomar partido. Para algunos, los menos, era evidente: «¿A quién vamos a acudir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69). Para otros, la duda o el rechazo iniciales se fueron transformando en violencia. Y comenzaron pronto las amenazas, las maquinaciones para acabar con Jesús (cf. Mc 3,6). Ninguna le intimidaba, nada le hacía retirarse a un lugar más seguro. La suerte trágica de muchos profetas de su pueblo era bien conocida (cf. Le 6,23), pero Él debía subir a Jerusalén. Su decisión, absolutamente libre, de asumir el designio determinado por el Padre no se debilitó en lo más mínimo: obedeció hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8).

Parecía que con la condena del Sanedrín había quedado dicha la última palabra sobre Él y que su muerte en la cruz constituía la prueba más patente de que Dios le había abandonado (cf. Gal 3,13). El Padre hizo que el drama se desarrollara hasta su verdadero final: el camino de Jesús no terminaba en la cruz, sino en la resurrección. Con ella se iluminaba el sentido de su muerte, y se aclaraba el misterio de su persona (cf. Hch 2,32ss). Y se afirmaba el valor de toda vida humana para siempre. Ahora se entiende por qué sucedían con Él cosas que no pasaban con nadie. Era el Hijo de Dios.

7. En efecto, esto es lo que se nos ha anunciado: que Dios ha enviado su Hijo al mundo, para que los hombres «tengan Vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Para explicar adecuadamente este gesto de Dios no hay más razón que su amor por el hombre: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo» (Jn 3,16). Cristo ha mostrado ante nuestros ojos el designio bueno de Dios para con los hombres: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). De modo semejante a como lo vivieron sus contemporáneos, podemos decir nosotros que hemos conocido su amor, que nos hemos conmovido al sentimos llamados por Jesús para participar en el don de verdad, de justicia, de paz y de bien que es su Reino. Como entonces, cada uno de nosotros ha sentido en lo más íntimo de su libertad la invitación a confesarle como Señor, siguiéndole adondequiera que vaya; pero también la tentación de rechazarlo. La pregunta por la identidad de Jesús ya no dejará nunca de resonar en la historia humana.

8. Jesucristo, el Hijo de Dios, nos sale al encuentro en nuestra vida y en la de nuestros hermanos, en cualquier situación en que nos hallemos. Nos sale al encuentro en el anuncio de la Iglesia, en los sacramentos de la Iglesia, en la vida y en la comunión de la Iglesia. En ella nos acompaña, como acompañó la vida de sus contemporáneos. En ella también hoy se hace presente en Madrid, para iluminar nuestro camino, sostenemos en nuestras necesidades, llenar nuestros corazones de esperanza, desvelar el misterio último de la condición humana, llamada al gozo de la gloria de Dios.

En Jesucristo, el Señor, se halla la respuesta a las preguntas que nacen en el corazón humano por el mismo hecho de vivir. ¿Quién no desea que su vida esté llena de sentido? ¿Quién no busca explicación al misterio en el que la vida está envuelta? ¿Quién no siente como suyo el grito que atraviesa la historia? ¡Qué cerca nos sentimos de los hombres a lo largo de la historia, cuando vemos que sus grandes interrogantes coinciden con los nuestros, pese a la distancia en el tiempo! Este carácter enigmático de la existencia es una percepción común a todas las épocas y latitudes. Puede adquirir las modulaciones culturales propias de la diversidad de la familia humana, a veces muy profundas, pero lo sentimos como nuestro en cuanto expresa el drama constitutivo del hombre.

9. Vivimos un período de cambios profundos y acelerados en todos los órdenes de la vida. Por una parte, en el ámbito de la ciencia y de la técnica, en el económico y social, se han realizado progresos inauditos. Muchos y graves problemas han sido resueltos para bien de la humanidad. Nunca el hombre ha dispuesto de más recursos de toda índole, en buena parte fruto de su inteligencia y su dinamismo creador. Los beneficios son incontestables: desde la asistencia sanitaria y la previsión social hasta la difusión del bienestar económico en amplios sectores de población, o la conciencia mucho más arraigada de los derechos humanos como expresión de la igual dignidad de todos los hombres. Y, con todo, cuando estamos llegando al final del segundo milenio, este inmenso proceso de desarrollo sigue marcado por la ambigüedad.

Por otro lado, a nadie se le escapan las amenazas que hoy penden sobre el futuro de la humanidad. No se ha eliminado el riesgo de conflictos nucleares; se ahondan hasta el «abismo» las diferencias entre el Norte y el Sur, sumiendo a la mayoría de los países del Tercer Mundo en una situación de miseria extrema, y se crea un Cuarto Mundo de pobreza infrahumana en los países de renta media o alta. Se atenta contra la vida de los débiles y de los inocentes, aún no nacidos, con una tranquilidad de conciencia que aterra; la explotación avaricioso de los recursos naturales daña gravemente el equilibrio ecológico, y pone en peligro reservas de bienes no recuperables y esenciales para la vida. Lo que parecía imposible hace pocos años, una guerra en Europa, se está desarrollando con odio fratricida muy cerca de nosotros: en los Balcanes. Lo que está ocurriendo en estos momentos en otros continentes, sobre todo en África, horroriza tanto por la inaudita crueldad con la que se combate y elimina al enemigo como por la tibieza con que responden los países más desarrollados y las instituciones internacionales. En nuestra época el mal y el pecado, nuestro pecado, se siguen interponiendo en el camino del hombre hacia su plenitud. Se interponen también en Madrid como un obstáculo que se nos antoja a veces casi insuperable. ¿Cuándo van a cesar entre nosotros el paro, la opresión de la droga, la violencia terrorista, la soledad de los ancianos, las crisis de la familia? Como en los tiempos de Jesús, volvemos de nuevo la mirada hacia Él para encontramos con el designio de verdad y bien que preside nuestras vidas y señala nuestro destino: designio victorioso, nacido del amor eterno del Padre.

