"ME LEVANTARÉ E IRÉ A MI PADRE"
Retorno al Padre de todos

Carta pastoral 1998-1999
Cardenal MARTINI, arzobispo de Milán


 

La parábola del Padre misericordioso

"Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde". Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros". Entonces partió y volvió a la casa de su padre.

Cuando estaba todavía lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan, enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo". Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes en mujeres, haces matar para él el ternero engordado!". Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (Lc 15,11-32).

Introducción

Este año les hablo de Dios Padre, Padre de Jesucristo y de todos nosotros. El tema nos lo es sugerido por Juan Pablo II quien, después de habernos pedido en los dos años precedentes hablar de Jesús (Hablo a tu corazón, Carta pastoral 1997) y del Espíritu Santo (Tres relatos sobre el Espíritu, Carta pastoral 1998), nos invita ahora a dedicar este último año antes del 2000 al Padre. Es también el tema, como habrán notado en el coloquio con Pablo VI, que este gran Papa, cuando era nuestro Arzobispo, había elegido para la gran misión de Milán.

Puede parecer un tema descontado para un cristiano, bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo, habituado desde niño a comenzar la señal de la cruz "en el nombre del Padre". Y sin embargo por los sondeos hechos he percibido una cierta resistencia a evocar el nombre del "padre" para hablar de Dios. Existe en el aire un sentido de rechazo hacia la figura paterna. Muchos han aludido experiencias decepcionantes respecto a la paternidad humana, que no permitirían aplicar con soltura tal nombre a Aquel de quien no quisiéramos desilusionarnos. Otros se han preguntado: ¿por qué no hablar de Dios usando el término de "madre", al menos en la misma medida respecto a aquel de "padre"?

Este cúmulo de sentimientos diversos y contradictorios en torno a la figura paterna me ha convencido que no se trata de un tema fácil. Pienso que hay que excavar en nuestra vida y en nuestro contexto cultural para lograr un poco de claridad y encontrar el modo justo de decirle a Dios: "¡Padre! ¡Padre mío!". ¿Quién tendrá el coraje de seguirme? ¿Quién tendrá la fuerza de no resignarse perezosamente a la duplicidad y contradicción de sus reacciones hacia Dios, que lo llevan, según las circunstancias, ya a querer ser acunado como un niño en los brazos paternos (o maternos), o ya a desvincularse como un adolescente inquieto en búsqueda de autonomía e independencia?

Reflexionando sobre esto me doy cuenta que nunca fue obvio, ni siquiera en el pasado, aceptar sin problemas la figura paterna. Ya nos lo decía Jesús en la parábola de los dos hijos, que he recordado al inicio de esta carta (Lc 15,11-32): ninguno de los dos ha sido capaz de vivir en verdad su relación con el padre. Los dos de alguna manera lo han rechazado . Fue necesario un largo camino para encontrar de verdad del padre de parte del hijo más joven, mientras que del primero no sabemos todavía hoy, si a este camino lo habrá recorrido. Pero lo claro de la parábola es que Dios es de verdad padre (y madre) de todos; que para todos es difícil reconocerlo como tal; y que sin embargo nadie descubre su propia identidad sin volver al Padre.

Por eso mi carta trata, ante todo del cansancio en reconocer al padre, del gusto amargo del rechazo del padre de parte de cada uno de nosotros y de la mentalidad de nuestro tiempo, de la certeza que la vida tiene sentido sólo cuando es vista como un gran retorno al Padre: ¡"Vamos hacia el Padre"! Es la primera parte.

En la segunda (¡"Escuchemos la revelación del Padre!") veremos cómo Dios mismo nos ha indicado los caminos de nuestro peregrinar hacia El y cómo nos ha abierto el camino.

En la tercera parte ("¡Encontrémonos en el Padre de todos!") diremos qué significa este camino para todos nosotros, compañeros de viaje, preocupados a menudo por nuestras diversidades (confesionales, religiosas, raciales, sociales), pero en realidad, todos peregrinos hacia la única meta.

¿Qué espero de esta carta? Ante todo que sea leída como una ayuda para una peregrinación; que no nos asuste un comienzo austero; que al final se llegue a decir "Padre" un poco como lo decía Jesús, con las palabras y los gestos de una fraternidad redescubierta ante el único Padre.

Veo dos categorías posibles de peregrinos desganados en este camino hacia el Padre: algunos creyentes que dicen: "Yo ya sé bien quién es mi Padre que está en los cielos y esta carta no me dirá nada nuevo"; y algunos no creyentes que piensan: "son las cosas habituales y no me interesan". En realidad, estas resistencias están ambas en quien ahora está leyendo esto y también un poco en mí que estoy escribiendo. Existe en nosotros algo del primer y del segundo hijo de la parábola: creemos conocer al Padre pero en realidad no lo conocemos si no muy a la distancia. Por lo tanto hay un descubrimiento que hacer. Me gustaría que cada uno pudiera hacerlo, comenzando por mí: naturalmente, gracias al "Maestro interior", como me lo recordó antes el Papa Montini. Sé que es un camino un poco difícil. Sin embargo sin él, temo que "el año del Padre" termine en un montón de afirmaciones sin verdadero cambio del corazón. ¿Y qué sentido tendría celebrar así el Jubileo"¿ recordar los dos mil años del nacimiento de Jesús sin esforzarnos en penetrar en el misterio de su filiación divina y de nuestra participación en su vida?

I ¡Vamos hacia el Padre!

1. Los caminos de la inquietud personal: "Me levantaré e iré a mi Padre" (Lc 15,18).

Existen muchos modos de rechazar al Padre y el camino hacia él. El más común (y el más escondido en el inconsciente) es el de rechazar la muerte. Y sin embargo todos, sin distinción, estamos caminando en un viaje breve o largo, que inexorablemente nos llevará hacia ella. Vivir es también convivir con la idea de que todo, tarde o temprano, terminará. Hay quien se consuela pensando que cuando venga la muerte ya no existiremos más y que mientras existimos ella no existe. Pero se trata de un consuelo frágil. En realidad, la muerte está en cada instante de nuestra vida, está en la forma de la pregunta: ¿qué será de mí después de la muerte? ¿qué sentido tiene para mí la vida? ¿adónde voy con todo el peso de mis esfuerzos, de mis penas, de mis pobres consolaciones?

En tales preguntas, la muerte aparece como un desafío radical al pensamiento humano, un desafío del cual nace una reflexión seria. Es como un centinela que hace guardia al misterio. Es como la roca dura que nos impide profundizar desde la superficialidad. Es una señal a la cual no se puede eludir y que nos obliga a buscar una meta por la cual valga la pena vivir. Es "la última frontera" (E. Montale) de la cual nos viene, como en contragolpe, la necesidad de luchar contra el aparente triunfo de la muerte y una exigencia profunda de buscar el sentido de la vida, de justificar el cansancio de cada día.

Pienso que algunos, leyendo estas palabras, estarán tentados de refutarlas: ¿por qué comenzar con un argumento tan serio y tan poco lleno de esperanza de las Escrituras? Y sin embargo no he hecho otra cosa que remitirme a la narración de Jesús en la parábola de los dos hijos. Es, cuando el menor, que ha querido irse de casa y ha despilfarrado sus bienes, se encuentra tocando fondo ("habría querido saciarse con las bellotas que comían los cerdos; pero nadie se las daba" 15,16) y entonces, casi de contragolpe, recuerda que existe una casa del padre, donde aún los siervos tienen vida, dignidad y "pan en abundancia" 15,17. La experiencia de la miseria le consiente mirar de frente el camino de la muerte que está recorriendo y rebelarse. Cuando nos sentimos solos, cuando nadie parece querernos más y nosotros mismos tenemos razones para despreciarnos o estar desilusionados de nosotros, cuando la perspectiva de la muerte o de una pérdida grave nos espanta y nos arroja a la depresión, he aquí que, desde lo profundo del corazón emerge el presentimiento y la nostalgia de un Otro que nos puede acoger y hacernos sentir amados, más allá de todo y no obstante todo.

El Padre es en este sentido, -si se quiere un sentido todavía laico y mundano-, la imagen de alguien a quien confiarnos sin reservas, el puerto donde hacer reposar nuestros cansancios, seguros de no ser rechazados. Su figura tiene al mismo tiempo, características paternas y maternas: se puede hablar del Padre en cuyos brazos se está seguro, como de la Madre a quien anclar la vida proveniente de ella. Es, por lo tanto una evocación del origen, del seno materno, de la patria, de la casa, del hogar, del corazón al cual remitimos todo lo que tenemos, del rostro al cual miramos sin temor. La necesidad del Padre es por lo tanto equiparable a la necesidad de una referencia y de un refugio paterno y materno y puede ser expresado indiferentemente con metáforas masculinas y femeninas.

