CONVERTIOS Y CREED EN EL EVANGELIO

Carta Pastoral
del Excmo. Sr. Arzobispo de Madrid
D. Antonio María Rouco Varela

En la Cuaresma de 1996

INDICE

I. INTRODUCCIÓN
II. LA CONVERSIÓN ES INICIATIVA DE DIOS
III. LA LLAMADA A LA CONVERSIÓN EXIGE UNA RESPUESTA DEL HOMBRE
IV. LA CONVERSIÓN ES VOLVERSE A CRISTO QUE VIENE AL ENCUEN TRO
V. LA MISERICORDIA DE DIOS Y EL MISTERIO PASCUAL
VI. LA IGLESIA, LUGAR DE CONVERSIÓN
VII. LA IGLESIA DIOCESANA DE MADRID, LLAMADA A LA CONVERSIÓN
VIII. NECESIDAD DE UN PROFUNDO Y SINCERO EXAMEN DE CONCIENCIA

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

I

INTRODUCCIÓN

1. Toda la vida del cristiano, toda la misión de la Iglesia, en cualquier momento de la historia, consiste en dar testimonio del Evangelio de Jesucristo. Para ser de nuevo, y de un modo renovado, testigos del Evan-gelio, en Madrid y en el mundo, viviendo en toda su verdad la comunión de la Iglesia, hemos de abrir una vez más el corazón a la fe en Jesucristo, el Redentor de los hombres. Hemos de emprender el camino de la conversión, de una verdadera conversión.

En mi Carta pastoral en la Pascua de 1995, y en las «Orientaciones Pastorales» que la acompañaban, exhortaba a toda la comunidad diocesana a configurar el presente curso como «un año de sensibilización eclesial y de preparación doctrinal, catequética, litúr-gica y pastoral de un programa diocesano para el último trienio de este siglo, en el espíritu y a la luz de las lincas temáticas y los grandes objetivos de la Carta apostólica Tertio millennio adveniente», en un ambiente espiritual de oración y de penitencia. Nuestro objetivo general habria de ser: «Promover en la Dió-cesis de Madrid el examen de conciencia personal y comunitario, que nos lleve al reconocimiento de nues-tro pecado y a la conversión, para evangelizar hoy a nuestro mundo». Así nos situábamos «en el punto de partida más evangélico: en el corazón mismo del Evan-gelio», el lugar adecuado para recorrer pastoralmente «el último trienio del siglo como un nuevo descubri-miento del misterio de Jesucristo, el Redentor, que enviándonos su Espiritu nos devuelve con una nueva plenitud a las brazos del Padre», «como la peregrina-ción del hijo, arrepentido y convertido, que retorna de nuevo al camino de la Casa del Padre».

2. Acabamos de concluir esa primera fase del examen de conciencia diocesano precisamente cuando comienza el tiempo de Cuaresma en toda la Iglesia -de la Santa Cuaresma-. Examen de conciencia en el que habéis participado tantos grupos y tantos miles de fieles -sacerdotes, religiosos, religiosas, consagrados y fieles laicos- con fe, humildad y perseverancia. El fruto material de ese trabajo está siendo ya recogido estadísticamente. Para que sus frutos espirituales sean también recogidos, y produzcan «el ciento por uno» en nuestra entrega apostólica y en nuestros compro-misos pastorales, con la nueva evangelización en Ma-drid -en ese Madrid doliente y esperanzado que ahora conocemos mejor, y que tanto amamos-, os convoco ahora a emprender juntos, en «comunión», el camino de la conversión. A ello nos reclama también el espí-ritu de la liturgia de Cuaresma, ese itinerario espiritual y eclesial que nos permitirá celebrar con gozo autén-tico la Pascua del Señor. ¿Qué es, en definitiva, lo que nos propone el Papa para estos años preparatorios al año 2000? Vivir los como un itinerario de preparación espiritual a un gran «jubileo», a «una gran plegarla de alabanza y acción de gracias sobre todo por el don de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención realizada por ÉI». Redención llevada a término y cumplida por Él, que inició su ministerio proclamando: «Convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15).

II. LA CONVERSIÓN ES INICIATIVA DE DIOS

3. El hombre está llamado a colmar el deseo de plenitud inscrito por Dios en su corazón. Ese deseo, que solo Dios puede saciar, constituye un dato primor eso los puede saciar, constituye un dato primordial de su experiencia. Pero no es el único. Pues «al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno» . El hombre no sólo es finito, sino también pecador, y eso desde el origen: «Rompió el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» . Lo que la experiencia intuye y descubre en el fondo del corazón del hombre, la Revelación -el Evangelio-- lo ilumina en toda su verdad y fuerza, dramática y esperanzadora a la vez. Dios va a satisfacer la inextinguible nostalgia del hom-bre, y va a curar en él la herida del pecado, por una vía absolutamente inesperada, gratuita y maravillosa: la del amor misericordioso.