10. El hombre contemporáneo, tan seguro de sí mismo, tan dado a concebirse como el centro y dueño de todas las cosas, y aun de sus semejantes, comienza a vacilar de su capacidad para resolver, por sí solo, el enigma de su propia existencia. El carácter ambivalente del a sí mismo progreso, no siempre al servicio verdadero de lo humano, hace que ya no deposite ciegamente su confianza en sus capacidades científico-técnicas. Las ciencias humanas y sociales han conocido un avance tan significativo que algunos llegaron a pensar que éstas podrían solucionar, por sí mismas, el problema del hombre.

Sin duda, las ciencias que se ocupan empíricamente del hombre pueden ayudar a comprender mejor aspectos parciales del comportamiento y de la actividad humana. Quien esté comprometido en la promoción humana, valiéndose también de estas ciencias, confluirá con la Iglesia en una tarea que es coesencial a su misión en sus dos mil años de historia. Y los cristianos hemos de usarlas constantemente, iluminando y valorando sus métodos y sus resultados a la luz de la fe y de la doctrina social de la Iglesia. Pero es cada vez más patente que las ciencias humanas y sociales no bastan por sí mismas para resolver el drama del hombre. Pues el drama humano se produce en unas dimensiones de la persona a las que no acceden las ciencias empíricas. Además, estas ciencias parten siempre de una concepción del hombre, concepción que determina su modo de aproximarse a la realidad individual y social. Y cuando se conciben libres de toda referencia ética, pueden convertirse en un arma de doble filo, tanto más peligrosas cuanto pueden llegar a la aniquilación del hombre mismo: de su substancia biológica, de su estructura psicológica y de su sociabilidad. Además, el horizonte ambicioso en el que se mueven deja a la persona, en lo más íntimo de su libertad, desvalida y sin esa energía necesaria para una conversión del corazón, que reclama siempre algo más, algo que no sea producto de nuestras propias manos.

11. Por otro lado, después de que la razón humana hubiera sido exaltada en el pasado reciente hasta rozar su divinización, hemos visto cómo paradójicamente se la desacreditaba también hasta la nada. Se sostiene que sus preguntas -preguntas últimas- son inútiles. La vida, destinada sólo al disfrute inmediato, carece de cualquier valor trascendente. Sobre los significados, sobre el valor eterno de las personas a las que queremos, sobre la utilidad de nuestro trabajo y de nuestra lucha por los demás, de nuestro dolor y de nuestra muerte, de los padecimientos de tantos inocentes, mejor callar -se nos dice porque no hay respuesta o, si la hubiera, no nos encontramos en condiciones de alcanzarla y de proponerla de una forma válida para todos. El fracaso de las ideologías, la resistencia a superar la fragmentación de los conocimientos científicos acumulados en una superior visión filosófica y teológico del hombre y del mundo, el desencanto de la política, han terminado por crear un ambiente de escepticismo e indiferencia muy superior al de otras épocas. Un talante «light», «fácil», ante la vida, tanto más desconcertante cuanto más contrasta con el enorme caudal de información, de todo orden, del que dispone el hombre de nuestro tiempo. Las certezas sobre la vida son muy escasas en nuestra sociedad.

12. Y, no obstante, el ansia de una vida plena, de un sentido positivo y definitivo para el enigma de la vida y de la muerte, no deja de acuciar a nuestros contemporáneos, con singular gravedad a las jóvenes generaciones. Si los jóvenes de nuestros barrios quisieran descubrir qué es la vida, cuál es su significado y consistencia, ¿dónde encontrarían hoy ayuda? ¿En la escuela? Su función educativa, a pesar de los extraordinarios adelantos pedagógicos, se reduce muchas veces a mera instrucción ¿En los medios de comunicación social? Han alcanzado un nivel técnico inimaginable hace pocos años. Su capacidad de difundir, rápida y sugestivamente, modelos de comportamiento, estilos de pensar y de sentir, es formidable. Pero su imagen del hombre está frecuentemente reducida a las apariencias, carece de espíritu. ¿En la familia? En este ambiente de escepticismo, ¿cuántas, aun las mejor dispuestas, se sienten con capacidad para transmitir a sus hijos de una forma atrayente y persuasiva las razones por las que merece la pena vivir? Muy pocos se ven hoy con fuerzas para ofrecer a sus hijos esas certezas fundamentales que les permitan orientar su existencia con dignidad en el medio masificado de la gran ciudad.

13. Así se explica el nuevo interés por lo religioso en sus formas más variadas. Nadie lo hubiera sospechado aún no hace mucho tiempo. Una muestra más de la incertidumbre que nos rodea. Y, sin embargo, no toda forma aparentemente religiosa logra responder a nuestras expectativas. De hecho, muchos, quizá asediados por las dificultades de la vida y por la angustia de encontrar una respuesta, acaban sucumbiendo a formas pseudorreligiosas que son indignas de la razón y de la libertad del hombre. Pensemos en el poder destructor de las sectas. La facilidad con que incluso vecinos y conocidos nuestros son engañados prueba que la formación recibida es insuficiente y que los ha dejado indefensos; no les proporciona criterios para distinguir lo verdadero de lo falso en esta Babel de sectas, magia y adivinaciones. También lo religioso debe someterse al criterio de verificación de lo verdadero: que sirva al incremento de la persona, a una potenciación de su razón y su libertad.

14. El hombre necesita de la verdad para realizarse como persona. Si no busca en la configuración de su existencia el horizonte de la verdad, su dinamismo per sonal se desintegra en intereses parciales que no le satisfacen. Y al final, se paraliza o muere espiritual y humanamente. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,2 l). Los discípulos habían descubierto, en efecto, en la persona de Jesucristo un tesoro por el que merecía la pena sacrificarlo todo. Su vida tenía una meta, una finalidad a la que se ordenaban todos sus recursos y capacidades. El lugar de su esperanza -allí «donde está su corazón»- es el punto desde donde el hombre determina la dirección hacia la que se mueve y desde el que construye todas las cosas, desde su familia o su trabajo hasta la política o las relaciones sociales. Podríamos quizás salvaguardar «las formas» sociales, culturales, políticas y jurídicas, pero si nos falta la sustancia de la vida verdadera todas esas formas pueden quedar reducidas a pura farsa. Lo esencial, la raíz que debemos alimentar, es precisamente esta exigencia fundamental de¡ corazón, que sigue siempre viva en el hombre, que alienta siempre, por muy apagada que aparezca, bajo las cenizas del escepticismo y del desinterés.