Bajo esta luz, la parábola del hijo pródigo "Me levantaré e iré a mi padre" expresa la exigencia de un origen en el cual reconocerse, de una compañía en la cual sentirse amados y perdonados, de una meta hacia la cual tender. La angustia radical de estar destinados a la muerte, casi "lanzados" hacia ella y la nostalgia del Padre-Madre a quien gritar para que nos salve, son dos aspectos de un mismo proceso que se cumple en nuestro corazón, aun cuando no asuma tintes dramáticos, presente también en las pequeñas esperanzas y ansiedades de cada día. En cuanto todos estamos marcados más o menos por la angustia, todos somos peregrinos hacia el Padre, habitados por la nostalgia de la casa materna y paterna, en la cual reencontrarnos con la certeza de ser comprendidos y acogidos. Si las cosas son así, ¿por qué entonces en muchos está presente un rechazo hasta visceral de la figura paterna? ¿Por qué el Padre-Madre de nuestros orígenes es al mismo tiempo para muchos el adversario a combatir, la contraparte de la cual emanciparse y huir? ¿Por qué el hijo más joven de la parábola quiere "irse lejos" de la casa paterna y del padre?

Las razones del pródigo para irse de la casa son las mismas por las cuales fue acuñada la expresión "el asesinato del padre". Ella denota el impulso que hay en nosotros de pedir cuentas y razón, a quien pensamos que de algún modo está sobre nosotros, de aquello que nos corresponde, para ser así finalmente dueños de nosotros mismos y de nuestro destino, para hacer de nosotros "lo que nos gusta". Pero para esto es necesario cancelar de algún modo la figura del padre, hacer como si no hubiese existido jamás y de algún modo suprimirlo. Una voz entre tantas que testimonia este rechazo: "La sensación de nulidad que frecuentemente me domina, escribía FRANZ KAFKA en su Cartas al Padre en noviembre de 1919, se origina en gran parte por tu influencia... Yo podía gustar aquello que nos dabas sólo a precio de vergüenza, cansancio, debilidad y sentido de culpa. En fin, podía sólo estarte agradecido como lo hace un mendigo, pero no con los hechos. El primer resultado visible de esta educación fue aquel de hacerme rechazar todo aquello, que aun lejanamente, me hiciese recordar de ti" (Milano 1996, pp. 14 y 32-33).

El rechazo del padre de no pocos de nuestros contemporáneos nos debe hacer precavidos ante un uso demasiado fácil de la imagen paterna (y en cierta medida de la materna) para hablar de Dios. Cuando hablamos de "un retorno al Padre" no queremos entender una suerte de regresión a la dependencia infantil, ni mucho menos despertar conflictos profundos que han marcado algunas personalidades. El Padre-Madre del cual hablamos aquí es metáfora del Otro misterioso y último, a quien nos confiamos sin miedo, en la certeza de ser acogidos, purificados, perdonados. Este reflejo del rostro de un Padre-Madre capaz de amarnos sin reservas ha sido vivido por muchos de nosotros en experiencias felices de relaciones paternas y maternas. Y aún, quien ha tenido sólo en parte estas experiencias, quien ha tenido sobre todo experiencias negativas, tiene en el corazón, quizá todavía más fuertemente, la nostalgia del totalmente Otro a quien abandonarse.

Este Otro que se ofrece a todos como Padre-Madre en el amor, como "Tú" de misericordia y fidelidad, es aquel que nos ha sido revelado en Jesucristo. No es una pura aspiración, un auspicio, un vano suspiro interior: es una realidad que nos ha sido manifestada, en la cual nos podemos apoyarnos como en una roca que no cede, como en unos brazos que nos estrechan, como a un corazón que palpita por nosotros. De esto hablaremos en la segunda parte de nuestra Carta.

Es ciertamente legítimo (y de aquí hemos partido) llevar al encuentro con la Palabra reveladora de Dios nuestras angustias, debilidades y miedos, con el peso de una esperanza humana y en la expectativa de un Otro que todo esto comporta. La revelación de Dios Padre se cruza con nuestras ansias y expectativas; pero no deriva de ellas, está primero que ellas, tiene su verdad histórica incontestable. Providencialmente nos sale al encuentro y da sentido a aquel retorno, a aquel redescubrimiento del Padre que es el camino de todo hombre y mujer sobre la tierra.

2. Los inquietos caminos de una época: el secularismo y la sociedad sin padres.

El proceso de emancipación de cada uno de la figura del padre, al que hasta ahora sólo hemos insinuado, se ha realizado también a nivel colectivo, en mentalidad corriente, en los últimos siglos de nuestra historia, y ha originado el actual secularismo. La consecuencia es conocida: el Iluminismo del siglo dieciocho ha querido introducir una edad de la razón adulta, dueña de sí y del destino del mundo, en donde cada uno pudiese realizarse por sí mismo y ordenar la vida según el propio cálculo y proyecto.

Esta ambición de la época moderna, que ha inspirado las grandes revoluciones, ha mostrado cada vez más su profunda ambigüedad. Por una parte la pretensión de la razón adulta de explicar todo ha producido las grandes ideologías masificadoras; con la consecuencia de eliminar por la fuerza todo aquello que pareciese distinto (en el credo, en la condición social, en la raza, en la nación: de aquí los regímenes policiales, los campos de exterminio, las purezas étnicas, etc.). Por otra parte, como una revancha, de la negación programática de la dependencia de Alguien más alto se ha pasado a la búsqueda de ídolos, esto es de mezquinos "sustitutos del padre", que han asumido el rostro del jefe carismático, del partido-guía, de la idea de progreso etc.

Es un proceso que ha tenido una dramática resolución en la explícita negación de Dios, entendida como Padre y Señor; así se ha desarrollado un ateísmo programático, la otra cara de un esfuerzo de emancipación total. Consiguientemente la "muerte de Dios" ha parecido como la condición necesaria para la vida y la gloria del hombre. Se nos ha querido liberar de un Dios entendido como árbitro despótico o contraparte indiferente o inerte. Y ha emergido pronto el precio trágico de estas pretensiones de la razón moderna. Dos intérpretes de nuestra época inician un ensayo con las siguientes palabras: "El Iluminismo, en el sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar a los hombres el miedo y de hacerlos señores. Pero la tierra así enteramente iluminada refleja la insignia de su triunfal desventura" MAX HORKHEIMER - Th. W. ADORNO, Dialettica dell'Illuminismo, Torino 1966, p. 11). La ideología se ha arrojado a sí misma en el humo de los hornos crematorios y de los genocidios de nuestro Novecientos. La sociedad sin padres, producto de las ambiciones totalitarias de la razón, se resolvió en una muchedumbre de soledades. La así llamada "crisis de las ideologías" y el surgimiento del "pensamiento débil", que está caracterizando el fin del milenio, nacen de la experiencia del fracaso de las pretensiones de la razón adulta.

¿Qué significa esto en concreto ? Que caen los horizontes fuertes de sentido, se difunde una reacción de rechazo de las certezas ideológicas, se perfila un sentido de desaliento y de destierro. Una condición de "naufragio con espectador" (H. BLUMENBERG) parece caracterizar el tiempo del fin de los bloques ideológicos contrapuestos. La indiferencia, la falta de pasión por la verdad, la incapacidad de esperar en grande, empuja a muchos a encerrarse en el angosto y pequeño horizonte de los propios intereses o de los intereses del grupo. La fragmentación toma el lugar de los sistemas totales. El archipiélago sustituye a la masificación forzada de las ideologías. Emerge "el pensamiento débil" temeroso de cualquier verdad.

¿Qué hay de la figura del padre en esta condición post-moderna? Si la ideología había querido liberar a los hombres de la dependencia del padre para hacerlos adultos y emancipados, el "pensamiento débil" que le sucede no recupera la figura del Otro a quien confiarse. El fin de la "sociedad sin padres" no equivale a un retorno a la figura del padre: antes bien, el relativismo, que se difunde como consecuencia del abandono de las certeza ideológicas, parece hacer a los hombres todavía más encerrados en sí mismos y más solos. La indiferencia a los valores, enmascarada frecuentemente bajo el arribismo y el frenesí de una existencia gastada por lo efímero, cumple un paso todavía más radical del "parricidio" obrada por la razón iluminista: el padre no es más la figura de un adversario a combatir o de un déspota del cual liberarse, sino es una figura carente de todo interés o atracción. Ignorar al padre es en el fondo más trágico que combatirlo para emanciparse de él.

