Carlos Caravias

Manuel

Evangelio en nuestro tiempo

 

Índice

PRÓLOGO

I.- "Te quedarás solterón..."

II.- "No sólo de pan..."

III.- "¿Dónde vives...?"

IV.- "El viento sopla donde quiere..."

V.- "Sopló un fuerte viento y se agitó el mar..."

VI.- "Hubo una boda..."

VII.- "En espíritu y en verdad..."

VIII.- "Casa de mercado..."

IX.- "Los pobres..."

X.- "Si no ven milagros y prodigios..."

XI.- "No tengo quien me ayude..."

XII.- "No verá jamás la muerte..."

XIII.- "Dejando sus redes..."

XIV.- "Pasando por medio de ellos..."

XV.- "En medio de lobos"

XVI.- "¿También ustedes me quieren dejar?"

XVII.- "Lo entregó a su madre"

XVIII.- "Como un grano de mostaza..."

XIX.- "Murmuraban de él..."

XX.- "Él me entregó el mensaje que yo debía dar"

XXI.- "¿Ves a esta mujer?"

XXII.- "Le salió al encuentro el gentío..."

XXIII.- "Acordaron... darle muerte"

XXIV.- "Expiró"

EPÍLOGO

 

 

 

 

PRÓLOGO

Al amanecer, el Amor paró en el centro de la gran ciudad para contemplar a los humanos. Saludó a los primeros que pasaron junto a él, pero ninguno le respondió. Caminaban a prisa con la cabeza baja, sin sonrisa en los labios...

Horas después las calles hervían de multitud. Era como un espectáculo de robots programados, de mirada vacía y gesto de amargura monótona... ¿Que enfermedad corría a estos humanos? ... El Amor marchó muy triste.

Llamó hasta su presencia a un mensajero y le expuso su plan. Le contó cómo en la gran ciudad había contemplado a unos humanos con la alegría perdida. Estaban dominados por una fuerza maligna que les obligaba a actuar, a trabajar, a planear... pero había olvidado el sentido de su vida. No veían más allá de sus narices. No sabían contemplar la naturaleza, ni admirar sus maravillas como dueñas de ella, sino que se habían dejado dominar por la naturaleza. La poesía había muerto pisoteada por los pies arrastrados de esa multitud sonámbula. El hombre que El creó, su hombre, se había convertido en una máquina insensible y amorfa.

Una lágrima rodó por sus mejillas.

Que había decidido —continuó exponiendo—, enviar a alguien que hiciera renacer el amor y la poesía en la humanidad.

Que después de mucho cavilar, había decidido hacer El mismo en persona de su Hijo. Que tomaría un cuerpo y sería como un humano más desde el comienzo, desde el vientre de una mujer... A El, a su mensajero, lo mandaba para publicar entre los hombres esa gran noticia; seguro que la acogerían con gran alegría.

El mensajero partió ilusionado hacia la gran ciudad, contento de haber sido designado para una misión tan agradable. Sonreía de satisfacción imaginando los saltos de alegría de los humanos al ser conocedores por su boca de tan grata nueva.

Se dirigió hacia la avenida más transitada. Caminaba asustado por entre el ir y venir alocado de la muchedumbre... Se parapetó contra una pared para estar seguro de no ser pisoteado y meditó unos instantes sobre la mejor forma de anunciar su mensaje... Creyó que lo mejor sería decirlo personalmente a alguno de los que pasaban: la noticia correría de boca en boca como mecha encendida.

Encaró a un hombre de mediana edad, bien vestido, con una cartera negra en la mano. Parecía persona importante que podría correr la voz con mayor autoridad. Se quedó con la palabra en la boca, ya que el individuo en cuestión dio un bufido, miró el reloj y, apartándolo bruscamente, se alejó presuroso, mascullando entre dientes que no tenía tiempo para perderlo con cualquiera que lo abordase por la calle.

El mensajero se quedó un poco cortado, pero no se desanimó. Aspiró hondo. Se acercó a otro de los que pasaban. Este le oyó, se sonrió y preguntó que si ese tal Dios iba a dar dinero. ¿Que no?... Pues que lo dejara de historias, que bastante problemas tenía.

Una señora lo mandó a paseo. Otro, se estuvo riendo estrepitosamente durante un buen rato, mientras se alejaba calle abajo...

Creyó volverse loco. Uno más de aquella multitud que no quería oírlo. No pudo resistir más, y partió veloz con el miedo y la desesperación asomados en sus ojos.

El Amor hizo un gesto con la mano pidiendo al mensajero que no continuara su relato... Hundió la barba en el pecho, apesadumbrado. La enfermedad del hombre era más grave de lo que El había supuesto. Estuvo un rato pensativo. Después habló al mensajero: tenía que publicar la buena noticia entre la juventud. Los jóvenes eran diferentes. Estaban descontentos con la actuación de sus mayores y querían algo nuevo. Ellos sí que se alegrarían.

Presuroso voló el mensajero hasta el corazón de la Universidad. Allí no había apuro. Unos, reunidos en grupos, charlaban y reían. Otros, sentados, estudiaban o pensaban. Unos más, paseaban... Sí. Aquellos sí que saltarían de contentos.

Se dirigió a un grupo de estudiantes que charlaban amenamente en una de las galerías. Le escucharon con atención durante unos momentos, hasta que uno de ellos aspurreó una risotada que contagió al resto de los compañeros. El mensajero, avergonzado, se escabulló hacia el jardín. Se animó a conversar con un muchacho que estudiaba sentado bajo un árbol, quien lo miró por encima de los lentes, le dijo que a él eso qué le importaba, y continuó estudiando...

Subió de nuevo hasta El Amor y El se indignó. Levantándose, le ordenó que fuera a los campos, a los suburbios, a la gente que no tuviera estudios, a los desheredados de la fortuna, a los miserables, a los ladrones, a las prostitutas, a los que en la tierra los hombres de "bien" que rechazaron su anuncio llamaban "pobres".

El mensajero bajó hasta el campo. Era de noche. Se sentía cansado y triste. Unos pastores, cubiertos con unas cobijas mugrientas, charlaban sentados al rededor del fuego. Temeroso se acercó hasta ellos. A medida que les iba relatando percibió cómo la mirada de esos hombres brillaba más y más en la danza del resplandor del fuego. No pudo terminar. Todos se levantaron y lo acogieron.

"—Llévanos —, dijeron. —Llévanos a donde ha nacido." Uno corrió gritando hasta la aldea para avisar a los que dormían. Los demás guiados por el mensajero. llegaron hasta la cueva en la que un niño dormía sobre la hojarasca. La madre les hizo una señal de que no alborotaran para no despertar al pequeño. Ellos, de rodillas, lo contemplaron en silencio con lágrimas en los ojos.

Dicen que hasta el mismo Amor bajó hasta la cueva lleno de alegría, y dicen también que se oyó un cántico en la noche que decía: "paz a los hombres de buena voluntad".

A cualquier persona de buena voluntad.

 

I.- "Te quedarás solterón..."

Manuel se despertó sobresaltado. Permaneció varios minutos con los ojos abiertos, reconstruyendo sobre la oscuridad de la habitación las imágenes que había soñado. Cuando sonó la alarma del despertador se incorporó sobre la cama y alargó el brazo para desconectarla. Permaneció algunos minutos más sentado en la cama. Encendió la luz. Miró el reloj.

—Las cinco y veinte. He de apurarme si no quiero llagar tarde—, comentó en voz baja.

Se vistió y salió de la habitación. Antes de entrar al aseo se dirigió a la cocina al percatarse de que la luz estaba encendida. Su madre preparaba el desayuno.

—Buenos días, madre.

—Hola, Manuel, buenos días. ¿Has dormido bien?

—Bien, aunque una pesadilla me ha inquietado un poco.

Se acercó a la madre y la besó.

—¿Por qué te has levantado, madre? Te he dicho repetidas veces que yo me prepararé el desayuno. Vas a conseguir que no venga los fines de semana.

—Casi ni lo notaría: vienes tan poco ... Anda, ve a lavarte que perderás el bus.

Se aseó y acabó de preparar la bolsa con los efectos personales.

Se sentó a desayunar. Su madre tomó asiento junto a él.

—¿Se ha levantado ya papá?

—Hace rato.

—¿Y qué es lo que tiene que hacer tan de noche en el campo?

—Tiene que arreglar a los animales y recoger alguna fruta para el mercado... Como siempre, ya sabes. Hoy se ha marchado antes que de costumbre porque tampoco él ha dormido bien y no podía estar en la cama... Por cierto: cuéntame tu sueño.

—Ha sido una bobada.

—No habrá sido tanta bobada si no te ha permitido dormir tranquilo.

—Era algo confuso... Me encontraba tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre y me rodeaba una multitud desnuda y hambrienta. El círculo se cerraba cada vez más y yo no podía moverme. Se abalanzaron sobre mí para beber la sangre y devorarme en dentelladas... Como vez, una tontería.

La madre le miró los ojos con gravedad. Lo acarició los cabellos.

—Debes irte. Queda poco para que llegue el bus.

Manuel se levantó, tomó la bolsa y salió tras despedirse de su madre.

La mañana era fría. Caminó presuroso hasta la parada. Un foco mugriento iluminaba a duras penas la vereda. Se sentó en un tronco. Un joven se le acercó.

—Buenos días, Manuel. Me alegro de verte.

—Hola Javier.

Se estrecharon la mano.

—¿Vas también a la ciudad, Javier?

—Sí, He de solucionar un problema en el juzgado... Tú a tu trabajo, ¿verdad?

—Como siempre... Hace tiempo que no te veía. Cuéntame cómo te va por aquí por el pueblo.

La bocina cercana del bus los interrumpió.

Subieron y se aposentaron en un asiento desocupado. El bus prosiguió su marcha.

—¿A qué hora impiensas a trabajar?—, le preguntó Javier.

—A las ocho. Ahora trabajo en el turno de la mañana.

—Hace días pregunté por ti a tu madre y me dijo que tenías un buen empleo... Como casi nunca nos vemos, lo poco que sé de ti es por tu gente.

Manuel lo miró con afecto. Javier era casi de su misma edad, quizá un poco mayor. Ambos asistieron a la misma escuela y participaron, junto con los demás chicos del pueblo, en juegos y excursiones. Al terminar la primaria tuvieron que ayudar a sus respectivos padres en los trabajos del campo y se veían rara vez por las noches en diversas reuniones. A los veintinueve años Manuel marchó a trabajar en la ciudad.

—Ahora trabajo en una fábrica de motores. Hice unos cursos de mecánica y pude colocarme allí en la sección de montaje. Somos en total una pandilla de casi cien personas.

—Conozco la fábrica. Es la que hay por la salida de la autopista, ¿no?

—Sí, exacto.

—Me alegro de que te vaya bien... Yo, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Antes me preguntaste que cómo me iba y sólo puedo responderte que regular. Sabes que mi padre tenía poca tierra. Antes nos defendíamos. Ahora los tiempos son otros: te cansas de trabajar y sacas a duras penas para pagar los abonos, los insecticidas y para comprar, de tarde en tarde, una ropa a los niños y unos zapatos cuando ya los ves andar descalzos. Ojalá encontrara un trabajo como el tuyo. Pero yo no sé hacer otra cosa que destripar terrones. Me casé demasiado pronto, y con tres hijos pequeños ya no me puedo permitir el lujo de aprender nada... Cuando estaba soltero perdía las horas muertas en el bar. No me gustaba leer como a ti... En fin, no pretendo agobiarte contándote penas.. Y tú, ¿qué? ¿No te echas novia en la ciudad?

—De momento, no.

—Te vas a quedar solterón, como no te sacudas... Siempre has sido un poco raro. Nunca quisiste acompañarnos en nuestras farras... Sabes que en el grupo de amigas había varias coladitas por ti y nunca les hiciste demasiado caso. Siempre has sido un buen amigo, pero raro... ¿O no le ves así?

Manuel se encogió de hombros.

—Es un punto de vista.

—Que no creo que sea desacertado... Aunque estoy metiéndome en lo que no me importa.

Manuel sonrió.

—No te preocupes. Te agradezco tu interés.

Guardaron silencio durante unos minutos.

El bus se había detenido en un pueblito. Subieron varias personas. Un caballero bien trajeado se sentó al lado de donde ellos estaban.

—Buenos días—, dijo con voz apagada.

Manuel y Javier contestaron al saludo.

El recién llegado desplegó el periódico y se enfrascó en su lectura. Pasó con rabia una hoja.

—¡Otro asesinato! Como no tome cartas en el asunto la porquería de gobierno que tenemos, no sé a dónde vamos a llegar—, comentó en voz alta.

—Al desastre, si lo único que sabemos hacer es protestar y colgarle a los demás la culpa de lo que ocurre.

El caballero miró a Manuel por encima del diario con una expresión de desprecio.

—No creo que le hay pedido su opinión—, le dijo a Manuel dando a sus palabras un tono de indignación grandilocuente.

—También puedo pensar en voz alta como usted, ¿no cree?

Su interlocutor se quedó mirando fijamente. Dejó escapar un bufido y se sumergió de nuevo en la lectura.

—Si no te importa, Manuel, voy a echar una cabezada: he dormido poco esta noche—, dijo Javier.

—Cómo va a importarme...

Javier se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Manuel contempló por la ventana el paisaje tentado de una luminosidad azulada en el amanecer.

A las siete y media llegó el bus a la ciudad. Manuel se despidió de su amigo y caminó hasta la fábrica. Varios compañeros que esperaban junto a la puerta lo saludaron con afecto. Casi todos estimaban a Manuel. Reconocían su sinceridad y servicialidad. A las ocho sonó la sirena anunciando que comenzaba otra nueva semana de trabajo.

 

II.- "No sólo de pan..."

—¿Me ha llamado?

—Sí..., sí. Pase, por favor, Manuel. Siéntese.

Manuel tomó asiento en el sillón al otro lado de la mesa. Miró los ojos del jefe de personal quien esquivó la mirada buscando en la mesa el paquete de cigarrillos.

—Este imbécil tiene una mirada desvergonzada que me molesta—, pensó para sí el jefe de personal. Después, dirigiéndose a Manuel:

—¿Fuma...?

—No, gracias.

—Verá: le he llamado... —. No sabía por qué se sentía nervioso. Jugueteaba con un abrecartas con mango de sirena. — Le he llamado —, prosiguió, — porque el Sr. Gerente me ha encargado le diga... Se le considera como un buen trabajador. Usted tiene personalidad y me he dado cuenta de que sus compañeros de trabajo le estiman en cierta manera... Usted se merece mejor sueldo del que gana. El señor gerente, como le decía, me ha pedido que en su nombre le ofrezca un puesto de responsabilidad. Con un sueldo mucho mejor, por supuesto...

—La verdad —, atajó Manuel. No me interesa el dinero que me ofrece. Quizá para ustedes sea la principal y única ilusión de sus vidas. Viven para el dinero. Es el pan que los mantiene con vida... ¿Es que sólo de eso vive el hombre? Guárdense su oferta. Tengo suficiente con lo que gano. Lo que realmente importa es la persona... Pero esto que le digo, ustedes, por desgracia, no lo entienden o no les interesa entender.

El jefe de personal se puso encendido. Tragó saliva. El pisapapeles que sostenía entre los dedos se le escapó contra la mesa. Sus ojos, indignados, se encontraron con los de Manuel y desvió rápidamente la mirada. Intentó tranquilizarse. Acometió por otra vía.

—Verá... Considero que es usted un hombre íntegro... Pero no hay que ser tan idealista... ¿No lo cree usted así...?—, preguntó sintiéndose más seguro en la postura de consejero paternalista. — Es Ud. muy joven aún. ¿Qué edad tiene usted? Unos... veintitantos, ¿verdad?

—Treinta.

—Bien, treinta. Yo casi podría ser su padre... —.Sonrió buscando una respuesta en la expresión de Manuel. — Bien... Usted se creerá que es el único que posee la verdad. Yo estoy conforme, en parte, con su forma de pensar. Para mí el dinero no lo es todo: hay otras muchas cosas importantes en la vida. Pero no hay que ser idealistas ni utópicos. Comprenderá que el dinero es importante también. No sólo para vivir, sino para tener influencia en los demás. ¿Cuánta más influencia tendría usted, Manuel, entre sus compañeros si usted ocupara un puesto elevado...? ¡El bien que les podría hacer! Y podría ayudar a los que ganan menos. Si usted quiere que haya justicia, más puede hacer por ella desde arriba, siendo alguien, que siendo un desgraciado más de esos que no salen de peón en su vida. Podría usted tener influencia hasta en el personal directivo.

—Por favor, por favor —, interrumpió Manuel. — No quiero tener tantas influencias como usted pretende. Simplemente, quiero continuar en mi puesto de trabajo.

El jefe de personal se sentía en ridículo. Era superior a sus fuerzas que él se tuviera que humillar a un inferior. No sabía qué había podido ver el gerente en aquel individuo que tenía frente ante sí. Hacía más de un año que comenzó a trabajar en la empresa. El, personalmente, lo veía como un obrero vulgar. Es verdad que los compañeros lo respetaban bastante. No vislumbraba ningún peligro de que fuera un fanático, un cabecilla, ya que su postura no tenía visos de revolucionaria. Quizá fuese inteligente... Pero ante la negativa a la oferta que le había propuesto, la única opinión que podía concluir respecto a su capacidad mental era la de imbécil y lunático.

—Bien, como usted quiera. Es usted quien ha rechazado el puesto que le ofrecía. Se lo comunicaré así al señor gerente. Desde luego es usted poco despierto: se le ha ofrecido algo con lo que podría usted vivir bastante bien y dominar sobre todos sus compañeros...

Manuel se levantó.

—¡Dominar! ¡Dominar! Es lo que pretenden ustedes: manejar a las personas. Para ustedes es puesto de responsabilidad, es una ocasión para mover a su voluntad a sus "subordinados", como ustedes llaman. ¿En qué son superiores a esos peones a los que usted desprecia? ¿Qué más tiene usted que ellos...? Y quieren que yo también me convierta en creador de muñecos de guiñol. Otro más de la minoría que domine a una inmensa humanidad avasallada, de la que ustedes deberían ser servidores, hermanos: no dictadores ni dioses. No tienen ápice de idea de lo que es Amor...

Manuel dio media vuelta y salió del despacho. El jefe de personal quedó aniquilado durante unos momentos detrás del escritorio. Lanzó un formidable puñetazo y el cristal que cubría la mesa se rompió en pedazos.

Manuel bajó hasta el patio interior, común a la nave industrial y al edificio de oficinas y despachos del personal directivo. Se detuvo durante unos segundos ante la puerta de entrada a la nave, ensordecido por los chasquidos metálicos y el zumbido de los motores de las máquinas. Se dirigió a su puesto de trabajo y se dispuso a reanudar la tarea. Un compañero, hombre enjuto de unos cincuenta años, se le aproximó una vez que se hubo cerciorado de que no era visto por ningún encargado. Sus diminutos ojos estaban cargados de ironía.

—Enhorabuena, Manuel... Ya sabemos que te han llamado para hacerte jefe de sección...

Manuel continuó con su trabajo sin prestar atención a lo que el compañero le decía.

—¡Qué...! ¿Ya no te hablas con nosotros?

—No sé de lo que tú hablas, Miguel. No voy a ser jefe de nada.

—Vamos..., no te hagas el tonto.

Manuel se encogió el hombros mientras esbozaba una sonrisa.

—Vale, piensa lo que quieras... Pero te digo la verdad. Miguel repasó con sus ojos nerviosos la figura de Manuel, desconcertado ante su respuesta.

—Bien... Si tú lo dices...

Volvió a su puesto.

Durante el descanso los demás compañeros rodearon a Manuel felicitándolo por su ascenso.

—No sé quién les ha informado... No hay nada de lo que dicen ustedes.

Quedaron extrañados ante la aclaración de Manuel, ya que lo consideraban persona veraz, incapaz de engañarlos.

Una de las mujeres de la limpieza que había escuchado la conversación entre Manuel y el jefe de personal a través de la puerta entreabieta fue quien informó a los trabajadores de la fábrica a cerca de la negativa de Manuel. Esto hizo que los compañeros le respetaran y confiaran más en él, si bien no comprendían el por qué de la actitud de Manuel de rechazar el ascenso.

A los jefes de la fábrica, sin embargo, les disgustó el desprecio que hizo Manuel a su propuesta. Desde aquel día buscaron con afán cualquier pretexto para despedirlo, pretexto que lo encontraron a raíz de un conflicto laboral: un trabajador resultó herido de gravedad y en la fábrica hubo huelga y disturbios como protesta por la falta de medios de seguridad. Los empresarios entregaron la carta de despido a varios de los que consideraban cabecillas y, entre ellos, a Manuel. Tras varios días de tensión y después del fallo del magistrado dando la razón a los empresarios, Manuel marchó a su pueblo.

 

III.- "¿Dónde vives...?"

Manuel ayudó a su padre en los trabajos del campo.

Se levantaban temprano y trabajaban hasta la caída del sol.

Hablaban poco, más su silencio bañado de sudor se les convertía en diálogo ya que los corazones de ambos se compenetraban. Tras la cena caminaba Manuel hasta las afueras del pueblo y permanecía tendido frente a las estrellas hasta la medianoche. Sus padres respetaban su silencio intentando comprender el problema que podría agobiarle.