15. Mis queridos hermanos, presbíteros, diáconos, consagrados, fieles laicos de la Archidiócesis de Madrid, necesitamos escuchar una palabra que dé luz y calor a la vida, que la llene de significado y le muestre el camino de su verdadera realización. La Palabra que os anunciamos, con la que Dios afirma su amor por nosotros, es su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación. Él, que nos amó y se entregó por nosotros (cf. Gal 2,20), venció al pecado en la carne, y a la muerte, y ahora vive por los siglos de los siglos. Cristo, el Primero y el último, es el testigo fiel y veraz del designio infinitamente amoroso de Dios, que quiere la salvación de todos los hombres. Ésa es nuestra tarea más apremiante en Madrid, la del arzobispo y sus obispos auxiliares, la de toda la comunidad diocesana: el anuncio de la Buena Noticia de Jesucristo, que es la Buena Noticia del valor y la dignidad de todo ser humano. La persona humana, cada persona, tiene, en efecto, un valor incomparable a los ojos del Creador cuando ha merecido tal Redención.

Éste es el testimonio del que somos deudores para con todos los hombres. Se lo debemos, porque nosotros hemos recibido esa gracia sin mérito nuestro, y ellos tienen derecho a reclamarlo de nosotros. Se lo debemos, sobre todo, a nuestros conciudadanos de Madrid, especialmente a los más pobres y necesitados, en el alma y en el cuerpo. Se lo ofrecemos con respeto y amor fraternales, humilde, sencillamente.

III

PARA VIVIR EN COMUNIÓN

16. Al anunciarmos el Evangelio, os invitamos a creer en el amor de Dios, a encontramos personalmente con el Redentor y Salvador, que es «Dios con nosotros», presente y operante en la comunión de la Iglesia, y en la historia, «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Dios se ha compadecido de nosotros y, para llevar a plenitud su designio eterno, nos ha enviado a su Hijo. Él ha restablecido la paz con Dios, rota por nuestra infidelidad, y ha hecho posible lo que de otro modo hubiera sido imposible: una sociedad fraterna entre los hombres pecadores. Ya en su vida terrena, y sobre todo en el misterio pascual de su muerte y su resurrección, Jesucristo ha instituido, por el don del Espíritu Santo, una nueva comunión fraterna en su cuerpo que es la Iglesia. «Pues quiso Dios, en efecto, llamar a los hombres a participar de su 'Vida, no sólo individualmente, sin ninguna conexión mutua, sino constituirlos en un pueblo en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en la unidad».

17. Peregrino en la historia y extendido por todo el orbe, este nuevo pueblo es como un «sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Los que por gracia nos hemos incorporado a él estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1,4). A través de la figura humana de este pueblo, que es una figura «de este mundo que pasa», en «sus sacramentos e instituciones», se manifiesta y opera el misterio inefable del amor de Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- que salva al hombre 9. Tarea primordial del obispo es servir a su Iglesia de tal modo que crezca entre los cristianos aquella unidad con que Cristo la constituyó: como «comunión de vida, de caridad y de verdad» 10, para que los hombres crean y puedan adquirir las primicias de la salvación que nos han sido dadas. A ese servicio, fundamental para la evangelización, me debo en cuerpo y alma en la Archidiócesis de Madrid.

18. La comunión eclesial es un don de Dios. No es el hombre el que crea la comunidad de fe, esperanza y amor que es el pueblo de Dios, sino que nos precede a todos, como obra de Cristo muerto y resucitado. Del mismo modo que la predicación del Evangelio precede a la respuesta del creyente, también los sacramentos, con los que se edifica la Iglesia, muestran que el amor de Cristo, que actúa en ellos por el don del Espíritu Santo, es el origen de la vida verdadera en el pueblo de Dios.

Se ve con especial claridad en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía. Mediante el bautismo, el Espíritu nos introduce en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, y por tanto nos hace participar en la unidad de los que han sido signados en el nombre de la Santísima Trinidad. Del mismo modo, la celebración de la Eucaristía significa y realiza la unidad de todos en un solo cuerpo, como fruto del sacrificio pascual de Cristo. Ambos sacramentos muestran que el comienzo y el crecimiento de nuestra pertenencia a la Iglesia son siempre el resultado de una adhesión libre a un don divino que nos precede.

19. ¡Con cuánta razón ha podido llamar el Concilio Vaticano II a la Iglesia «madre nuestra»! Por su predicación y por el sacramento del bautismo nos engendra a la vida nueva, la vida que ha vencido a la muerte, hasta el punto de que podemos consideramos, porque lo somos, hijos de Dios. Así como Jesús acogía a los que se le acercaban y compartía la mesa con todos, la Iglesia, que es madre, no hace tampoco discriminación alguna entre los que han sido regenerados por el bautismo y se han incorporado a su plena comunión, como personas que gozan de verdadera igualdad «en cuanto a la dignidad y a la acción en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo», dotados de los derechos y deberes propios de los fieles cristianos. ¡Cómo no impulsar más y más la apertura tradicional de la Iglesia de Madrid a todos los que acudan a ella, sea cual sea su edad, su condición o nacionalidad, sean residentes habituales en nuestra Archidiócesis o transeúntes, especialmente los más pequeños y necesitados!

Empeñaré en ello toda mi solicitud y afecto pastorales. La misión del obispo respecto a la Iglesia particular que le ha sido confiada es precisamente la de reunirla «en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía». «En toda comunidad en tomo al altar, presidida por el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo del amor de Cristo, que está presente y con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica». Todos estáis llamados a cooperar a la edificación del mismo Cuerpo de Cristo según la gracia y la vocación eclesial recibida. Las gracias especiales, repartidas tan abundantemente por el Espíritu del Señor, que «distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,1 l), acogedlas y asumidlas con gratitud, de manera que «contribuyan a renovar y construir más y más la Iglesia, según aquellas palabras: 'A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común' (1 Cor 12,7)». Y, en todo, que prevalezca siempre «el amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3.14).