El relativismo y la indiferencia se reflejan así también sobre la experiencia de Dios como Padre: el "pensamiento débil" no niega a Dios, no siente necesidad de hacerlo, pero vacía lo trascendente de todo significado y de toda atracción. A lo más, Dios se convierte en un "adorno" (G. VATTIMO), una figura que se concilia con la debilidad ética y con la condición de la continua caída en el no sentido: es un Dios sin fuerza, espejo de un hombre decadente y renunciatario. Se convive con El como con uno de los tantos fetiches de la existencia, sin dejarse para nada identificar o transformar por El: es la caracterización que la parábola de la misericordia del Padre (Lc 15,11-32) expresa a través de la figura del hijo mayor, aquel que quedó en la casa y que, después de tantos años de convivencia con él, es incapaz de comprender la lógica del amor y del perdón. Prisionero de su soledad y esclavo de su intereses (¡"no me has dado ni un cabrito!" Lc 15,29), el hijo mayor no está menos lejos del padre que el hijo que se fue de casa: la vecindad física no es la vecindad del corazón. Se puede habitar en la casa del padre e ignorarlo con los hechos. Se puede volver a hablar de Dios, pero no encontrarLo y no tener ninguna experiencia profunda y vivificante de El.

He intentado hasta aquí presentar una caracterización consecuente de aquel "rechazo del padre" que es efecto del secularismo y del pensamiento débil. ¿Pero qué vemos de todo esto en la gente con la cual nos encontramos diariamente? Ciertamente no encontramos a menudo este cuadro vivido de una manera lógica y organizada. La gente común vive, sin darse cuenta, en diversos mundos culturales. En parte percibe en lo profundo el sentido de una paternidad desde lo alto y recita con confianza, al menos en ciertos momentos, el Padre nuestro. En parte comparte en el inconsciente las desconfianzas de la cultura moderna hacia el padre y quisiera emanciparse de un Dios que siente como Padre-patrón. Y recibe también los influjos de la desorientación de la postmodernidad, que se expresan no tanto a nivel de un sistema lógico, sino más bien en la indiferencia generalizada, en la apatía, en la desconfianza hacia una verdad superior, en el abordaje a todo lo que es efímero. Y este último aspecto es el que explica el alejamiento de la Iglesia de muchas personas adultas y la creciente indiferencia y desorientación entre los jóvenes.

Pero quisiera que quien esté leyendo esto diese un paso más allá. Que entrase en sí mismo y releyese las coordinadas que hemos reclamado como parte de su vivencia y no sólo como parte de la historia y de la cultura de los últimos tres siglos. Nos lo está pidiendo la parábola de los dos hijos de Lc 15: entrar en los personajes diciéndonos a nosotros mismos: ¡"Tú eres ese hombre"! (ver 2 Sam 12,7). Es sólo experimentando en nosotros mismos los excesos de nuestro tiempo, tomando conciencia en el bien y en el mal, cuando ya no miraremos más sólo desde afuera a todos los que están cansados de la fe y de la práctica cristiana, no los sentiremos más lejanos de nosotros, tal vez con un sentimiento de fastidio y de desprecio, sino que los consideraremos compañeros de camino, parte de nuestra historia, espejo de nuestro interior, y nos diremos y les diremos las palabras verdaderas que el Espíritu nos dice dentro. El Espíritu de Jesús grita en efecto "Abba, Padre" también en nosotros hombres y mujeres del mundo postmoderno indiferente y distraído. Quien sabe discernir la voz del Espíritu está llamado a ayudar a los otros a percibir esta misma voz, porque todavía hoy sigue gritando en el corazón de cada uno.

3. La vida como un peregrinar hacia el Padre.

¿Cómo facilitar la percepción del Espíritu? ¿Cómo redescubrir el rostro del Padre, como rostro verdadero y atrayente? ¿Cómo restituir a nuestra época el gusto por la referencia última, misteriosa y amorosa, regazo originario en el cual moverse y obrar capaz de dar sentido a la vida?

El doble análisis que he bosquejado, -aquél que de la angustia de la existencia singular se mueve hacia el Padre-Madre en el amor y aquél que lee el acontecimiento del secularismo como rechazo a la figura del padre y caída en la indiferencia-, muestra la inevitabilidad de la elección. Allí donde el hombre se encierra en sí mismo o pretende abrazar al mundo entero en el pequeño horizonte de sus proyectos, triunfan la angustia, el no-sentido, la soledad. Allí donde la persona acepta buscar y abrirse a un horizonte más grande, la figura de un Padre nos sale al encuentro y nos llama.

Estamos por lo tanto invitados a mirar la vida y la historia como un peregrinar hacia el Padre: no se vive para la muerte, sino para la vida, y este arribo final esta ligado a Alguien que nos sale al encuentro y nos garantiza nuestro porvenir como un pacto de alianza con El. Donde nos abrimos al Otro, que nos visita y nos hace salir de nuestros temores y de nuestros egoísmos para vivir para los otros y con ellos, nacen pactos de paz, encuentros nuevos, diálogos antes tenidos por imposibles. La existencia es camino hacia la tierra prometida, que nos sale al encuentro como el Misterio santo al cual nos confiamos y por el cual nos dejamos atrapar y salvar.

La figura del Padre-Madre en el amor aparece aquí en toda su novedad respecto a las imágenes falsas que tantas veces nos hemos hecho: ella no compite con el hombre, con su libertad, con su proyecto emancipatorio. El padre déspota del cual hay que liberarse es una imagen que muchas veces ha sido transferida a Dios: ella es justamente refutada, no en nombre de una pretendida y absoluta emancipación que, como ha sucedido en los sistemas ideológicos, reintroduzca por la ventana aquello que había sido echado por la puerta, llenando la vida y la historia de nuevas dependencias, peores que las precedentes. Es necesario volver al Padre que nos hace libres y nos llama a la libertad, a aquella figura que nos invita a ser nosotros mismos, a construir con responsabilidad nuestro provenir y que lo edifica con nosotros. Se trata, en fin, de pensar al Padre según la imagen que nos da la parábola de la misericordia: respetuoso de la libertad del hijo menor hasta sufrir por amor y por espera; esperanzado en el retorno del mismo hijo y feliz por este retorno suspirado y deseado, sin con todo haberse inmiscuido son embargo en sus decisiones; pronto al perdón y a la vida nueva sin recriminaciones o lamentos.

En este momento, al final de la primera parte de la carta que ha querido poner al rojo vivo el disgusto de nuestra época de hablar de Dios como "padre", se podría abrir una reflexión sobre el tema de paternidad y maternidad humana, en particular sobre los modos equivocados de ser padre y madre.

Si de hecho el conocimiento de Dios como Padre no es una proyección de la experiencia que tenemos al llamar a alguien aquí en la tierra "padre" o "madre", sino más bien una revelación de lo alto, como veremos más ampliamente en la segunda parte, no menos cierto es que, toda mala experiencia hecha en este campo en el seno de la familia corre el riesgo de oscurecer la imagen paterna de Dios cargándola de amarguras y experiencias fallidas que marcan la infancia y la adolescencia de muchos. Lo mismo se podría decir de cualquier otra forma de relación que responda de algún modo al nombre de "paternidad": aquella pastoral, por ejemplo, en la relación pastor-fiel, o aquella espiritual en el acompañamiento de los caminos de fe y de discernimiento.

Sería pues posible, a partir de lo dicho, delinear una tipología de paternidad y maternidad distorsionadas, como también poner de relieve, en el misterio de la paternidad de Dios, las líneas guías para su superación. Se trata, en fin, de repensar la relación de los progenitores en la familia (y todas las relaciones análogas) a la luz de la misteriosa relación de paternidad y filiación entre Dios y el hombre. Se piense, por ejemplo, cuantas veces en la sociedad de hoy el "padre misericordioso" es confundido con el padre permisivo, que no sabe enseñar a sus hijos a llevar las contrariedades de la vida. O, por el contrario, como el reclamo a la autoridad paterna se ve desfigurado en la fórmula del padre-patrón. Pero básteme haber insinuado este tema, que podremos retomar durante el año. Es importante ahora retornar a la esencia de la parábola evangélica del "padre misericordioso", que nos enseña la justa actitud de retorno al Padre de todos.

"Me levantaré e iré a mi Padre": es sobre esta decisión de hacernos peregrinos y de ir al encuentro del abrazo del "Otro" que te recibe, donde se juega el camino de liberación de nuestra vida y la superación de la crisis del secularismo.

Levantarse, ir hacia quiere decir no dejarse atrapar por la nostalgia de un pasado existente sólo en nuestra mente, ni por la seducción de un presente donde permanecer anclados en nuestras pequeñas seguridades o en el lamento de nuestros fracasos. Levantarse, ir hacia quiere decir aceptar estar siempre en búsqueda, a la escucha del Otro, dispuestos ir hacia el encuentro que nos sorprende y cambia, deseosos finalmente de "obedecer" de modo adulto. (Cfr. Mt 21,28-31 - la parábola de los dos hijos). Levantarse, ir hacia quiere decir recomenzar a vivir de esperanzas, en la esperanza. "Somos unos pobres mendigos, esta es la verdad": esta frase -atribuida a LUTERO agonizante- es no sólo la confesión honesta del límite experimentado, sino también la declaración de un proyecto de vida que busca fuera de sí, en el Otro, en el Padre-Madre, en el amor el sentido de la vida y de la historia. Caminamos entonces hacia el Padre para escuchar la Palabra en la cual Él mismo nos ha revelado.

