Parábolas del Reino

José L. Caravias sj

I - Parábola del ingeniero-sociólogo

El proyecto

Había una vez un magnífico ingeniero-sociólogo que escribió y delineó un proyecto para construir un gran complejo habitacional, que albergaría a una inmensa comunidad. Allá habría dependencias confortables para muchísimas familias. Amplios espacios para el descanso, el deporte y el esparcimiento. Y gabinetes en los que cada persona y cada grupo podría desarrollar a plenitud su inteligencia y sus capacidades. Todos vivirían sin diferencias sociales, perfectamente organizados y unidos por profundas amistades.

Su deseo era que la más completa felicidad llegara a ser una realidad para cada persona, cada familia, cada grupo y para todos los habitantes de aquel gran complejo.

Aquel ingeniero tenía un hijo, Manuel, que ejercía la misma profesión que su padre y se parecía muchísimo a él.

Un día, cuando el proyecto estuvo suficientemente delineado, el ingeniero encargó a Manuel que pusiera en marcha la obra. La mamá, que había seguido muy de cerca el proyecto, se alegró muchísimo y prometió estar siempre a su lado dándoles ánimo. Los tres soñaban con que todo aquello llegara a ser una hermosa realidad. Formarían una gran familia. Pero habría que trabajar duro. Se iban a necesitar muchos obreros, de muy diversas capacidades, suficientemente preparados, trabajando todos al unísono, dirigidos por una mano certera.

Los obreros

Manuel, que era el vivo retrato de su padre, y conocía a la perfección su proyecto, dejó su mansión y fue a meterse en un barrio bajo, llamado Tierra, donde vivían los posibles constructores e integrantes del proyecto. Se vistió como ellos, comió con ellos y se adaptó en todo a sus costumbres. Sintió en sus carnes lo que era sufrir. Como buen sociólogo, sabía que ésta era la única manera de conocer bien a sus futuros obreros; así se ganaría su confianza y sabría cómo capacitarlos para llevar a cabo el hermoso proyecto de su padre.

Una vez que la gente le había aceptado como uno de los suyos, Manuel empezó a explicarles su misión. Les habló del proyecto. Los del barrio bajo abrían grande sus ojos, en una extraña mezcla de ilusión y escepticismo. Ojalá todo aquello pudiera ser verdad, pero el lodo de la vida les había salpicado los ojos y les había dañado la visión de lejos. Además, la niebla reinante no les dejaba tampoco ver un poco más allá de la esquina de su casa; y el ambiente estaba corroído por un fuerte olor a corrupción. No podían ser verdad aquellas bellezas que no estaban a la altura de sus brazos ni de sus ojos. O al menos, no eran para ellos.

Pero Manuel, que ya les entendía por propia experiencia, no se empeñaba en que vieran más allá de la capacidad de su vista, ni en que creyeran todavía lo que no podían tocar sus toscas manos. Se limitaba a hacerles sentir su cercanía y a presentarles miniproyectos iniciales, a los que se podría llegar sólo con pequeños esfuerzos.

Una noche, reunidos en una fiesta popular alrededor de unas cervezas, les propuso ir a trabajar con él para construir una gran obra. Comerían y vivirían igual que él. Él mismo les enseñaría el trabajo que tendrían que realizar. Y la paga sería muy buena. El contrato se extendería sólo a un mes, pero si querían largar antes, podrían hacerlo.

Así es como consiguió una gran cantidad de voluntarios, de las más diversas clases y condiciones sociales. Algunos se decidieron a ir con él por mera curiosidad. A otros la necesidad les abría un ventanuco de esperanza. Unos pocos entendieron más a fondo el proyecto y se decidieron con entusiasmo a seguir a Manuel adonde quiera que él fuera.

La construcción

Al día siguiente, muy de mañana, encabezados por Manuel, llegaron a un terreno amplio y alto, en el que ya había un hermoso pabellón construido. Allá debían ellos continuar la construcción ya iniciada por otros.