20. La posibilidad de vivir lo que se ofreció a los discípulos se nos ofrece, pues, a nosotros, en el umbral del siglo XXI, del tercer milenio de nuestra era, por la resurrección de Cristo que ha vencido las distancias de los siglos en el misterio de comunión que es la Iglesia. El creyente, incorporado a la comunión eclesial, experimenta incluso que la vida nueva, recibida por la fe y el bautismo, es verdaderamente humana, más humana.

El mismo Cristo había hecho esta promesa a los que le siguieron: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19,29). El cristiano está llamado a constatar en la propia existencia la fecundidad de esta promesa. Si el Señor nos asegura una vida «cien veces» más rica aquí, en el tiempo, y la herencia eterna, ¿cómo no vamos abrigar la esperanza firme de poder ver en el camino de nuestra vida los frutos sorprendentes de la gracia? Se puede hablar sin miedo de un beneficio humano de la fe vivida en la Iglesia. El creyente, en primer lugar, al recibir el Espíritu de Cristo, que «contiene todos los tesoros, de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3), crece en la percepción del sentido de la realidad y de la vida y deja de ser un niño, zarandeado por cualquier viento de doctrina. Se hace más firme su amor a la verdad, buscándola siempre por encima de los prejuicios o intereses, sin permitir que quede aprisionada por la injusticia.

21. Crece, además, la esperanza ante el misterio de esperanza la propia vida; el transcurso del tiempo, que en la experiencia humana está ensombrecido tantas veces por el dolor y la enfermedad, deja de ser una realidad amenazante, y pasa a convertirse en un bien precioso, cuando la vida se vive en el ámbito histórico donde se cumple la promesa, esto es, en la Iglesia. Entonces se siente el deseo de afirmar todo lo que hay de noble o de justo en el mundo, en las personas y en la realidad. La acogida del prójimo se hace más fácil; se busca sinceramente su bien. El hombre puede admirar sin reservas la obra excelsa de la Creación, en toda su verdad, su bondad y su belleza, en la que Dios ofrece «un testimonio perenne de si mismo».

Y, sobre todo, el creyente no es esclavo del miedo a la muerte. Se sabe llamado a vivir libre de temor, en la paz verdadera que el mundo no puede dar. Con el Apóstol, podemos decir: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? En todo salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó» (cf. Rom 8,31.35.37). Cuando el hombre se descubre en Cristo como un hijo de Dios, se ve libre para caminar abiertamente, como en pleno día, hacia el destino que se le ha prometido.

22. Crece finalmente el amor. Al participar en la Eucaristía, el sacramento que es «fuente y culmen de la vida cristiana», nos reconocemos como miembros de la gran familia de los hijos de Dios, urgidos a acogerse mutuamente, a sobrellevar las cargas los unos de los otros, con una caridad sin fingimiento. Los testimonios de esta comunión fraterna, de esta solicitud incansable son innumerables. La vida de santidad que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios, frecuentemente los más humildes y escondidos a los ojos de los hombres, constituye la demostración más sencilla y fascinante de la fuerza liberadora del amor de Dios, del valor de la fidelidad a la Ley del Señor, cuando esa Ley Nueva es vivida incondicionalmente. De ellos aprendemos a compartir, sin «poses» ni vanidades, las alegrías y esperanzas, las angustias y tristezas de todos los hombres; a compartir, sobre todo, la suerte de los pobres y de los afligidos. La experiencia humanizadora de la fe sólo se puede percibir en la comunión de la caridad cristiana -en la comunidad eclesial-, vivida auténtica e íntegramente como experiencia «común» del amor de Cristo muerto y resucitado. Permanezcamos sencilla y fielmente, en nuestra Archidiócesis de Madrid, en esta tradición siempre viva y siempre nueva de la vida cristiana -de la vida humana renovada por la gracia pascual del bautismo-; permanezcamos en la comunión de la Iglesia, guardando viva y operante la memoria de las grandes obras de Dios con nosotros, con nuestras vidas, con nuestra ciudad y con nuestro pueblo. El «olvido de Dios», que algunos han querido alabar como la característica del hombre adulto pero que, en realidad, es ofuscación de la razón y señal de la presencia del pecado en el mundo (cf. Rom 1,21), sólo puede ser superado por el testimonio vivo de que Cristo ha resucitado, y ha vivificado nuestra humanidad con el poder de su amor. Ese testimonio es el que hemos de dar toda la Iglesia diocesana. con obras y palabras.

«Quien quiera vivir -escribía San Agustín- tiene en dónde vivir, tiene de dónde vivir. Que se acerque y que crea, y que se incorpore a este cuerpo para participar de su vida. Que no rehuya la compañía de los demás miembros, y que no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni un miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüenza; que sea bello, proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo, para que viva de Dios y para Dios, y que trabase ahora en la tierra para reinar después en el cielo».

23. No es un secreto para nadie que en nuestras comunidades parroquiales -y en otras comunidades y grupos eclesiales-, incluso entre aquellos que trabajan activamente en la acción pastoral de la Iglesia, se insinúa a veces cansancio y desánimo. Las causas son múltiples: la dificultad del ambiente, el antitestimonio de muchos de nosotros, la fragilidad personal, la especial singularidad de este momento histórico, en el que una época parece ir declinando. No os desalentéis. No midamos nuestras posibilidades según nuestras propias fuerzas. No pongamos límites a la bondad y misericordia de Dios, que nos ha dado a su Hijo, Triunfador del pecado y de la muerte. Aquella pregunta de Nicodemo, «¿puede el hombre, siendo viejo, entrar otra vez en el seno de su madre y nacer de nuevo?» (Jn 3,4), ha obtenido una respuesta definitiva e irrevocable: Sí, por la gracia del Resucitado. Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios. Si nuestro corazón se hace disponible, como lo fue el de María, se hará realidad «el milagro» del «nuevo nacimiento» para una vida nueva, la de los hijos de Dios. Con su respuesta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), concibió, por obra del Espíritu Santo, por caminos escondidos e inaccesibles a la mente humana, al Hijo de Dios, que «al venir a nosotros, trajo consigo toda novedad».