Todos deseamos profundamente que el tiempo de la vida no pase en vano, sino que sea útil, constructivo para nosotros y para los demás. Sin embargo, tenemos que reconocer con dolor que, a menudo, nuestra vida se bloquea, se aparta del camino, se distrae con otras cosas, cae en el pecado, se pierde; entonces reconoce-mos la verdad que contienen aquellas palabras del Señor: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a si mismo?» (Lc 9,25).

4. Dios, sin embargo, no ha dejado al hombre a su propia suerte y, ya desde el principio, la Escritura está llena de llamadas a la conversión, esto es, de invitacio-nes para que camine hacia su plenitud. A través de ellas se manifiesta el interés de Dios por nuestra vida. Conmueve ver cómo Dios se hace presente una y otra vez, incansablemente, en la historia de su pueblo, para sacarle de su letargo y de sus cobardías, sacudirle, estimularle, ayudarle a caminar: «He visto la miseria de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor. Ciertamente conozco sus angustias. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle a esta tierra» (Ex 3,7-8). Dios no permanece indiferente ante la situación de miseria que vive su pueblo, y toma la iniciativa de salvarlo. Su compasión por Israel --por el hombre- le mueve a intervenir en la historia, y preci-samente a través de su actuación se irá manifestando quién es Dios: «¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto? Te lo han hecho ver para que reconozcas que el Señor es Dios, y que no hay otro fuera de Él» (Dt 4,34-35).

III. LA LLAMADA A LA CONVERSIÓN EXIGE UNA RESPUESTA DEL HOMBRE

5. El pueblo necesita acoger la iniciativa de Dios, para que ésta pueda realizarse. La conversión es, desde el principio, respuesta a la iniciativa de Otro, que hace una promesa de perdón y vida en una situación deter-minada por la infidelidad y la desgracia. La acogida de esta iniciativa constituye el comienzo de una historia siempre nueva en la que el pueblo va asistiendo al cumplimiento de la promesa, es decir, a la salvación.

Dios no aparece, pues, como un obstáculo para la realización de la vida del pueblo, sino como Aquel que le permite alcanzarla; en efecto, en este caminar de Dios con Israel, el pueblo va teniendo experiencia de que su vocación se realiza y que su destino se cumple mediante la acogida de esta iniciativa. En la conviven-cia con el Dios que le salva, Israel va tomando concien-cia de que vivir es pertenecer a su Dios, ser fiel a la Alianza.

Sólo en este marco pueden comprenderse adecua-damente los mandamientos: si los israelitas han visto con sus propios ojos la salvación de Dios, ¿qué puede ser más razonable que «amar al Seiíor su Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas?» (cf. Dt 6,5).

Sin embargo, el pueblo sucumbe con frecuencia a la tentación de una total autonomía, de querer vivir total por sí mismo sin depender de Dios. El hombre se revela contra esta dependencia, a pesar de haber expe-rimentado que en ella se salva; el rechazo a reconocer la bondad de esta dependencia es el pecado. Israel experimentará entonces cómo su intento de valerse sólo por si mismo es una mera ilusión: «¿Qué encon-traban vuestros padres en mi de torcido que se alejaron de mi vera y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos?» Ur 2,5). El hombre palpa cómo la vida se le deshace entre las manos, se hace vana.

6. En esta situación Dios revela cada vez más profundamente aquella compasión que le habla movido a salvar al pueblo elegido: Dios perdona a su pueblo.

Pocos profetas como Oseas han puesto tanto de relieve la terquedad del hombre por alejarse de Dios, y la fidelidad de Dios que busca atraerse a su pueblo: «Cuando Israel era un niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuando más los llamaba, más se alejaban de mi... Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer... Mi corazón se me revuelve por dentro, a la vez que mis entrañas se estremecen. No ejecutaré el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre...» (Os 11,1-2.4.8-9). De esta forma Dios va revelando al hombre su más pro-funda intimidad: su misericordia. Sin la intervención continua de Dios, a través de la cual renueva incansa-blemente el diálogo con el hombre, este sucumbiría a su propia destrucción. Si Dios no saliese permanente-mente en su búsqueda, al hombre no le quedarla más que asistir finalmente a su propia perdición; porque sin la misericordia constante, el hombre fallarla el camino; se frustrarla.

De este amor misericordioso y gratuito de Dios nace su llamada ininterrumpida al hombre, para que se convierta y vuelva a Él. Con ese fin, Dios suscita en medio de su pueblo profetas que, con su vida, palabras y obras, le manifiesten el camino de vuelta a Él y lo confirmen de nuevo en la esperanza de la salvación.

IV. LA CONVERSIÓN ES VOLVERSE A CRISTO QUE VIENE AL ENCUENTRO

7. La convivencia de Dios con el hombre alcanza su plenitud en el momento en que Él mismo viene a habitar entre nosotros: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» Un 1,14). La convivencia se hace por tanto identificación. Cristo se hizo «Igual a nosotros en todo menos en el pecado» (Heb 4,15).