Cierta noche, tras la cena, Manuel habló a sus padres:

—Necesito descansar en soledad. Es una necesidad la que experimento de reflexionar y poner en orden lo que aquí dentro me bulle. Pasado mañana quiero marchar para la montaña.

Sus padres no le pidieron explicaciones. En parte se alegraban de la decisión de su hijo tan diferente a la de la mayoría, que sólo piensa en crearse una actividad con la que no tener tiempo de pensar.

Llegado el día, Manuel se despidió de ellos. Caminó hasta la sierra portando sobre sus espaldas una mochila con algunas prendas de vestir y una pequeña tienda de campaña. Allí permaneció durante más de un mes. Cuando volvió a casa le cubría el rostro una espesa barba que no volvió a afeitarse. Su expresión era más serena y sus ojos irradiaban luminosidad y fuerza.

—Madre —, le dijo un día—. — Me marcho a la ciudad para ver allí si encuentro otro trabajo.

A ella le parecía bien cualquier decisión de su hijo. Se alegró al enterarse de que lo acompañaría Pedro, un vecino bien conocido, padre de dos hijos, que se desesperaban de no poder arrancar a la tierra lo suficiente para sacar a su familia adelante.

Cuando fue a esperar el bus para despedirlo sabía en su interior que la vida de su hijo había cambiado. Intuía que los problemas en la vida de Manuel comenzaban ahora. Junto a ella Isabel y sus dos hijos lloraban la ida de Pedro. Este, asomado a la ventanilla, agitaba la mano despidiéndose de los suyos mientras el bus se alajaba.

Manuel y Pedro anduvieron por la ciudad durante más de una semana solicitando un puesto de trabajo. Recibían siempre como respuesta que la plantilla estaba cubierta. Al atardecer caminaban hasta unas ruinas que había en las afueras de la ciudad y allí pasaban la noche. Comían poco, pues el escaso dinero de que disponían se les agotaba rápidamente. Al cabo de diez días admitieron a Manuel como cargador en una compañía de transportes. No así a Pedro cuando, al tomarle los datos, vieron que era casado y padre de familia.

—Entonces que Pedro se quede trabajando en mi puesto. El lo necesita más que yo.

El encargado frunció el ceño. Habló a Manuel en tono áspero.

—He dicho que no hay sitio para él. Si usted se quiere quedar, hágalo. En caso contrario, le digo ya desde ahora que no necesitamos a ninguno de los dos... Usted dirá.

Pedro y Manuel se miraron sin comprender el por qué de esta actitud.

—Si no admiten a Pedro no me interesa su trabajo —, le replicó Manuel.

Pedro le cogió del brazo.

—No seas tonto, Manuel: quédate... Ya encontraré trabajo en otro sitio... Haz el favor.

Manuel accedió. En cuanto cobró su primera paga se lanzó a buscar una casita de alquiler. Encontró una casita con dos habitaciones en un barrio extremo, a un precio al alcance de su economía. Inmediatamente se fueron a vivir a ella.

Una tarde llegó Pedro contento. Había paseado por la playa y, preguntando de barco en barco, por fin un patrón le admitió para trabajar en el mar. No sabía mucho sobre el trabajo de pesca, pero se sentía feliz.

Manuel trabajaba hasta bien entrada la tarde. Cuando llegaba a casa ya Pedro había salido, pues pescaban por la noche. Rara vez se veían.

Comenzaba el otoño. A la salida del trabajo paseaba Manuel lentamente con dirección a su casa. Se encontró con dos antiguos compañeros de la fábrica. Se saludaron efusivamente. Entraron a un bar y charlaron largo rato. Ellos admiraban a Manuel, pero ahora notaban en su conversación y su mirada una nobleza y una luminosidad que los atraía hacia él con fuerza.

—Es ya tarde y nos gustaría charlar contigo largo y tendido. Podríamos vernos otro día.

—Cuando quieran. Si les parece, mañana tarde a la salida del trabajo... Como es víspera de fiesta, nos podemos quedar charlando hasta bien entrada la noche sin miedo a no poder madrugar.

—Vale. Si te parece podemos ir a tu casa. Dinos por dónde vives.

Manuel les dio la dirección. A la tarde siguiente llamaron a su puerta. Saludaron a Pedro que salía en ese momento para su trabajo, y se quedaron con Manuel hasta que despuntó el nuevo día. Habían conversado sobre muchos temas: sobre el trabajo; sobre Dios; sobre la justicia; sobre el amor... La conversación de Manuel les había entusiasmado.

Ese mismo domingo, por la tarde, se presentó de nuevo en la casa de Manuel uno de los dos que habían estado en la noche pasada. Traía con él un amigo: un muchacho joven.

—Manuel, te presento a Juan: es un vecino. Un buen amigo.

—Hola... —. Le apretó la mano fuertemente.

—Hola... Verás: Andrés me ha dicho... Bueno, es que a mí me han echado del trabajo por motivos parecidos a los que, me ha dicho Andrés, te echaron a ti. No quería hacerles el juego.

—Este es un cabeza loca —, se apresuró a decir Andrés.

—No está conforme con nada... Es un poco revolucionario, y al hablarle de ti...

—No es que sea un revolucionario... Yo estoy conforme con todo lo que hay que estarlo, pero no comprendo por qué nos tenemos que pisar los unos a los otros. No comprendo por qué, siendo todos personas, abusamos unos de otros y en lugar de unirnos para mejorar el mundo, aplastamos la vida, la justicia... ¡Eso no lo comprendo!

Con la conversación se despertó Pedro, que dormía en la otra habitación. Se saludaron. Charlaron sobre la propuesta de Manuel de crear, por lo menos entre ellos, esa sociedad más unida en la que se sintieran todos importantes, útiles y unos parte de los otros. Decidieron verse con frecuencia.

 

 

IV.- "El viento sopla donde quiere..."

Los vecinos del barrio conocieron pronto la servicialidad de Manuel, Les agradaba hablar con él ya que siempre tenía la palabra acertada y cariñosa para cada persona. Muchos iban por las tardes a su casa buscando una solución a un problema laboral o familiar. Algunos le exponían la miseria de sus vidas con la esperanza de que Manuel les comunicara alguna esperanza. Se preguntaban otros que de dónde le venían a Manuel, un desheredado de la sociedad como todos ellos, esa inteligencia y ese algo que irradiaba y no acertaban a definir con palabras.

Su fama se extendió de barrio en barrio. De muchos puntos de la ciudad acudían a conocerlo. Algunos, especialmente líderes de asociaciones intransigentes, hombres de corazón mezquino cerrado a cualquier persona o idea que no fuera la suya propia, acudían a entrevistarse con Manuel, mas con ánimo de hacerlo quedar en ridículo. Pero Manuel conocía muy bien a primera vista las intenciones de quienes lo visitaban y sabía de quién debía desconfiar.

Una tarde de invierno llegaron a su casa dos hombres.

—Somos curas que vivimos en la barriada norte, en el grupo de casitas que pegan a la vía del tren.

Manuel los saludó y les invitó a pasar. Se sentaron y charlaron unos minutos sobre temas insustanciales.

Manuel les ofreció café. Les pareció bien, ya que la tarde era fría. Guardaron silencio hasta que Manuel sirvió el café y se sentó de nuevo junto a ellos.

—Bien, ¿a qué debo su visita? —, les preguntó Manuel.

—Hemos oído hablar de ti y teníamos ganas de conocerte. Y yo por lo menos me alegro de haber charlado un rato contigo... Noto en tus palabras y tu persona una convicción y una verdad poco frecuentes hoy día.

—Soy quien soy. Vuestra opinión ni añade ni quita a la verdad de mi yo. Pero dicen bien: mi palabra es verdad y poseo la verdad. Yo soy verdad.

La forma de hablar de Manuel produjo en sus interlocutores una fría inquietud. ¿Quién se creía que era?

—Ustedes son hombres sin tacha. Pero su forma de luchar por la justicia no es del todo verdadera.

—Hemos procurado encarnarnos con los más débiles. Es verdad que, a pesar de todo, poseemos una serie de privilegios que ellos no tienen. Poseemos una cultura que ellos desconocen. Si nos cansamos de esa forma de vida podemos seguir en otra más cómoda sin que nos falte qué comer, cosa que ellos... ustedes no se pueden permitir el lujo de hacer. Han de penar por toda su vida y depender de la voluntad de un poderoso para poder continuar existiendo.

—No es malo tener cultura. Ustedes han partido de lo que tenían y eran. Lo que no quita valor a su decisión de vida. Han enfocado bien su vida.

—¿A qué te refieres entonces?

—Ustedes luchan por la justicia contando únicamente con formas. Quieren una sociedad y un mundo diferentes olvidando que éstos sólo cambiarán desde dentro.

—Desde dentro... ¿Cómo?

—Desde dentro de cada persona.

Uno de los curas se sonrió. Aquello sonaba a sonsera. Este hombre debería ser uno de esos «espiritistas» que pretenden arreglar el mundo «siendo buenos» sin comprometerse con nada.

A él se dirigió Manuel:

—Tú conoces el evangelio. Tú, para la gente, eres maestro en temas religiosos. Y ustedes que son considerados como maestros, ¿no lo entienden? ¿No entienden que para que nuestra humanidad y nuestra sociedad reviertan y expulsen toda la podredumbre que las corroe, y nazca esa utopía con la que soñamos, es necesario volver a nacer?

—Necesitamos —, continuó Manuel,— una revolución de la persona. No te hablo de ser buenos. ¿Qué significa ser bueno? Hablo de ser diferentes. Completamente diferentes. Esencialmente diferentes. No en las formas, sino en lo más radical de nuestro yo. No cambiaremos el mundo cambiando las formas. Derrocaremos a un régimen injusto mediante una revolución armada: ¿Y qué hemos conseguido? A la violencia hemos opuesto otra violencia, una brutalidad a otra. Y a un gobierno sin conciencia le sucede otro semejante. Con esta política no cambiaremos nada. ¿Cuántos partidos se debaten en nuestros barrios? ¿Cuántos en la nación y en el mundo? Los hombres luchamos divididos en bandos y partidos: unos militan y otros vaguean. Quien milita, lucha por conseguir adeptos y llegar al poder. Les estorban los demás partidos. Si alcanzara el poder, abortaría, al igual que hicieron sus predecesores, cualquier otra iniciativa que no esté de acuerdo con su ideología. Volverá a necesitar una policía y un ejército que defienda sus ideas y su vida. Quien vaguea pagará a quien actúe por ellos y los defiendan de aquellos oprimidos que hacen posible su ociosidad y su buena vida, oprimidos que se rebelan contra la opresión... Es la lucha por un poder, una ideología, un dinero. Es la locura dividida que se despedaza a sí misma. Somos humanidad neolítica, de donde aún no hemos salido. Avanzados en tecnología, vivimos todavía, como personas, en el neolítico. El mismo instinto que hace destrozarse a los animales entre sí por defender un territorio, un alimento, una supervivencia, es el que guía nuestra actividad. Los instintos guían a la humanidad y estrellan a unos contra otros. Anteponemos las cosas a las personas. Preferimos «mi propiedad» que a un semejante. El dinero vale más que el ser humano. «Mis ideas» están muy por encima de cualquier otra persona. Por cosas, por materia, por ideas..., se mata, se pisotea, se engaña, se seduce, se ridiculiza, se aniquila. Hasta que, en lo más íntimo de nosotros mismos, el ser humano,— en toda su amplitud y profundidad —, no esté muy por encima de todo lo demás, el mundo continuará lo mismo. Hemos de romper, de asesinar cualquier atadura al pasado y volver a nacer. Un recién nacido no brota de ningún condicionamiento anterior: empieza, simplemente.

Calló un momento. Los dos curas lo miraban fijamente, en silencio.

La lluvia había arreciado y el viento la hacía repiquetear contra el cristal del ventanuco.

Manuel ofreció tabaco a sus interlocutores.

—Entonces, tú opinas que no deben existir partidos políticos ni agrupaciones de distintos polos—, aventuró uno de los sacerdotes rompiendo el silencio. —Que todos deberíamos pensar igual. Una dictadura de la mente, vaya.

—¿Qué significa y qué son en nuestra actual sociedad los partidos políticos? ¿Lo has pensado con detenimiento? ¿No te da la impresión de que son como el vómito maloliente y el excremento del egoísmo asqueroso de unos cuántos? Analízalos despacio... Telas de araña engañosas... No. No cambiarán nada. Son necesarios los partidos políticos para que cada cual tenga una forma en la que pueda expresar su intimidad como ser social. Diferentes, sí, porque las facetas del pensamiento humano son diversas. Pero no estos partidos políticos. No así. No estos monstruos creados por mentes decapitadas y por hombres primitivos. Partidos políticos nuevos, brotes del hombre nuevo.

—Te estás encerrando en una utopía engañosa. Estoy de acuerdo en que la sociedad está podrida. Pero siempre ha sido así. En este mundo en que vivimos siempre habrá egoísmos, clases, injusticias... Hemos de contar con esto. Y contra esto hemos de luchar. Pero sin pretender cambiarlo todo. Sin esperar conseguir gran cosa. Con los métodos y las formas que tenemos a nuestro alcance... No creo en la utopía. Te confieso que la mayoría de los días, al despertarme, siento aquí dentro una amargura que me sube hasta la boca y maldigo el nuevo día que me toca vivir porque no tengo esperanza en nada. Creo que debo estar junto a los pobres y luchar por ellos: pero esto lo hago cerebralmente. En mi corazón siento el desánimo, porque damos patadas contra un muro de hormigón. El obispo y muchos curas están en contra de nuestra vida. La policía nos vigila de cerca. Si intentamos una acción de barrio, la fuerza pública está presente para alborotarla... A veces sólo me dan ganas de tomar una metralleta, porque la única forma de derrocar a este capitalismo asqueroso es por las armas.

—No es utópica una sociedad nueva y justa. Quien entrega todos sus bienes por algo es porque quiere mucho más a ese algo. Quien entrega a su hijo por algo o alguien es porque quiere tanto o más a ese algo o alguien que a su hijo. Y Dios entregó a su Hijo por la humanidad: El cree en la humanidad. El sabe que la humanidad puede ser diferente, que puede ser justa... Piensen... No es utópico el ser libres. Hombres y mujeres fuertes y libres, como ese viento que penetra por las rendijas. Ya están apareciendo personas así sobre la tierra. Siempre las hubo. Y también ahora. Los persiguen y los encarcelan porque a los poderosos les da miedo el viento: no pueden dominarlo. No saben de dónde arranca y cuál es su destino. No pueden agarrarlo entre sus manos y moldearlo según sus intereses. Este hombre libre es el que salvará al mundo. El poderoso querrá matarlo sin comprender que cuántas más muertes haga más cerca está el fin de su imperio de egoísmo. La imagen de un ajusticiado fue la que hizo temblar al mundo; fue la semilla de una nueva humanidad. Y seguirá siendo así.

La lluvia arreciaba. Del techo comenzaron a caer goteras. Los tres se apresuraron a colocar vasijas, en la que cada gotera cantaba su monótona melodía: plic, plic, ploc...

— Me parece que nos vamos a ir antes de que se haga más tarde. Esto no tiene visos de parar.

—¿Tienen paraguas?

—Trajimos uno. Yo creo que nos arreglaremos así.

—Llévense el mío y me lo traen otro día.

—Ni hablar. A ti te hará falta.

—No, de verdad. Yo puedo usar el de Pedro. (¿Cómo estará Pedro con este temporal? —pensó para sí Manuel).

—Como quieras, Manuel. Nos alegramos de haberte conocido.

—Igualmente.

Se estrecharon la mano. Manuel abrió la puerta.

—Nunca olviden que ustedes, como muchas otras personas, han tomado partido por un fracasado. Un hombre «diferente» colgado de un palo. Precisamente por haber sido colgado sin merecerlo ha atraído a las gentes.

Los dos curas lo miraron con cariño. Le apretaron de nuevo la mano y, chapoteando, desaparecieron rápidamente en la oscuridad.

 

V.- "Sopló un fuerte viento y se agitó el mar..."

Un farol herrumbroso colgado de una esquina chirreaba zarandeado por la borrasca. A su contraluz, Manuel contempló durante largo rato la intensa lluvia que el viento arremolinaba, pensando con preocupación en la suerte de Pedro y sus compañeros de pesca. El cansancio y el frío obligaron a acostarse, si bien no pudo conciliar el sueño hasta las primeras luces opacas del amanecer. Despertó a media mañana. Miró a la cama de Pedro con la esperanza de encontrarlo descansando, pero la cama estaba vacía. Conectó el pequeño transistor que tenían sobre la mesa de la cocina para oir alguna noticia que pudieran dar acerca del estado del mar y de la situación de los pesqueros locales.

Mientras se preparaba el desayuno comunicaron que tan sólo habían podido volver a puerto tres pesqueros; del resto de la flotilla no sabían nada, aunque, según comunicado de la comandancia, se había recibido una llamada de socorro de uno de ellos.

Manuel dejó el desayuno a medio preparar y salió a la calle. La lluvia era bastante intensa y las calles del barrio se encontraban anegadas. Buscó algún sitio seco por dónde pasar y, al encontrarlo, corrió chapoteando sobre el agua hasta la parada del autobús. Bajó cerca del puerto y corrió de nuevo hasta el muelle pesquero. Un grupo de personas, familiares de pescadores, esperaban refugiados bajo los cobertizos. Algunas mujeres lloraban. Manuel se unió al grupo. Los hombres rumoreaban lo que él ya sabía: tres embarcaciones habían logrado volver sorteando el temporal. Otras muchas no habían regresado. Manuel indagó de unos y otros sobre si sabían algo del Santa Aurora, la embarcación en la que Pedro trabajaba. Ninguno de los marineros sabía nada de su suerte. Esperó Manuel bajo un cobertizo, resguardado de la lluvia, viendo entrar de tarde en tarde alguna embarcación desmantelada por la borrasca. A los marineros que bajaban empapados y deshechos preguntaba Manuel sobre el barco en el que Pedro había salido a pescar. Ninguno lo había visto.

Atardecía, cuando entró penosamente en puerto el Santa Aurora que aún se mantenía a flote como por milagro. Todos se aprestaron para ayudar a la tripulación extenuada. Manuel ayudó a Pedro a bajar la pasarela y, sosteniéndolo como mejor pudo, llegaron hasta la parada de taxis cercana al puerto.

Un grupo de vecinos, enterados de lo ocurrido, esperaban ante la casa de Manuel y Pedro. Se alegraron de verlos llegar.

Ayudaron a Pedro a acostarse. Una mujer le trajo una taza de caldo caliente. Pedro apenas podía agradecer tantas atenciones. Rápidamente quedó sumido en un profundo sueño.

No despertó hasta el crepúsculo del día siguiente. A su lado se encontraban, además de Manuel, todos los demás amigos.

—Seguro que no han ido a trabajar por mi culpa... Les echarán del trabajo... A mí no me pasaba nada. No tenían que haberse quedado.

Juan soltó una sonora carcajada.

—No te creas tan importante, marinero de agua dulce... ¿Sabes qué hora es? No es por la mañana. Ya hace rato que hemos dado de mano. Y hemos venido para ver si te había muerto. Pero bicho malo nunca muere.

Pedro sonrió sinceramente.

—¿Te gustaría ver a tu gente, Pedro?— Le preguntó Manuel.

—No pongas esa cara... Mira, he recibido carta de mi madre. Léela si quieres.

Pedro se incorporó pesadamente. Tomó la carta de mano de Manuel.

—¿Qué te parece, Pedro?

—Que como yo ahora estaré una temporada sin trabajo voy sin dudarlo. Más, tratándose de la boda del hijo de Paco... Pues no faltaba más. Buena ocasión para ver a mi Isabel y a mis dos hijos. Ganas tengo de abrazarlos y estrujarlos entre mis brazos.

—Nosotros iremos también, Pedro —, dijo Andrés.— como la boda es el próximo domingo, podemos ir todos sin problema.

—Nos iremos el sábado a la tarde —, interrumpió Manuel.— Andrés y Juan dormirán esa noche en mi casa.

—En mi casa también hay sitio. A mi Isabel le gustará conocerles.

—A tu casa irán Tomás y Adela, ¿te parece?

—¡Pues no me va a aparecer...! Y si todos quieren ir, estrechándonos, para todos hay sitio. Pequeña es mi casa, pero donde hay corazón hay camas..., digo yo,

Todos rieron.

Pedro, con la alegría, estaba ya de pie charlando animadamente.

 

VI.- "Hubo una boda..."

Manuel levantó la cortina, asomando al interior su cabeza.

Al fondo, de espaldas a la puerta, su madre lavaba sobre el pilón del patio.

—¿Se puede...?

—Ella se volvió sobresaltada. Lanzó un grito y se abalanzó sobre Manuel. Abrazó durante largo rato a su hijo, sin pronunciar palabra.

—Vamos... vamos... no llores.

Le levantó dulcemente la cabeza, tomándola de la barbilla.

Le limpió las lágrimas con su dedo pulgar y le dio un caluroso beso en la frente.