24. Somos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; en Él hemos sido bautizados y a Él nos seguimos conformando por el don de su Espíritu en la confirmación, en el orden sacerdotal, en el sacramento del matrimonio. Somos ya una nueva creación, «concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios». La raíz de toda novedad es, pues, bautismal y está arraigada en lo hondo de nuestro ser; es testimoniada por la misericordia constante, por el perdón que no se nos niega nunca, por la gracia regenerante de los sacramentos de la reconciliación y la unción de enfermos. El agua del Espíritu, con la que el Señor ha saciado nuestra sed, no se agota, sino que, como Él mismo dijo a la Samaritana, se convertirá para el creyente en «una fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,14). Ya que «el Espíritu no deja de venir en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir corno conviene» (Rom 8,26), imploremos por nuestra parte siempre su auxilio, con el corazón esperanzado, en medio de su Iglesia.

25. El camino de «la comunión de la Iglesia» lleva al cristiano a saber con certeza que no hay nada en el mundo que valga más que el don de Dios: sabe que ha descubierto un amor, una gracia que «vale más que la vida» (Sal 63,4). Lo sabe por la fe y lo vive en la fe, desde sus mismos comienzos. A la oblación de Cristo en la cruz, a la intercesión del Hijo resucitado y glorificado ante el Padre, que nos envía el Espíritu Santo, la respuesta del hombre ha de ser la de la entrega total y libre de su persona.

A la plenitud de la sabiduría y del amor de Dios, revelado en Jesucristo, el hombre ha de responder con la sabiduría humilde de la esperanza y del amor que se entrega incondicionalmente. Así la persona es introducida en la dimensión de su existencia donde se cumple la verdad de su vocación: en un amor que vale más que la vida.

Ésa ha sido y es la experiencia de los mártires, vinculada desde los orígenes mismos de la comunión eclesial al testimonio apostólico del Evangelio, como lo atestigua el Nuevo Testamento, y luego toda la historia de la Iglesia, hasta nuestros días. La experiencia máxima del amor cristiano. Ésa ha sido y es la experiencia de los santos. Es también la experiencia diaria y cotidiana del cristiano que sigue consecuentemente el camino de la cruz hasta la meta final: en el trabajo, en la familia, en la vida social. Los sufrimientos y los gozos, todas las circunstancias de la vida, le sirven a Dios para guiar a sus hijos a la madurez de la plenitud de Cristo, o lo que es lo mismo, a la perfección de la caridad, al estado del hombre perfecto (cf. Ef 4,13).

26. Esta experiencia brilla como estímulo y ejemplo carismático -como un especial don del Espíritu- para toda la Iglesia en la vida de los consagrados en pobreza, castidad y obediencia por el Reino de los cielos. Porque se consagran a un Amor más valioso que todos los bienes de este mundo, se explica la entrega total de tantos religiosos y religiosas de vida activa a tareas educativas, o a la causa de los pobres o afligidos, sin discriminación de ninguna clase. Sólo el descubrimiento de Aquel que es el Amor infinito explica la oblación orante de los contemplativos y contemplativas que, con su «clausura» exterior, dejan su corazón abierto para una identificación interior, sin límites, con el amor redentor de Cristo.

27. En este camino de fe, de vida y de comunión, la Iglesia entera «procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María». María, en efecto, pudo contemplar con sus propios ojos y vivir de un modo único «la gracia que vale más que la vida»: desde el momento del anuncio del ángel y del nacimiento del Hijo en la pobreza de Belén hasta el misterio inmenso de su manifestación en el dolor de la cruz y en su resurrección gloriosa. A ella seguimos, a ella imitamos en su camino de adhesión a Jesucristo. Con ella, «modelo y prototipo de la Iglesia en la fe y el amor», y también por su poderosa intercesión maternal, podemos decir, al atardecer de cada día: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Le 1,46-47).

IV

LA MISIÓN: SEGUIR HOY A LOS QUE HAN VISTO Y OÍDO

28. En Jesucristo, Dios ha desvelado su plan de salvación para los hombres: «el misterio que ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a sus santos» (Col 1,26). En Él «habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía» 21. Nosotros, que por nuestra incorporación a la comunión de la Iglesia, por la fe y el bautismo, hemos sido admitidos a ese trato y a esa compañía, ¿cómo podemos vivirla y comunicarla a los demás, a todos los hombres, nuestros hermanos? He aquí la grave y actualísima cuestión de «la misión» en la Iglesia, que representa también para la vitalidad pastoral de la Archidiócesis de Madrid en el próximo futuro un desafío de primer orden y una urgente tarea.

29. La fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia las hemos recibido gratis. Necesitamos ante todo avivar la conciencia de que se trata de un don, cuya permanencia en nosotros habremos de pedir al Padre en una súplica constante. La capacidad para afrontar bien los problemas de cada día en la perspectiva de la misión de la Iglesia proviene sólo de Aquel que es Señor y da la vida. Reconocer la acción continua del Espíritu Santo sobre nosotros, pedirla incansablemente, es condición indispensable para que no se frustre la gracia que hemos recibido: lo mejor de nuestra propia historia. La vida de oración es por ello de trascendental importancia para la misión de la Iglesia.

Los creyentes estamos llamados a orar siempre los unos por los otros, «entrando en el propio aposento, después de cerrar la puerta» (Mt 6,6), o «velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos» (Ef 6,18). Así reconocemos a Dios como nuestro Padre, y contemplamos sus maravillas, sobre todo las que ha realizado en su Imagen visible, Jesucristo nuestro Señor, tal y como se manifiestan en la Sagrada Escritura, principalmente en los Santos Evangelios; acogemos su venida misteriosa en la liturgia, y lo adoramos presente en el sacramento de la Eucaristía, expresión suprema de su entrega por nosotros. Esta conciencia renovada del amor con que Dios nos cuida, lleno de ternura, nos acerca a todos los hombres de un modo nuevo.

Cuanto más seamos conscientes de la grandeza de Dios y de su misericordia con nosotros, más espontáneamen te crecerá en nuestro corazón el deseo de comunicar «sus obras grandes» a nuestros hermanos los hombres (cf. Le 1,49).