En la relación con Jesús descubre el hombre una humanidad plena e incomparable, inimaginable. Ante sus ojos aparece aquella figura de hombre que toda persona anhela 7 desde el fondo de su corazón: «el hombre nuevo» . No hay nadie que haya encontrado a Jesús y no haya sentido el atractivo de su persona. Su presencia despierta en el hombre sus deseos más limpios y verdaderos, y hace renacer en él la esperanza de una vida perdonada, plena. En Él, encuentra el hombre a Aquel que corresponde a sus anhelos, de modo que éstos ya no le parecen una ilusión abocada al fracaso.

Ante Jesús, todo hombre siente la llamada de «Volverse» para mirarlo: volverse hacia Alguien inespera-do, que uno encuentra en el camino de su vida, que le atrae y le fascina con su presencia. Es la gracia de una presencia buena, amorosa, que uno percibe necesaria para su propia vida porque responde plenamente al anhelo del corazón, y porque la vida crece a su lado. Por eso, quien reconoce a Cristo comprende que lo más razonable que puede hacer es secundar el atractivo que ejerce sobre él. La conversión es siempre una gracia reconocida y secundada. Este carácter de gracia, de oferta de amor infinito, que tenla y tiene la presen-cia de Jesús, capacita a la voluntad del hombre para adherirse a Él, y ser así auténticamente libre. Ahora más que nunca la iniciativa es de Dios, que llama al hombre a la plenitud de su ser en la existencia cotidiana haciéndose uno de nosotros, compañero en el camino, como en Emaús (cf. Lc 24,13-35).

8. La conversión no exige del hombre ningún presupuesto, ninguna condición particular, a no ser la de acoger con humildad y sencillez -sabiéndose pequeño y pecador- la gracia del que llama a la puerta del alma y se presenta como un amigo. Es el caso de Zaqueo, jefe de publicanos y rico (cf. Lc 19,1-10)- ¿Cómo no iba Zaqueo a sentir el atractivo incompa-rable de la mirada de Jesús, cuando le dijo: «Baja, que hoy voy a hospedarme en tu casa»? jamás habla visto reconocida su persona como aquel día. Él podía ver bien la diferencia entre la recriminación de los fariseos y la mirada llena de afecto con la que jesús abrazaba su vida. Esta mirada, toda ternura, conmovió más la vida de aquel hombre apegado codiciosamente a sus bienes que todas las condenas de que había sido objeto: «Y Zaqueo le recibió muy contento». La acogida de Jesús hizo experimentar a Zaqueo una alegría desco-nocida para él hasta entonces. El perdón despertó en él el deseo del cambio, quedó transformado: «La mitad de mis bienes se los doy a los pobres...»; de esta forma Zaqueo empezó a participar de la salvación: «Hoy ha actitud moral nueva, nacida del encuentro con el amor de Dios. A Zaqueo se le cambia el corazón, la vida, la conducta. Es un hombre nuevo.

Por el contrario, el caso del joven rico muestra que el mal ejercicio de nuestro libre albedrío puede llevar-nos a resistir a la gracia que nos invita y nos llama (cf. Mc 10, 17-22) 8. También él ha tenido la dicha de tro-pezarse con Jesús en el camino de la vida. Le reconoce como un maestro «Bueno». Probablemente algo se habla despertado en él, ya que se acerca a Jesus para preguntarle por la vida eterna. Era una persona que habla tomado en serio su vida, que se esforzaba desde su juventud en cumplir los mandamientos. También él fue objeto de una mirada especial: «Y poniendo en él los ojos, le amó» (Mc 10,2 l). Pero a aquel joven, ante la invitación de Jesús a seguirle, «se le nubló el sem-blante y se fue triste» (Mc 10,22). Su tristeza contrasta con la alegría de Zaqueo.

9. Estos dos casos, como otros que narra el Evangelio, ponen de manifiesto hasta qué punto la persona de jesús situaba, a quien se encontraba con Él, ante la decisión mas importante de su vida. Pues estos hom-bres no estaban ante un profeta, que habla en nombre de otro; estaban ante alguien que ponla al hombre frente a Dios en su misma persona: «Jamás un hombre ha hablado como este hombre» (Jn 7,46). Por eso, ante Él el hombre ha de dar una respuesta en la que está en juego su propio destino.