II Escuchemos la revelación del Padre

4. El Padre de Israel

La parábola del retorno del Hijo de Lc 15 nos presenta un rostro de Dios que está en profunda continuidad con el Dios de la fe de Israel.

El motivo del "retorno" es aquel que subyace en la palabra hebrea shuv, que expresa justamente la "conversión", el cambio del corazón y de la vida, con la imagen de "volver", rehacer al revés un camino equivocado.

El padre de la parábola recoge en sí las características más originales del Dios de la fe hebrea: es humilde, porque respeta las decisiones del hijo aún a costa del propio dolor. El Dios de Israel ama tanto a su pueblo y respeta sus elecciones hasta achicarse para dar espacio a la libertad de Su criatura amada.

La humildad divina se une al sufrimiento de amor de este padre: también el Dios de la promesa no permanece jamás indiferente frente a los comportamientos de su pueblo y sufre por su infidelidad. Su amor no está sólo expresado por la palabra hesed, que significa amor fuerte, tenaz, fiel en las pruebas, sino también por la palabra rachamim, que significa amor materno, visceral hacia sus propios hijos. "Sión ha dicho: El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. ¿Se olvida acaso una mujer de su niño, de modo de no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Aunque si esta mujer se olvidase, yo en cambio no me olvidaré jamás de ti. Yo te he dibujado en las palmas de mis manos" (Is 49, 14-16). Releyendo la parábola parece casi releer entre líneas que el retorno del hijo es de algún modo "necesario" para que el padre sea tal. ¿Cómo podría vivir sin el hijo, él que pasa todo el día oteando el horizonte para estar pronto a salir al encuentro de aquel que vuelve (Lc 15,20)? De todos modos el amor de Dios es para nosotros tan grande que él ha escogido no ser más él mismo sino con nosotros: el nombre que Dios se ha atribuido es siempre "Dios-con-nosotros" (Mt 1,23; Ap 21,3.)

El Padre de Israel es también Madre: es el Otro en quien se puede confiar absolutamente, el Dios fiel a la promesa de amor, la roca sobre la cual edificar la vida sabiendo que no quedaremos defraudados. JUAN PABLO II escribe en su Encíclica Dives in misericordia: "El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor mediante muchos términos con significados muy afines; ellos son diferenciados en su contenido particular, pero tienden, se podría decir, desde varios lados a un único contenido fundamental, para expresar su riqueza trascendental y, al mismo tiempo, para acercarla al hombre bajo diversos aspectos" (n. 4). Y en la nota añade: "De tal modo heredamos del AT, -casi en una síntesis especial-, no sólo la riqueza de las expresiones usadas por aquellos Libros para definir la misericordia divina, sino también una específica, obviamente antropomórfica "psicología" de Dios: la trepidante imagen de su amor, que al contacto con el mal y, en particular, con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia" (nota 52).

Este Padre humilde, compasivo, capaz de sufrimiento por amor, es también rico en esperanza y generoso en el perdón: él espera en la ventana el retorno del hijo y no duda en salir al encuentro de todos y de sus dos hijos, para acogerlos en la fiesta de su amor. Un Padre que sale de sí, se proyecta hacia su creatura, se hace peregrino y mendigo del amor. Cuando el hijo mayor, enojado, se rehusa a tomar parte en el banquete, "el padre entonces salió a rogarle" (Lc 15,28). Un hombre que participa en la historia de sus hijos con una pasión que es tan respetuosa como auténtica y profunda, es un Padre que hace libres y quiere hacer participar a todos de la fiesta. Su alegría es debida al hecho de que este hijo "que estaba muerto, ha vuelto a la vida", o sea, se ha reencontrado a sí mismo y ha reencontrado la verdad de su existencia, "estaba perdido y ha sido encontrado", es decir, ha vuelto a la casa paterna.

Así el Dios de Israel ama a su pueblo elegido: lo ama con un amor apasionado, que lo hace partícipe de sus alegrías y de sus dolores, y lo hace desear ante todo el bien de amado, que es también, subordinadamente, la fiesta de su corazón de padre. "Mi pueblo es duro para convertirse: llamado a mirar hacia lo alto, ninguno puede aguantar la mirada. ¿Cómo podré abandonarte, Efraín, como entregarte a otros, Israel?... Mi corazón se conmueve dentro de mí, en lo íntimo tiemblo de compasión" (Os 11,7-8).

¿Qué nos dice todo esto? Ante todo, para nosotros los cristianos el primer espejo en donde aprender a leer el verdadero rostro del Padre es la Biblia de los hebreos, ésa que nuestra Iglesia ha recibido con humildad y gratitud como su primer libro sagrado. Rezando y meditando con la Biblia caminaremos hacia el Padre de todos.

En segundo lugar nos dice que debemos sentir un inmenso dolor por las tragedias históricas que se han abatido sobre el pueblo hebreo, tan amado por el Padre, hasta el intento de su destrucción total (la Shoah) en la última guerra mundial y confesar humildemente nuestra complicidad repudiando toda forma de antisemitismo.

En tercer lugar, que debemos leer en la historia del pueblo hebreo la continua presencia misteriosa del rostro de Dios y esto hoy y también en el futuro: porque Dios ama todavía hoy como al principio a estos hijos en la fidelidad de su Alianza con ellos nunca revocada, por medio de ellos hacer alabar su Nombre en toda la tierra, a ellos todavía les está repitiendo su llamada. Aunque no todos ya le han respondido así como a nosotros nos ha sido dado hoy tal espera un misterio que el tiempo futuro nos revelará. Con ellos también nosotros esperamos la caída del velo de los corazones.

Y en cuarto lugar, que somos llamados por Jesucristo a contemplar en este Padre de Israel a su Padre, el Padre de toda la humanidad, a aquel que nos quiere hijos en el Hijo.

5. Abbá: el Padre de Jesús.

Existe entre la fe de Israel y lo que Jesús nos revela del Padre una diferencia decisiva: que él, el Nazareno, es el Hijo eterno, que nos hace una sola cosa con él y nos enseña a ser hijos. Ninguno puede en verdad ser "hijo" si no en él. Todo "rechazo del Padre" no será superado plenamente sino encontrándolo a él. Jesús, en efecto, nos ha hecho partícipes de su misma condición filial: por esto nos pone en nuestra boca el Padre nuestro, la oración de los hijos, y nos da su Espíritu que grita en nosotros la palabra que más que cualquier otra expresa el amor filial: ¡"Abbá, Padre!" Rm 8,15 y Ga 4,6. La percepción que el cristiano tiene del misterio del Padre no es expresable en palabras, se apoya en la percepción que de Él tiene Jesucristo como Hijo, y es confiada a la gracia del Espíritu santo. Este misterio del Padre va, por lo tanto, más allá de todo pensamiento y concepto, no puede ser contenido en palabras, está siempre "mas allá". Todo lo que nos ha sido dado captar parte siempre de la palabra de Jesús: ¡Abbá!

Jesús pronuncia esta palabra también en su agonía, mientras está próxima la suprema entrega de sí que hará en la hora de la cruz: "Llegaron a un huerto llamado Getsemaní, y el dijo a sus discípulos: Siéntense aquí mientras yo oro". Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a sentir miedo y angustia. Jesús les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte. Quédense aquí y vigilen". Después, yendo más adelante, se postró en tierra y oraba que, si fuese posible, pasase esta hora. Y decía ¡"Abbá, Padre!. ¡Todo te es posible, aleja de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya""( Mc 14,32-36). En su dolorosísima agonía Jesús nos enseña a ser hijos: lo hace ante todo asumiendo sobre sí la angustia que el corazón experimenta ante la muerte. Jesús no dirige esta angustia contra el Padre, como haciéndolo culpable de haberle dado aquella vida que ahora se precipita hacia el abismo. El Padre no es la contraparte hacia quien lanzar el rencor del rechazo; es, en cambio, el confidente a quien dirigir la extrema invocación, confiando sin reservas en su designio, por más oscuro y misterioso que sea. La palabra de la confianza y de la ternura, el apelativo de "Abbá" que en hebreo expresaba en el lenguaje cotidiano una relación de confianza con el propio padre terreno, es ahora la expresión de la experiencia filial que Jesús vive y de la cual nos hace partícipes más allá de cualquier posibilidad nuestra.