—¿Cómo es eso...? ¿Cómo que has venido...?

—¿Es que no te lo imaginabas? ¿ Creías que Pedro y yo podíamos faltar a boda de Luis...? Ah, mira... ¿Dónde están? Se volvió hacia la puerta.— Pasen... Mi madre. Madre: éste es Juan... y Andrés... Se quedarán esta noche con nosotros, si no te importa.

—¿Cómo va a importarme? Todo lo contrario. Tu padre se alegrará también de que se queden con nosotros.

—¿Dónde está padre?

—En la huerta. El pobre trabaja más de lo que puede. Pero los tiempos están malos. Ya pronto vendrá... Siéntense.

Se sentaron y su madre los aseteó a preguntas, interesándose por cualquier pormenor. Al rato llegó el padre y con él salieron a dar una vuelta por el pueblo. Se acercaron a saludar a la familia de Pedro. Volvieron tarde a casa. La cena estaba ya humeando sobre la mesa. Charlaron hasta bien entrada la noche.

El domingo amaneció espléndido. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza para ver a los novios. Hubo cohetes, arroz, gritos, abrazos, lágrimas... Rodeados por la muchedumbre, los novios llegaron hasta su casa. En el zaguán, sobre una larga mesa, había platos con toda clase de aperitivos, sin refinamientos, sino todo al gusto de la gente sencilla de pueblo. Por todos los rincones, cajas apiladas conteniendo botellas de cerveza y bebidas refrescantes. Cada cual tomaba a su aire. Quien podía se sentaba y, los que no, charlaban animadamente en grupos, de pie, bien dentro, bien en la calle. Los niños correteaban por entre todo y entre todos.

Quienes no lo habían hecho la tarde anterior, saludaban a Manuel y a Pedro, y se interesaban por conocer de ellos mismos los detalles del casi naufragio del Santa Aurora.

Los novios se acercaron al grupo en el que se encontraba Manuel, quien tomó sus manos estrechándolas con cariño.

—Que sean siempre felices y sean capaces de conseguir penetrar en el misterio que encierra el matrimonio.

Cada uno de los presentes, a su manera, los felicitó. Hubo la consabida alusión picante propia de la picaresca rural. Todos rieron. Los novios prosiguieron su ronda de saludos a los restantes grupos de amigos.

—¿A qué misterio te referías, Manuel?

—No ves que a Manuel, como no se ha casado y con las mujeres es muy formal, todo esto del casorio se le hace un misterio?

Rieron a coro esta intervención de uno del grupo.

Se acercó el párroco del pueblo. Era un hombre de mente estrecha, aferrado a unas ideas formalistas, hombre leguleyo y corto de corazón, amigo de las apariencias y las buenas formas.

—Hola... Veo que están ustedes contentos.

—Nada, señor cura. Aquí Manuel que nos quiere echar un sermón sobre el matrimonio. Como si no fuera bastante el suyo que ya hemos oído.

Don Andrés, que así se llamaba el párroco, esbozó una sonrisa forzada. Los demás disimularon la suya. No apreciaban en demasía al sacerdote, amigo de novenas, misas y sermones, pero incapaz de calar en los problemas y el corazón de los del pueblo.

—Pretendía Manuel hablarnos del «misterio» del matrimonio... ¿Qué le parece a usted?

—Hombre... si Manuel lo dice...—. No le caía bien Manuel.

—El misterio que todos sabemos y que desaparece tras la primera noche. Lo mejor es quedarse soltero como él y como yo.

—Si me quedo soltero no es porque sea mejor. Es porque debo quedarme. Ni usted por estar soltero es mejor que el que se casa. Es un error que, desde muy temprano, cundió en toda la Iglesia Católica. Un error grave.

Don Andrés se encendió. Si algo había en el mundo que lo sacara de su habitual flema era pretender que la verdad sobre temas religiosos estuviera fuera del marco «eclesiástico». La verdad la poseían ellos, los pastores, la Jerarquía. El pueblo era ignorante: el rebaño.

—No creo que sepas tú mucho de esto, Manuel, como para atreverte de acusar de error a la Iglesia. Si no entiendes, no hables.

—Precisamente sobre lo que entiendo hablo, don Andrés. El matrimonio es sí es tan perfecto como el celibato. Pero tanto uno como otro, muy difíciles de entender y llevar adelante. El misterio de matrimonio no está en lo que usted piensa, y como no lo vislumbra tan siquiera, ha sido incapaz de comunicarlo a nadie. Usted, como muchos de los suyos, estando ciegos han querido conducir a los hombres... ¿Hacia dónde que no sea un pozo profundo? Ve en el matrimonio la unión de la carne y el respeto mutuo, sin comprender que ése es el signo de la verdad honda y grandiosa que se oculta. No es la unión, ni son los hijos. La unión es signo y los hijos son signo. Son la apariencia de la realidad. Si el resultado del matrimonio son esas apariencias, el mundo no avanzará. La sociedad seguirá igual. Si golpeas piedra contra piedra el resultado es una chispa, pero después cada piedra es como era antes de unirse en el golpe. Si unes hidrógeno y oxígeno, el resultado es agua. Ya no es uno y otro, sino algo nuevo, diferente.

El grupo se había hecho numeroso. A don Andrés le temblaban los labios.

—De una unión de hombre y mujer—, prosiguió Manuel, —brota un hijo, pero siguen siendo el mismo hombre y la misma mujer. No, muy pocos, contados con la mano, llegan a realizar en profundidad su matriminio. Hasta que no lleguen a dejar cada uno su «yo» y se conviertan en uno sólo «nosotros», algo diferente a cada uno en sí, la humanidad seguirá fracasada. Es la explosión del individuo que se rompe y se convierte en la unidad pluralizada. Don Andrés saltó, no podía aguantar más:

—Deja de decir frases altisonantes y absurdas. ¿A quiénes nos interesan sus tonteras? ¡Porque no son más que idioteces lo que dices! Ideas que tú has elaborado en tu locura, porque para mí no eres más que un medio loco. ¿Y tú pretendes saber? Investiga..., dime dónde está en el evangelio que Cristo aventurara alguna de esas palabras absurdas que tú quieres dar a entender a trompicones. Porque no hay quien entienda tus galimatías.

—No las dijo. Las hizo, don Andrés. El convirtió el agua en vino.

—Pero eso lo hizo para simbolizar la Eucaristía.

—¡Qué equivocados andan! El lo hizo por el matrimonio. Lo hizo en aquella boda por los que se casaban y por todos los que se casarán hasta que el mundo exista. Es la conversión en algo esencialmente distinto, nuevo, diferente... Si quiere entender, entienda.

Don Andrés se alejó resoplando. El grupo se dispersó lentamente, en silencio. Algunos empezaban a dudar del estado mental de Manuel. Otros, cohibidos de extrañeza, meditaban en sus palabras. Juan, Pedro y varios más que se quedaron junto a Manuel le pidieron que les explicara un poco lo que había querido decir.

—Dios desde el principio hizo varón y mujer. No por capricho, sino porque es la expresión en la naturaleza de lo más esencial de El mismo. Dos realidades fisiológica y psíquicamente diferentes, sin fuerza de redención y creatividad la una sin la otra. La tensión más primitiva que las une es la sexual: se une carne con carne; se satisfacen dos tensiones puramente egoístas e individuales. Es una unión que no simboliza ni encierra una realidad más profunda. La sociedad y el mundo siguen igual de vacíos y egoístas. Otra forma de relacionarse es por amor: el deseo de compartir lo más íntimo del ser propio, el «yo mismo» compartirlo con lo que «en sí es» de la otra persona. Si el amor es sincero y firme, a fuerza de amar, se puede llegar al paso definitivo: ya no soy yo ni tú; el yo y el tú desaparecen. Llegan a ser los dos un mismo yo y un mismo tú, y uno es reflejo del otro. Ha nacido una fuerza en la sociedad, como una fusión nuclear, de un poder impresionante de cambio de las asquerosas estructuras que hoy nos oprimen. Y el hijo, símbolo de esta nueva realidad, llevará en sus venas ese amor. Será un ser ya preparado para comprender y construir el nuevo mundo, una sociedad justa y perfecta.

En este momento llegaron los novios para despedirse. Todos los presentes se agolpaban ya alrededor de los recién casados, cada uno queriendo decir la última palabra, el último consejo picante o darles el último apretón de manos.

A Pedro se le quedaron en la boca varias preguntas que hubiera querido formular a Manuel. Pero ya no existía ambiente para hablar se estos temas.

Pasaron la tarde en familia y al crepúsculo se dirigieron a tomar el bus que los conduciría de nuevo a la ciudad.

 

VII.- "En espíritu y en verdad..."

Pedro descansó unos días hasta que estuvo reparado el barco. Andrés, Juan y otros amigos venían algunas tardes a la casa, cenaban juntos y charlaban de los problemas que cada uno encontraba en su ambiente, de su trabajo, de temas intranscendentes... Eran reuniones en las que se sentían a gusto y que gustaban de repetir. Otras noches se reunían en casa de cualquier otro de ellos.

Casi todos los domingos por la tarde acudían a asambleas organizadas por los diferentes barrios, invitados por líderes de movimientos sociales religiosos, o por los mismos vecinos.

Una tarde de domingo quedó Manuel citado con Juan y Andrés en un punto céntrico de la ciudad, para asistir a una asamblea organizada en el barrio norte de la ciudad, donde vivían los dos curas que visitaron a Manuel la noche del temporal. Manuel llegó un poco antes de la hora fijada. Hacía calor. El sol lanzaba perpendiculares las sombras de los tejados aplastándolas contra las veredas. Miró Manuel a su alrededor buscando donde guarecerse. Tenía sed. Penetró en un bar cercano. Estaba sólo. Se sentó en un taburete junto a la barra y esperó paciente a que apareciera el camarero. Entró en el bar una mujer, quien se sentó algo alejada de Manuel. La mujer, tras esperar unos momentos en la que estuvo distraída observando de reojo a su vecino de barra, se impacientó ante la no comparecencia del barman. Dio unas palmadas y vociferó llamándolo. Apareció el camarero con cara de sueño, lanzando unos gruñidos ininteligibles.

—Qué, ¿dormías, cariño? —, le dijo la mujer mientras lanzaba una risotada fría y sin alma.

Se debían conocer. El camarero le dijo no sé qué grosería y le hizo un mal gesto con la mano. Le sirvió un wisky con bastante hielo.

—Si no quieres dormir tan solito, ya sabes... Soy cariñosa hasta con los cerdos como tú.

El hombre iba a decirle una horrible palabrota, pero en ese momento de dio cuenta de la presencia de Manuel. Se encogió de hombros, torció el gesto y preguntó a Manuel qué quería tomar.

—No, nada. Si no te importa.

—¿A mí...? No. Como si se quiere echar a dormir en el suelo...

Volvió a encogerse de hombros.

—Si no desean nada de mí..., me voy para adentro.

Miró de soslayo a la mujer, como temiendo que le volviera a comentar algo, pero ella estaba en ese momento distraída mirando descaradamente a Manuel, con rostro de cierto asombro. Volvió el camarero a encogerse de hombros y desapareció tras la puerta.

Manuel volvió lentamente su mirada hacia la mujer. Sus labios eran carnosos, vivamente pintados de rojo. Los pómulos empolvados con mal gusto. Los párpados sombreados de un fuerte tono azul. Sus ojos, castaños, de mirada vacía.

—¿Me das algo para beber?

—¿Quién...? ¿Yo...? Oye, tú no estás bien de la pelota. Le dices al chico que no quieres nada. No es que sea muy normal el que la gente entre en un bar a tomar el fresco, se siente y no pida nada... Pero bueno, eso pase. ¡Pero que ahora me pidas a mí...! Anda, macho. Corta el royo... A no ser que lo que quieras sea eso... Bueno... , eso sería otra cosa. No eres feo... ¿Quieres que me ponga más cerquita...? ¿Eh?

—Sólo te he pedido algo de beber. Tengo sed. Auque no tanta como tú.

—¿Yo...? Psh... Por eso bebo. Haber pedido tú algo.

Se sintió de repente como cortada.

—Tu sed es peor que la mía. Sí, ya sé que bebes. Pero no basta. Por dentro te abrasas, te mueres de sed. Y no sabes como saciarla. Yo te la podría saciar y no volver a sentir sed en tu vida.

—¿Quién...? ¿Tú...?

Echó a reír volteando la cabeza. De pronto se puso seria. Miró fijamente a Manuel.

—Oye, macho... ¿Tú te estás quedando conmigo? ¿O es que me insinúas...? Mira, ni tú ni ningún hombre valen para mí una mierda. Son todos iguales. A mí no me quitan la sed esa que tú tan ricamente dices ni todos los hombres puestos en fila. Son todos unos puercos... Además, no sé por quién me has tomado. No sabes si puede aparecer por la puerta mi marido e hincharte de bofetadas.

—¿Tú marido? ¿Cuál? Has vivido con varios hombres que se han aprovechado de ti y tú de ellos. Igual que con el que vives actualmente. ¿O te refieres al decir «marido» a cualquiera de los muchos con los que te acuestas cada noche?

Se quedó unos instantes con la boca a punto de decir algo y la mano al aire, sosteniendo el vaso con el resto de bebida.

—¿Y tú de qué me conoces...? Yo a ti nunca te he visto antes de ahora. ¿O acaso...? No. Tú no serás uno de esos curas a los que ya no se les reconoce... Sí... Pues mira, busca a otra. Conmigo, de beaterios nada. Eso para los buenos que van a Misa y tienen un trabajo decente, una vida decente y buen sueldo..., ¿sabes?

—¿Tú crees que los buenos son los que van a Misa? ¿Los piadosos? No, no soy cura. No divido a la humanidad en religiosos y no religiosos. No englorio a unos y condeno a otros. Tú no pisas una iglesia desde tu niñez. Pero no por eso eres peor. Tú tenías una gran sed de bondad, de justicia, de amor... Pero no eras religiosa. Todo lo relacionado con la iglesia te asqueaba. En el fondo, por eso, te sentías mala. Te sentías rebelde. Tú querías vivir. Lo has probado todo. Ahora te sientes perdida, sin remedio. Te enfangas más para drogar tu fracaso.

La mujer lo miraba con los ojos bien abiertos.

—A Dios no se adora en los templos. !Cuántos asiduos a las iglesias, personas que tú conoces y a las que tienes por honradas, pero que no son tales porque su corazón es rastrero! Cosifican y miden a Dios y su interior está lleno de mentira. Tú estás más cerca que ellos de llegar a la verdad. No tienes nada que perder porque lo has perdido todo. Puedes ser libre. Y en la libertad encontrarás la felicidad que siempre anhelaste... Libertad no es obrar según la gana de tu cuerpo y tus caprichos. Es actuar siempre con verdad. Con verdad para con uno mismo y los demás. Con el corazón en la mano. Volcando lo mejor de ti mismo... Este es el hombre honrado.

—Veo que eres un buen tío... Pero mira, conmigo no va eso. Usas un lenguaje que no entiendo ni podré entender. Como los curas. No lo serás, pero te pareces... Yo no tengo solución. Dices verdad en eso de que lo he perdido todo. Completamente vacía. No tengo ilusión ni por matarme... En mi mundo no hay lugar para Dios. Si es que existe. En Dios se podrá creer en otros ambientes y en otros lugares.

—Dios no tiene lugares y ambientes. Un Dios así no existe. Es un Dios creado por las religiones, a su manera, inaccesible fuera de los templos o ambientes que se llaman «piadosos». La mayor parte de la humanidad se siente marginada y ajena. Como tú. No, Dios no se ata, ni necesita de nada, ni se encuentra en ningún sitio, ni se acomoda a un ambiente, ni se le encuentra en circunstancias determinadas por hombres que lo han querido monopolizar. Es como el aire, como el sol, como la luz... Se escapa y está presente. Tu rebeldía interior y tu asqueo ante esta sociedad egoísta y podrida es para El la plegaria. Tu anhelo por una felicidad que no encuentras es la llamada que escucha. Tu interior, lo más profundo de ti es lo que se comunica con Dios. Tu sonrisa a un niño y tu ayuda a la compañera desesperada es lo que cuenta ante El... En lo profundo de ti lo encontrarás. No necesitas situaciones especiales para encontrarlo. Tu asco por la mentira y lo falso es lo que quiere... El es espíritu. Y solo se encuentra en espíritu y verdad... Creo que me entiendes.

Quedó la mujer callada, con la cabeza abatida. La levantó pausadamente y miró a Manuel con profunda ternura.

—No sé quién eres ni cómo te llamas... Pero gracias... Eres el primero que me hablas como a una persona. Los demás me tratan como a un bicho, como a basura... Gracias.

En este momento entraron el bar Juan y Andrés.

—Hola, Manuel... No te veíamos fuera y hemos imaginado que estabas aquí. Se nos hace tarde. ¿Nos vamos?

La mujer lo agarró por el brazo.

—Espera... Dime por favor dónde podré verte... Necesito hablar contigo otro día.

—No te preocupes. Nos veremos. Yo te encontraré.

Soltó a Manuel y lo vio salir acompañado por los otros dos hombres. Se quedó un rato sentada. Dejó un billete sobre el mostrador y salió ella también del bar.

Cuando terminó la asamblea se acercó Luis, uno de los curas, a Manuel.

—¿Qué te ha parecido?

—Es bueno que las personas comuniquen sus ideas y sus experiencias. Todo, lo que signifique compartir me parece bien.

—¿Irán ustedes a la excursión que vamos a organizar entre todas las familias de los barrios para el puente que hay dentro de tres semanas?

—Nosotros tres iremos. También los demás de nuestro grupo y todas las familias de nuestro barrio a las que consigamos animar para acompañarnos. Te repito que eso es bueno ... Cuantos más podamos reunir ese día, mejor.

—Nosotros haremos ambiente en nuestra zona,— interrumpió Juan.— Tú, Luis, te encargas de concretar el sitio y la hora.

—Estupendo... Bueno, ahora hablando de otra cosa... Yo no he contado contigo, Manuel. No creo que te moleste. Es que ..., verás: el sábado tenemos un día de retiro todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad con el Obispo. Tendremos unas charlas y unos ratos de meditación. Han programado que asistieran algunos seglares, pues es bueno que nos expongan sus problemas y su concepto de nuestra labor... Yo le he propuesto al Obispo el invitarte a ti, entre otros. A él le ha parecido bien. Ha oído hablar de ti y tiene ganas de conocerte. ¿He hecho mal?

Quedó Manuel en asistir. Se despidieron y cada cual marchó para su casa, pues era casi media noche.

Esa tarde, la mujer con la que Manuel habló en el bar, se había encontrado con unas compañeras de oficio. María, —así se llamaba—, les contó que había hablado por casualidad con un hombre especial, diferente a todos los demás, que le había adivinado su vida.

—Bueno, María, no creo que sea difícil a nadie adivinar lo que somos—, le respondió una de sus amigas.

—Sí, lo sé... Pero en este caso es diferente... Tendrían ustedes que haberlo visto y oído... Hoy me encuentro distinta. No sé... Es como si estuvieras desesperada en un descampado, a obscuras en noche cerrada y de pronto vieras a lo lejos una lucecita de una casa, de una ciudad. Te devuelve la esperanza y cierta tranquilidad... Se lo presentaré un día, si lo vuelvo a encontrar.

Veían en sus ojos una luminosidad, una chispa que nunca habían observado. Sí, les gustaría también a ellas conocer a ese hombre capaz de cambiar la expresión de María, siempre apagada, grosera y triste.

 

VIII.- "Casa de mercado..."

A las ocho y media de la mañana del sábado se presentó Manuel ante la verja del colegio de religiosas en donde se debía celebrar el retiro de sacerdotes. Por el jardín paseaban algunos de ellos, ensotanados, leyendo pausadamente el breviario. Otros, en vestimenta normal, charlaban animadamente sentados bajo un sauce. Empujó Manuel la cancela. Quedó estático unos minutos contemplando la bella y grandiosa construcción del más escrupuloso estilo funcional. Luis, que se encontraba entre los del grupo bajo el sauce, se dirigió hacia Manuel en cuanto se percató de su presencia.

—Pasa, Manuel... Has madrugado, ¿eh? Aún quedan muchos por venir. Hasta las nueve no empezaremos el retiro. Vente allí con nosotros.

—Los saludaré sólo un momento. prefiero dar una vuelta por el edificio.

—Te acompaño.

—No, Luis. Lo haré yo sólo. Gracias.

Paseó por el interior del colegio hasta que observó cierto revuelo entre las monjas, quienes salían presurosas en dirección al jardín. El Obispo acababa de llegar. Algo más de un centenar de personas, entre religiosos, sacerdotes y monjas, se agolpaban alrededor de Su Eminencia. Este sonreía, esbozando bendiciones hacia los presentes. La comitiva se dirigió hasta una gran aula. Manuel lo siguió. Una vez todos sentados y en silencio, habló el Obispo del sentido que para él tenía este retiro. Informó sobre la presencia de algunos seglares, ya que ellos podían aportar la imagen externa del sacerdote y el religioso.

—Me gustaría—, prosiguió,— presentárselos. De los cuatro invitados conozco personalmente a dos: Carlos y José... Suban, suban acá al estrado...¿Cómo están?