Con el tiempo, los discípulos comprenderán que la excepcionalidad de aquella persona se explicaba sólo porque era Dios. Por eso podía Él reclamar una adhe-sión, un seguimiento total: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35). La conversión a la que jesús llama no consiste simplemente en realizar algunas reformas en nuestro comportamiento habitual, en respetar algunos valores, sino en reconocerlo a Él como centro de la propia vida, sin lo cual el hombre no es capaz de vivir bien ni siquiera su relación consigo mismo, con las personas y con las cosas. Esta conversión no presupone tener una determinada fuerza de voluntad o unas energías extraordinarias; sólo requiere sencillez humilde, apertura de corazón para acogerlo: «El que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él» (Mc 10,15). De este sencillo reconoci-miento de la persona de Jesús nacerá una relación viva con Él, que llevará al hombre a configurar su vida a semejanza de su Maestro: «Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de si mismo en la cruz»

V. LA MISERICORDIA DE DIOS Y EL MISTERIO PASCUAL

10. Los discípulos de Jesús reconocen del modo más hondo su excepcional personalidad al experimen-tar la bondad misericordioso que Él hace presente en el mundo; es tan sorprendente, está tan por encima de toda medida humana, que para algunos resultó escan-dalosa: «Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oirle, y los fariseos y escribas murmu-raban, diciendo: "Éste acoge a los pecadores y come con ellos"» (Lc 15,1-2). Jesús se ve en la necesidad de defender la buena nueva de la misericordia, propo-niendo las bellísimas parábolas de la oveja extraviada, de la dracma perdida y del hijo pródigo. Con ellas afirma que Él actúa de esta manera con publicanos y pecadores porque Dios es así de inefablemente bueno con ellos. En Él, en su relación con Él, estas personas pueden descubrir el rostro humano de la misericordia de Dios. «En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como Padre de la misericordia, cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con Él». Aceptar esta misericordia significa recono-cer que el único fundamento sólido de la vida es el amor misericordioso de Dios. Así, estos personajes, doloridos y arrepentidos de su vida pasada, encuentran en Jesús la esperanza que les permite emprender de nuevo el camino.

Esta misericordia revela todo su poder siendo capaz de sacar bien incluso de nuestro propio mal. «La parábola del hijo pródigo -escribe Juan Pablo 11-expresa de manera sencilla, pero profunda, la realidad de la conversión. Ésta es la expresión más concreta de la obra del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto más verda-dero y propio, cuando reválida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre».

11. La vida de Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,3 8), encarna esta misericordia, que se revelará de modo supremo en el misterio pascual. Aquí se desvela definitivamente la grandeza inaudita a la que Dios llama al hombre, «que mereció tal Redentor» 12 , y la profundidad de aquel amor que no retrocede ante el extraordinario sacrificio del Hijo : «Tanto amo Dios al mundo que entregó a su propio Hijo... no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16-17). Éste, «que amó con corazón de hombre» a imagen perfecta de su Padre celestial, "que hace salir el sol sobre malos y buenos" (Mt 5,45), no sólo amó a los suyos hasta el extremo (cf. Jn 13,1), sino también a los enemigos, cuando rogó por los que lo perseguían (cf. Mt 5,44), y dio su vida «por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). Por todo ello, la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo constituyen la llamada a la conversión más eficaz y persuasiva que puede recibir un hombre; en efecto, «el amor de Cristo nos apremia... Él murió por todos, para que no vivan sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,14-15).

12. Gracias al misterio que se realiza en la Pascua, Cristo restablece y lleva a su plenitud la Alianza de Dios que habla establecido con el hombre, en la histo-ria de Israel, amenazada una y otra vez por el pecado. El poder de esa «Nueva Alianza» en la sangre de Cristo es tal, que su presencia misericordioso vence los limites del tiempo y del espacio en que se desenvolvió su vida terrena, para venir al encuentro de todo hombre de cualquier lugar y época: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el sacramento de su presencia real, que nuestro Salvador instituyó en la última Cena, la noche en que fue entregado, «para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección»

La presencia de este misterio de misericordia con-moverá en adelante el corazón de innumerables hombres y mujeres, de un modo que sólo el genio del poeta ha sabido expresar adecuadamente:

«No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor; muéveme el verte, clavado en esa cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muéveme tus afrentas y tu muerte. Muevenme, al fin, tu amor, y en tal manera, que, aunque no hubiera cielo, yo te arnara, y, aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera».

VI. LA IGLESIA, LUGAR DE CONVERSIÓN

13. La ascensión del Señor no interrumpió la convivencia y la amistad que Él comenzó a establecer con los hombres durante su existencia terrena. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, que sigue llamando a la conver-sión y perdonando los pecados; pues «Él es su cabeza, que deja ver su rostro en la faz de la Iglesia».

Los Apóstoles, una vez que recibieron el Espíritu Santo, junto a María, la Madre de Jesús, comenzaron a anunciar la Buena Noticia: Él es el Señor, el Salvador (cf. Hch 2,1-36). Como respuesta al anuncio, se recla-maba la conversión y el bautismo (cf. Hch 2,37-38). De esta manera la Iglesia comprendía, desde sus co-mienzos, que no hay respuesta adecuada al anuncio de Jesucristo si no es dada desde una actitud de conversión sellada por el bautismo. La relación de conversión y bautismo pone de manifiesto la densidad y profundi-dad de la conversión cristiana, que no se limita a los afanes que pueden impulsar a cualquier hombre de buena voluntad a mejorar sus relaciones, sus actitudes o sus obras. La conversión cristiana va unida a la acogida en la fe de Jesucristo, y, por el bautismo, lleva al hombre a constituirse en una criatura nueva: recibe el perdón de los pecados y el Espíritu Santo, que le posibilita orientar su vida en la dirección y por el camino al que desde la creación estaba destinado, y que anhela la más auténtica verdad de su corazón, a pesar del pecado. «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bau-tismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva... Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,3-4.1 l).