El se confía a Dios aún en la hora del aparente abandono por parte de Dios: entrega su alma en las manos del Padre aún en el momento en el cual la oscuridad cubre toda la tierra y el velo del templo se desgarrará por el medio: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). El hecho de que tales palabras sean una cita del Salmo 31,6 evidencia una vez más la continuidad entre la figura del Padre a quien Jesús se dirige y el Padre de la fe de Israel, pero al mismo tiempo el hecho de ser pronunciadas por él, el Hijo único hecho hombre, les da un sabor y una potencia nuevos.

Gracias al Hijo también nosotros podemos hacer nuestras aquellas palabras y transformar la angustia en abandono, el rechazo en confianza liberadora. Jesús ha habitado en la oscuridad de la angustia y en lo tenebroso de la muerte para que nosotros pudiésemos vivir la vida y la muerte en el abandono al Dios fiel. El Padre que parece abandonarnos como lo ha hecho con su Hijo - ¿"Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?" (Mc 15,34) - acoge en realidad nuestro abandono, como ha acogido aquel del Crucificado muriente, entregado por nosotros.

La buena nueva que la Cruz anuncia es que el Hijo ha compartido hasta el fondo nuestra condición de seres mortales, débiles, angustiados y que ahora somos hijos en el Hijo, que tenemos un Padre que está en el cielo y que no deja nunca de amar con ternura fiel a sus hijos peregrinos hacia El.

El descubrimiento práctico de Dios como Padre se produce, por lo tanto, para nosotros en Jesucristo: sólo él nos lo revela en plenitud. Tal descubrimiento nos lleva a pensar y a sentir a Dios no sólo como altísimo dominador y Señor sino a la vez como acogedor benévolo, atento a cada pequeñísimo paso mío, accesible, providente, perdonador. La mención Padre no quita, en efecto, el sentido de los otros nombres como Dios y Señor con todo lo que estos nombres significan de poder creador, de fundamento primero y fin último de todo; más bien da a estos atributos la connotación de benevolencia, ternura, perdón, perseverancia en el amor etc.

6. El Padre de los discípulos, el "Padre nuestro"

Somos pues "hijos en el Hijo" y así podemos orar a Dios como Padre: "Cuando oren digan: Padre" Lc 11,2.

Llegados a este punto sería hermoso explicar la oración del Padre nuestro, también como preparación a la entrega que se hará para todas las familias durante las visitas de Navidad. Está para ello en programa un apartado especial y hablaré de esto en las catequesis cuaresmales. Me limito ahora a tres puntos: a. a las palabras de la oración; b. en particular al pedido de perdón; c. a la reflexión de esta oración sobre la experiencia de la paternidad humana.

a. Enseñando a sus discípulos a orar, Jesús ha revelado cuán profundamente los ha hecho partícipes de su condición de hijo. Aunque distingue entre él y los suyos- "Ustedes oren así" (Mt 6,9)-, Jesús les ha dado como Padre a su mismo Padre y los ha colmado del Espíritu que grita en ellos la palabra del Hijo, Abbá. Con este espíritu de hijos nosotros decimos todas las palabras del Padre nuestro y esta oración a su vez nos revela nuestra condición de hijos en el Hijo.

Este Padre "está en el cielo": distinto de todo otro padre sobre la tierra (Mt 23,9), es el origen primero y amorosa de todo y nos espera para un abrazo sin fin en la plenitud de la vida.

En el transfondo del lenguaje semítico ("pasivo divino"), las tres primeras invocaciones del Padre nuestro piden que sea Dios mismo quien actúe (por eso "santificado sea tu Nombre" quiere decir ¡"santifica tu Nombre en medio de nosotros"!) Los discípulos son por lo tanto tales no por su mérito y por su fuerza, sino porque han recibido este don gratuito, por el cual en ellos es santificado el Nombre de Dios, se cumple el acontecimiento de la venida de Su Reino, es realizada Su voluntad en la tierra. En tal sentido, como nos lo da a entender S. Juan, cada uno de los discípulos, antes de ser aquel que ama, es "el amado": En esto está el amor: no hemos sido nosotros quienes amamos a Dios, sino que él nos ha amado primero" (1Jn 4,10).

Sintiéndonos amados así, podemos orar: "Danos hoy el pan nuestro de cada día", nútrenos y sostennos en la cotidianeidad de nuestras necesidades vitales, espirituales y corporales, acogiéndonos como somos, con todas nuestras fragilidades. "Perdona nuestra ofensas, como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido": perdónanos por nuestras culpas y haznos capaces de perdonar a quienes nos han ofendido, estableciendo con todos relaciones fraternas fundadas en la alegría de la relación filial contigo. "Y no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal": haz que nunca nos venza Satanás, el adversario que busca separarnos de Ti, pero sostennos en la hora de la prueba para que con el Hijo eterno podamos invocarTe como el "Abbá" lleno de ternura y de fidelidad y estar prontos a hacer no nuestra voluntad sino la Tuya.

b. La petición "perdona nuestras ofensas" tendrá que ser particularmente profundizada en el curso de 1999. El Papa ha querido en efecto, para el tercer año preparatorio del Jubileo, un particular empeño en la conversión y reconciliación y en este contexto ha auspiciado un redescubrimiento del sacramento de la reconciliación. Por ello las Diócesis lombardas han publicado un subsidio: "Camino de conversión y sacramento de la reconciliación: Indicaciones pastorales y mapa de las iglesias penitenciales" (1998). Dejamos a la meditación del texto la tarea de profundizar ulteriormente este aspecto del año prejubilar. Al tema "Padre, perdona nuestros pecados" será dedicada particularmente nuestra Cuaresma de 1999: cfr. Trabajar conjuntamente 1998/1999, pp. 9-13.

Pero el pedido por el perdón de los pecados está unido al del perdón fraterno: "perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido". Jesús habla de perdonar "hasta setenta veces siete" (Mt 18,22). ¿A quién perdonar? A todos aquellos de quienes pensamos haber recibido algún daño o injusticia. A todos aquellos que nos han decepcionado, que no nos han dado amor, atención, o la escucha que habíamos esperado. Hay dentro de nosotros muchas pequeñas heridas y amarguras: es necesario medicarlas con el aceite y el bálsamo de un continuo y sincero perdón. Todo esto nos hará estar mejor, aún en salud, y nos hará gustar profundamente el perdón del Padre no sólo por todas nuestras culpas, sino también por nuestras actos inadecuados, por todo aquello que hemos negado a Dios y que él podía esperar de nosotros en confianza y amor, por todos nuestros incalculables pecados de omisión.

A la luz de la revelación del Padre expresada por la oración del Padre nuestro, la vida del discípulo es pues, como cualquier otra existencia humana, un peregrinar, pero se caracteriza como el peregrinar de un retorno a casa, de la conversión al amor que perdona y sana las heridas del alma y las laceraciones de la historia. El discípulo vive en constante conversión, atraído por una cada vez más profunda experiencia de ser amado por Dios Padre en el Hijo Jesús. Dócil a la acción del Espíritu, entra cada vez más profundamente en Dios, escondido con Cristo en el corazón paterno (Col 3,3): aquí está su alegría, su libertad, su paz, de aquí obtiene la fuerza de ser criatura nueva y de irradiar la novedad de vida en todo su ser.

Preguntémonos: ¿cuándo rezamos el Padre nuestro experimentamos algo de esta paz, de esta alegría, de esta plenitud? ¿Por qué no hacer la prueba alguna vez de decir el Padre nuestro no en el espacio de un minuto, sino empleando un cuarto de hora, media hora, gustando y saboreando cada una de sus palabras? ¿Por qué no probar como hacía santa Teresa de Ávila, a permanecer un largo tiempo sobre la sola palabra Padre? Los silencios nos dirán bastante más que tantas palabras.

c. Preguntémonos también: ¿qué nos dice todo lo que hemos desarrollado sobre la revelación de Dios como Padre refiriéndonos al hecho de ser padres y madres aquí en la tierra? Si al final de la primera parte recordábamos que las relaciones familiares distorsionadas pueden derivar en ideas equivocadas acerca de la paternidad de Dios, es también verdadero lo contrario; que las experiencias felices de familia (y también de paternidad espiritual y pastoral) nos predisponen a acoger en las palabras de la fe el misterio de nuestra relación amorosa con Aquel a quien debemos todo. Grande es por esto la responsabilidad y el deber de los padres cristianos: del modo de vivir y de orar de ellos, los hijos aprenden a mirar al Padre que está en los cielos. Los padres (y análogamente todos aquellos que tienen responsabilidad en la Iglesia), recitando el Padre nuestro y meditando en el modo cómo Dios se muestra Padre, recabarán luz y fuerzas para su deber insustituible.