Ambos besaron el anillo de su mano.

—Vengan los otros dos... Ah... Bien. ¿Tú te llamas...?

—Francisco Ruiz, señor Obispo.

—Me alegro de conocerte... Bien... Nos falta otro. Creo que es ese ya célebre Manuel al que ya algunos de ustedes conocen. Si ha venido, por favor, que suba al estrado.

—No es necesario que suba—, interrumpió Manuel con voz potente.

Todas las miradas se dirigieron a él. Se encontraba de pie, junto a la puerta.

—Ustedes, en teoría, deberían ser portadores de luz en una sociedad ciega y sal en un mundo corrompido. Pero muchos han caído en su propia trampa. La humanidad actúa por interés. Se busca el beneficio. Unos a otros se engañan y la tierra es como una inmensa cueva de ladrones. ¡Y ustedes han entrado en esa cueva! Venden la Palabra de Dios. Venden la misericordia. Han montado un mercado con el nombre de Dios. ¡Den lo que se les ha dado y poseen, pero no lo vendan! ¿Cómo pueden cambiar la sociedad si en colegios como éste trafican con su sabiduría en vez de repartirla gratuitamente? Son ustedes tan necios, que se han dejado enredar en la avaricia de este mundo. ¡Denlo todo con amor aunque se vuelvan pobres como las ratas!... ¡Pero no trafiquen!

La sala se hizo una tempestad de murmullos y voces. El Obispo intentaba, aturdido, imponer el silencio.

Uno de los presentes se levantó gesticulando con los brazos. Cuando se acalló un poco el tumulto, se dirigió a Manuel.

—¡No sé quién te crees que eres para decirnos esas sandeces! ¿Quieres que nuestros colegios sean orfanatos?

—Quiero su generosidad desinteresada. Es lo que esta sociedad está necesitando. No sus palabras, en las que no creen. ¡Quieren sus obras, sinceras, de corazón!

—¡Por favor! —, gritó el Obispo intentando hacerse oír.—, No creo que sea momento para discusiones. Pero antes de dejar zanjado este tema, quiero decirle a Manuel que no sea ni utópico, ni injusto. Injusto, porque muchos son los que, tanto en misiones como aquí en nuestra patria, dejan su vida a trozos sin recibir a cambio nada. Utópico, porque no creo que piense que un centro de enseñanza o cualquier otra institución pueda mantenerse del aire. Tiene unos gastos que hay que cubrir. Y los que lo regentan, aparte de pagar material, profesores y un largo etcétera han de alimentarse y vivir como personas. No todos son héroes.

—Gracias a esos pocos que dice y a otros muchos anónimos para la opinión pública, en esta sociedad aún queda algo de luz. Pero nadie puede ampararse en que hay luces encendidas para dejar la suya apagada. No porque aquellos existan tienen ustedes derecho a medrar. Su desinterés debe ser un estímulo para el de ustedes, no una tapadera de su mercantilismo. No se trata de ser héroes: sino auténticos. Toda persona que ha llegado a calar medianamente en la autenticidad humana ha de ser un héroe en nuestra sociedad. Ustedes de hacen llamar representantes, guías, puntales de una doctrina y una verdad del auténtico ser hombre, ser humano. ¿Y pretenden que no pueden ser héroes? ¿Con paños tibios quieren transformar la podredumbre? Con la violencia de todo su ser se salvarán de pudrirse ustedes también y conseguirán iniciar la salvación de este mundo corrompido. Si alguno quiere contemporizar, no quiere ser héroe, que no se llame «pastor» ni representante de nada. Que se vaya. ¡Que se marche!

Dio media vuelta y se fue.

El retiro espiritual resultó nada tranquilo. La intervención de Manuel motivó comentarios y disputas. Los corrillos se formaban por doquier. Un grupo de sacerdotes y religiosos decidieron dar un escarmiento a Manuel. Era una persona "no grata".

 

IX.- "Los pobres..."

El día programado para la excursión amaneció despejado y con una temperatura agradable. Por algunos de los barrios de la ciudad el ajetreo comenzó antes de que apareciera el sol. Muchos caminaban hasta el centro para acudir al lugar de reunión en autobuses que se habían alquilado a tal propósito. Otros utilizaron sus motos, sus bicicletas. Los menos prefirieron hacer deporte y caminaron durante más de dos horas hasta el lugar de cita, junto a un arroyo de aguas claras, en un llano sombreado por eucaliptos, chopos y sauces. Conforme iban llegando se unían a otros que ya se habían acomodado bajo una sombra, y poco a poco el llano se fue llenando de gente.

En los grupos se charlaba animadamente: unos de fútbol, otros de problemas de trabajo, de los hijos, de cosas intrascendentes. De vez en cuando alguien gritaba a algún niño que se alejaba demasiado o que no veía. Los menos sociales paseaban junto al arroyo o buscaban leña para hacer la comida.

En el grupo donde se encontraba Manuel se había abordado el tema de las formas de actuación dentro de los respectivos trabajos y empresas, actuación de clase obrera frente a los insaciables patronos. Muchos hablaban sobre el tema y se pisaban las palabras unos a otros. Manuel se decidió también a hablar.

—Se está insistiendo demasiado en modos y formas de actuación, cuando lo necesario son actitudes de vida. El fondo es lo que importa. Las formas brotarán como una consecuencia. De acuerdo en que la sociedad está podrida. Por eso mismo, esta sociedad necesita urgentemente personas. Personas libres. Y ser libres es ser pobre.

—¿Tú crees que los pobres son libres?—, le atajó uno de los presentes. —"Llevo más de un mes sin trabajo y no me siento libre, sino desesperado. Pregúntale a mi mujer si ella es libre, que de sol a sol sirve por horas en casas en las que nada falta. Hoy no ha podido venir. No tiene domingos ni descanso, para al final del día escupirle en la cara una porquería de sueldo. Y yo, de construcción en construcción, de un sitio a otro buscando trabajo y en ningún sitio me admiten. A veces pienso que si fuera un perro me recibirían mejor. A mis hijos los he traído hoy conmigo para que disfruten un poco de aire y de sol. ¡Esa es la libertad que yo les voy a dejar"!

Calló un momento. Todos estaban pendientes de él y asentían con las cabezas, porque esa era la situación de muchos.

—Así que no me salgas con tonteras, Manuel. ¿Sabes lo que yo digo? ¿Saben lo que digo?: ¡Que a todos estos que nos están chupando la sangre habría que meterles cincuenta tiros en la barriga!

—Eso, —asintieron algunos.

—¿Por qué no podemos vivir como ellos viven?,— gritó una mujer.

Manuel se levantó.

—La violencia sólo trae violencia. Ya sé que violencia es lo que están usando con nosotros. Pero responderles con sus mismas armas no cambiará la sociedad. Lo único que puede cambiar el mundo es una postura de libertad. Un grupo de hombres y mujeres libres, que son pobres porque no tienen miedo a perder nada. No tienen el corazón pegado a nada de la tierra y les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual que los insulten o no, que los maldigan o no, que hablen mal de ellos o no, porque les importa poco tener fama como la entiende esta sociedad. Que no se asustan ante el sufrimiento, sino que son árboles que están siempre de pie y esperan de pie la tormenta. Hombres y mujeres obsesionados con que haya justicia y con ser ellos justos. Dispuestos a ayudar, a compartir, a perdonar, sin jugar a nadie una mala pasada, sin actuar con doblez ni engaño. Sin miedo a la verdad, a oírla ni a publicarla. Personas así son las que pueden cambiar la tierra. A éstos son los que temen. La violencia no les asusta porque ellos son violentos: luchan ustedes en su propio terreno. De las armas se ríen porque poseen mejor y más armamento. A mala leche, ellos son maestros... Pero contra las personas que vivan libres, no tienen armas. Les asustan. Intentarán matarlas, aniquilarlas. Los perseguirán; los destrozarán. Pero como no temerán ustedes ni a perder la vida,— ¡y éste es el pobre!—, seguirán siendo libres. Y sus hijos serán libres. Y su libertad romperá el miedo y la servidumbre de muchos. Y ellos, los poderosos, se encontrarán impotentes.

—¿Pretendes que seamos como cerdos que llevan al matadero?—, interrumpió Juan.

—Está bien que nos pisoteen porque ellos tienen ahora la sartén por el mango. ¡Pero no digas que seamos idiotas!—, vociferó una mujer.

—¡Eso es inmovilismo! .

Algunos de los presentes se levantaron resoplando protestas entre dientes.

—Parece mentira que hables así, Manuel—, protestó uno de los que se habían puesto en pie .— Estás ahogando con tus palabras la lucha de clases. Estás enterrando siglos de lucha obrera. Te ríes de nuestra humillación. ¿Quieres que aceptemos nuestra situación sin movernos?

—¡Todo lo contrario!—, gritó Manuel intentando acallar el murmullo de voces.— ¿Cómo están ustedes tan ciegos? ¿Son tan duros de cabeza y de corazón que no comprenden la profundidad de nuestro problema? ¿Del problema de toda la humanidad? ¿Es que toda su preocupación se reduce al dinero? Hablan de lucha de clases... ¿De qué clases? ¡Si los mismos compañeros se ponen zancadillas unos a los otros y se muerden como perros rabiosos! El problema no reside en pertenecer a tal o cual clase social. Está en el interior de cada uno. El patrón es malo porque toma cien y da dos... Pero tú, ¿cómo eres? ¿No robas a tu vecino, si puedes? ¿No pisoteas a tu cónyuge engañándole con un extraño?... Ustedes insultan a los demás. Odian al compañero. Maltratan a sus hijos. Engañan. Juran en falso. Prometen y no cumplen. Usan la violencia con el que les rodea. Vuelven la espalda a otro más pobre que ustedes. No comparten su comida con quien se muere de hambre. Se arriman ustedes a aquel del que pueden sacar algún provecho... ¿Y ustedes quieren arreglar el mundo? ¡Tienen el corazón podrido! ¡Igual que ellos! Si se vieran ustedes en su situación social, harían lo mismo. ¡Igual o peor! No es así como cambiarán la sociedad. ¡Cambien el corazón, y la vida sobre la tierra será diferente!

Todos callaban ahora, clavados los ojos en Manuel.

—¡Porque también para ustedes lo primero es el dinero! No son pobres... ¡No! Ustedes son ricos. Si fortuna, pero ricos en el corazón. Y como todo rico, injustos. Cuando por encima del dinero, y por encima de sus caprichos, y por encima de su comodidad y su lujuria..., cuando por encima de todo eso esté el hombre, la persona, el que tienen a vuestro lado, entonces habrán empezado a crear la nueva sociedad. Cuando en vez de dar al que les puede devolver, en vez de favorecer al que les hace favores, den a uno del que no esperan recibir nada, la semilla del mundo nuevo habrá empezado a crecer. Comiencen entre ustedes a ser justos. Aprendan a perdonar y no devuelvan traición por traición. No vendan a un amigo por dinero, ni por nada del mundo. Amen. Amen a sus hijos. Amen a sus vecinos. Amen a cualquier persona. No destruyan la fama de nadie. No quiten un puesto de trabajo a quien lo necesita o no lo tiene. No tomen a la mujer o al hombre como un objeto de placer. No quieran ser más que nadie, porque todos nacimos iguales y moriremos iguales. No desperdicien su tiempo. Empiecen y no dejen que los poderosos usen en su provecho la deslealtad de unos para con otros, la envidia de ustedes, su odio, su apego al placer, su insinceridad... Si tienen el corazón podrido y hueco, ¡díganme qué van arreglar! ¡Díganme qué!

Sobre la babel de gritos y voces de los demás grupos, se oía el batir de las hojas de eucalipto ondeadas por el viento. Manuel se sentó. Uno de los presentes tomó la palabra.

—Lo que dice Manuel es verdad. Somos peores que ellos. Y, además, somos unos pelotas asquerosos. Los ponemos a parir a sus espaldas, pero delante de ellos nos gusta quedar bien, como el más inteligente, el que mejor trabaja. Somos unos pobres cobardes. Queremos un puesto mejor a costa de poner mal delante del encargado a nuestros compañeros... En eso tienes razón, Manuel. Somos unos mierdas.

Uno de edad algo avanzada, marcado el rostro de profundas arrugas que se entrecruzaban, se levantó pausadamente. Levantó los brazos intentando acallar el murmullo y la discusión de los componentes del grupo, cada vez más numeroso.

—De lo que estamos hablando es algo ya programado desde hace mucho tiempo: de la solidaridad obrera. En mi experiencia, es difícil de conseguir. Pero debe ser la meta de nuestra clase. Unidos para luchar. Es lo que Manuel quiere decir.

Paseó su mirada por todos los rostros atentos a sus palabras. Manuel, hundida su barbilla en el pecho, balanceaba rítmicamente la cabeza como abatido por la incomprensión.

—No... No... ¡No es eso! ¡No hablo de lucha! La lucha significa destrucción. No piensan ustedes más que en destruir. Hablo de crear. Les pido una postura positiva... Enemigo es aquel que significa un obstáculo para los propios intereses. O lo destruyes..., o lo ignoras, —lo cual es de cobardes—, o lo amas. Si tienes dos hijos, ¿te gustaría ver cómo uno de ellos odia o asesina al otro por representar un obstáculo para sus intereses? Es absurdo lo que les digo, porque en su corazón empequeñecido y rastrero, el perdón y el amor se les hace cobardía y debilidad. Siendo todo lo contrario. Odian ustedes al poderoso porque lo envidian. Envidian su dinero. Mas si pudieran contemplar su vacío, su soledad, su amargura, su pequeñez de corazón, sentirían compasión y lo amarían como se ama a un hermano subnormal... ¡Si su corazón fuera pobre!

Llegaron algunas mujeres protestando porque nadie les ayudaba a hacer la comida. Muchos se levantaron con desgana y se marcharon. Los restantes continuaron hablando entre ellos, cada cual con el que tenía más cerca de él.

—Manuel, —dijo Pedro: yo estoy plenamente de acuerdo con tus palabras. Pero muchas veces no se odia por ambicionar ese dinero o esa posición, sino porque tienen acaparado todo y no te dan posibilidades para ni tan siquiera comer tú y tu familia.

—Sí, Pedro. Pero, ¿cómo arreglas la situación? La desigualdad abismal entre unos y otros existe por culpa nuestra. El poderoso nace y sobrevive gracias a todos los demás. Nos quejamos, por ejemplo, de que hay moscas que nos molestan, pero continuamos vertiendo la basura día tras día, sin quemarla. Mientras acumulemos basura, habrá moscas. Del mismo modo, el poderoso se acrecienta de nuestro miedo, nuestra deslealtad, nuestro servilismo, nuestro afán de dinero... El se aprovecha de todos éstos. Si no contara con personas así, no podría existir... Sé que lo que pido es duro, pues es necesaria una postura total de vida, un cambio radical. Es más cómoda cualquier otra solución. Pero los resultados serán nada sólidos. El mundo continuará igual. El edificio se vendrá abajo...Yo creo que ya las palabras sobran. Que cada cual reflexione y tome la decisión o no de cambiar su corazón.

Manuel se levantó y se fue a pasear. Le acompañaron sus amigos. Se reunieron luego con uno de los grupos para comer.

Después de la comida empezaron algunos a irse. Ellos se quedaron hasta avanzada la tarde. Llegaron de noche a la ciudad.

 

X.- "Si no ven milagros y prodigios..."

El mes de julio empezaba y el calor se dejaba sentir cada vez más.

Manuel recibió una invitación para dar una charla en un pueblo a varias horas de la capital. Andrés e ofreció llevarlo en su coche. Salieron un sábado de madrugada. A media mañana llegaron a La Lucerna, pueblo próximo al de Manuel. Pararon junto a un bar para tomar algo fresco. Entraron y se quedaron de pie junto a la barra.

—¿Qué van a tomar?—, preguntó el camarero.

Andrés habló por los tres:

—Tres cervezas.

—Para mí no—, aclaró Manuel.

—Es verdad: no me acordaba que Manuel no toma alcohol.

Uno de los que estaban en el bar sentado en una mesa volvió la cabeza. Se levantó retirando con fuerza la silla metálica. Se acercó hasta donde estaba Manuel.

—¿Cómo, tú por acá...? ¡Si está también Pedro! ¿Cómo están ustedes?

Manuel lo presentó a Andrés: era un conocido de su pueblo.

—Precisamente estaba hablando de ti con aquel señor con el que estaba sentado en la mesa...

Tomó a Manuel del brazo.

—Ven... Quiero hablarte, Manuel.

—Somos todos de confianza. Di lo que quieras.

—Verás..., aquel señor es el director de un banco. Tiene un problema gordo...

Estaba sentado, con la cabeza hundida en el pecho, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir a su alrededor.

—Ven, por favor, un momento... ¿Nos perdonan ustedes?

Se dirigió con Manuel hacia la mesa.

—Don Luis...

El banquero levantó penosamente la vista. Tenía los ojos enrojecidos, con lágrimas a punto de estallar. Una tristeza profunda le surcaba el rostro.

—Mire, don Luis, éste es Manuel de quien le estaba hablando.

Don Luis se puso de pie y estrechó fuertemente, en silencio, la mano de Manuel. Se sentaron los tres. Don Luis se quedó durante unos instantes con la mirada fija en los ojos de Manuel, como queriendo encontrar en ellos la solución de su problema. Después habló con voz entrecortada.

—Yo vivo en un pueblo no lejos de aquí... Vengo todos los días a mi trabajo... Bueno, verá, Manuel... He oído hablar de usted. Mi hijo se está muriendo... Yo hoy he venido para quitarme de en medio. No resisto verlo... Yo quisiera que usted..., que usted...

Se ocultó los ojos con la mano como avergonzado por las lágrimas que se le escapaban.

—Bien. ¿Y qué quieres que yo haga?, —Le dijo Manuel. —Llévalo a un hospital. Que lo vea un buen médico. ¿Qué puedo yo solucionarte?

Don Luis sacó el pañuelo para sonarse y limpiarse discretamente las lágrimas.

—Ya sé que usted no es médico... Lo sé... Ningún médico me lo ha podido curar. Lo tenía en la mejor clínica de la ciudad... Me he gastado todos mis ahorros... Me dijeron que me lo podía llevar a casa para morir... Tiene catorce años, Manuel. La medicina no me lo puede ya salvar... Haga algo, por favor.

Manuel se sonrió.

—No soy un curandero. Tú sólo crees en lo que ves. Para ti sólo cuenta lo práctico, como para casi todos los de tu profesión. Tienen ustedes el alma vacía. Soluciona tu problema con dinero y con técnica. Esa es tu fe. Agárrate a ella. ¿Qué pides de mí? ¿Uno de esos que llaman milagros? Algo aparatoso. Un espectáculo más... Me dan asco las personas como tú. Tienen un corazón rastrero, y contagian ustedes a los demás.

El director miraba a Manuel con la angustia asomada a las pupilas. Agarró la muñeca de Manuel apretándola con fuerza, mientras asentía levemente con la cabeza. Poco a poco fue aflojando la presión sobre el brazo de Manuel. Se retrepó en la silla y quedó como oprimido por un gran peso.

Manuel se levantó.

El paisano de Manuel miraba a uno y a otro sin acabar de comprender.

Manuel puso una mano sobre el hombro de don Luis. Este lo miró con cierto sobresalto.

—Creo que está preocupado por poca cosa. Lo de tu hijo no es tan grave. Seguro que a esta hora debe estar mucho mejor.

Manuel se dirigió a la barra.

—Vámonos.

—¿No tomas nada?

—No, vámonos. Se nos hace tarde.

Subieron al coche y reanudaron la marcha.

Los dos hombres quedaron en la mesa del bar sin decir palabra. Luis sintió de pronto como una fuerza interior que le quemaba. Se levantó de un salto. Corrió hasta donde tenía parqueado el coche. Con el pedal del acelerador a tope, recorrió en pocos minutos los kilómetros que lo separaban de su pueblo. Frenó en seco ante la puerta de su casa. Bajó apresuradamente. Golpeó la puerta. le abrió su mujer.

—¿Cómo está el niño...?

La mujer se abrazó a él:

—Está mejor... Mucho mejor.

Don Luis lloró largamente.

 

XI.- "No tengo quien me ayude..."

Manuel, Pedro y Andrés regresaron a la ciudad ya avanzada la noche. Andrés dejó a Manuel y a Pedro en la entrada de su barrio y él continuó para su casa.

Las calles del barrio se encontraban casi a obscuras, mal iluminadas por escasos focos salvados, por casualidad, de la pedrada de algún muchachito. Manuel y Pedro caminaban en silencio. Manuel se detuvo.

—¿Qué ocurre?—, le preguntó Pedro en voz baja.

—¿Notas aquel bulto que se mueve penosamente?

—Sí..., sí... Veamos qué es.

Se acercaron con sigilo.

—Parece un hombre tendido en el suelo...

Se inclinaron sobre él. Le hablaron. Respondió con un lamento.

—Creo que está herido. Lo llevaremos a la casa.

Mientras lo transportaban, una mujer les estuvo observando a través de la rendija de la puerta entreabierta con disimulo.