La vida nueva 14. El convertido y sellado por el bautismo experimenta una riqueza que responde a los anhelos de su corazón, inquieto y roto por el pecado. Una riqueza gratuita, una gracia, que procede del misterio pascual de Cristo. De aquí surge el principio de una nueva e inédita relación entre los hombres, una comunión singular, la comunidad eclesial: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas. Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hch 2,41-42.44). Conversiones Ésta es la experiencia en la que se fragua y se y martirio renueva constantemente la vida de la Iglesia, que tanto sabe de conversiones. El cristianismo de los primeros siglos nos ha legado bellísimos itinerarios de conver-sión: Justino, Cipriano, Hilario, Agustín... Sin embargo, han quedado fuera de la memoria histórica los detalles conmovedores de innumerables itinerarios de conversión de gentes sencillas: marineros, soldados, esclavos, mujeres, ancianos y niños. Hasta qué grado de hondura inexcrutable llegó su transformación inte-rior y exterior en Cristo, lo prueba el testimonio de su martirio: la profesión martirial de su fe. Los pasos de su conversión probablemente fueron tan varios como diversos son los caracteres, circunstancias y vicisitudes de cada existencia humana. Pero, en su corazón, se habla producido el mismo misterio de identificación con la verdad y la vida de Cristo, la misma comprensión de sus palabras: hablan encontra-do el tesoro escondido en el campo y, llenos de alegría, todo lo daban a cambio (cf. Mt 13,44). Una luz desco-nocida hasta entonces, de increíble esplendor, que inundaba sus 0 os, les hacia ver todo de un modo nuevo, y apreciar plenamente su significado y su valor.

15. Ninguno dejaba de estar convencido de que su conversión era fruto de la gracia que habla irrumpido en su vida, como escribía san Cipriano: «Es odioso jactarse en alabanza propia, aunque no debiera consi-derarse jactancia, sino gratitud, aquello que no se atribuye a las fuerzas del hombre, sino que se predica de la gracia de Dios... De Dios es, de Dios, insisto, todo lo que podemos» . La conversión se manifiesta siempre como la acogida de una gracia que viene a llenar con creces lo que el corazón del hombre anhelaba, sin ser capaz a veces ni de percibirlo nítidamente, ni menos de alcanzarlo con sus propias fuerzas, aun buscándolo con insistencia por otros caminos -los del hombre- que conducen una y otra vez a la insatisfac-ción. «Me alejaba de Ti amando mis caminos y no los tuyos, amando una libertad fugitiva» : Así expresaba san Agustín su búsqueda de la felicidad antes de que la gracia de la conversión viniese a sosegar su sed.

El que no ha experimentado esa gracia, que se ofrece a todos, puede temer que la conversión venga a truncar sus proyectos personales e, incluso, la propia libertad. En ese caso, nos encontramos ante una in-comprensión o rechazo de la gracia. La mirada interior del hombre se superficializa, huye de su propia verdad, elige falsas sendas y no llega nunca al fin. La respuesta a la gracia de la conversión no destruye nunca a la persona, al contrario, le abre un camino de perfección: «Gracias a Ti, Dios mío, por tus dones, pero guárda-melos Tú. Así me guardarás a mi, y lo que me has dado crecerá y se perfeccionará, y yo mismo existiré conti-go, porque Tú también me diste la existencia».

Conversión 16. El acontecimiento de la conversión está siempre y comunión en relación con la Iglesia. En él se desvela claramente eclesial su carácter materno. Porque, mediante el bautismo, la Iglesia hace del hombre una criatura nueva, y porque la Iglesia constituye el punto de referencia imprescin-dible y la compañía necesaria para todo el que ha oído y acogido la llamada a la conversión. El convertido precisa de otros convertidos; más que de teóricos del seguimiento, de lo que tiene necesidad es de testigos de una vida entregada al seguimiento de Cristo; de condiscípulos vivos del Señor, testigos vivientes de que Cristo en la Iglesia salva y colma la existencia del hombre con la paz honda y la alegría de Zaqueo y de la mujer pecadora; testigos de que Cristo es la respuesta a los interrogantes, ansias y afanes más profundos del hombre. La conversión siempre tiene lugar en la Comunión de los Santos, en la cercanía de María, la Madre del Redentor, a quien fuimos confiados en la persona de Juan, al pie de la Cruz (cf jn 19,25-27). Quien experimenta la gracia de la conversión ve su vida bañada por la misericordia de Dios, y proclama sus alabanzas (c£ Sal 50,17). Adquiere una mirada -nueva sobre las personas, las cosas, los acontecimientos: sobre la propia vida. Es capaz, incluso, de mirar su pasado, por horrible y absurdo que haya sido, de una manera distinta con los ojos -y las lágrimas- de san Agustín, que tan bien analizó la conversión, pudo escribir: «Deleita a los buenos oir las maldades de aquellos que ya carecen de ellas. Pero no les deleita porque son maldades, sino porque fueron y ya no son». Es ya una mirada que no brota de la impotencia del pecador por redimirse, sino de la misericordia de Dios que es capaz de sanar las debilidades humanas. A partir de ahí, el futuro puede encararse de otra manera, con unos ojos benevolentes, misericordes, plenos de gozo, con una esperanza «que no defrauda» (Rm 5,5), porque tiene por objeto a Dios.