30. El don de la fe ilumina la vida entera. Desde el anuncio apostólico en el día de Pentecostés hasta hoy mismo, los cristianos, diseminados por los cuatro puntos cardinales, han afirmado que Cristo es la Verdad, que confiere el significado definitivo y pleno a todos y a todo. Así, lo propusieron a otros como un bien, sin pretensiones ni imposiciones, con la conciencia sencilla de ofrecer algo verdaderamente valioso: lo finalmente valioso para el destino del hombre. El hecho de que unos recibían ese don no supone, en modo alguno, una injusticia para con los otros; es la forma humana en que Dios prolonga el camino de la Encarnación: eligiendo primero a algunos que llevan ese «tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4,7), para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2.4).

Si Cristo es la Verdad, ha de ser anunciado a todos los hombres, de todos los pueblos y de todas las razas, hasta los confines del mundo; ha de ser presentado como el criterio último, la regla por excelencia, con la que se debe discernir y valorar toda la existencia humana. Si Cristo es la Verdad, es también el Camino y la Vida para todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 14,6). La Iglesia está llamada a transmitir el don de la fe en toda su plenitud: a todo hombre y para todo el hombre. Su vocación y su misión son universales.

De aquí que los hijos e hijas de la Iglesia sólo pueden participar auténtica y fecundamente en su misión cuando viven su vocación cristiana al estilo de San Pablo, para el que «la vida es Cristo y una ganancia el morir» (Flp 1,21); cuando viven su fe en el seno de la comunión eclesial como «la victoria que vence al mundo» (1 Jn 5,4). Cuando no es así, alguna instancia ajena a la fe acaba erigiéndose inevitablemente en juez de nuestra experiencia eclesial, y sometiéndola a su medida, según los rasgos de la mentalidad que domina el mundo en cada momento de la historia.

31. ¿Cómo podemos participar y comunicar de modo concreto y sencillo el tesoro de una fe viva? De nuevo hay que recurrir a los orígenes: a Jesús mismo, al modo como Él llevó a cabo su misión en su vida pública. Su método fue a la vez muy claro y muy sencillo: «Seguidme» (cf. Mc 1,17-18 p.). En efecto, ya desde el comienzo, Jesús eligió a algunos discípulos de entre los muchos que se le acercaban, para que estuvieran con Él (cf. Mc 3,14). Los iba introduciendo en el misterio de la Redención, con paciencia y misericordia, al hilo de las situaciones de la vida, desde los detalles aparentemente más triviales, cuando paseaban por el campo, hasta los momentos de mayor tensión dramática en Jerusalén. La vida comenzó entonces para ellos: cuando encontraron a Jesús. Consistía en seguirle, en imitarle. Imperceptiblemente, sin que cayesen en la cuenta, el brillo de la mirada del Señor se iba reflejando en su rostro, que los iluminaba (cf. 2 Cor 3,18). El seguimiento tuvo que pasar la durísima prueba de la pasión y la muerte del Maestro, para ser retomado y confirmado por Jesucristo resucitado (cf. Jn 21,17).

32. Desde los tiempos apostólicos, una cadena ininterrumpida de testigos ha seguido fielmente a los que habían visto y oído, imitándolos a ellos para así imitar a Jesús (cf. 1 Cor 4,16; Flp 3,17). Hombres y mujeres de toda condición social extendían aquella novedad mediante el testimonio de una vida santa en comunión con Pedro y la autoridad apostólica. A esto somos hoy llamados todos, sea cual fuere nuestra situación humana y nuestra vocación eclesial. Nuestra tarea común como cristianos es la de seguir a Cristo presente aquí y ahora, en medio de su Iglesia.

La vida concebida como seguimiento de Cristo se hace misionera. Cuando Jesús se convierte en la razón de ser de lo que el creyente hace a lo largo de] día, las actitudes y comportamientos del discípulo no se podrían comprender adecuadamente sin aludir a Él. A quien le pregunte por qué vive así, el discípulo le dará la razón de su esperanza (cf. 1 Pe 3,15). Es importantísimo tomar conciencia de que «la misión» es la expresión y el fruto de una fe viva, y no un esfuerzo aparte, añadido a lo cotidiano. Por eso no es una tarea reservada a los sacerdotes, religiosos o religiosas, o a los especialistas, sino propia de todos los bautizados que compartimos la misma fe. Las familias cristianas, por ejemplo, tienen en esta misión de transmitir y comunicar la fe -y precisamente a través del testimonio de la vida cotidiana- una responsabilidad primordial.

33. En la «fe que actúa por la caridad» (Gal 5,6), se despliega toda la fuerza misionera de la Iglesia: se com padece de los pecadores; atiende conmovida los sufrimientos de los más necesitados; impulsa, en colaboración con los hombres de buena voluntad, la transformación del mundo para que llegue a ser morada digna de nuestros hermanos; suscita discreción e ímpetu evangélicos para comprometerse en los esfuerzos por el bien común y la promoción de los derechos fundamentales de la persona humana en la esfera social y política. Las comunidades cristianas, guiadas por el Espíritu Santo de Dios, generan iniciativas de toda índole, unas veces escondidas y silenciosas, otras públicas y conocidas por todos, para que alcance a los distintos ambientes el anuncio del Evangelio: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca» (Me 1,15). Nuestra vitalidad misionera no es tanto el resultado de esfuerzos generosos, individuales y puntuales, cuanto el fruto maduro de una comunidad cristiana viva, inserta en la comunión de la Iglesia, a la que pertenecemos. Somos testigos de Cristo cuando comunicamos su palabra y su vida, que hemos recibido en la Iglesia. Las comunidades eclesiales, sostenidas por la gracia, florecen en fe, esperanza y caridad, y se convierten así en el germen de la nueva humanidad: son inicio del otro mundo ya en este mundo. El signo por excelencia para que los hombres crean es la unidad de todos los fieles convocados por Jesucristo en la única Iglesia (cf. Jn 17,21-23).

Por coherencia cristiana con las exigencias de «la misión» de la Iglesia, cada vez más urgentes en Madrid, y por amor y servicio evangélico al hombre, nuestro hermano, nos importa mucho crecer interior y exteriormente en la unidad íntegra de la comunión eclesial. Nos interesa a todos: a pastores y fieles, a las comunidades parroquiales y otras comunidades y movimientos apostólicos, a los consagrados y a los laicos. Nos importa crecer en la unidad de la Iglesia diocesana y de la Iglesia universal, en una comunión sentida y profesada, visible, con sus pastores: con el obispo diocesano; y con el sucesor de Pedro, el Papa, cabeza del Colegio episcopal.