Lo acostaron sobre una de las camas. Tenía varias heridas en la cabeza y sangre coagulada por entre el cabello y por toda la cara. Se la limpiaron cuidadosamente. El hombre parecía no darse cuenta de nada. De vez en cuando arqueaba hacia atrás el cuerpo lanzando un gemido. Así pasó más de una hora. Después abrió los párpados. Miró a Pedro y a Manuel y, como impulsado por un muelle, se incorporó violentamente con ánimo de saltar de la cama. Manuel lo agarró de los hombros.

—No temas. Estás entre amigos. Acuéstate.

El hombre dilató los ojos. Vaciló un momento y volvió a echarse.

—¿Quiénes son ustedes?—, dijo con voz poco segura.

—Ya te he dicho que no temas. Dinos antes quién eres tú y qué te ha pasado.

Paseó la vista por la habitación.

—Pues... ¿Es ésta la casa de ustedes?

Pedro asistió con la cabeza.

—Por lo que veo no son muy ricos que yo sepa. Creo que puedo confiar en ustedes. Verán... Es que he tenido un accidente...

—¿Y por eso te escondiste en este barrio? —, le atajó Manuel.

—Vamos. Dinos la verdad. No te vamos a delatar. ¿De quién huías?

—¿Yo...? De nadie... Bueno... Yo no quería hacerlo, ¿saben? Es la primera vez. Pasaba junto a una tienda cuando ya iban a cerrarla. Vi a una mujer contando el dinero de la caja... Yo llevo mucho tiempo sin trabajo. Tenía hambre. Ustedes eso lo entienden, ¿verdad? Fue como una ceguera. Entré, saqué la navaja y le pedí a la mujer la pasta. No me di cuenta de un hombre que había detrás, junto a unas latas. Me golpeó con algo duro en la cabeza. Caí al suelo y continuó golpeándome. No sé cómo, le di una patada y pude salir corriendo. Lo demás ya lo saben ustedes mejor que yo.

—¿Llevas mucho tiempo sin trabajo?

—Bueno... La verdad, casi siempre. No me han querido en ningún sitio. Son todos unos hijos de la gran puta. Nadie me ha ayudado nunca. ¿Y qué quieren que haga? Tengo que vivir, ¿o no? Yo, como si no fuera nadie. Nunca. Ni mis padres hicieron ni media por mí. ¿Qué quieres? Yo hago lo que me parezca. No me importa nada. ¿A quién le he importado yo en toda mi puta vida?

Chasqueó la lengua.

—¿Nunca has encontrado quién te ayude?

Contorsionó una sonrisa expulsando el aire por la nariz.

—¡Ni falta que me hace!... Como si hubiera sido un inválido total que no sirve de nada a nadie.

—Quizá sea eso. Que no le sirves a nadie.

El hombre tensó el rostro.

—¿De qué te extrañas? ¿Es que has ayudado en tu vida a alguien? Sólo has pensado en ti. Toda tu vida no has sido más que un egoísta. ¿Cómo quieres que te traten? Da tú el primer paso. No esperes la ayuda de los demás. Sal tú mismo de tu invalidez.

—¡Bah!—, se limitó a contestar.

Quedó unos minutos en silencio. Después se dirigió a Pedro.

—¿Y por qué me han ayudado? ¿No saben que les puedo meter en un lío?

Pedro esbozó una sonrisa irónica.

—Quizá para que no nos pase lo que a ti...

Bien—, comentó Manuel levantándose de la cama, a cuyo borde había estado sentado. Es tarde. Conviene que descansemos. Mañana te quedarás con nosotros; ya hablaremos.

Quedaron los tres dormidos.

 

XII.- "No verá jamás la muerte..."

A las primeras luces se despertó Manuel. Había pasado la noche sobre una manta en el suelo. Su cama se la cedió al herido. Se incorporó para comprobar si aún dormía, pero el hombre había desaparecido y la puerta de la calle estaba abierta. Manuel se asomó y no vio a nadie por la calle. Cerró la puerta y se acostó sobre la cama vacía.

El domingo comentaron el incidente con los demás amigos, sin darle mayor importancia.

El lunes, Manuel volvió a casa tarde. Junto a la puerta le esperaban dos policías.

—¿Es usted Manuel?

—Sí. ¿Qué quieren?

—Acompáñenos a la Comisaría.

—¿Qué ocurre?

—Se le acusa de haber tenido aquí oculto al Melenas...

No preguntes más. Acompáñanos y no se te ocurra hacer ninguna tontería.

Uno de los policías tenía la mano apoyada sobre la pistola.

Manuel sonrió. Dio media vuelta y se alejó del barrio escoltado por los dos policías.

Pedro llegó a casa después de pescar durante toda la noche. Se disponía a cambiarse de ropa para meterse en la cama, cuando llamaron a la puerta. Eran dos niñas del barrio.

—Pedro..., se lo han llevado.

—¿A quién se han llevado...?

—A Manuel. Ha sido la policía.

Le dio un vuelco el corazón.

Salió corriendo de la casa. Se encontró con una mujer que vivía no lejos de ellos.

—¿Qué ha pasado?

—No sé... Se lo llevó a noche la policía. Yo creo que es por el tipo que recogieron ustedes. Ese no era trigo limpio...

—Pero..., ¿cómo averiguaron?...

—Pregúntaselo a la bruja de la Petra. Esa fue la que dio el chivatazo. Esa puta no les traga a ustedes. Nos trae a mal traer a nuestros hombres... Como con ustedes no puede... Se la tenemos jurada un grupo de mujeres.

Ya Pedro no la oía. Se encontraba alejado en plena carrera hacia la comisaría de policía que había no lejos del barrio.

Llegó jadeante a la puerta. El policía que montaba guardia hizo un ademán con la metralleta indicando a Pedro que no entrara.

—¿Dónde vas? ¿Qué quieres?

Pedro resopló moviendo la cabeza.

Por favor... Sólo quiero saber si esta noche han traído aquí a un tal Manuel.

El policía lo miró con los párpados semicerrados.

—¿Eres amigo?

—Sí. Soy amigo. Vivimos juntos.

—No está aquí. Se lo llevaron temprano... Si eres amigo, ándate con cuidado, porque son todos ustedes de la misma calaña.

—Bueno, bueno... Pero dime dónde lo llevaron.

—¡Largo de acá!

Pedro levantó levemente los brazos y dio media vuelta.

—¿Qué puedo hacer? —, masculló entre dientes.

Se acordó de Luis. A él, como cura, quizás le hicieran más caso. Se dirigió a buscarlo.

La noche anterior condujeron a Manuel hasta la comisaría en la que Pedro había preguntado por él. Después de esperar un buen rato, un policía lo condujo hasta un despacho contiguo. Allí otro policía lo interrogó hasta bien avanzada la noche, intentando relacionarlo con el Melenas y su grupo. Manuel contestaba con monosílabos.

Eran las cuatro de la mañana y el que lo interrogaba estaba a punto de estallar en un ataque de nervios. En esto entró un Teniente. Se quedó mirando a Manuel.

—Pero..., ¿qué haces aquí, Manuel?

—¿Lo conoces? —, se apresuró a preguntar el policía que lo interrogaba.

—Sí, por supuesto... ¿Es que lo han detenido?

—Es sospechoso.

—¿Sospechoso? ¿Manuel?... No creo. Manuel, sal un momento, por favor.

Informó al teniente de todo lo sucedido.

—Este hombre no tiene relación alguna con el grupo del Melenas —, dijo el teniente después de escuchar pacientemente el relato de su colega.—Si ha ayudado a ese hombre ha sido por puro humanitarismo.

Pulsó un timbre.

—Hagan pasar a Manuel.

Manuel entró. Le ofrecieron asiento.

—Manuel —, le dijo el teniente.—Creo que ha habido una confusión. Pero por favor, no vuelvas a ayudar a otro tipo más de esos. Te conozco y sé que eres un buen hombre. Pero te pasas. Tu obligación hubiera sido avisar a la policía. Esa gente no puede andar suelta. Son sinvergüenzas, ladrones y asesinos. Si le ayudas, estás favoreciendo la delincuencia.

—Mira —, respondió Manuel. —Dios podría aniquilar a todo el que obra mal. Pero no lo hace. El es el Padre. No juzga a nadie. Da la vida y hace salir el sol sobre todos, sea quien sea. A ustedes esto que digo les resulta muy lejano. Pero yo he de actuar según El actúa.

El teniente se rascó detrás de la oreja y disimuló mal una sonrisa. Este Manuel le resultaba ingenuo en demasía.

El policía que se encontraba tras la mesa se atrevió a intervenir.

—Todo eso que usted dice es muy bonito, pero un tanto absurdo. ¡Por Dios, la de tonterías que hay que oir! ¡En ese caso, ayudemos a los terroristas, a los asesinos, a los sinvergüenzas! Por Dios, por Dios, que cada día hay más loco suelto.

Manuel se pasó la mano por la barba antes de hablar.

—Imagínate que tu sangre está corrompida, debido a una terrible infección. Por todo el cuerpo, por todos los miembros, han aflorado gran cantidad de pústulas, accesos de pus, forúnculos... Te encuentras desesperado. Acudes a un cirujano para que te los saje. ¿Vas a solucionar algo? Podrá sajarte todos los que tú quieras, pero la pus volverá a salir porque la podredumbre es interna. Purifica tu sangre y habrás curado todo lo demás.

—Cada día —, prosiguió Manuel,—va en aumento la delincuencia, especialmente entre los jóvenes. ¿Qué quieres? ¿Encarcelarlos? ¡Encarcélalos! ¡Mátalos, si eso es la solución!... Pero la podredumbre sigue ahí. ¿Qué quieren que brote si la sociedad está corrompida desde sus cimientos?

—Bueno, Manuel—, interrumpió el teniente.—Eso lo sabemos todos. Pero no podemos solucionarlo ninguno. No te subas a la luna y pon los pies en el suelo. Hagamos cada cual lo que esté a nuestro alcance... Bueno... .

Se puso de pie.

—Ya mismo va a amanecer. Recoge tus efectos personales, si es que tenías alguno, y vete.

Manuel se encaminó hacia la playa. El cielo comenzaba ya, por levante, a teñirse de una suave luz plateada. Se sentó sobre el acantilado.

A medida que la luz se intensificaba, la tiniebla se descomponía en multitud de formas inteligibles a la vista. Una brisa que arrancó del mar, lo envolvió. Sintió frío, un frío que le calaba más allá del límite de lo sensible. Una pena profunda lo invadía.

—Padre, ¿cuándo tu luz, como la de ese sol, disipara las tinieblas del corazón de los humanos? ¿Cuándo será de día?

El sol asomaba su redondez de entre las aguas lejanas. Una gaviota chillaba enloquecida. Manuel se alzó penosamente y se adentró en las callejas, aún casi desiertas, de la ciudad.

Era media mañana. Al volver una esquina, casi se tropiesa con Pedro y Luis.

—¡Por fin te encontramos, Manuel! —, gritó Pedro levantando los brazos. —¿Dónde has estado?

—Hola —, se limitó a contestar Manuel.

—Te noto como cansado. ¿No vas hoy al trabajo?

—De allí vine hace ya un rato. Me he despedido.

—¿Cómo? Qué... Pero..., ¿por qué, Manuel?

—Ya hablaremos. El sábado por la noche quiero reunirme con todos ustedes.

—Aún es temprano. Si quieren, vamos a dar una vuelta. Aquí parados no hacemos nada.

Caminaron en silencio hasta el parque.

—Vamos a sentarnos un rato. Estoy cansado. Pedro también lo estará.

Pedro dobló la cabeza como quitando importancia a su cansancio.

Se sentaron en un banco.

Luis apoyó su mano en el hombro de Manuel.

—Manuel... Intento comprenderte, pero es difícil... Los tres trabajamos por conseguir un mundo algo más justo. Ya eso nos trae bastantes complicaciones. No creo que debamos buscarlas mezclándonos en ayudar a gente que no se lo merece.

—No tienes por qué juzgar a nadie.

Luis se sonrió.

—¡Hombre, Manuel! Nos pusiste a parir cuando echaron del trabajo a un montón de gente, ¿y me hablas de no juzgar?

—Yo no juzgo a ninguna persona. Juzgar a una persona es matarla, es condenarla a que siempre sea conforme al juicio en el que lo hemos encasillado, sin dar posibilidad a que sea diferente. Mientras queda un rescoldo hay posibilidad de que se levante la llama. Yo juzgo hechos, actitudes. Indico el camino...

—Está bien, Manuel. Quizá tengas razón. Pero yo también la tengo en lo que te digo. Vamos a no condenar a nadie en concreto. Pero sabes que hay personas a las que como mejor se puede ayudar es sacudiéndoles un buen palo. ¿O no? De otra forma no reaccionan. A un criminal, a un terrorista, a un ladrón de esos empedernidos, trátalos con suavidad y puede que hasta te den un navajazo en recompensa. Yo opino que se les debe tratar con mano dura. Cuanto más dura, mejor.

—De acuerdo. Y a los que los han enseñado, ¿con qué mano los trataremos? ¿Quién crees que está ayudando al crimen y a la violencia? ¿Yo, que ha curado a un hombre herido, o en la escuela en la que se doctoran como sinvergüenzas? La sociedad los enseña y después quieren liquidar a sus discípulos más aventajados. ¿Qué vale en nuestra sociedad? ¿La honradez? Bien saben ustedes que la persona honrada es catalogado como boba. ¿Quién vale? ¿El justo? ¡Ese es un imbécil para la opinión pública! El que mejor sabe engañar, ése es el que vale. Quien más dinero consigue a costa de los demás, ése es quien alcanzará las cotas sociales más elevadas. El más violento será el héroe y el que ama y perdona, digno de ser pisoteado por todos. De esta podredumbre, ¿qué quieren que surja? ¡Lo importante es hacer dinero! ¿Cómo? ¡Y qué más da! ¿Con drogas? ¡Pues con droga! ¿Con sexo? ¡Pues con sexo! ¿Con armas? ¡Qué más da! ¡Con aramas! ¡Como sea! ¿Los demás...? ¿Los valores humanos...? ¡Qué importan! ¿Es que sirven para algo? ¡Pobres imbéciles quienes aún piensan en los valores humanos! ¡Infeliz del honrado, del justo, del misericordioso, del...! No hay sitio para él. Esos irán a la cola. Esos..., ¿para que cuentan? ¿Para quién cuentan? No. Cuanta más caradura, mejor. Y de esta escuela pública salen discípulos aventajados: los mejores delincuentes. ¿Y a los mejores discípulos hay que quitarlos de en medio? Es injusto, ¿no? ¡Si han sido los que mejor aprendieron la lección! O..., quizá no. Quizá olvidaron que todo esto hay que hacerlo guardando las apariencias. Sin dar la cara. De otro modo. Con más estilo. ¡Como lo hacen los grandes, los poderosos!

Manuel miraba al infinito. Los ojos los tenía enrojecidos y las pupilas dilatadas. Nunca lo habían visto tan excitado.

Cerca de ellos unas palomas jugaban sobre el suelo. Revolotearon al pasar unos críos deslizándose sobre patines.

Manuel echó la cabeza hacia atrás, como si le doliera la nuca. Después se apretó los ojos con los dedos.

—Pero sí... Llegará el día en que esta humanidad será juzgada. Con un juicio justo. No será Dios el juez. No será como en los juicios de la tierra, donde alguien pronuncia unas palabras condenando o absolviendo. Será mucho más terrible. Mucho más real.

Manuel parecía fuera de sí. Luis y Pedro se miraron sobresaltados.

—Qué lejana está la idea de la muerte. Pero nada tan real y tan próximo. ¡Qué pocos la han aceptado! Es mejor olvidarla. Pensar en ella, tenerla presente, no interesa: habría que plantearse entonces otra forma de vida.

Se dirigió a Pedro y a Luis.

—¡Si yo les pudiera dar a entender a ustedes el secreto de la muerte! .... Miren. El Padre nos ama. El es el Ser, y El puede tener conciencia de sí mismo sin referirse a nada. El hombre, por analogía, por referencia a las cosas, a lo que le rodea, llega a tener conciencia de sí mismo. El Padre, por el contrario, tiene conciencia de sí y esa conciencia es su Hijo. Pero en su Hijo crea todas las cosas. Es como la luz blanca que se descompone en colores. Esos colores son la explicación de la luz. Como todo lo creado es la explanación, la explicación de la Conciencia del Ser, de aquel al que llaman Hijo... Sé que no llegan ustedes a comprenderlo. Intenten iniciar su comprensión... ¿Se imaginan un color del arco iris desligado de la luz...? El hombre, como expresión del Hijo, es libre. Pero tan terrible es su libertad que puede querer desligarse del Ser... ¿Se imaginan una rama que se desligue del tronco? La muerte parará el tiempo. El color que haya querido ser expresión de la luz, ¿cómo podrá seguir existiendo? La rama que quiso desligarse, ¿cómo vivirá?... ¿No lo entienden? Ustedes son conciencia del Padre. Son como los miembros del Hijo... Cuando la muerte les arranque del cuerpo, del lugar y del tiempo, su juicio será su misma vida. Porque si se han desligado, si se han cortado, están muertos. Si su vida sigue en comunión con el Ser, eternamente vivirán... Será un juicio terriblemente veraz... Mas a esta sociedad, ¿qué le importa todo esto? Comamos y bebamos que mañana moriremos... ¡Qué terrible verdad! Pero una muerte que no se pueden imaginar... ¡Y yo quisiera dar la vida porque comprendieran esto!

Se quedó unos minutos en silencio. Pedro y Luis lo miraban sin atreverse a distraerlo.

—Vámonos —, dijo al fin. — Estoy cansado.

Luis se despidió pensativo.

Pedro y Manuel llegaron a la casa. Pedro se echó sobre la cama y quedó profundamente dormido. Manuel se sentó con la cabeza entre las manos. En un reloj lejano sonaban las tres. Hacía calor.

 

XIII.- "Dejando sus redes..."

Pedro intentó localizar a todos los amigos para avisarles que acudieran a la reunión que Manuel había propuesto. Se verían a media tarde del sábado en un merendero que hay en las afueras de la ciudad. Se juntaron más de cuarenta entre mujeres y hombres. Había unido varias mesas bajo la sombra de los árboles en la explanada que rodea el merendero.

Les sirvieron bebidas y algunos platos de raciones variadas. Comían y bebían en silencio, pendientes de Manuel que se encontraba abstraído, con los ojos cerrados.

—Bueno, Manuel —, dijo Juan rompiendo el silencio. — Pedro nos ha dicho que te querías despedir... ¿Es que te vas...? Nos tienes en vilo... Pedro dice que has dejado el trabajo.

—Sí, es así. Y más que despedirme, quería invitarles a venir conmigo.

Se miraron todos con extrañeza.

—También es cierto que me he despedido del trabajo.

No he renunciado al trabajo: ahora es cuando voy a dedicarme a él por entero. Y quiero que ustedes hagan lo mismo... Porque el trabajo sólo tiene un significado y un sentido: trabajar es emplear las facultades y el esfuerzo por ir mejorando las condiciones de vida de las personas sobre la tierra. ¿Quién es trabajador...? No; la humanidad no es más que un hervidero de esclavos. La mayoría de las personas dedicamos nuestro esfuerzo y nuestra vida en servir los intereses egoístas de unos pocos. ¿En qué estamos colaborando? ¿En mayor bienestar económico? ¿En una humanidad más unida y mejor?... ¡Si el abismo entre pueblos y naciones es cada día mayor! ¿Qué estamos consiguiendo? ¿Encumbrar a los ya poderosos? ¿Enriquecer a los saciados...? ¿Y tenemos que colaborar esta injusticia para poder sobrevivir? ¿Para poder alimentar nuestra familia...? ¡Pobre humanidad! ¡Esclavos ciegos colaborando en la construcción de una trampa en la que perecemos todos los habitantes de este planeta! ¡Esclavos, pero no trabajadores!

—Manuel —, interrumpió una mujer: — No sé si te comprendo. Creo que sí. En teoría, es bonito... Pero, como tú dices, necesitamos del trabajo, tal como actualmente está planteado, para subsistir. Lo contrario sería engañarnos. Nuestros hijos pasarían hambre y ellos no tienen culpa de que el mundo esté mal. Los hemos traído a este mundo sin ellos pedirlo y por ellos hay que ser esclavos, si hace falta.

—Tus hijos no tienen la culpa de que tú los hicieras nacer porque ellos fueron quienes te eligieron a ti; pero tú si tienes de hacerlos a ellos también esclavos. Ten por seguro que quien dedica su esfuerzo por el bien de los demás, sin intereses egoístas, pasará calamidades, pero no carecerá de lo necesario. Ya sé que este planteamiento te resulta poco realista y da poca seguridad. Esa seguridad pretendemos encontrarla haciéndonos con dinero, situándonos... Es una lucha de locos, a mi manera de ver. Muy pocos, demasiado pocos, son los que dediquen su esfuerzo por una humanidad mejor. Estos no se sienten inseguros. Su seguridad está más allá de la acumulación de riqueza. Se sienten libres.

Le escuchaban atentamente.