17. La Iglesia no se limita a llamar al hombre a una conversión primera. Pues todo cristiano, avanzando en el camino de la fe, experimentará los mismos sen-timientos de san Pablo: «No que lo tenga ya consegui-do o que sea perfecto, sino que continuo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12). En efecto, quien conoce la profundidad del amor de Cristo, de la misericordia del Padre, derramada por el Espíritu Santo en nuestros corazones (cf. Pm 5,5), siente la insuficiencia de todas sus respuestas, el dolor por la propia infidelidad y la urgencia de conformarse cada vez más con la caridad de Jesucristo. Así pues, crecer en la fe es siempre profundizar en la actitud de la conversión, caminando con la mirada vuelta al Señor, hasta llegar «al estado de hombre perfecto, a la madu-rez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

La Iglesia, que es a la vez santa y necesitada de purificación, «busca sin cesar la conversión y la renovación» , sabe que los bautizados son peregrinos, y que, al caminar, sus ojos se ciegan por el polvo del camino, se cansan, se distraen e, incluso, se ven tentados a abandonar la senda, y que, a veces, la abandonan. más aun, sabe que ella misma es la obra maravillosa de Dios, que constituye «una sociedad fraterna entre hombres que son pecadores».

18. El cristiano, pues, no siempre se mantiene fiel a la nueva vida que se le confirió en el bautismo. Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos (cf. 1 Jn 1,8). Ya el mismo Maestro enseñó a sus discípulos a pedir perdón cada dia por sus pecados, y san Pablo exhortaba a los efesios para que no entriste-cieran al Espíritu Santo (cf. Ef 4,30); y es que quien ama, precisamente porque ama, se entristece mas que nadie por las infidelidades del amado. El hombre es infiel al amor de Dios, rompe la amistad con Él, cuando transgrede los mandamientos, fruto del amor de Dios, que no desea que el hombre se pierda por caminos que enajenan su propia humanidad y lo alejan de Él: «Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo o, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,23-24). Y, a pesar de ello, como hijos pródigos, duros con el amor del Padre, nos vemos en la necesidad de repetir con frecuencia: «Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti. No soy- ya digno de llamarme hijo tuyo» (Lc 15,21). Para que el cristiano -y, con él, todo hombre- no se sienta abandonado a su impotencia y no pierda la esperanza, Cristo ha querido que su Iglesia sea sacra-mento de reconciliación. Por su medio permanece en el tiempo la obra redentora del Señor, de quien recibe la misión de «suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación» .

19. En este camino de la Iglesia, el sacramento de la penitencia ocupa un lugar de excepción, pues en él se experimenta de un modo pleno y eficaz la misericordia divina: «No hay ninguna falta, por grave que sea, que la Iglesia no pueda perdonar». «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones» 27 Confesando contritos, personal e íntegramente, los pecados, por la absolución del ministro de la Iglesia -del Obispo o de los presbíteros, sus colaboradores-- se recibe el abrazo de reconciliación de la Iglesia y, con él, el del mismo Cristo.

En este clima permanente de la caridad maternal de la Iglesia, que ofrece sin cesar por el sacramento de la reconciliación el signo eficaz del amor misericordioso de su Señor Salvador, el cristiano está llamado a vivir una actitud de penitencia y purificación espiritual como un talante habitual de su vocación cristiana, en particular por medio del ayuno verdadero, de la limos-na generosa y de la oración intensa, que expresan el dolor por los pecados y el deseo de volver al Padre (cf. Is 58,1_12)21.

VII. LA IGLESIA DIOCESANA DE MADRID, LLAMADA A LA CONVERSIÓN

20. También nosotros, hombres y mujeres de Ma-drid, conocemos la gracia de Jesucristo desde hace muchos siglos. Como nuestros antepasados, nos he-mos visto y sentido atraídos por su presencia salvado-ra, que nos llama permanentemente a volver a Él la mirada, a acoger su perdón, el que nos hace verdaderamente libres (cf. Jn 8,31-36).