Manuel les contó que aquella era la mansión de su familia. Sin perder tiempo sacó los planos y se puso a medir el terreno, mientras explicaba a sus amigos el hermoso proyecto que había fraguado su padre. El día de la paga, al final del mes, podrían entrar en la casa para conocerlo y saludarlo.

Después les pidió que se dividieran voluntariamente por cuadrillas más o menos homogéneas. A cada grupo, según su capacidad, le puso una tarea común. Cada cuadrilla de trabajo le rendiría cuentas periódicas sobre las tareas realizadas.

Los ladrillos que iban a usar en la construcción tenían que ser de primera calidad. Por eso ellos mismos los fabricarían. Allá esperaban, en enormes montículos, las arcillas, cada una de un color, que tenían que aprender a mezclar en la debida proporción. Un feldespato muy blanco, llamado "verdad", había que mezclarlo con una arcilla rojiza, conocida como "justicia"; a esta argamasa era necesario añadir una buena proporción de tierra fresca, a la que los campesinos del lugar llaman "libertad". Una vez bien mezclados estos tres componentes, oriundos de aquella misma zona, era necesario fabricar los ladrillos con aquel barro bien amasado, y ponerlos después por unos días a secar.

Pero no eran aun más que adobes, ladrillos secos a la intemperie, sin consistencia ni capacidad de aguante. Para aquella construcción, que pretendía durar para siempre, se necesitaban ladrillos vidriados, que jamás pudieran ser desgastados por el paso de los años y las inclemencias del tiempo. Por eso era imprescindible, después de sacar de ellos todo rastro de humedad, introducirlos en un gran horno, a altas temperaturas. A aquel fuego, que ponía al rojo vivo a los adobes, contagiándoles de su fuerza, lo llamaban "amor". De allí salían los ladrillos, de un brillante color veteado, con capacidad para aguantar cualquier tipo de inclemencia.

Equipos de trabajo

Cuando acumulaban una cantidad suficiente de ladrillos, Manuel señalaba a cada cuadrilla su sitio de trabajo, les mostraba los planos y les daba las normas necesarias para el trabajo. Ellos debían esforzarse por conocer el proyecto en su conjunto, pero no importaba demasiado que no lo entendieran con precisión, sobre todo los problemas demasiado técnicos. Lo importante era que su trabajo concreto estuviera de acuerdo al proyecto. Y que fueran conscientes de que estaban construyendo algo grande y lindo. Ellos se fiaban totalmente de Manuel, que sabía bien lo que quería construir su padre.

En la cuadrilla no todos hacían lo mismo. Entre ellos tenían que repartirse el trabajo, cada uno según sus habilidades, de manera que, entre todos, de forma conjunta, llegaran a terminar satisfactoriamente la tarea de cada semana.

A veces las condiciones del trabajo eran duras. Había días de sol inaguantable y de lluvia que calaba hasta los huesos. Pero quizás lo que más les desgastaba era aquella exigencia de trabajar en equipo, pues algunos compañeros dejaban mucho que desear: había malentendidos, hipocresías y ociosidades que enrarecían el ambiente.

No todos rendían de la misma forma. Bastantes trabajaban con entusiasmo, cumpliendo a cabalidad su tarea. Unos pocos se esforzaban tanto, que llegaban a realizar más de lo que era su obligación, a pesar de que los ociosos le tomaban el pelo y los despreciaban. Los haraganes hacían menos de lo que debían. Y un par de ellos andaban tonteando de acá para allá y no llegaban a realizar nada de provecho, sino que estorbaban a los demás en su trabajo y aun llegaban a estropear la tarea de sus compañeros, echando hiladas de ladrillos al suelo. También a veces había obreros que trabajaban, pero sin ninguna técnica, sin preocuparse de llevar la línea, o mantener la plomada, con lo que salían paredes mal colocadas o torcidas, que a la hora de la revisión tenían que echar abajo y reconstruir de nuevo.