—Lo que les pido es duro: abandonen sus empleos y dediquen su vida a hacer comprender a la humanidad entera el sentido de su existencia y su trabajo. Mientras el corazón de la persona no cambie radicalmente y llegue a ser libre, el cambio por el que el mundo camina terminará en el desastre, desastre que no está lejos. Y no teman: nada les faltará. No tendrán comodidades; no poseerán riquezas; les dirán que están locos; los poderosos les perseguirán y les destrozarán porque intentan dejarlos sin servidores de sus intereses. No será una vida fácil; ningún camino asfaltado: se lo advierto. Pero vivirán lo que es la verdadera grandeza del hombre y lo que se les descubrirá es algo tan maravilloso que sólo lo comprenderán al alcanzarlo... Es la decisión más importante de sus vidas: piénsenlo. Me reuniré en este mismo lugar con todos los que hayan decidido acompañarme, dentro de una semana exactamente, a esta misma hora.

Manuel se levantó.

—Hasta pronto.

Pedro corrió tras él. Los demás quedaron como clavados en la silla, sin capacidad de reacción.

Pedro y Manuel caminaron hasta su casa.

—Manuel, tú sabes que estoy de acuerdo con todas tus ideas. Yo opino que actuando como tú dices es la única forma de arreglar este mundo... Lo veo muy difícil. Dedicarme plenamente a esta tarea me resulta muy duro. No por mí, sino por mi familia. ¿Qué será de ellos...? Creo que mi mujer no lo comprendería: ella quiere tener una seguridad económica para nuestros hijos... Yo también... ¡Es un lío, Manuel...! Pero yo voy contigo.

Manuel se paró y puso sus manos sobre los hombros de Pedro.

—Pedro, ¿la naturaleza ha negado alguna vez el alimento y el vestido a los animales, a las plantas o a cualquier ser que viva sin violentarla con sus pretenciones egoístas? La vida termina en la muerte. Tu decisión te acarreará la muerte, ya que los poderosos terminarán contigo. Ellos también morirán, pero la de ellos será terrible. Tú habrás cumplido la misión que te movió a tomar tu cuerpo. Y tu muerte será tu verdadero nacimiento. Eso sólo ocurrirá cuando el Padre lo tiene decidido. Mientras, no les faltará lo necesario.

—Es duro Manuel. No acabo de comprender...., pero voy contigo. ¡No sé si es que estoy mal de la cabeza!

 

XIV.- "Pasando por medio de ellos..."

Dos días después del encuentro de Manuel con el director del banco, Antonio, el conocido de Manuel que se lo presentó, contaba en un bar de su pueblo la curación del hijo de D. Luis. Un grupo de hombres y jovenzuelos escuchaban con atención el relato.

Entraron en el bar dos jóvenes que se acomodaron junto a la barra. El camarero se encontraba oyendo el relato y acudió a servirles.

—¿Qué quieren tomar?

—Dos cervezas...

El camarero se movía con apuro, ya que no quería perderse detalle de la narración

—¿Qué están contando que tanto te interesa?

Miró a los dos de soslayo, evitando cruzar su mirada con la de ellos. Los conocía: uno era el hijo del intendente; el otro, un amigo de la ciudad que venía con frecuencia al pueblo. Ambos eran adictos a acudir a reuniones en casa del cura y sabía que no aceptaban a Manuel, al igual que otros muchos del pueblo.

—Nada: cosas que no les importa.

Les sirvió las cervezas y se fue de nuevo hasta donde estaba el grupo. Los dos jóvenes se acercaron también. No tuvieron paciencia para escuchar más de cinco minutos en silencio.

—¡Ja..., ja..., ja...! Dejen que me ría un rato.

Todos se volvieron hacia él. Era el muchacho de la ciudad.

—¿Qué pasa? —, se apresuró a decir el hijo del intendente abriendo los brazos. —¿Es que mi amigo no puede reírse de una historia tan graciosa?

Antonio se levantó de la silla.

—¡Si no les gusta, se van ustedes a la mierda! Nadie les ha llamado.

—¿Pero tú quién eres para mandarnos a nosotros? No eres más que un idiota amigo de ese subnormal de Manuel. Anda, hombre, siéntate y cuenta otra de él. Hoy tengo ganas de reírme.

—Te vas a reír un capullo. Tú eres un enterao y un chulo. Como a ti y a los de tu calaña Manuel les habla claro, por eso no lo tragan ustedes...

El hijo del intendente se abalanzó sobre Antonio golpeándole en la cara. En un momento se armó un revuelo de sillas caídas, agarrones y puñetazos. Los dos jóvenes quedaron tendidos en el suelo, con la camisa rota y chorreando sangre por la nariz. Antonio les propinó una patada en el costado.

—Largo de aquí, cerdos. No se metan más en lo que no les importa.

El acontecimiento en el bar fue comentado por todo el pueblo. Aumentó la tensión entre los partidarios y los enemigos de Manuel. Dos noches más tarde un grupo de ocho personas embozadas dieron una tremenda paliza a Antonio. Una noche después se organizó una batalla de pedradas y palos en una de las calles del pueblo, de la que resultaron varios heridos.

Con este ambiente enrarecido se presentó Manuel en el pueblo. Venía a comentar con sus padres la decisión que había tomado y a despedirse de ellos.

La madre le advirtió sobre la situación. Manuel no le dio mayor importancia.

Unos cuantos amigos de Manuel, al enterarse de que se encontraba en el pueblo, acudieron a saludarlo. Le pidieron que diera una charla a todos sus partidarios en casa de alguno de ellos, a puertas cerradas, por temor a alguna agresión de sus opositores.

—Daré una charla en el salón parroquial.

—¡Pero si don Andrés te odia...! El no te dejará hacerlo. El es quien ostiga a la gente contra ti. No puedes hablar a toda la gente: muchos, dado caso que pudieras utilizar el salón parroquial, acudirían para Dios sabe qué... Puede que te vapuleen —, le dijeron pisándose unos a otros las palabras.

—No busco partidarios. Lo que yo digo no tiene por qué ocultarse ni quedar entre unos cuantos. ¿Digo algo vergonzoso o malo? Ha de publicarse a los cuatro vientos y ha de llagar a toda persona que quiera oírlo y escucharlo. No hay por qué temer a nadie. Libre es quienquiera de aceptar mi mensaje.

—Don Andrés, tras dudarlo bastante, aceptó de no muy buen grado que Manuel utilizara el salón parroquial.

La charla de Manuel quedó fijada para el jueves a la caída del sol. Todos esperaron con inquietud a la vez que con impaciencia ese momento.

Desde un buen rato antes de la hora prefijada, en el salón parroquial no cabía nadie más. Los que habían conseguido asiento no podían apretarse más y los que estaban de pie se pisaban unos a otros. A pesar de la numerosa concurrencia sólo se oía un leve susurro, ya que todos hablaban en voz baja con la garganta oprimida por la incertidumbre de lo que allí pudiera ocurrir esa noche.

Al aparecer Manuel, todos callaron. Las miradas quedaron clavadas en él.

Manuel repasó su mirada sobre los presentes con ojos cargados de ternura. Todos eran conocidos y amigos.

—He querido reunirme con ustedes para darles a conocer mi mensaje de esperanza. Sé que cada uno tiene sus problemas. Sé que sufren día a día el peso del trabajo sin recompensa, el peso de la enfermedad, de la injusticia y la incomprensión. Que en el fondo de su alma estalla un sentimiento de rebeldía que les hace soñar con una sociedad más justa, una sociedad diferente. Yo les quiero mostrar el camino de su liberación y la de todo el mundo. Liberación que la humanidad conoció hace ya muchos siglos, pero que después ha ido olvidando. He venido a reavivar la chispa y hacer de nuevo realidad ese anhelo que clama con fuerza en el interior de cada uno de ustedes.

Desde el fondo del salón una voz potente lo interrumpió.

—¡¿Y tú quién eres, Manuel?! ¿Acaso no te conocemos? Y tú, a quien te hemos visto con los arapos pegados al trasero ¿vas a enseñarnos algo?

—¿Ustedes me conocen... ? ¿Saben calar, acaso, en lo profundo de cada persona? No, ustedes cosifican a cada uno de los que les rodean y su juicio es completamente frívolo. Con su conocimiento ustedes matan a todo el que creen conocer y nadie valdrá nada ante los ojos de ustedes.

Un estruendo de silbidos llenó la sala. Manuel se mantuvo en pie sin perder la calma. Un grupo de los que estaban sentados se levantó gritando con sorna que hiciera algún milagrito como el del hijo del banquero.

Manuel alzó los brazos. Poco a poco se acalló el tumulto.

—Ustedes no se merecen nada —, se limitó a decir.

El estruendo que siguió a estas palabras fue grande: unos silbaban e insultaban a Manuel y otros gritaban amenazadores a los primeros. En un momento se armó un revuelo de puñetazos y empujones. Las mujeres gritaban horrorizadas mientras intentaban salir a la calle. En poco tiempo el salón quedó vacío de personas a excepción de don Andrés, de pie en el fondo del salón con la sotana medio deshecha, y Manuel que permanecía delante, sin inmutarse.

—¿Esto es todo lo que tú sabes hacer...? ¿Armar líos?

Manuel no le contestó.

—Cuando te vayas apaga la luz y cierra la puerta—, le dijo el cura.

Se marchó. Al poco salió Manuel. La noche estaba obscura. Por la calle no se veía nadie, ya que todos, temerosos, se habían encerrado en sus casas. Aspiró profundamente el aire fresco de la noche. Caminó sin apuro por entre las callejas. De un portal salieron varias personas con las caras tapadas. Un farol iluminaba penosamente la calle. Los embozados, armados de palos y cadenas, rodearon a Manuel, quien se paró mirándolos fríamente.

—¿Qué quieren?

—¿No te lo imaginas?: hacerte unas cuantas caricias para aclararte el cerebro.

Se fueron acercando lentamente a Manuel.

—¿Tan pobre es su convencimiento y tan débil la «verdad» de ustedes que tienen que imponerla a golpes? Todo pensamiento grande tiene tal fuerza en sí que no necesita que nadie lo imponga por la fuerza. ¿Qué grandeza tienen las ideas que ustedes sirven?

Se abrió paso entre ellos y continuó hasta su casa. Sus padres lo esperaban preocupados.

—No se preocupen que no ha pasado nada... Vamos a la cama. Manuel partió del pueblo el sábado por la mañana. La mujer de Pedro fue a despedirlo. Tenía los ojos enrojecidos por el sueño y por el llanto.

—Manuel..., dile a Pedro que lo que haga me parecerá bien...

Me hubiera gustado decírselo personalmente... No les comprendo, pero tengo fe en ti, Manuel.

Manuel le abrazó con fuerza.

—Adiós, Isabel. Ojalá existiera muchas personas como tú. Pedro se alegrará.

El pueblo fue quedando atrás. Manuel cerró la ventanilla, se sentó y quedó dormido.

 

XV.- "En medio de lobos"

Al llegar a la ciudad, Manuel se dirigió al barrio en busca de Pedro. Allí estaba terminando de recoger los escasos efectos personales. Fueron a comer a un bar. Manuel narró a Pedro los acontecimientos del pueblo.

—¿Cómo ha tomado mi mujer la decisión de dejar el trabajo e irme contigo?

—Muy bien: ha reaccionado valientemente.

Pedro sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—He sido cobarde, Manuel. Yo no he tenido valor para hablarlo personalmente con ella. Ahora me avergüenzo. Ella es muy superior a mí.

Manuel puso la mano sobre su hombro.

—Ya está hecho así; no hay por qué lamentarse. Debes sentirte contento ya que todos no han tenido tu misma suerte con su familia.

Continuaron charlando hasta que se hizo hora de acudir a la cita.

Llegaron al merendero cerca de las seis. Les esperaban Juan y Andrés. Al poco tiempo llegaron Esteban, José y Elena. Esperaron un largo rato más. Al fin Manuel rompió el silencio creado por la tensión de la espera.

—Somos siete. No confío en que se nos unan más.

—Yo eso creo también—, dijo Juan. —He hablado con algunos y, aparte de los problemas que han tenido con sus familias, personalmente no se atreven a dar este paso. Opinan que es una solución absurda. No creen que se puede arreglar ni solucionar nada uniéndose a ti... Yo los comprendo: es una decisión difícil y obscura.

Manuel miró con ternura a sus amigos.

—No sólo es duro por lo que dejan ustedes, sino por lo que les espera. Muchos nos tratarán con desprecio y otros muchos nos insultarán y atacarán abiertamente. Se han unido ustedes a mí y por mi causa hallarán un día la muerte. Pero merece la pena. La humanidad entera gime oprimida deseando en su interior una sociedad nueva, pero segados por su ignorancia y por los engaños de los poderosos no hacen más que revolcarse impotentes en la inmundicia. Nuestra misión es enseñar el camino para esta nueva humanidad.

—Manuel—, interrumpió Elena. —Yo he pensado mucho sobre lo que nos dijiste aquí mismo hace una semana. he visto claramente que con mi trabajo actual sólo estoy consiguiendo acrecentar esta bola organizada por intereses egoístas de países poderosos y multinacionales sin conciencia. No sé si conseguiremos algo o no, pero siempre más que siguiendo como estamos. He roto con mis padres. No tengo hijos... Quizá por eso no me resulte tan penoso ir con ustedes. Pero si los tuviera, preferiría verlos morir que meterlos entre esta sociedad asquerosa sin más sentido para vivir que ganar dinero y mantenerse con vida... No sé si me explico...

Elena es una chica de 23 años, morena, de ojos negros y vivaces.

—Te entendemos, Elena, —aclaró Esteban. —Yo también he sufrido bastante estos días. Ha sido una decisión dura... Ahora debemos mantenernos apiñados y unidos. Un grupo diferente a una pandilla de locos.

Manuel le replicó con cierta dureza.

—¿Qué piensas arreglar con esa forma de pensar? No somos ninguna camarilla ni grupo cerrado; ni vamos en contra de nadie. Tenemos que sentirnos cada uno de nosotros como cualquier persona más de las muchas que habitamos este planeta. Nunca diferentes, sino viviendo entre ellos y compartiendo con todos. No podemos encasillarnos como grupo aparte. Ese ha sido el gran fracaso de la mayoría de los que han sentido la inquietud de mejorar la sociedad: se han recluido tras unos muros o bajo el nombre de una secta o una religión. Se han separado. En su subconsciente se han considerado buenos y a los demás que no eran ellos, a los componentes de la "plebe" sin encasillar, malos. Han simplificado el problema y han matado cualquier solución. No... Cientos de veces lo repetiré: somos como los demás, con la responsabilidad de ver más claro que ellos. Eso es una responsabilidad, no un privilegio. Viviendo entre todos hemos de ayudar. Amándolos, nunca considerándolos inferiores o peores. Hemos de luchar contra unas estructuras, no contra las personas. A veces hemos de hablarle con dureza: como un hermano a otro o como se reta a alguien a quien se ama.

José, hasta ahora pensativo, interrumpió a Manuel.

—Verás, Manuel... Hay algo que no encaja. Hemos de vivir entre todos, como tú dices, pero sin trabajar como ellos. Ya en eso somos diferentes... Y semejantes en nuestra actuación a la de los curas y otros que forman parte activa de sectas y religiones, cosa que tú no quieres. Este es el primer punto, para mí, nada claro.

Hablaba con parsimonia, pensando cada frase que decía.

—Segundo punto oscuro: ¿es nuestra meta conseguir que nadie trabaje a las órdenes de un jefe...? ¡Menudo caos económico! ¿Pretendes que volvamos a la sociedad de artesanos? Creo que el objetivo primordial del trabajo del hombre es que toda persona satisfaga sus necesidades vitales de alimento, vestido y vivienda. La técnica y la maquinaria son necesarias para conseguir estos objetivos. Son necesarias las empresas... Son necesarios unos jefes al frente de ellas... Eres bueno, Manuel. Te estimo demasiado. Pero en este punto no tienes las ideas claras... Andas bastante perdido.

Ahora todos miraban a Manuel. Manuel sonrió levemente.

—Agradezco tu crítica, José, pero no creo que ande perdido. No intento que no seamos diferentes en nuestro comportamiento y forma de vida. He dicho que vivamos entre ellos, no como ellos. Precisamente en nuestra diferencia está nuestra fuerza. No una diferencia estudiada o planeada. Si nuestro interior es libre y limpio, si nuestro amor es como nuestra sangre, nuestra actuación brotará diferente, como brota el fuego de las entrañas de un volcán. Verán que no ambicionamos el dinero; que no tememos a nadie, porque no tememos que nos reben, nos apaleen, nos insulten o nos maten; que consideramos a las personas sobre cualquier cosa... Nos verán diferentes y se preguntarán por qué somos felices si ellos no consiguen serlo.

—Con respecto a tu segundo punto oscuro —, continuó Manuel, —Creo que no he hablado de no trabajar sino de no ser esclavo. No os he dicho que no haya dirigentes, sino que no haya "amos". Los padres dirigen una casa, pero no por eso los hijos son esclavos. Un hijo será esclavo de los padres si éstos los utilizan para sus intereses personales y egoístas... Vean la diferencia. El mundo necesita producción de alimentos y bienes para el uso de cada habitante del planeta, no para que esa producción la manejen en su provecho lucrativo quien se ha nombrado amo de los demás. Ese es el sentido de nuestra lucha: liberar de intereses egoístas a todos, amos y esclavos. Una sociedad de humanos que se sienten compañeros, en la que los dirigentes viven su responsabilidad de ayudar y estar al servicio de aquellos a los que dirige...

Quedaron un momento en silencio.

—¿Y cómo empezaremos esta forma de vida? —, preguntó Pedro.

—Caminaremos y viajaremos de un lugar a otro, de uno a otro pueblo, de persona en persona. Formaremos un grupo ridículo ante la opinión de casi todos. Primero se reirán y cuando nos tomen en serio nos perseguirán... Será como caminar entre lobos.

 

XVI.- "¿También ustedes me quieren dejar?"

Se apearon en Andala bajo una intensa lluvia, precursora del otoño cercano. La terminal estaba apretado de personas y bultos en ambiente de inquietud, voces, apuros y tristeza.

Se abrieron paso penosamente hasta la salida del edificio de la terminal. Manuel se acercó a un grupo de hombres sentados en sus bultos de equipaje. Silenciosos, comían unos bocados y pasaban de uno a otro una botella de trago.

—¿Qué ocurre? —, les preguntó Manuel.

Los hombres lo miraron. La expresión de sus rostros era dura. Uno de ellos hizo una mueca con los labios y se limitó a decir que iban de vacaciones.

Rieron con sorna los demás y siguieron comiendo.

—Puede que sean estas sus vacaciones. Un viaje que hacen ustedes por vuestro gusto.

Ahora lo miraron con extrañeza. Tres de ellos se levantaron en actitud amenazadora. Pedro y los demás compañeros se acercaron a Manuel dispuestos a defenderlo.

—No piensen que estoy riéndome de su situación de emigrantes. Se ríen ustedes mismos. Emigran porque nunca han tomado en serio su condición ni su situación.

El más corpulento del grupo de emigrantes avanzó un paso levantando los puños.

—¡Y a ti que mierda te importa! ¡Quién te ha pedido tu opinión!

—Me importa porque el sufrimiento de ustedes es el mío. Y sé que la solución a su sufrimiento está en sus propias manos.

Las voces del emigrante atrajeron a numerosas personas. Una de las mujeres que se acercaron reconoció a Manuel. No pudo reprimir un grito.

—¡Si es Manuel!

El hombretón corpulento quedó estático contemplando a Manuel. Había oído hablar de él. Tenía interés por conocerlo. Ahora lo tenía ante si y lo estaba amenazando. Se sintió avergonzado. Le tendió la mano.

—Manuel..., perdona. No sabía que eras tú... He sido un grosero... Carlos Ortega, un amigo para que lo quieras.

—No tiene importancia, Carlos. Encantado de saludarte y conocerte.

—¡Es que te presentas diciendo unas palabras que escuecen...! Ya me habían dicho que eras un poco raro... Olvidado el percance, ¿de acuerdo?

Manuel sonrió.

Muchos de los emigrantes que ocupaban el andén habían oído hablar de Manuel. La noticia de que estaba allí en la estación de buses corrió de prisa. En pocos minutos la sala de espera se llenó de un gentío que se apretaba ansiosos todos de saludar o, al menos, ver a Manuel.

Una pareja de policías se apresuró a intervenir, temerosos de lo que podía ocurrir.

—No pasa nada —, les aclaró Pedro. —Somos todos amigos... No ocurre nada.

—Bien, pero váyanse a otro lado. Dejen libre la sala.

Los altavoces anunciaron que el bus con destino a la frontera saldría con más de tres horas de retraso. Un murmullo de protesta y gestos de desesperación acogieron la noticia.

—Vámonos a un cobertizo vacío que hay ahí al lado—, proclamó Carlos con su potente voz. —Allí nos dejarán tranquilos. Además, queremos que Manuel nos hable.

La curiosidad, el interés y la posibilidad de estar distraídos en la larga espera movieron a los presentes a reunirse bajo el cobertizo. Insistieron a Manuel para que les hablara.