Por esta oración, repetida en cada Eucaristía, la Iglesia es continuamente regenerada como comunidad de amor y de perdón: nos sentimos todos perdonados por el Padre que está en los cielos y nos aceptamos los unos a los otros con nuestras diversidades y nuestras debilidades. La comunidad que recita el Padre nuestro es una comunidad en perenne camino de reconciliación, que se inspira en el corazón del Padre.

En su corazón está nuestra casa y ése será nuestra patria eterna: en este corazón descubrimos nuestra condición filial y nos reconocemos unidos por la fraternidad de la misericordia recibida y donada, con todos los otros que hacen con nosotros la Iglesia. Ante el Padre y en su corazón acogedor la Iglesia, aunque tan herida por los pecados de sus hijos, está llamada sin pausa y siempre de nuevo a ser la familia de los discípulos del amor, donde la regla primera y absoluta para todos es la caridad, el ágape con el que el Padre nos ha amado y que continuamente nos renueva en el amor.

El Padre que nos acoge es también el Padre que nos manda a los otros, como ha enviado y entregado a su Hijo. En el corazón del Padre la vida del discípulo se abre al diálogo y al encuentro fraterno con todos, comprendidos aquellos que parecen los más alejados de la experiencia del amor del Padre de Jesús. Pasamos así a la tercera parte de esta Carta.

III ¡Encontrémonos en el Padre de todos!

7. Con los creyentes en Dios

El retorno de Jesús al Padre permite a los discípulos descubrir una fraternidad más universal que los une a toda creatura humana en cuanto es amada por el único Padre. En particular, esta fraternidad se puede reconocer y experimentar con aquellos que creen de algún modo en un misterio divino. Ellos pueden vivir una apertura del corazón al Misterio último semejante a la apertura de los discípulos de Jesús, pueden confiarse con temor y temblor, y también a menudo, con confianza, al Trascendente, confesado y adorado bajo nombres y formas diversas.

La invocación del Padre nuestro "santificado sea Tu nombre" abraza además, naturalmente, también a todos aquellos en quienes Dios es glorificado, más allá de cualquier pertenencia visible a la comunidad de los discípulos de Jesús. Hay, al menos potencialmente, en toda persona humana una capacidad de "autotrascendencia", vale decir, de un instinto profundo puesto en el corazón por el Espíritu Santo que lo empuja a salir de sí y a abrirse a la acogida de un Otro a quien apasionadamente entregarse. Los caminos de la gracia pueden llegar, pues, a todos los corazones bien dispuestos, también a los corazones que sin su responsabilidad no reconocen a Cristo como único Salvador. Esto ha sugerido definir a todos aquellos que de algún modo buscan seriamente a Dios o a una "realidad última", si bien fuera del cristianismo, con la categoría de "cristianos anónimos". Por más atrayente que sea, esta denominación peligra forzar la realidad, atribuyendo a los creyentes en Dios que no creen en Jesús una orientación que ellos mismos rechazarían en considerar como propia. Es necesario evitar que una lectura teórica de los procesos del corazón humano simplifique la variedad y la complejidad de las situaciones en las cuales llega a encontrarse en la historia cada persona en particular. Sin por esto querer etiquetar a nadie con el nombre de cristiano, hay que preguntarse ¿cómo, a partir de la tensión común hacia el Misterio, es posible un diálogo auténtico de los discípulos de Jesús con los creyentes en Dios que no reconocen a Jesús como único Salvador del mundo? La pregunta responde también a una precisa urgencia pastoral de nuestra Iglesia, teniendo en cuenta que los movimientos migratorios de los últimos años traen siempre más en medio de nosotros a vivir codo a codo con nosotros, personas que confiesan otras fe, frecuentemente con muchos siglos de historia, de cultura y de experiencia espiritual distintas a las nuestras.

Nos preguntamos:

a) ¿cómo entrar en diálogo con estas personas sin perder el sentido del primado de Cristo y de la urgencia de dar testimonio de El?

b) ¿qué bienes espirituales podemos intercambiarnos a pesar de que subsiste una diferencia en algunas opciones religiosas de fondo?

a) Es el reconocimiento del único Padre de todos, revelado en Jesús, el que puede ayudarnos a buscar una respuesta correcta a la pregunta sobre el diálogo y el encuentro interreligioso: si único es el Padre, la entera comunidad humana puede ser concebida como una única familia, en donde cada uno está llamado a cumplir un camino de conversión de su lejanía del Padre, para reconocerse hijo con igual dignidad y con iguales derechos frente al Padre común y a todos los hermanos. La entrega confiada al Misterio divino, la actitud de respeto hacia cada uno y al disponibilidad a ponerse en camino hacia el Padre común me parecen tres puntos de encuentro de gran importancia, a partir de los cuales es posible establecer relaciones sinceras de colaboración y de amistad.

Tal estilo de fraternidad y de diálogo no quiere decir, en modo alguno, renunciar a testimoniar a Aquel que nos ha revelado el rostro del Padre y que nos ha enseñado y donado una experiencia filial: ningún diálogo interreligioso sería auténtico si quisiese implicar el abandono de la identidad cristiana y sobre todo de la confesión del Nombre de Jesús. Pero vivir como discípulos de él significa aprender siempre más a ser hijos y a ayudar a los otros a serlo con él y en él: porque la confesión del Hijo Salvador no se opone al reconocimiento de una fraternidad más amplia, antes bien, ayuda a proponer a todos un camino que puede sostener y enriquecer el camino que cada uno ya he aquí hace hacia el Otro a quien confiarse sin reservas.

Vivir como discípulos de Jesús significa en particular vivir el sermón de la montaña (Mt 5-7), a partir de las bienaventuranzas (Mt 5,3-12). Esto es lo que se requiere al cristiano de practicar y enseñar a vivir (Mt 28,20). Es un estilo de vida que no excluye a ninguno, , que no rechaza a nadie sino, al contrario, atrae por su inconfundible belleza moral. Ser pobres de espíritu, puros de corazón, misericordiosos, prontos a perdonar, rezar por los enemigos etc., significa proponer a todos el camino de Cristo valorizando aquello que hay de más profundo y de más verdadero en toda alma humana y en toda religión.

Esta actitud excluye ya sea un proselitismo que niegue todo valor a la fe de los otros, ya sea un relativismo o bien aquel malentendido pluralismo para el cual toda verdad subjetivamente lograda sería igual a cualquier otra. El discípulo de Jesús no puede renunciar a ejercitar una vigilancia crítica hacia sí mismo, hacia la propia comunidad, y además hacia cualquier otra experiencia de lo divino, porque sabe bien cómo en la relación con el Padre tantos elementos espúreos pueden insinuarse: y esto ya en forma de rechazo y de conflicto, como en forma de proyecciones indebidas de deseos o cálculos humanos sobre el rostro divino. El diálogo sereno, basado en escucha recíproca, en recíproca oferta de dones y de prudente discernimiento puede ayudar al discípulo a vivir, en el encuentro con los otros creyentes, una auténtica experiencia del Espíritu santo: el Espíritu es en efecto el vínculo de unidad entre los distintos y ayuda a cada uno a gritar el "Abbá" del corazón y de la vida hacia el único Padre de todos.

c) Nos preguntamos también como intercambiamos recíprocamente los de dones espirituales con los otros creyentes en Dios y seguidores de otras religiones. El retorno al Padre de Jesús consiente a los discípulos descubrir una fraternidad más universal, que los une a toda criatura humana en cuanto amada por el único Padre y a El destinada. El único Dios creador de todo lo que existe, de las cosas visibles e invisibles, es también el Padre amoroso de todas sus criaturas, que llama a respetar la entera creación con aquel sentimiento de "reverencia" -como se expresaba s. Ignacio de Loyola- que se debe tener ante el Creador mismo.

Del común reconocimiento de una responsabilidad por cada una de las creaturas frente al Creador, Señor y Padre nace un compromiso común por la dignidad de la persona, la fraternidad humana, la justicia y la paz. Es posible recibir de las grandes religiones sus anhelos de compasión, de ansias de justicia y de rechazo de toda violencia y buscar juntamente cómo servir a estas grandes causas de la humanidad.

Además, la paternidad universal de Dios, como expresión del lazo de unión entre todo lo que existe y el Misterio santo que ha llamado todo a la existencia y en ella lo conserva, fundamenta una exigencia de atención amorosa hacia la gran casa del mundo que lleva impresa en toda creatura la horma del amor del Creador. El sentido de la paternidad divina se une de este modo a una sensibilidad así llamada "ecológica"; ella une de hecho en su mensaje original a todas las grandes religiones de la humanidad, que tienen en común el sentido de respeto por todo lo creado.