Manuel, sin salirse de su cordialidad, no dejaba pasar nada construido "más o menos", ni con materiales de segunda. En aquel edificio todo tenía que ser de primera y a la perfección, pues había de durar para siempre. No aceptaba ni un solo ladrillo sin la justa proporción de arcillas o que no estuviera perfectamente cocinado. A él no le importaba ayudar con amabilidad en todas las dudas y problemas que pudieran plantearle sus obreros. Sabía ensuciarse en el tajo del trabajo, sudando y esforzándose junto a ellos. Pero era implacable a la hora de recibir el trabajo realizado.

Al final de cada jornada preguntaba si alguien quería abandonar la obra. No quería que nadie se sintiera forzado a formar parte de sus cuadrillas.

Algunos esperaban con ilusión la llegada del fin de mes. Otros lo miraban con desconfianza, temiendo perder la seguridad de un trabajo ya conocido.

Manuel les había prometido una buena paga. Bastantes habían recibido ya algunos adelantos, pero no sabían a cuánto ascendería el total. Hasta temían que se hubieran comido ya todo lo que les podría corresponder. Además, tenían curiosidad por conocer la parte del complejo ya terminado y al ingeniero-jefe del que tanto hablaba Manuel.

 

 

II - Parábola del banquete

Al otro lado de la puerta

Al atardecer del último día de trabajo Manuel llamó a todos y les llevó delante de una puerta obscura y sucia, manchada por las inclemencias del tiempo. Tenía un letrero, alto y que casi no se leía, que decía: muerte. Al leerlo les corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Pero él los tranquilizó aclarándoles que ésa era la puerta de entrada a las oficinas de su padre, que les quería recompensar con creces los esfuerzos que habían realizado a lo largo del mes.

Costó un poco de trabajo abrir la puerta. Chirrió desagradablemente, pero en cuanto traspasaron su umbral, se dieron cuenta de que al otro lado la misma puerta, tan tétrica por fuera, por dentro era impolutamente blanca. Un impecable letrero decía: segundo nacimiento. En cuanto pasaron el umbral encontraron un pequeño vestíbulo lleno de claridad. Allá todo era resplandeciente. Al mismo Manuel se le veía transformado, con la cara llena de luz y sus ropas de una blancura especial.

Limpieza total

Ante tanta limpieza, ellos se sintieron incómodamente sucios, como fuera de lugar. Con la mirada interrogaron a Manuel, mientras corrían la mano a lo largo del cuerpo, señalando lo lamentable de su estado. Manuel, con un gesto de la cabeza, les mostró una puerta a la que un letrero luminoso denominaba "limpieza total".

Primero tuvieron que pasar por un control del trabajo realizado. Allá estaba todo perfectamente computarizado, sin posibilidad de errores. Algunos, medio ociosos, pasaron la inspección gracias a la ayuda que les habían proporcionado sus compañeros durante el trabajo. Pero el expediente de un par de ellos estaba vacío: no habían llegado a poner en su lugar ni un solo ladrillo y, además, habían estorbado o malogrado el trabajo de los demás.

Aclarado con toda nitidez el trabajo realizado por cada uno, cosa que se pudo chequear rápidamente, dada la velocidad de sus computadoras, se les invitó a todos a entrar en el pabellón de higiene.

En un primer salón se les pidió que se desnudaran totalmente de sus ropas y de todas sus herramientas de trabajo y las metieran en el tobogán de la basura, del que desaparecían rápidamente.

Aunque sucios, a más de uno le costó separarse de aquellos trapos queridos y de todas las herramientas que a veces les habían sido tan útiles durante su trabajo. Tenían que desnudarse de todo lo que fuera sucio o perecedero, incluida su propia carne y hasta el espacio y el tiempo, pues ya nada de ello les sería necesario. La boca del tobogán engullía rápidamente todo lo que entraba por sus fauces.

Sólo se quedaban con lo más íntimo de su personalidad: su creatividad y sus habilidades, su capacidad de conocer y de amar, la verdad acumulada, la justicia y la libertad adquiridas, el amor desarrollado durante su vida de trabajo: todo lo que constituía la personalidad propia de cada uno.