Llovía con más intensidad. La lluvia repiqueteaba con fuerza sobre la techumbre de eternit del cobertizo. Manuel contempló a aquellos emigrantes acomodados sobre el suelo, fija la atención en él. Sintió compasión. Junto a la expresión de tristeza de sus rostros asomaba un gesto de súplica. Estaban pendientes de Manuel, como esperando que les diera la solución mágica para no tener que abandonar su casa, su familia y su tierra. Personas abandonadas cuya suerte poco importaba a los gobernantes y a los poderosos del país: un desecho.

Manuel sintió que la garganta se le apretaba.

—¿Qué esperan que les diga...? Yo quisiera decirles que vuelvan a sus casas porque no necesitan emigrar. Quisiera decirles que tienen trabajo; que sus hijos se alimentarán, vestirán y alimentarán como corresponde a cualquier persona... No sólo se lo podría decir, sino que mi palabra sería realidad.

En los ojos de los presentes brillaba una esperanza lejana.

—El Padre nos dio esta tierra para que nosotros la administráramos unidos en el mismo quehacer. Ha dejado el mundo en nuestras manos... ¿Qué hemos hecho de la tierra, entre todos? ¡¿Qué hemos hecho?! Un campo de batalla. Una cueva de ladrones y un refugio de cobardes. Un caos. Una concentración de locura e instintos particulares y egoístas.

Volvió a oírse la lluvia sobre la uralita.

Manuel cerró las manos y apretó los puños contra su frente.

—Quisiera que comprendieran lo que les quiero decir... ¿Qué buscan ustedes? Todo su afán se polariza en buscar bienes materiales para ustedes y los suyos..., ¿que son necesarios...?: sí, pero ahí se han perdido. Están en la miseria como personas... Si yo ahora, como por un milagro, pudiera solucionar todos sus problemas y no tuvieran que preocuparse más de buscar un trabajo para alimentarse y vestirse..., ¿qué harían? ¿A qué se dedicarían...? ¿A acrecentar más sus riquezas o a vivir lo más cómodos que pudieran...? Están ustedes vacíos. Buscan alimentar sus cuerpos pero su interior está raquítico. No son capaces de cambiar nada. Y yo les puedo dar la solución para su situación y la de esta sociedad.

—¡Dánosla! —, gritó Carlos.

—¡Dánosla! —, gritaron varios más de los presentes.

—Ustedes luchan por lo material y por eso se sienten y se portan como esclavos de aquellos que los poseen. Ustedes se arrastran ante los poderosos en riquezas porque desean eso que ellos tienen.

Y si otros poderosos, que se les aparecen como libertadores, les hostigan y les sienten apoyados por una gran masa, matan y aniquilan violentamente a los que ahora ostentan el poder pretendiendo rapiñar esas riquezas. Pero el final de ustedes será siempre el de esclavos porque no tienen fuerza interior. El interior de ustedes está raquítico, si no muerto. ¡Busquen un alimento para su ser como personas! ¡Háganse fuertes en su interior! Entonces cambiará su situación, porque cambiarán el mundo.

—¿Y con qué quieres que nos alimentemos? —, dijo una mujer.

—Cómanme a mí. Beban mi espíritu. Les pretendo comunicar la fuerza interior que hay en mí. Agárrenla y háganla carne de su carne. Cómanla y bébanla, sáciense de espíritu para que pongan en evidencia a esta sociedad que ya hiede de corrupción porque no tiene vida, no tiene alma.

Un numeroso grupo se levantó gesticulando con los brazos en alto. Uno de ellos vociferó:

—¡Vete a la mierda, Manuel! ¿Eso es lo que tienes que decirnos? ¡Nosotros queremos trabajo, no sermones!

—¿Qué les gusta que les diga? ¿Que sigan como van? ¿Que continúen en ese camino...? Sigan. Quizá alguno de ustedes se haga con dinero. Busquen trabajo donde se lo quieran dar. Y si encuentran algún puesto fijo en alguna empresa, aférrense a él para que nunca les falte un sueldo. Quieren seguir rodando en la misma ruleta de siempre... Y al final, la muerte.

—¿Y es que no vamos a morir de todas formas?

—¡No! Precisamente les hablo de eso: de no morir. La muerte es un tamiz en el tiempo de cada uno que deja pasar a la persona, pero no a sus bienes ni a la materia con él ligada. Es una continuación, no un final... Pero si ya están muertos, ¿qué va a continuar? Quien tiene vida sigue viviendo. Quiero que vivan siempre. Y el espíritu da la vida.

—O sea, lo que pretendes es que nos llenemos de espíritu y nos muramos de hambre—, comentó con sorna otro de los emigrantes.

Manuel balanceó la cabeza con tristeza.

—Si tuvieran vida en ustedes, no habría hambre. ¿Se imaginan una inmensa masa de millones de personas llenas de espíritu, libres, de los que no pueden aprovecharse la minoría que ahora los domina? No tienen que trabajar al antojo de nadie porque entre todos están creando riqueza y trabajo. Unidos todos. Ayudando. Poniendo cada cual sus cualidades. Organizados. Sin rencillas. Sin envidias. Sin servilismo... Es una auténtica revolución. Es una nueva Era. La nueva sociedad.

Los ojos de Manuel brillaban.

—¡Esa es la vida que quiero para el mundo! ¡Es la vida que yo les doy!

—¡Tú sirves para contar cuentos a los niños, Manuel! ¡Cuéntanos ahora el de la lechera!

Quien así hablo a Manuel se dirigió a los demás.

—¿Qué carajo hacemos acá? ¿No hemos oído ya bastantes imbecilidades? Vámonos a esperar nuestro bus.

Uno tras otro se fueron levantando con la desilusión pintada en sus rostros. Manuel quedó con los ojos cerrados. Cuando los abrió no quedaba nadie en el cobertizo: tan sólo sus amigos.

—Váyanse también ustedes si quieren. Quizá también ustedes piensan que estoy loco.

—¿Irnos, Manuel?—, dijo Pedro. —Si estamos contigo es porque sabemos que tienes la verdad. ¿Dónde quieres que vayamos, si pensamos igual que tú?

—Yo también voy contigo.

Manuel volvió la cabeza. Era Carlos.

—No te comprendo, pero sé que no vas equivocado. Vengo de vuelta de todo. Lo que tú dices es nuevo para mí... Me aventuro contigo.

Manuel le puso la mano en el hombro.

—Gracias, amigo.

Manuel se sentó en una caja mirando hacia fuera, hacia la lluvia.

—¿Vienes, Manuel?

—Váyan ustedes. Espérenme en el andén.

El bus que pasaba sacó a Manuel de su embeleso. Tras los vidrios empañados de las ventanillas se dibujaban las figuras apiñadas de los emigrantes. Poco a poco el bus fue adquiriendo velocidad y se perdió a lo lejos confundiéndose con las sombras del crepúsculo. Las lágrimas contenidas le cegaron por un instante. Suspiró hondo y se levantó para unirse a sus amigos, que le esperaban impacientes sobre el andén vacío.

 

XVII.- "Lo entregó a su madre"

Recorrieron una extensa región, como ya habían hecho antes de los acontecimientos de Andala, proclamando en reuniones cerradas y al aire libre su mensaje de libertad. Su paso por cada pueblo y ciudad provocaba un expectante movimiento de masas populares y diversidades de opiniones que las más de las veces terminaban en discusiones violentas y reyertas callejeras.

Las autoridades comenzaron a preocuparse, preocupación que se extendió hasta el gobierno central, en la capital. Se dieron órdenes de vigilar de cerca a ese tal Manuel y a sus seguidores, considerándolos fanáticos religiosos o locos revolucionarios de izquierda. Se alertó a los distintos puestos de policía para que estuvieran prestos a intervenir en caso de alborotos callejeros y detener a Manuel si la situación se tornaba complicada.

La prensa se interesó también por aquel grupo de hombres que comenzaba a ser noticia.

Manuel fue invitado a ser protagonista de un programa de televisión en el que eran entrevistados personajes célebres de actualidad. Concretarían más adelante la fecha exacta. Seguramente sería para la época de Navidad. Manuel accedió.

A finales de noviembre llegaron a una zona montañosa alta. El frío era intenso. Al anochecer avistaron una pequeña aldea arropada en un repliegue de la montaña. La única calle de la aldea estaba desierta. Llamaron a una puerta pidiendo alojamiento.

—¿Quiénes son ustedes?

—No tiene que temer. Hace frío y queremos pasar la noche bajo cubierto. Si tuviera usted un establo donde pudiéramos descansar...

El hombre, ya anciano, arrugado y enjuto, los miró con recelo.

—¿Quién llama, José? —, gritó desde dentro su mujer con voz cascada.

Sin esperar la respuesta se adelantó hasta el portón. Se detuvo un instante con una expresión a la vez extrañada y temerosa.

—¿Quiénes son?

—Son forasteros... Parecen cansados.

Pedro se adelantó a explicarle.

—Buenas noches, señora. No tema. Somos gente de bien...

Este de acá es Manuel... No sé si ha oído...

La boca desdentada de la vieja se abrió en una exclamación de alegría incontenida.

—¡Oh...! ¡Oh...! Pasen... ¿Pero qué haces, José...? No te quedes ahí atontado. Hazlos pasar.

Salió por la puerta a toda prisa para alertar a los vecinos. En un momento la casa de los dos abuelos se abarrotó. Conversaron con ellos hasta bien entrada la noche, alentados por el calor del fuego en la enorme chimenea.

Los viejos quisieron ceder a Manuel su cama, pero él se negó.

—Estos son como su cerro, comentó Manuel entes de dormirse. —Sencillos y recios, de corazón abierto a todos lo vientos. Su espíritu es libre y fuerte y la sociedad que forman se asemeja a aquella con la que soñamos. De ellos hay mucho que aprender.

Con las primeras luces del día despertó Manuel. Sus amigos dormían sobre el suelo, acurrucados en unas cobijas junto a la chimenea. Cuidando no despertarlos, abrió la puerta de la calle. El cielo se derrumbaba en agua. Al extremo percibió voces apagadas y personas que se movían con inquietud. Hundiéndose en la lluvia se dirigió Manuel con dificultad hasta ellos

—Buenos días... ¿Ocurre algo?

—Una niña ha enfermado mucho esta noche. Es grave, parece... No sabemos qué hacer. Con el tiempo así, es imposible trasladarla hasta el pueblo... Imposible que venga un médico... Se nos va a morir en nuestras narices.

—¿Saben lo que tiene?

—No se sabe... Estaba delicada.

—Llévenme hasta ella—, les dijo Manuel.

Por entre cobijas harapientas asomaba la cara congestionada de la niña. Los padres, sentados a los pies del camastro, con las manos entrelazadas, lloraban en silencio. Una mujer de avanzada edad humedecía la frente de la pequeña con un trapo blanco. Dos mujeres más rezaban en un rincón, medio ocultas en la penumbra de la habitación.

Manuel puso sus manos en los hombros de la pareja.

—¿Qué tiene su hija?

Lo miraron con tristeza.

—No sabemos... Se nos va... Se nos va...

La mujer rompió a llorar desahogando los gemidos contenidos.

Manuel se acercó hasta la niña. Puso la mano sobre su frente que ardía de fiebre. Se inclinó sobre ella para oir su débil respiración entrecortada. La destapó.

En esto penetraron en la habitación Pedro y Elena. Quedaron junto a los demás contemplando a Manuel, con el corazón sobrecogido por un extraño sentimiento.

Manuel tomó despacio a la niña en sus brazos. La estrechó con cariño contra su pecho y la besó.

—¿Quieres jugar conmigo?—, le susurró al oído.

La niña abrió los ojos. Contempló con sorpresa a Manuel y sonrió.

—Tómala.

Se la dio a su madre.

—Tengo hambre, mamá.

La madre miraba a Manuel y miraba a su hija sin acabar de comprender.

—¡Un milagro! ¡Un milagro! —, gritó la anciana que había estado humedeciendo la frente de la niña.

—No grites—, le ordenó Manuel. —Cállense.

—¿Quién eres tú...? ¿Quién eres...?—, le decía el padre consternado.

—No importa de momento quién soy. Levántate y ayuda a tu mujer. Tu hija tiene hambre.

Se dirigió a todos los presentes.

—No quiero que hablen de esto. Vayan a sus casas... No ha pasado nada.

Pedro y Elena quedaron perplejos. Salieron en silencio. No dijeron nada a los demás que estaban ya despiertos charlando con los dueños de la casa, ajenos a todo lo ocurrido.

—¿Dónde han ido ustedes con este tiempo, hijos?—, les dijo la anciana.

—Hemos..., hemos salido a buscar a Manuel... Ya pronto viene.

Cuando llegó Manuel desayunaron.

La lluvia había cesado de caer.

—Hemos de irnos—, les anunció Manuel.

—Están locos—, dijo el anciano moviendo la cabeza a uno y a otro lado. —No llegarán a ninguna parte... Se perderán o caerán a un barranco... No le hagan caso.

—Hemos de irnos, abuelo. Indíquenos el camino hasta el pueblo.

De mala gana les indicó cuidadosamente por dónde debían bajar.

—Que Dios les acompañe.

—Adiós... Gracias por todo.

 

XVIII.- "Como un grano de mostaza..."

Cuando cundió en la aldea la noticia de la enfermedad y curación de la niña ya Manuel y sus amigos estaban lejos, camino del pueblo más importante de toda aquella región.

Llegaron hasta un prado verde y descansaron junto al arroyo que lo surcaba.

Durante el camino Pedro y Adela contaron a los demás lo ocurrido por la mañana. Aprovecharon el descanso para hablar con Manuel.

—¿Cómo has podido curar a la niña? ¿Sabes medicina...? ¿O es un milagro...?

Manuel los miró sonriente.

—Ni una cosa ni otra...

—¿Quién te da ese poder?

—El mismo que se lo da a ustedes.

—¿A nosotros...?

Carlos soltó una carcajada.

—Mi poder son mis brazos... para trabajar o para golpear... Pero no sé de medicinas ni de curar a nadie. Se me murió un perro al que quería mucho, muerto a mis pies, y no pude hacer nada para curarlo. Me dijeron que había comido veneno.

Andrés intervino.

—Ojalá tuviera yo el poder que tú dices... ¡Qué más quisiéramos!

Manuel se entristeció.

—Ese poder está en ustedes; en toda persona. El Padre ha dejado el mundo en nuestras manos y también la fuerza para transformarlo y mejorarlo. Ha dotado de tal fuerza nuestra mente y nuestro espíritu que con un mínimo de ella ve trasladar, con sólo quererlo, esta montaña de sitio. La humanidad ha admirado siempre los milagros como una obra de Dios, como una fuerza sobrenatural que viene de fuera, sin comprender que esa fuerza de Dios está dentro de nosotros, de cada uno. Muy pocos lo saben y menos aún quienes lo comprenden. ¿Cómo se lo explicaría...? Suponte Elena, o tú Juan..., uno cualquiera de ustedes: supónganse que su padre les dejara al frente de unas tierras o una fábrica cercana a su casa. El vive lejos, en otro pueblo. Ustedes, para cualquier decisión que vayan a tomar, le consultaran por teléfono. Para cualquier gasto le piden plata. No hacen nada sin él. Pero un día él se cansa y les reta duramente porque no le han comprendido: él les ha dejado a ustedes al frente de esa propiedad y quiere que ustedes mismos decidan, que ustedes hagan y deshagan, que sean ustedes los que administren... El les ha dejado su autoridad, su fuerza... Si llegan a comprender que tienen esa fuerza de él y que se la ha dejado con amor, se sentirán fuertes y serán capaces de actuar como él actúa... Les estoy hablando de fe, que no es decir sí a algo que no se entiende, sino apoyo en el Poderoso para sentir su fuerza en nuestro interior y transmitirla a los demás. Es madurar su espíritu que está en nosotros y que ahora tenemos olvidado, tapado y totalmente inmaduro...

Miró hacia un cerro, cuya cumbre cubrían las nubes.

—Más adelante irán comprendiendo todo esto.

 

XIX.- "Murmuraban de él..."

Caminaron hasta el pueblo. Los edificios de piedra daban idea de la importancia que en años pasados tuvo la ciudad, centro de toda aquella región. La emigración hacia los núcleos más habitados del país había dejado al pueblo sin mano de obra y sumido en la pobreza. Los habitantes, aún numerosos, vivían escasamente de la agricultura y la ganadería. La falta de trabajo constituía una plaga que consumía a las familias.

Los días que Manuel permaneció en el pueblo no descansó ni de día ni de noche, acosado por una muchedumbre que buscaba en Manuel una solución endémica situación. Muchos quedaban desilusionados ante la insistencia de Manuel de que la solución estaba en sus manos, en su interior. Buscaban en Manuel a un líder que les diera la fórmula mágica, que pensara por ellos.

—Nunca cambiarán nada—, les decía Manuel. —Tienen que pensar por su propia cabeza; tienen que esforzarse cada uno. No amparen su pereza en la solución que les pueda dar otra persona. No sean masa amorfa que baila al son de las palabras de los ambiciosos de poder.

Los líderes de los partidos políticos de izquierda le atacaban duramente, pues eran amigos de atajar la violencia con violencia y la postura de Manuel les resultaba conformista.

Funcionaba en el pueblo una fábrica de cierta envergadura en la que se industrializaban algunos productos agrícolas. El dueño de la fábrica era un ricachón de noble familia, metido en política. Se aprovechaba de las circunstancias: pagaba sueldos miserables y despedía o admitía a su antojo. Su influencia era grande entre los medios políticos y militares del pueblo. Las denuncias que algún sindicato había formulado contra él por abusos y repetidos incumplimientos de las ordenanzas laborales, fueron ignorados. Era odiado por casi todos.

La noticia de que ese tal Manuel junto con su grupo de amigos estaba en el pueblo, le alegró. Había leído sobre ellos en el periódico. Había tenido noticias de sus "extravagancias" y de su influencia sobre la gente humilde. Deseaba conocerlo por curiosidad y por el interés de captarse a Manuel y conseguir, con su medio, votos populares para las próximas elecciones. Lo invitó a su casa a comer. También invitó al intendente, jefe de policía, directores de banca y otros capitostes. Tanto partidarios como enemigos de Manuel esperaban que éste rechazara la invitación. Pero Manuel accedió a comer con ellos.

Los comentarios entre la gente del pueblo fueron condenatorios de la decisión de Manuel. Le atacaron con dureza.

—Eres un sinvergüenza—, decían. —¿Con quién estás...? No eres más que un buscavidas, un cepillo... Sólo por decencia y por respeto a todos los trabajadores de este pueblo tenías que haberle escupido en la cara cuando te invitó.

Lo dejaron sólo.

—Qué incomprensión la de esta humanidad—, dijo a sus amigos. —Divididos en clases y bandos entre los que el diálogo único es el odio y el desprecio, pretenden que nosotros nos dividamos y tomemos partido. Mi único partido es el hombre, sea quien sea. Y este hombre, con todo su dinero y su influencia, es quien necesita más ayuda. Está podrido. Difícil solución tiene. Me da pena... No puedo abandonarle.

A la mañana siguiente fueron a la terminal para tomar el bus hasta el próximo pueblo, distante unos cuarenta kilómetros. El ricachón acudió a despedirlo.

—Pensé que eras otra clase de persona y quise aprovecharme de tu influencia sobre la gente—, le confesó a Manuel. —Estaba equivocado, perdona... He caído en la cuenta de que debo cambiar en muchas cosas.

—Creo que tienes muchas cosas que explicar a los habitantes de este pueblo... Y mucho que devolver.

—Sí, lo sé...

Apretó con fuerza la mano de Manuel antes de subir éste al bus, y permaneció en el andén hasta que el tren traspuso en los repliegues de la sierra.

—Ha valido la pena, aún a costa de la enemistad de todo el pueblo—, comentó Manuel.

Permanecieron en el nuevo pueblo varios días y visitaron algunos más antes de la fecha en la que debía aparecer en televisión, que había sido concretada para el cinco de enero.

 

XX.- "Él me entregó el mensaje que yo debía dar"

La expectación en todos los estamentos sociales del país ante la anunciada entrevista a Manuel, era enorme. El realizador del programa, ante la esperada audiencia masiva, había preparado con esmero todos los detalles de la entrevista, en directo, preparada a forma de mesa redonda. Habían sido invitados para formar esta mesa redonda un político, un obispo, una periodista, un empresario y un joven universitario.

Presentó a Manuel y a sus interlocutores y dio paso al diálogo.

Abrió fuego la periodista.

—Manuel, de usted y su grupo dicen por ahí muchas cosas: que es usted un extravagante con deseos de notoriedad; que es un buen hombre pero con los pies y la cabeza en las nubes; que son unos insatisfechos; unos tarados mentales; que son los libertadores del pueblo, no sé de cuál... En fin, un largo etcétera que sería prolijo enumerar. ¿Podrías, y perdona que te tutee, definirte ante los teleespectadores?

—Cada cual emite un juicio sobre sus semejantes de acuerdo con sus propios intereses. Mis obras y mi vida son mi juicio: son suficientes.

—No has respondido a mi pregunta.

—Creo que sí; no tengo que añadir nada más.

Tomó la palabra el empresario.

—Entre medios populares se afirma que ha obrado usted milagros y que es un enviado de Dios. Yo respeto esa creencia, para mí fruto de la incultura de nuestro pueblo. Estamos en el siglo XX... Aunque no soy quien para hablar de estos temas teniendo aquí entre nosotros a un obispo.