Nuestro tiempo está llamado a redescubrir dicha sensibilidad frente a la enorme potencialidad de violencia ejercitada o ejercitable en los ritmos de la naturaleza. Dios Creador y Padre invita a cada uno que lo reconoce como tal a impedir la creciente desigualdad entre tiempos biológicos e históricos (esto es el aumentar la distorsión entre los tiempos lentos del crecimiento natural y los ritmos frenéticos de las acciones y de las pretensiones humanas): en esta diferencia está la sustancia de la "crisis ecológica" que se hace evidente en forma planetaria, por ejemplo, en los efectos devastantes que puede tener lo nuclear y en la creciente contaminación atmosférica. A nivel de la persona humana, la crisis se evidencia los delicadísimos campos abiertos por la experimentación bioética.

8. Con los no creyentes (aquellos en búsqueda y los indiferentes)

Si la relación con el Padre de todos consiente un encuentro profundo con cuantos creen en Dios y se abren por ello al Misterio santo, del cual el Padre-Madre en el amor es revelación, ésta puede además, ayudar al diálogo del discípulo con el no creyente que esté abierto a la búsqueda del Rostro escondido.

La relación con el Padre es vivida por el discípulo como un incesante peregrinar hacia El, una suerte de retorno a casa que nunca se cumple plenamente. En este sentido, quien cree en Dios Padre sabe que continuamente debe orientarse hacia El, superando las resistencias de miedo, de angustia y de conflicto, que continuamente aparecen en su corazón y que muchas veces provienen del contexto cultural en donde vive.

El creyente es, en fin, de algún modo un no creyente que se esfuerza cada día por comenzar a creer, un hijo que debe continuamente conquistar y dejarse regalar la actitud de la obediencia filial, de la remisión incodicionada de la propia vida en las manos de Dios. Si así no fuera, la fe sería una ideología, una presunción de haber comprendido todo, y no el continuo retorno y la siempre renovada entrega al Otro acogedor y fiel en el amor. El discípulo puede entonces reconocer en el no creyente pensante, que sufre la ausencia de Dios en su corazón y vive la inquietud de la búsqueda, una parte de sí mismo: quizá precisamente la parte que más lo estimula a buscar en el Padre el puerto de salvación y de paz hacia el cual tiende. Un encuentro profundo, no extrínseco, se hace entonces posible entre creyentes y no creyentes, mancomunados en la fatiga de la búsqueda, prontos a sostener el peso de las verdaderas preguntas: el uno se pone a la escucha del otro, y puede encontrar allí la otra parte de sí mismo, puede purificarse a sí mismo en la escuela de las inquietudes que vive el otro y por las luces que brillan en su corazón inquieto.

Este encuentro requiere una gran honestidad intelectual, un coraje y un amor por la verdad a toda prueba, y debe evitar expresamente tanto el cómodo recurso a slogans y etiquetas preconcebidas, a justificaciones defensivas muchas veces difíciles de morir, cuanto al irenismo superficial que quiere a toda costa encontrar puntos de concordia, aún donde una mirada atenta y sincera no los ve.

En realidad, el Padre atrae a todos hacia él, pero lo hace según modalidades y tiempos diversos que es necesario aprender a discernir y a respetar. La fe es un encuentro misterioso en sus citas y en sus modalidades. La pregunta de Jesús "Cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará fe sobre la tierra?" (Lc 18,8) debiera liberar a los creyentes de toda presunción de sentirse ya llegados o mejores: la fe está siempre en riesgo y exige un continuo alimento de amor, una riqueza de escucha y de oración que nutra el corazón y siempre de nuevo lo haga volver al Padre.

Justamente así el diálogo con los no creyentes puede estimular en los discípulos la vigilancia de la fe, y hacerlos más humildes y activos en la búsqueda y en la pregunta frente a Aquel a quien se han confiado. "Creo, pero ayuda mi incredulidad" ( Mc 9,24) ésta es verdaderamente la oración de cualquiera que esté en la búsqueda de un sentido en la vida.

¿Y el indiferente? ¿Y el no creyente, que huye de la pregunta sobre el Misterio último, quizá entreteniéndose en aquellos pantanos de los buenos sentimientos que son ofrecidos por algunos nuevos cultos esotéricos privados de las fuertes preguntas existenciales? ¿Cómo puede el discípulo del Hijo encontrarse con aquel que no es creyente a causa de su indiferencia frente al único Padre?

Ciertamente que el ateo superficial y no pensante no es muy diferente del creyente que rehusa pensar y ponerse a discutir frente a Dios: en realidad, para entrambos la certeza que guía el corazón y la vida está demasiado asegurada, voluntariamente descontada e indiscutible. Creer en Dios y no creer por comodidad o bien para no dejarse turbar se corresponden como actitudes del corazón ante el Padre. Estamos aquí una vez más frente a los "dos hijos" de la parábola de Lc 15.

El discípulo de Jesús debe ante todo examinarse a sí mismo para evitar correr o haber corrido en vano, liberándose de la pereza espiritual que lo lleva a huir de las preguntas verdaderas y a refugiarse en la evasión consoladora. Cuando ha hecho esto y vive su relación con el Padre como "fuego devorador", que se alimenta cada día de la Palabra y de la oración, puede acercarse al ateo superficial con la humilde fuerza de su provocación. Más que darle respuestas, buscará suscitar en el otro las preguntas escondidas o sepultadas, de modo que sea el corazón mismo del otro a encaminarse hacia el Misterio. El testimonio auténtico del creyente se pone como escándalo, piedra de tropiezo que hace pensar: no dispensador de certezas fáciles, o de preguntas que no llegan a lo profundo, más bien al acercamiento respetuoso y al mismo tiempo inquietante, "amigo inoportuno", desafío a turbar y a escuchar los interrogantes del corazón inquieto que está en lo íntimo de cada hijo del único Padre.

En tal acción de testimonio, cada uno de los discípulos deberá ser él mismo, sin pretender resultados evidentes y sin sentirse enviado a empresas que superan sus fuerzas: con humildad y amor, cada uno sembrará como podrá y donde podrá, en la certeza que el primero en obrar en el corazón de todos es el Padre mismo que atrae a todos a Sí en su Espíritu, y que a cada uno da dulzura en el consentir y en el creer en la verdad si se desmoronan las coartadas y defensas que la libertad humana puede oponer frente a Su acción.

También así viene a realizarse en la vida de los creyentes y en su relación con los no creyentes la invocación al Padre respecto a la venida de Su Reino, o bien - como se lee en una tradición manuscrita minoritaria de Lc 11,3 - respecto al don del Espíritu, que hace presente en los corazones el señorío de Dios: "venga sobre nosotros tu Espíritu santo que nos purifique".

No debemos olvidar aquella colaboración sobre los grandes temas éticos compartidos para el bien de la humanidad con cualquiera que profese los grandes valores, aunque sin remitirlos a su último fundamento. Algunos temas han sido ya evocados a propósito de la colaboración con las grandes religiones: justicia, paz, ecología. Podríamos recordar otros temas generales sobre los cuales converger para una reflexión y una acción común, como por ejemplo: la vida humana como misterio no disponible; al dignidad de todo hombre y mujer y el cuidado de los últimos ( cfr número siguiente); la familia como estructura fundamental de la sociedad, comunidad de amor, camino hacia la vida y la educación de las nuevas generaciones, hacia la esperanza y la solidaridad.

9. Con los pobres

El Padre de Jesús es el Padre de los pobres: lo es no sólo porque Jesús ha querido ser pobre y ha declarado: "felices los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3), sino también porque sólo quien es pobre de corazón puede abrirse a la entrega incondicional de sí mismo a Dios. Ciertamente, la pobreza no es de por sí condición suficiente para encontrar a Dios como Padre: sobre todo cuando es carencia de bienes necesarios, materiales o espirituales, la pobreza puede inducir a la desesperación y a la rebelión contra el Padre. Este tipo de pobreza - que sería más justo llamarla "miseria" - está contra la voluntad del Padre que da de comer a los pájaros del cielo y viste los lirios del campo y quiere que a ninguna de sus criaturas le falte lo necesario (Mt 6, 25 ss.).

La relación del discípulo con el Padre exige una doble actitud frente a la pobreza. Por una parte, la pobreza del corazón como apertura y abandono a la providencia del Padre es necesaria para una auténtica experiencia del amor misericordioso del Dios de Jesús. Por la otra, el discípulo deberá hacer de todo para que la pobreza como miseria no ofenda la imagen del Padre en ninguno de sus hijos.

El retorno al Padre implica por lo tanto, con la conversión del corazón, -un serio y perseverante compromiso de los creyentes en El para crear las condiciones de dignidad para todos, de modo que a nadie falte el conjunto de condiciones mínimas para reconocer y adorar al Padre en espíritu y en verdad.