Ser verdaderamente libres, vivir la riqueza de una libertad auténtica, es uno de los valores más cotizados en la sociedad contemporánea. Quizás el valor por excelencia, que se busca afanosamente, como sea, por caminos, incluso, profundamente errados. ¿Quiénes son, y dónde están, los decisivos enemigos de la liber-tad, de aquella libertad que salva al hombre? Muchos repiten hoy que la liberación del mal y de la culpa se reduce a negar su existencia, llamando bueno a lo que es malo, contra el testimonio elemental de la concien-cia. Desde los niños hasta los adultos, se percibe una gran confusión acerca de las cuestiones centrales de la vida y del valor moral de los comportamientos. Parece como si cada uno pudiera determinar por si mismo lo que es el bien y lo que es el mal, sin necesidad de ninguna referencia objetiva. Llama particularmente la atención el fenómeno de la negación de la culpa, sobre todo de la culpa propia, que se traduce en un profundo debilitamiento de la conciencia de pecado . Es como si el hombre de nuestro tiempo, en su pretensión de autonomía absoluta, prefiriese negar los limites inhe-rentes a su condición de creatura y de pecador, que no puede superar por si mismo, antes que aceptar la ayuda de otro para sobrepasarlos.

La solución no puede ser más engañosa. A la larga sólo engendra violencia contra uno mismo y contra los demás, como ya habla advertido san Pablo (cf. Rm 1,28-32). Es una solución que nace del pecado y que sólo genera más pecado. En abierto contraste con este estilo de vida dominante, se constata entre nosotros otro fenómeno enraizado igualmente en la conciencia actual de la sociedad: el anhelo de reconciliación y de paz. Sentimos que sin ella el clima familiar y el am-biente de nuestros hogares se enrarecen; la calle se hace hostil; la convivencia se vuelve dura y violenta. Los hijos de una misma ciudad, de un mismo pueblo, hasta los de una misma familia, pueden convertirse en ene-migos. ¿Quién puede negar que el perdón y la recon-ciliación humanizan la vida, y que la venganza y el rencor la degradan?

21. Reconocer la verdad de lo humano siempre compensa. Y la verdad del hombre incluye su depend-encia esencial de otros, de la ayuda de los demás para poder vivir con la dignidad propia de la persona. Pero, sobre todo, incluye la dependencia de Dios, su «re-li-gación» a Él. Sin reconocer, profesar y vivir esta relación religiosa con el Creador y Redentor, todo hombre y cada hombre quedarían a merced de una radical soledad, impotente e irremediablemente triste. Nuestra libertad, si quiere ser ella misma, en el abrazo misericordioso de Dios, exige que lo busquemos cuan-do nos hemos alejado de Él. Pues la reconciliación con nosotros mismos hunde sus raíces más profundas en el misterio de la gracia de Dios, que debemos implorar. Aunque el amor humano nos ayuda a introducirnos en el misterio del perdón, sólo llegamos a reconocer su hondura última en la historia de la salvación de Dios con los hombres. Mediante el sacrificio de su Hijo, Dios nos ha manifestado con amor infinito que quiere nuestra felicidad para siempre.

VIII. NECESIDAD DE UN PROFUNDO Y SINCERO EXAMEN DE CONCIENCIA

22. El Jubileo cristiano expresa en plenitud «el año de Gracia»: «Año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental». En esta perspectiva teológico, la necesidad de un examen de con-ciencia profundo y sincero se nos impone, ya y ahora, a toda la comunidad diocesana.

Un examen de conciencia que ha de tener en cuen-ta, en primer lugar, que sólo a la luz de la misericordia divina es posible el reconocimiento sincero y comple-to de nuestros pecados. Sólo el Espíritu del Padre y del Hijo nos mueve con esa delicadeza interior que nos permite reconocer, con la verdad de la humildad y con la sencillez del corazón arrepentido, nuestra verdadera situación personal y pastoral. Sólo el Espíritu Santo permite evitar dos extremos igualmente perniciosos: el de la presunción de no tener pecado, o que nuestros fallos obedecen a causas de naturaleza puramente téc-nica o instrumental, y que no son sino simples errores; y el de la desesperación o el desaliento por el temor de no ser perdonados, o de no ser capaces de enmienda y renovación. ¡Qué admirable adecuación a las exigen-cias de nuestra libertad nos testimonia la acción interior del Espíritu! (cf. Gal 5,5). Él obra amorosamente, haciéndonos capaces de reconocer nuestro mal sin quedar aplastados por él, y de abrirnos con confianza al don de la reconciliación, que el Padre nos ofrece permanentemente en el sacramento que se celebra en la Iglesia.

23. Y un examen de conciencia, en segundo lugar, que no debe de perder el hilo conductor que trazábamos en las «Orientaciones para la Programación Pas-toral del Curso 1995-1996» a la luz de las sugerencias de la Exhortación apostólica Tertio millennio adveniente . En las preguntas que hace el Papa, para orientar el examen de conciencia de la Iglesia del presente, se hallan las grandes cuestiones -nuestros grandes y habituales pecados-, que interrogan hoy como ayer nuestra conciencia. ¿No revelan también esas preguntas las situaciones que más determinan el peligro de alejarnos de Cristo y de su Evangelio, y de convertirnos para tantos alejados de la Iglesia, para los más débiles de nuestra sociedad y de nuestras comunidades eclesiales, en antitestimonio y ocasión de escándalo? Recordemos y veamos.