El mencionado obispo esbozó una sonrisa y permaneció callado. Conocía a Manuel y temía que se disparara con alguna incongruencia, como lo hizo en el retiro de sacerdotes.

—Sus ataques—, prosiguió el empresario, —contra los dirigentes del país y dueños de empresas no creo que sea propio de ninguno de esos enviados de Dios que dicen, sino de un agitador poco inteligente... ¿Qué pretenden ustedes, los llamados líderes de los partidos políticos de izquierda? Esa actitud sólo pretende producir un caos económico. Han pasado los tiempos de la lucha de clases. El proletariado que Marx invocaba no encaja ya en nuestros días... ¡Cuántos trabajadores viven mejor que muchos patronos! Es hora de levantar entre todos nuestra difícil economía, no de poner más impedimentos... Son muchos los pequeños y medianos empresarios cuya actitud es de héroes intentando aguantar sus negocios por no poner a sus trabajadores en la calle...

Manuel lo miraba fijamente. Permaneció en esta actitud después de que su interlocutor terminara de hablar.

—¿Es que usted cree que no llevo razón?

—Aquí no hay partido político alguno. Mi único partido es la persona. Cada mujer, hombre o niño es la razón de mi vivir. No lucho contra nadie. Ni me considero ni soy enemigo de nadie. Ataco la manipulación de la persona y quien se haya sentido atacado por mis palabras será porque manipula a las personas en su propio provecho.

—No, usted ataca por sistema a los que usted llama ricos con desprecio, que son precisamente quienes están impidiendo que el país se hunda y haya más gente sin trabajo de la que hay—, le replicó el empresario.

Manuel lo miraba fijamente.

—Se está usted ensalzando a la categoría de héroe y salvador de la nación y del pueblo.

—Yo no. Hablo en general de los empresarios.

—Entre los que usted se encuentra, por supuesto. No valore como heroicidad el afán de enriquecerse. Ni se crean ustedes benefactores por tener trabajadores en sus empresas: los tienen porque los necesitan para "sus" negocios. Recalco "sus", porque ese afán individualista y posesivo es el que los mueve. Si pudieran prescindir de ellos lo harían y les importaría bien poco la suerte que ellos y sus familiares pudieran correr. En el fondo se alegrarían si todos desaparecieran de la faz de la tierra y quedaran ustedes solos ayudados por robots programados a su antojo.

—Es injusto su juicio, Manuel. Puede que existan empresarios como los que usted describe, pero no son todos.

—Descubrámonos, pues, ante esos, si es que hay.

—O sea, que según usted no estamos haciendo nada—, le dijo airado el empresario. —Usted se alegraría de lo contrario: de que nosotros desapareciéramos y quedara la tierra poblada por trabajadores. Usted alardea de pertencer a ningún partido y está decantando claramente por el comunismo. Queda claro...

—Ustedes no sirven para nada en bien de la humanidad porque no son motor ni causa de nada, sino simples consecuencias.

—Aclárese, porque si no ninguno vamos a entenderle.

—Ustedes no son culpables del desastre social que sufrimos. La culpa es de esa masa que hace posible su existencia. Ellos son los culpables: el pueblo, los trabajadores, que son egoístas, ambiciosos, envidiosos, cobardes... Su cobardía y su miedo hacen posible que exista quien se aproveche de ellos para su interés. Y nunca podrán salir de esos vicios porque son incultos, incapaces de tener ideas propias, incapaces de pensar con seriedad y analizar los problemas. Si salieran de su incultura cambiarían sus planteamientos y entonces ustedes, los espectros de esa gran mayoría de humanos, no podrían continuar con sus privilegios. ¡Por eso velan con todo cuidado para que el pueblo no sea capaz de pensar! Cuidan de que siga en su ignorancia haciendo creer, junto con los políticos, que desean que el pueblo tenga cultura. Hacen obligatoria la enseñanza de los niños..., ¿pero qué les enseñan? Desde luego, no a ser personas y mucho menos a ser libres. ¿Y qué papel ha jugado la Iglesia?—, dijo dirigiéndose al obispo. —El mismo; obcecar y dominar las conciencias para poder existir como casta privilegiada. No han luchado para que el hombre sea libre, sino para esclavizarlo aún más. Ustedes junto con ellos, los poderosos en dinero, ¡malditos sean!

—¡Usted es un grosero!—, gritó el empresario.

El moderador pidió calma y a Manuel, en concreto, que no ofendiera a nadie.

El obispo permanecía callado con una sonrisa nerviosa en los labios.

El empresario se retrepó en el sillón mascullando palabras ininteligibles.

—Estoy con usted, Manuel—, dijo el universitario. —Creo que los jóvenes comulgamos con muchas de sus ideas y un buen puñado de ellos estaríamos dispuestos a seguirle.

—¿A seguirme a mí...? ¿En qué? El gran fallo de ustedes es que no hacen más que seguir. En una sociedad podrida han nacido podridos ya ustedes. Ustedes, que deberían ser semilla nueva, no son más que carne de cañón de los estamentos que estos señores representan.

Señaló con la mano al resto de interlocutores.

—Quieren ser libres—, prosiguió, —y son los perrillos falderos de capitalistas, políticos e ideológicos. ¿A quién van a seguir que no hayan seguido ya? Ustedes se creen libres porque se drogan o porque actúan y hablan de forma diferente, o porque rompen las formas sociales... ¿Sueñan con ser libres...? ¿No se dan cuenta de que son el cebo de intereses de multinacionales? ¿No se percatan de que les están utilizando? ¿De que serán devorados...? En ustedes, los jóvenes, radica la principal fuerza de cambio y revolución de estas estructuras podridas. Luchen contra la podredumbre, pero no tragando basura a boca llena. Serán libres cuando no teman. Cuando a la injusticia opongan justicia; cuando a la ambición opongan despego...; cuando su actuación hagan imposible la existencia de quienes están enriqueciéndose a costa de ustedes y por su medio... Dejen de seguir a nadie y sean ustedes mismos. Si ustedes no renacen, ¿quién será capaz de hacerlo? ¿Quién cambiará esto? ¿Los políticos, acaso?: estos son unos sinvergüenzas.

—¡Mida sus palabras!—, vociferó el político.

—Midiéndolas estoy y con medida exacta: aprovechados, inmorales, injustos, opresores de la persona...

El obispo no pudo permanecer en su mutismo.

—¡Usted no tiene derecho a injuriar a nadie!

—¡Ni usted, con los suyos, a dominar en las conciencias ni a trastocar los valores de la persona, ni a presentar ante el mundo como santones cuando son sádicos, hipócritas y repletos de veneno en su corazón. Se creen amparados por el Poderoso y el Poderoso, como ustedes llaman, está cansado de ustedes...

El programa se interrumpió en este momento. Lanzaron a las ondas acordes de música y una presentadora anunció a los teleespectadores que por causas ajenas totalmente a su voluntad se veían obligados a interrumpir esta interesante entrevista.

El director del programa fue destituido de su cargo.

 

XXI.- "¿Ves a esta mujer?"

Anunciaron a los componentes de la mesa redonda que el programa había sido suprimido a causa de un fallo técnico. Manuel se levantó y salió del estudio escoltado por sus amigos y parte de los invitados como espectadores directos. Caminó aprisa por los pasillos y bajó hasta la planta baja. Fuera del edificio lo esperaba un grupo numeroso de personas. Al verlo aparecer por la puerta, unos prorrumpieron en aplausos y otros en insultos. Rodearon a Manuel haciéndole casi imposible caminar. Una mujer se abrió plazo a duras penas hasta colocarse próxima a Manuel.

—¡Manuel!—, gritó.

Manuel reconoció a María, la prostituta con la que habló en el bar. Se dirigió hacia ella y le tendió la mano. María se abrazó a Manuel con fuerza mientras lloraba.

—Manuel..., Manuel... He deseado tanto verte...

María era conocida por muchos de los presentes. Sabían que había sido prostituta y había estado envuelta en un escándalo que dio que hablar en la ciudad. Hacía tiempo que no habían oído de ella ni se le había visto en público. Ahora, al verla abrazada a Manuel, algunos silbaron con desprecio y llamaron a Manuel "putero" y "sinvergüenza". Manuel se encaró con ellos.

—Ustedes han venido movidos por la curiosidad, por la simpatía o la animadversión que me tienen. Pero la única que de verdad ha mostrado amor por mí es esta mujer. Nunca podrán comprender lo que el amor de esta mujer significa porque ninguno de ustedes ha pasado por su situación y porque su corazón podrido pudre cualquiera de sus ideas.

—Vengan todos a mi casa, Manuel... Tengo miedo de que te ocurra algo—, dijo María.

—No temas... Pero sí, acepto tu ofrecimiento.

Llegaron hasta una parada de bus y subieron al primero que se detuvo en ella, escapándose de esta forma a la multitud que les rodeaba.

—Esta línea no pasa por mi calle, pero nos deja cerca.

Bajaron en un barrio extremo y anduvieron hasta la casa de María.

—Pasen todos... Les prepararé algo de cenar.

El salón de la casa tenía poca amplitud.

—Ahora les traigo sillas... Es pequeño, pero acomódense lo mejor que puedan.

Elena y Andrés ayudaron a María a preparar la cena. Una vez servida en la mesa, se sentaron todos alrededor de ella. Manuel presentó a sus amigos a María, quien sonreía feliz.

—Desde que nos vimos, Manuel, han pasado muchas cosas en mi vida—, comentó María. —Lo que me dijiste en aquel bar me llegó muy hondo y me hizo pensar. Decidí abandonar mi forma de vivir y eso me trajo muchas complicaciones, especialmente con el hombre con el que convivía. He recibido muchas palizas... Quise buscarte, pero nunca supe por donde andabas. De vez en cuando tenía alguna noticia tuya a través de los periódicos... Me alegré mucho al enterarme de que venías a televisión y te estaba esperando fuera para cuando salieras. No sé ni lo que has dicho, aunque me hubiera gustado enterarme... Pero preferí esperarte en la calle.

—No le han dejado decir mucho—, le aclaró Juan. —Han cortado el programa, pues Manuel dijo palabras que escocían.

—Quizá fuiste un poco duro—, dijo José.

—A veces hay que serlo... Por todos corre la misma savia; todos somos expresión del Amor, del Ser, y quisiera dar mi vida por restablecer esta comunión de Ser y de Amor, y tengo que ser duro con cualquiera que pretenda romperla y aniquilarla.

—Me gustaría ir con ustedes.

—No, María: quédate aquí como testimonio de Amor y de nuevo nacimiento. Tienes mucho que hacer en esta ciudad. Nosotros marcharemos mañana a la Capital en donde nos esperan días amargos.

Charlaron durante toda la noche. De madrugada marcharon hacia la estación para tomar el tren que los llevaría a la capital de la nación. Mientras aguardaban paseando por el andén, un periodista los reconoció y se acercó a Manuel. Manuel respondió pacientemente a todas sus preguntas.

Una vez que se hubieron marchado, el periodista alertó a los de la Capital comunicándoles que Manuel y su grupo arribaría a ella en el tren de media tarde.

 

XXII.- "Le salió al encuentro el gentío..."

La gran ciudad es como un monstruo de muchos miembros que se agita en convulsiones desacompasadas, irracionales e improductivas. Las células que lo componen son insensibles a cualquier acontecimiento ajeno a su agitado y, a la vez, monótono devenir.

El día amaneció frío y diferente. Los días de fiesta alteran el sistema nervioso de la gran urbe, la hipotensan, y en el ciudadano, deshipnotizado de su quehacer diario, aparecen algunas terminales sensibles de su espíritu. El programa televisivo truncado de la noche anterior había sacudido además, en cierta manera, su apatía síquica. Quizá fueron éstas las causas que movilizaron a la ciudad cuando las emisoras del radio dieron a conocer la llegada de Manuel.

Un gran gentío se apretaba en el andén, en las salas y en las afueras del edificio de la estación al que debía llegar el tren en el que viajaba Manuel. Cuando éste apareció en la puerta del vagón, aclamaron su nombre en un griterío ensordecedor. Le abrieron paso hasta la salida que da a la plaza. Allí el espectáculo era impresionante: decenas de miles de personas alzaron los brazos e hicieron estallar el aire con sus aclamaciones a Manuel. Pedro, Juan, Elena y el resto de amigos se sentían desconcertados a la vez que halagados por este recibimiento. Pensaron que su destino comenzaba a ser halagüeño y daban por bien pasadas las anteriores calamidades y sinsabores.

Avanzaron lentamente, apretados por la multitud. Los más cercanos a Manuel pugnaban por tocarlo o estrechar su mano.

El habitante de la gran ciudad no cree casi en nada que no puede alcanzar con sus medios o sus sentidos. Pero su mente es infantil y quiere hacer tangibles y variables las fantasías, como contrapeso a la monotonía de su existencia. De la persona de Manuel habían formado en su imaginación un mito. Ahora lo tenían delante. Una vez que lo vieran y lo tocaran se desmoronaría ante sus ojos y después fabricarían otro nuevo ídolo.

Manuel saludaba a todos. Avanzaba penosamente entre la multitud enfervorizada.

Por una de las calles que bajan hasta la plaza apareció un numeroso grupo de jóvenes y hombres corriendo en tropel. Arremetieron contra la multitud con porras, cadenas y botes de humo. En un momento se produjo una desbandada y una batalla de golpes brutales. La policía, que se encontraba a la expectativa, intervino. Un puñado de hombres arrastró a Manuel para ocultarlo en alguna casa vecina, pero éste se negó. En quince minutos la plaza quedó desierta. Tan sólo permaneció de pie, en el centro, Manuel, y decenas de personas heridas tendidas sobre el pavimento. Llegaron varias ambulancias haciendo sonar sus sirenas.

Un teniente de la policía, acompañado por varios números, se dirigió hacia Manuel.

—¿Es usted Manuel?

—Sí, soy yo.

—Acompáñenos.

Manuel extendió los brazos uniéndolos por las muñecas.

—No creemos necesario esposarle. Acompáñenos.

Fue conducido a un coche celular. Lo llevaron a una comisaría.

 

XXIII.- "Acordaron... darle muerte"

La entrevista a Manuel se había realizado en los estudios de la ciudad de provincias en la que Manuel comenzó su actividad. Sin embargo se televisó para todo el país, en conexión con la red nacional.

Uno de los que vieron el citado programa era dueño de una extensa cadena de negocios y mantenía un puesto político elevado. Las declaraciones e insultos de Manuel le habían indignado en extremo. Esa misma noche, desde su despacho privado, telefoneó a otro personaje influyente dominado por él y hombre de confianza.

—¿Has visto el programa?

—Sí..., ha sido indignante.

—No hagas comentarios por teléfono. Quiero verte en el café Polar mañana a las nueve. Alguien se está volviendo peligroso y conviene que le tapemos la boca.

—Entiendo.

—No conviene hablar más. Mañana concretaremos.

 

XXIV.- "Expiró"

Durante toda la tarde y toda la noche a partir de la detención de Manuel se produjeron brotes de violencia en diferentes puntos de la gran ciudad. El Ministro del Interior convocó a los miembros de su gabinete para estudiar la situación y dio órdenes para que mantuvieran a Manuel en prisión hasta la celebración del juicio. Desde el gobierno se presionó para que el juicio tuviera lugar en el plazo más breve posible.

Aunque se mantuvo el más estricto secreto sobre la comparecencia de Manuel ante el magistrado, un grupo de personas aguardaban ante el palacio de justicia desde horas antes de celebrarse la audiencia.

Se mantenían a cierta distancia, dispersos en pequeños núcleos, por temor a la policía. Los padres de Manuel se encontraban entre ellos; también María, Pedro, Carlos y Elena, además de trabajadores, simpatizantes y curiosos. Los restantes amigos de Manuel no tuvieron valor para presentarse, ya que temían replesalias contra ellos como amigos más cercanos de Manuel.

Manuel llegó en un coche de policía y bajó, esposado, escoltado por dos de ellos.

—¡Manuel!—, llamó su madre.

Manuel volvió el rostro y sonrió a sus padres.

—No se preocupen, les dijo.

Sólo dejaron entrar en la sala a sus padres y a cuatro o cinco personas más. Un policía conminó al resto para que se disolvieran. Pedro permaneció junto a la puerta.

El fiscal acusó a Manuel de agitador y de desacato maniefiesto y público a la autoridad. Pidió para él la pena de tres años. Varios testigos confirmaron que Manuel había hostigado al pueblo a revelarse y a usar la violencia contra el gobierno y contra los empresarios. Adujo, como prueba concluyente, las palabras de Manuel en televisión que fueron oídas en todo el país.

El abogado de oficio que defendía a Manuel argumentó que su defendido jamás había propugnado la violencia, sino todo lo contrario. Llamó a Manuel para tomarle declaración.

—El señor fiscal pretende, y usted lo ha visto, Manuel, que usted ha publicado e incitado a la violencia. Ha esgrimido pruebas que ha primera vista pudieran parecer concluyentes, y por eso quiero que usted mismo exponga la verdad de sus ideas y el auténtico significado de sus palabras.

—Jamás he ocultado mis palabras ni mis hechos. Creo que el señor magistrado, como todos los presentes, saben que he defendido a la persona por encima de cualquier cosa, ideología, religión o ley. Es su problema si mi forma de pensar o mi vida les resulta subversiva o violenta.

—¿Pero usted desea la violencia?

—Depende cómo se entienda esa palabra.

—Responda claramente a lo se le que pregunta—, le dijo el juez.

—No puedo responder de otra forma. No puedo reducir mi respuesta a sí o no, porque es múltiple el significado que cada persona puede dar a una palabra.

—Pero Manuel—, le dijo el abogado, —exponga someramente cuál es su doctrina.

Manuel permaneció callado.

—Conteste al abogado—, le ordenó el juez.

Manuel persistió en su mutismo.

El abogado defensor levantó los brazos en gesto de desesperación y se dirigió al magistrado.

—Señoría, con su venia he terminado mis preguntas.

—Un momento—, dijo el fiscal. —¿Puedo interrogar al acusado?

El abogado defensor y el magistrado dieron su venia.

—Usted, Manuel, dice que defiende a la persona. Dejando aparte su postura un tanto altruísta y pasada de moda ya que cada uno tiene la suficiente autonomía y capacidad para defenderse él sólo, ¿puede decirnos de quién los defiende?

—Defiendo a cada uno de sí mismo: de su egoísmo, de su raquitismo, de su estrechez de espíritu, de su cobardía... Pretendo que cada persona nazca de nuevo y sea un nuevo ser capaz de revolucionar las estructuras que nos oprimen.

—O sea, que usted es partidario de la revolución.

—Si lo quiere llamar así, está en lo cierto: una revolución desde las raíces del ser. La única revolución eficaz y explosiva que removerá a la sociedad desde los cimientos.

—Ya lo han oído de su propia boca: creo que su pensamiento ha quedado manifiesto—, concluyó el fiscal.

Mientras acontecían en la sala los hechos descritos, Pedro paseaba nervioso junto a la entrada. Un policía ordenó retirarse.

—Un momento—, le dijo a Pedro antes de que se apartara. —Tú eres uno de los del grupo de ese Manuel, ¿verdad?

—¡Váyase al diablo...! No tengo nada que ver con ése; yo estoy aquí por otro asunto...

—Bueno, sea lo que sea, váyase a pasear a otro lado.

Pedro se alejó.

No mucho rato después percibió cierto revuelo de personas y vio aparecer a los padres de Manuel y al resto de las personas que habían entrado como oyentes al juicio. Se aproximó con recelo. Apareció Manuel sobre la escalinata custodiado por los dos policías. Se detuvo un momento. Miró a su alredor, miró a Pedro y luego levantó los ojos hacia los edificios circundantes como esperando algo. De repente la mandíbula se le desencajó y brotó un chorro de sangre de su boca. Cayó al suelo fulminado por el disparo: la bala le había entrado por una sien y le había salido por la mandíbula inferior opuesta, destrozándosela.

La madre de Manuel lanzó un grito de angustia.

Pedro se tapó la cara y huyó llorando desesperadamente.

 

EPÍLOGO

Manuel se presentó ante El Amor.

—Ya estoy de vuelta.

—¿Cómo te ha ido? ¿La humanidad te ha acogido bien?

—No han querido oírme, fuera de unos cuantos... Me han asesinado considerándome un estorbo a sus sucios manejos.

—¡Destruye a la humanidad!—, dijo el Mensajero dirigiéndose al Amor.

—Eso nunca—, replicó Manuel. —Soy uno de ellos y si los destruyes me destruyes a mí.

Manuel se puso triste.

—¿Qué te ocurre?—, le preguntó El Amor.

—Lo que temo es que ellos mismos se destruirán y aniquilarán en una hecatombe espantosa, sin precedentes en el Universo.

—Pero te han matado—, protestó el mensajero, —y de todas formas se van a aniquilar entre ellos.

Manuel sonrió.

—Los dirigentes, obcecados por sus intereses, puede que provoquen una hecatombe. Pero ya no podrían destruir la Vida, mi Vida que ha quedado para siempre allí. Mira cómo nacen por todas partes personas nuevas: ya es una fuerza imposible de ser aniquilada.