34. La historia, todavía joven de nuestra Archidiócesis de Madrid, y su presente, nos ofrecen una riquísima variedad de ejemplos personales y comunitarios de una vivísima capacidad misionera: motivo para dar gracias al Señor, que los ha suscitado con los dones extraordinarios de su Espíritu, e hitos luminosos para nuestro futuro pastoral. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, tras las huellas conmovedoramente humildes de nuestros patronos, San Isidro y Santa María de la Cabeza, esa serie de mujeres extraordinarias, reconocidas ya por la Iglesia cono santas, protagonistas heroicas del amor de Cristo en el Madrid más pobre y doliente del siglo pasado y de los comienzos de éste? Santa María Micaela, Santa Soledad Torres Acosta, Santa Vicenta María López Vicuña... Una historia de caridad, exquisitamente sensible para todo lo humano; una historia de santidad que se prolonga hasta nuestros días.

35. En estos pocos meses he podido ver, con admiración, a muchas comunidades parroquiales que son verdaderos signos de fe y de caridad en los ambientes más difíciles de nuestras barriadas madrileñas; a comunidades de religiosas y religiosos dedicadas sacrificadamente a la enseñanza, o a la atención de los más pobres, los ancianos, los enfermos, los presos, los inmigrantes, drogadictos y enfermos del Sida; a asociaciones y movimientos laicos con los carismas más diversos orientados socialmente a la edificación del único Cuerpo de Cristo; a tantas comunidades femeninas de vida contemplativo, entregadas a ese cultivo de ser «el amor» en «el corazón de la Iglesia», como deseaba tan ardientemente Santa Teresa del Niño Jesús. El Señor quiera que, al encontrarse con nosotros, cristianos de Madrid -de la ciudad y de sus pueblos-, nuestros vecinos alejados de la Iglesia o no creyentes, y también los que nos visitan, nuestros huéspedes, reaccionen como los que se encontraban con Jesús o con los apóstoles y los primeros cristianos: «¿Quiénes son éstos que viven así?» (cf. Mt 8,27; Hch 5,13).

36. Fiel trasunto de esa vitalidad interior de «la misión» en la Iglesia diocesana de Madrid son los millares de misioneros, esparcidos por todo el Tercer Mundo, originarios o procedentes de la Archidiócesis. Junto con la floración de las vocaciones para la vida consagrada y para el sacerdocio ministerial, los misioneros y misioneras -sacerdotes, religiosos y laicos- constituyen la señal más auténtica y veraz de la fidelidad y entrega con la que vivimos en Madrid ese aspecto esencial del misterio de la Iglesia que es «la misión», y nuestra propia vocación cristiana.

37. La importancia de una recta comprensión de «la misión», vivida en la comunión de la Iglesia, para la catequesis y, consiguientemente, para los otros ámbitos de la educación en la fe -la familia y la escuela, sobre todo- es evidente. «Educar en la fe» será siempre introducir progresivamente a la persona en una relación cada vez más honda y viva con Cristo en la comunidad cristiana. La Catequesis ha de llevar al educando a entrar «no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo», de forma que abrace y transforme toda su vida y para siempre, a través de una experiencia plena del misterio de la Iglesia.

El testimonio de los educadores, con palabras y con obras, les transmitirá el contenido íntegro y vivo de la fe de la Iglesia. Su ejemplo de una vida configurada por la palabra y la gracia del Evangelio, compartidas con los demás miembros de la comunidad eclesial -pastores y fieles-, les descubrirán a los educadores dónde y cómo se responde a las grandes cuestiones que anidan en los corazones de los hombres, sean niños, jóvenes o adultos. Se trata de respuestas, además, que son verificables en todas las situaciones de la vida, que están probadas en la experiencia de la Iglesia, especialmente en la vida de los santos. Cuando el proceso educativo cristiano es el adecuado, y cuando el educador, movido por un afecto verdadero al bien de la persona, sabe acompañarla en su camino, surge un tipo de hombre que vive conscientemente y anuncia el Evangelio; que es capaz de construir y de luchar, capaz de sufrir y de ofrecer; capaz, en una palabra, de comunicar la vida y su significado a otros, prolongando así la presencia visible de Cristo en el mundo hasta el final de los tiempos.

Con razón ha hablado Juan Pablo II de una «pedagogía original de la fe», ya sea en el ámbito de la familia, de la comunidad escolar o en la catequesis. Un educador cristiano es aquel que comunica con sencillez que el significado de la vida es Cristo, el Redentor del hombre.

Comunicar la fe, antes que un problema de teoría o técnica pedagógica, es una tarea de persuasión viva, la que brota de unas personas y unas comunidades, transidas ellas mismas hasta lo más hondo de su existencia por la verdad y la gracia de Cristo.

V

«PARA QUE NUESTRO GOZO SEA COMPLETO»

38. La vida del hombre sobre la tierra es camino y peregrinación para alcanzar el verdadero gozo. Lo sabemos con certeza: su meta es la felicidad eterna, cuando Dios «enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y cantaremos eternamente sus alabanzas», cuando vivamos eternamente con el Señor. Entonces, protegidos de todo mal, se colmarán -más allá de todo lo que el hombre puede esperar- todas nuestras aspiraciones de verdad, de amor y de vida. Pero nuestra vida aquí es ya camino gozoso -aun en medio de las dificultades y del dolor-, porque la certeza de la eternidad gloriosa impregna ya nuestro tiempo, que de otro modo sería caduco. Hemos empezado ya a gozar del amor de Dios, que «es fuerte como la muerte» (Cant 8,6), y cuya fidelidad nos ha sido asegurada para que seamos «irreprensibles en el Día del Señor» (cf. 1 Cor 1,8-9).