Los dos compañeros que no habían puesto en su sitio ni un solo ladrillo, al tener que echar por el tobogán todo lo sucio, se dieron cuenta que hasta lo más íntimo de su ser estaba infectado por un virus hediondo llamado "orgullo", y desesperados se echaron ellos mismos por el tobogán, por el que desaparecieron para siempre.

La mayoría de ellos tuvieron que entrar en el pabellón de duchas para limpiar los restos de desamor que aun les manchaban. El jabón que usaron, de una suave aroma llamada "humildad", no dejaba la más mínima suciedad del pasado.

Unos pocos, a quienes el sufrimiento excesivo ya les había purificado antes de entrar allá, no tuvieron que pasar por el pabellón de duchas.

Al salir de aquel baño, cada uno encontró delante de sí una muda de ropa, elegantísima y a su medida, marcada con su nombre, de un tejido imperecedero. Casi ni se reconocían el uno al otro, de la buena pinta que tenían. Ni ellos mismos se habían podido imaginar lo elegantes y distinguidos que podían quedar. Ya no se notaba ningún tipo de distinción entre ingenieros y peones. Manuel se alegraba con ellos, abrazándoles con efusión.

Un banquete de lujo

Una vez que todos estuvieron sumamente elegantes, resaltando cada uno los rasgos más típicos de su personalidad, Manuel les invitó a pasar por una nueva puerta, adornada con un gran cartel luminoso que centelleaba su nombre: Plenitud.

A través de ella pasaron a un amplio salón, en el que se destacaba una larga mesa, ricamente ataviada, dispuesta a acoger a unos comensales. Pensaron que aquel banquete estaría destinado para gente muy distinguida. Pero cuál no fue su sorpresa al escuchar que Manuel, con gestos amigables, le invitaba a cada uno para que tomara asiento frente a su propio nombre escrito en elegantes tarjetas.

En aquel mar de risas y exclamaciones se escuchó de pronto el sonido cristalino de un vaso golpeado por un cuchillo. Era Manuel que les anunciaba la llegada de su padre. Se hizo un gran silencio. ¡Por fin iban a conocer al artista que había confeccionado aquellos maravillosos planos que ellos habían ayudado a construir!

Los padres de Manuel

Llenando su expectativa, por la puerta grande del frente apareció don Abbá, el padre de Manuel, acompañado de su mamá, doña Espírita. Su aspecto era magnífico. Él era un señor maduro, con ojos muy vivos y una sonrisa amable y franca; elegante, pero sobriamente vestido. Ella, muy hermosa, irradiaba luz y energía. Con pasos firmes se dirigieron al grupo y afablemente se pusieron a saludarlos, pronunciando el nombre de cada uno de ellos, y aun interesándose por diversos aspectos de su trabajo pasado. Manuel ya les había contado de ellos, y, además, cuando trabajaban, los habían estado contemplando desde los ventanales de su casa. Hasta les contaron que de vez en cuando habían estado de incógnito con ellos en su tajo de trabajo, sobre todo la mamá, que disimuladamente les había estado siempre ayudando¼

El testamento

Una vez avanzado aquel sabroso banquete, sonó de nuevo el vaso de Manuel, que les invitaba a escuchar unas palabras de su padre. Don Abbá, después de saludarles con cariño ordenó que se acercara el que dijo ser su notario, para leerles un documento oficial que él acababa de firmar. Se trataba de un testamento, en el que declaraba heredero de todos sus bienes a su hijo Manuel y junto con él, en igualdad de condiciones, a todas las personas que habían compartido su trabajo de construcción, citando sus nombres concretos. Y esa donación comenzaba a surgir efecto desde aquel mismo momento. Doña Espírita miraba complacida, embellecido su rostro con una amplia sonrisa materna.

Todos, estupefactos, aguantaron la respiración por un momento para dar rienda suelta enseguida a irresistibles exclamaciones.