24. Los cristianos hemos sido llamados por Jesucristo a dar testimonio ante el mundo del milagro de una unidad en el amor, respetuosa y promotora del bien de los hombres y de los pueblos; sin embargo, todavía hoy nos dolemos de las graves heridas sufridas en la comunión eclesial en este último milenio. Más aun, dentro de nuestra misma Iglesia, en Madrid, tenemos que reconocer a veces gestos y actitudes contrarios a la unidad que Cristo quiso. Pidamos, pues, al Espíritu Santo que derrame en nuestros cora-zones el amor a la unidad, e ilumine nuestras mentes para que también nuestras obras den testimonio de ella. Asimismo, todas las formas de connivencia con «métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad» hacen brotar el arrepentimiento en nosotros, que hemos sido llamados a ser testigos del Señor crucificado, de su paciencia y mansedumbre, de su amor y respeto a la dignidad, libertad y conciencia de todo hombre.

25. Entre las tentaciones mayores con que nos encontramos hoy día, hay que señalar la indiferencia religiosa, que lleva a muchos hombres «a vivir como si Dios no existiera, o a conformarse con una religión vaga e incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad» . Muchos cristianos, incluso, atraviesan por un momento de incertidumbre, que puede afectar a la verdad de la fe. A veces se llega al punto de reducir o de acomodar la plenitud de la revelación a la medida de los propios criterios subjetivos. Esta situación se ve propiciada por la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia y por sus repercusiones en ciertas posturas teológicas, que tanto desorientan a veces la conciencia de los fieles.

¿Cómo educamos en la fe? ¿Cómo se transmite la fe en las familias, en las parroquias, en la escuela, en las asociaciones y movimientos...? ¿Cómo damos tes-timonio de ella en los ámbitos donde ejercemos nues-tra actividad? ¿O acaso sentimos la tentación de redu-cirla al mundo interior y privado?

26. La pérdida del sentido trascendente de la persona humana no deja de afectar a los hijos de la Iglesia también en el campo ético. Crecen los ataques a la dignidad de la persona ya antes de su nacimiento o en el final de su vida; se tiende a banalizar el amor conyugal, la familia, la propia responsabilidad laboral, social y política. La frivolidad y la superficialidad con la que, a veces, se juzga y trata al prójimo, es manifies-ta. Se convive cobardemente con graves formas de violencia, de injusticia o marginación social, e, incluso, se aceptan y disculpan. Seguimos maltratando a los pobres.

Nuestro examen de conciencia debe contemplar, como los destinatarios principales de nuestra conversión, a los más débiles e indefensos; de un modo especial, a los niños y a los jóvenes. «Todas las crisis de nuestro tiempo les golpean con una inaudita dureza y hasta el fondo del alma»

27. Ayudados por las preguntas que el Papa dirige a la Iglesia universa, nuestra comunidad diocesana de Madrid puede hacer un examen de conciencia sincero y profundo, que mueva los corazones a la súplica y al arrepentimiento. El Dios Padre de misericordia no nos abandona nunca, y nos ha enviado a su Hijo para hacer con nosotros el camino de la vida; a Él podemos dirigimos con confianza y pedirle que se quede con nosotros, como hicieron los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,29). Lo necesitamos en este singular camino de renovación y evangelización que nuestra Archidiócesis ha emprendido, desde este mismo curso, en la preparación del Plan de Pastoral para el próximo trienio, con el horizonte del encuentro jubiloso con Jesucristo, Redentor del hombre. Lo necesitamos en esta fase clave de la preparación del Plan, y en las etapas sucesivas de su aceptación y de su ulterior realización, para que resulten eclesialmente compartidas y fructuo-sas.

Sabemos bien que nuestra debilidad nos hace daiío a nosotros y a los que nos rodean; hemos experimen-tado muchas veces que sin Él no podemos hacer nada (cf. jn 15,5). Por eso suplicamos su presencia, para que, a seme'anza de los discípulos que caminaban abatidos, también se enciendan nuestros corazones y renazca la energía que nos mueva a dar testimonio del bien, de la verdad y de la justicia ante nuestros hermanos. En la súplica nos sabemos acompañados por la oración de toda la comunidad diocesana, especialmente por aque-llas almas consagradas cuya vida se resume en la pura oblación orante. Me refiero especialmente a las religio-sas de clausura; pero también a todas aquellas hijas e hijos de la Iglesia que hacen de la oración su apostola-do.

La llamada a la conversión que atraviesa la historia del pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, se dirige hoy a cada uno de nosotros, para que la acojamos con un corazón sencillo, y obre así nuestra transformación en Él, para que se pueda hacer verdad en nuestra vida y en la del mundo la respuesta a su llamada: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15).

Con mi bendición,

Madrid, 6 de marzo de 1996

+ Antonio Mª Rouco Varela
Arzobispo de Madrid