La verdad es que el gozo, la alegría verdadera, nos parecen siempre escasear sobre la tierra. ¡Hay tanto sufrimiento, tanto dolor! También nuestro Madrid necesita personas que muestren el camino de la alegría. Nunca hemos tenido los hombres tantos «medios» para «distraemos», pero, al mismo tiempo, ¡cuánta amargura! Cuántas personas afligidas por graves problemas económicos, cuántas personas solas, cuántas familias rotas, cuántos jóvenes sin horizontes y sin esperanza. Cuántas personas que «sufren» la vida como una carga, porque no le ven sentido alguno, porque la viven como un camino que no conduce a ninguna parte. Esta situación de tantos hermanos y hermanas nuestros no puede sino urgimos a «dar razón de nuestra esperanza» (1 Pe 3,15), y a dar testimonio de Aquel que es la fuente de la alegría.

39. Al participar en la comunión de la Iglesia hemos comprobado que la condición creada que compartimos con los hombres ha sido redimida. Nuestro horizonte no es la muerte sino la vida. La comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, que un día será plena en el cielo, ya ha comenzado en esta tierra, y el don del Espíritu vivifica las entrañas del mundo y de la historia, haciendo nuevas todas las cosas. El apóstol Juan anunciaba el Evangelio de Jesucristo para que el gozo de sus hermanos fuese completo. ¿Quién puede garantizar en esta vida la felicidad a sus seres más queridos? ¿Qué madre puede asegurar a su pequeño recién nacido que será feliz? Pues bien, la promesa inaudita de Cristo a los que le escuchaban era precisamente ésa: poder ser bienaventurados, ser dichosos en este mundo -lo sois ya- a la espera de la recompensa grande en los cielos (cf. Mt 5, 3-12). La alegría serena, en medio de todos los avatares que la vida nos depare, constituye sin duda el signo inequívoco de la cercanía y de la acción del Espíritu en nosotros. Por eso la alegría en el Señor es nuestra fortaleza.

La Iglesia no ha dejado nunca de proclamar esta Palabra -Evangelio de la esperanza- a todos, sin excluir a nadie. Palabra de esperanza, divina y profundamente humana. Nuestra comunidad diocesana está llamada a extender entre familiares y amigos, y también entre los más alejados, este anuncio de salvación para que el Reino de Dios crezca hasta que llegue el día en el que todo será puesto ante el Padre. Entonces, en la Jerusalén celeste, «verán su rostro y llevarán su nombre en la frente; ya no habrá noche, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por todos los siglos» (cf. Ap 22,4-5).

VI

«EN LA PROXIMIDAD DEL TERCER MILENIO»

40. Si evangelizamos en la comunión de la Iglesia, seremos testigos y portadores de esperanza para nuestros hermanos ahora y en el futuro. El Santo Padre, con su Carta apostólica Tertio millennio adveniente, «al acercarse el tercer milenio» de nuestra era, nos ofrece un marco extraordinariamente sugerente para afrontar las tareas más urgentes de nuestro próximo futuro pastoral en la perspectiva de la esperanza que nos conforta y que nos salva.

Su propuesta de que toda la Iglesia recorra el trayecto cronológico que nos queda hasta el Jubileo del año 2000 como la peregrinación del hijo, arrepentido y convertido, que retorna de nuevo al camino de la Casa del Padre, nos sitúa en el punto de partida más evangélico. En el corazón mismo del Evangelio. También para nosotros, llamados a evangelizar de nuevo en Madrid y a Madrid, nos es imprescindible reconocer los pecados de nuestro pasado y de nuestro presente eclesial. Con firme clarividencia nos dice el Papa que «reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y dificultades de hoy». Pero «un serio examen de conciencia» se impone, sobre todo, «para la Iglesia del presente». Tampoco a nosotros nos son desconocidos los pecados contra «la unidad querida por Dios para su pueblo», ni el uso de «métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad»; y mucho menos nuestros propios pecados, los de ahora, los de nuestro tiempo. También nosotros somos culpables de la indiferencia religiosa, de la pérdida del sentido trascendente de la vida y de la ética, con gravísimas consecuencias para «los valores fundamentales del respeto a la vida y a la familia»; de las complicidades, por acción u omisión, con la violación de los derechos fundamentales de la persona humana y con graves formas de pobreza y de marginación social.

Un año de Sintonizando espiritual y pastoralmente con esta sensibilización preparación inmediata del Jubileo del año 2000, podremos luego vivir el último triduo del siglo como un nuevo descubrimiento del misterio de Jesucristo, el Redentor, que enviándonos su Espíritu nos devuelve con una nueva plenitud a los brazos del Padre. Tratemos, pues, de configurar el próximo curso como un año de sensibilización eclesial y de preparación doctrinal, catequética, litúrgica y pastoral de un programa diocesano para el último trienio de este siglo, en el espíritu y a la luz de las líneas temáticas y los grandes objetivos de la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sería la mejor manera de responder a lo que creemos nuestra primera tarea pastoral en Madrid: Evangelizar en la comunión de la Iglesia.

41. Destinatarios privilegiados de nuestra solicitud y esfuerzos pastorales -y ya desde el curso 1995/1996- habrán de ser los que más sufren las consecuencias de nuestros pecados: los pobres, los más débiles e indefensos, los ancianos, los marginados, los parados. Pero de un modo del todo excepcional, los niños y los jóvenes. Todas las crisis de nuestro tiempo les golpean con una inaudita dureza y hasta el fondo del alma. A ellos les debemos, y sin demora, el anuncio nuevo, el testimonio vivo del Evangelio: El Jubileo de Cristo resucitado.

42. Para que nuestra especial peregrinación hasta el Jubileo del año 2000 produzca abundantes frutos de nueva evangelización, de conversión y de santificación, se necesita el acompañamiento de la oración unánime de toda la comunidad diocesana. La plegaria permanente de las comunidades femeninas de clausura, expresión connatural de la oblación incondicional de sus vidas al Señor, significan un valiosísimo apoyo.

Con la confianza puesta en la intercesión maternal de la Virgen de la Almudena y de nuestros santos patronos, San Isidro y Santa María de la Cabeza, emprendemos de nuevo el camino de evangelizar en la comunión de la Iglesia, en Madrid. ¡Un camino de esperanza!

Con mi bendición,

Madrid, 15 de mayo,
fiesta de San Isidro Labrador
patrono de Madrid, del año 1995.