Lo más impresionante de aquella declaración afirmaba que los adoptaban a todos ellos como hijos legítimos y, por consiguiente, los constituían herederos de todos sus bienes. ¡Y los bienes de aquella familia eran incalculables! Había para muchísimo más de lo que cada uno pudiera gozar a plenitud durante toda la eternidad. Aquel palacio les pertenecía legalmente. Podrían entrar donde quisieran, sin tener que pedir permiso a nadie, y usar todo lo que les apeteciera. Todo, todo era suyo, pues aquel gran señor, el padre de Manuel, había pasado a ser su padre también. Ellos se habían fiado de Manuel y esperaban que les proporcionara una buena paga por el trabajo realizado. Pero tanta magnificencia sobrepasaba todos los límites posibles de justicia: aquello era un auténtico y maravilloso regalo.

Pero no se trataba de heredar solamente los bienes materiales de aquella maravillosa familia. Su manera de ser pasaba a constituir parte de la personalidad de cada uno de ellos. El comportamiento de aquella familia tan unida se extendía, como por ósmosis, a la manera de relacionarse los unos con los otros. Cada uno reflejaba, en cierto sentido, alguna faceta de la personalidad de aquella familia.

Los nuevos

Afuera, en la historia, mes tras mes, nuevas cuadrillas de obreros seguían construyendo lo que aun faltaba a la edificación, que todavía, según el proyecto, iba para largo. Y cada fin de mes nuevos grupos de hermanos se incorporaban a aquella deliciosa fraternidad. A veces llegaban personas conocidas ya de antes o parientes muy queridos, a los que recibían con abrazo tan estrecho que en un instante se aclaraban los viejos problemas y se ponían en marcha, ya sin freno alguno, todos los ideales largamente soñados.

Cuando llegaban los nuevos se realizaba siempre una gran fiesta, llena de gozo y optimismo, en la que brotaban entre todos los presentes lazos imperecederos de amistad. Como ya no había problema de espacio ni de tiempo, era posible reunir a una inmensa multitud, imposible de contar, sin tener que gritar ni empujarse.

La inauguración de algún nuevo pabellón también se celebraba por todo lo alto. Cada hermano sentía un gozo especial cuando descubría los ladrillos fabricados y colocados allá por él mismo en su tiempo de trabajo sufriente. Aquellos esfuerzos no habían sido en vano. Lo que cada uno en su cuadrilla había construido durante su época de obrero histórico, había quedado incorporado de forma definitiva a aquella magnífica obra. ¡Valió la pena!

La plenitud de la felicidad

Allá cada uno podía desarrollar a plenitud su personalidad. Los más altos ideales, tanto personales como sociales, cuajaban convertidos en realidad. La ciencia se desplegaba sin límites ni frenos. El placer de disfrutar las maravillas del universo se concretaba con sólo desearlo. Todo buen deseo estaba al alcance de la mano. El amor de las parejas llegaba a cumbres jamás soñadas. Y una amistad profunda y sincera se extendía a lo largo y a lo ancho de toda aquella mansión.

El detector de mentiras era tan perfecto que allí sólo podía entrar la pura verdad. La libertad era plena, pues nada ni nadie les podía impedir amar sin límites. El sistema de organización era tan perfecto, que no había cabida para egoísmos, celos, ni orgullos: ningún tipo de opresión era ya posible. Todas las relaciones sociales eran justas y equitativas, fundadas en el respeto y en el cariño de amigos. Ya no era más posible el dolor, ni la angustia, ni complejos, ni fracasos o frustraciones. Ni siquiera la muerte podía allá entrar.

Nadie se sentía inútil ni marginado. Todo era dinamismo y creatividad. Cerebros superdesarrollados hacían avanzar a la ciencia a alturas imprevisibles, ya que el universo no deja nunca de expandirse. Y al mismo tiempo los lazos sociales, cohesionados por un auténtico amor, eran cada vez más estrechos y profundos. Vibraba una hermosa armonía entre diversidad y complementariedad, individuos y comunidad, descanso gozoso y trabajo creador. Todo ello siguiendo el ejemplo de aquella original familia, que, siendo tres personas distintas, se amaban de tal forma que llegaban a formar una perfecta unidad.