La opción preferencial por lo últimos, que muchas veces la Iglesia de nuestro tiempo ha profesado en diversos contextos, no es una distracción respecto a lo único necesario, que es la gloria del Padre; es más bien una forma de la realización histórica de la incondicional obediencia a Dios como Padre de todos. En este sentido se comprende la urgencia para los cristianos de denunciar situaciones en las cuales la dignidad de la persona humana es ultrajada y ofendida a causa de la injusticia y de la miseria o de pretensiones que aparecen irrealizables en lo concreto de la vida de los pobres. Es la invitación hecha por el Papa en la Tertio Millenio Adveniente, de reflexionar sobre una "consistente reducción", si no de la "total condonación", de la deuda externa de los países más pobres, "que pesa sobre el destino de muchas naciones" (TMA, n.15).

Pero no es sólo en las relaciones internacionales que el retorno al Padre compromete a los creyentes a hacerse promotores de justicia y promoción humana: hay una realidad cotidiana de relaciones que hay que tener presente y donde debe mirarse a los otros como hijos del mismo Padre, hermanos en la humanidad y en la gracia. Quisiera referirme en particular a la exigencia de superar lógicas de encerramiento egoísta, según las cuales se considera necesario defender los propios derechos contra las pretensiones de otros, más necesitados. La grandeza de una civilización se mide también por su capacidad de acogida y del compartir los propios recursos con quienes tienen necesidad de ellos. La acogida de los inmigrantes, dando por supuesto importancia a una debida vigilancia y respeto a las leyes, es una de las formas de reconocimiento de la igual dignidad humana frente al único Padre, como lo es la solidaridad hacia los más débiles y los más olvidados de nuestra compleja sociedad. El rechazo de clausuras selectivas y de actitudes discriminatorias es igualmente fruto del reconocimiento del Padre de todos: no se debe dudar en reconocer el peligro de un pecado profundo de egoísmo y de blasfemia contra Dios como Padre común en estas actitudes que van envenenando aquí y allá nuestra cultura.

El reclamo al compromiso de caridad y de justicia, el llamado a superar todo sectarismo y todo racismo de cualquier signo, corresponden a la invocación del Padre nuestro que nos hace pedir que la voluntad del Padre se cumpla en la tierra, como en el cielo: Dios nos quiere a todos iguales en dignidad ante Él, hermanos en la variedad de las posibilidades y de los recursos, pero también en la participación común a lo que está destinado para todos. El Padre de los pobres nos hace mirar con amplitud de corazón las necesidades del otro e identificar en ellos -sobre todo en las necesidades de los más débiles- los derechos fundamentales de la persona humana que a nadie le es lícito dejar de lado o conculcar. La fraternidad cristiana es más que un sentimiento vago o una dimensión espiritual sin consecuencias ni relaciones históricas: como lo testimonia la escena de la primera comunidad cristiana en los Hechos de los Apóstoles, el anuncio de la buena nueva de Dios Padre funda una nueva praxis que supera las soledades y se esfuerza en limar los conflictos, para crear condiciones de dignidad y de desarrollo para todos según el designio de Dios.

En alabanza del Padre el ícono de María

La pluralidad de vericuetos como de exigencias personales y comunitarias que presenta el retorno al Padre muestra como "el jubileo, centrado en la figura de Cristo" puede y debe llegar a ser también un "gran acto de alabanza al Padre" (TM, n. 49), una "bendición" -proclamada con la palabra y actuada con la vida- a Aquel que es el Padre de todos. El compromiso al cual estamos llamados es el de celebrar el primado de Dios como nos lo ha enseñado y nos ha posibilitado hacerlo el Hijo eterno venido en la carne. Nos lo recuerda el himno con el cual se abre la carta a los Efesios (1,3-14):

"Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en el cielo, en Cristo".

La razón profunda de esta estupenda bendición, que es acto de gratitud y de alabanza, es la elección misteriosa por la cual somos llamados a participar en la vida del Hijo según un proyecto eterno, que nos supera y nos envuelve:

"en él nos ha elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor, predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad para alabanza de la gloria de su gracia".

Tal proyecto es el "misterio" que como regazo y custodia abraza íntegramente el desenvolverse de la existencia del mundo y de la historia, y nos hace sentir solidarios y partícipes con el destino del universo:

"Él nos ha hecho conocer el misterio de su voluntad, según su benevolencia había preestablecido para realizarlo en la plenitud de los tiempos: el designio de recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo como las de la tierra".

En particular, el ser herederos del Reino como hijos convertidos en tales en el Hijo, si de una parte nos llena de estupor y de alabanza, por la otra nos compromete a hacer partícipes a los demás el don que se nos ha sido dado:

"En él hemos sido hechos herederos, siendo predestinados conforme a su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria, nosotros, que primeros habíamos esperado en Cristo. En él también ustedes, después de haber escuchado la palabra de la verdad, el evangelio de su salvación y haber creído en él, han recibido el sello del Espíritu Santo que había sido prometido, el cual es prenda de nuestra herencia, en la esperanza de la completa redención de aquellos que Dios se ha adquirido, para alabanza de la gloria de su gracia".

Haber tenido el don de recibir la revelación del Padre y de llegar a ser hijos en el Hijo Jesús no es un privilegio, es un deber, que nos empuja a reconocernos unidos a todos los hijos del único Padre, a dialogar con todos en la verdad, comenzando por los creyentes en Dios para luego pasar a los no creyentes y a todos los pobres cuya dignidad de hijos es conculcada.

El deber es de tal modo amplio que nos deja perplejos: nos reconforta sin el embargo el ícono la confianza en el Padre y de una vida entregada a su alabanza, la de María Virgen y Madre (TMA, n. 54).

Como ella magnifica las maravillas de Dios Padre y canta las obras que el Señor suscitará en la historia de sus hijos, así también nosotros, con la ayuda de su intercesión materna, podemos esperar ser los colaboradores de Dios y de Su alegría en el corazón de nuestros hermanos y hermanas en humanidad. El Espíritu que ha obrado en María -la hija del Padre- y la ha hecho madre del Hijo para la salvación de todos, obre también en nosotros para que vivamos en plenitud nuestra vocación de hijos en el Hijo delante el único Padre, junto a todos los que lo invocan -aunque sea bajo diversos nombres- o son llamados a invocarlo como el único Señor, el Dios y Padre de todos.

Apéndice: algunas preguntas para la revisión de vida personal y comunitaria

1. Revisión de la imagen de Dios

- ¿Qué imagen tengo de Dios Padre? ¿es el Dios de Jesús? ¿confío totalmente en Él, poniendo en sus manos mis angustias y temores?

- ¿Qué rostro de Dios transmito en la catequesis o predicación? ¿es el Dios Padre de Jesús?

- La prueba de lo que sientes o no de Dios como Padre, Padre tuyo y de todos: ¿puedes verificarla? ¿das gracias por todo lo que te acontece? ¿puedes dominar la angustia y las preocupaciones por las cosas que te incumben sin perder contacto con las situaciones reales? ¿eres capaz de soportar una injusticia sin recriminar continuamente en tu corazón, justificándote y defendiéndote? ¿eres capaz de decir "me abandono a la fidelidad de Dios ahora y siempre" Sal 52,10...?

2. Revisión sobre las relaciones con el secularismo

- ¿Soy un creyente negligente o pensante? ¿cómo escucho al no creyente que está dentro de mí o a mi alrededor? ¿respeto la búsqueda de quien no cree? ¿lo estimulo con mi testimonio?

3. Revisión sobre las relaciones con los creyentes en Dios

- ¿Cómo vivo mi relación con la fe de Israel, raíz santa de mi ser cristiano? ¿cómo es mi relación con el pueblo de la alianza nunca revocada, los Hebreos? ¿cómo celebramos el día del hebraísmo, el 17 de enero?

- ¿Cómo vivo mi compromiso ecuménico de diálogo y de servicio en la construcción de la unidad por la cual Jesús ha orado? ¿Cómo es vivido este compromiso a nivel comunitario en la Parroquia, en el decanato, en los movimientos y en las asociaciones?

- ¿Qué acogida reservo/reservamos a los creyentes en otras religiones? ¿hay diálogo? ¿hay cooperación en particular sobre los temas de la justicia, de la paz y de la salvaguardia de la creación?

4. Revisión sobre las relaciones con los pobres

- ¿Cómo vivo/vivimos la fraternidad que nace del reconocernos hijos del único Padre? en particular, ¿cómo acogemos a los más pobres y qué hacemos para expresar la solidaridad con ellos? ¿qué atención hay en mí y en la comunidad por los pobres de la tierra, especialmente por las situaciones de dependencia, de violencia y de hambre?

5. Revisión sobre la misión

- ¿Cómo irradio con la palabra y la vida mi fe en Dios Padre? ¿cómo sucede esto en nuestra comunidad? ¿ puedo decir a quien no conoce al Dios de Jesús: ven y ve?

- ¿Cómo vivimos el sostenimiento a las misiones que están en los pueblos que todavía no conocen al Dios de Jesús?

CARLO MARIA MARTINI