Miguel Ángel Asturias

Leyendas

 

Miguel Ángel Asturias nació en la ciudad de Guatemala en 1899.

Estudió Derecho en la Universidad de su país y luego prosiguió estudios de Historia y Antropología en La Sorbona de París entre los años 1923 y 1926. Allí recibió influencia del poeta André Bretón.

En 1930 publicó las "Leyendas de Guatemala".

En 1933, ya en su país, publicó "El Señor Presidente" que lo ubicó entre los mejores escritores de Latinoamérica. Escribió poesías pero su obra fundamental es la novela.

Actuó en la vida política de su país, y fue embajador en México, Argentina y El Salvador y posteriormente en Francia. 

Recibió varios premios por su obra literaria, y en 1967 le otorgaron el Premio Nóbel de Literatura, galardón que sólo había recibido en Latinoamérica Gabriela Mistral en 1945.

Falleció en Madrid en 1974.

 

 

Leyendas del Sombrerón

El sombrerón recorre los portales...

En aquel apartado rincón del mundo, tierra prometida a una Reina por un Navegante loco, la mano religiosa había construido el más hermoso templo al lado de la divinidades que en cercanas horas fueran testigo de la idolatría del hombre—el pecado más abominable a los ojos de Dios—, y al abrigo de los tiempo de montañas y volcanes detenían con sus inmensas moles.

Los religiosos encargados del culto, corderos de corazón de león, por flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad ante un mundo nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de las bellas artes y al estudio de las ciencias y la filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes a tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse de abrir al templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo concluidos los oficios...

Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones en que por días y noches se enredaban los mas eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y refundidos.

Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los músicos y la inaplazable labor de los pintores, todos entregados a construir mundos sobrenaturales con los recados y privilegios del arte.

Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular, que a nada se redujo la conversación de los filósofos y los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus obras. Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.

De los artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los músicos. En las iglesias se topan pinturas empolvadas de imágenes que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de volcanes. Entre los pintores hubo imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes y españoles. Eran admirables. Los literatos componían en verso, pero de su obra sólo se conocen palabras sueltas.

Prosigamos. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo en "La Conquista de Nueva España", historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma, lo que hacen los historiadores.

Prosigamos con los monjes...

Entre los unos, sabios y filósofos, y los otros, artistas y locos, había uno a quien llamaban a secas el Monje, por su celo religioso y santo temor de Dios y porque se negaba a tomar parte en las discusiones de aquéllos en los pasatiempos de éstos, juzgándoles a todos víctimas del demonio.

El Monje vivía en oración dulces y buenos días, cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los muros del convento, un niño jugando con una pelotita de hule.

Y sucedió...

Y sucedió, repito para tomar aliento, que por la pequeña y única ventana de su celda, en uno de los rebotes, colóse la pelotita.

El religioso, que leía la Anunciación de Nuestra Señora en un libro de antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin turbarse, entrar y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta perder el impulso y rodar a sus pies, como un pajarito muerto. ¡Lo sobrenatural! Un escalofrío le cepilló la espalda.

El corazón le daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en presencia del Arcángel. Poco, necesitó, sin embargo, para recobrarse y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro ni levantarse de su asiento, agachóse para tomarla del suelo y devolverla, y a devolverla iba cuando una alegría inexplicable le hizo cambiar de pensamiento: su contacto le produjo gozos de santo, gozos de artista, gozos de niño...

Sorprendido, sin abrir bien sus ojillos de elefante, cálidos y castos, la apretó con toda la mano, como quien hace un cariño, y la dejó caer en seguida, como quien suelta una brasa; mas la pelotita, caprichosa y coqueta, dando un rebote en el piso, devolvióse a sus manos tan ágil y tan presta que apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr a ocultarse con ella en la esquina más oscura de la celda, como el que ha cometido un crimen.

Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su primer intento había sido devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de armiño, tentado de llevársela a los labios y estrecharla contra sus dientes manchados de tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba un millar de estrellas. . .

—¡La Tierra debe ser esto en manos del Creador! —pensó.

No lo dijo porque en ese instante se le fue de las manos —rebotadora inquietud—, devolviéndose en el acto, con voluntad extraña, tras un salto, como una inquietud.

 —¿Extraña o diabólica?...

Fruncía las cejas —brochas en las que la atención riega dentífrico invisible—y, tras vanos temores, reconciliábase con la pelotita, digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico de levantarse al cielo.

Y así fue como en aquel convento, en tanto unos monjes cultivaban las Bellas Artes y otros las Ciencias y la Filosofía, el nuestro jugaba en los corredores con la pelotita.

Nubes, cielo, tamarindos. . . Ni un alma en la pereza del camino. De vez en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes, blanco, caliente, perfumado.

A la puerta del templo esperaba el monje, después de llamar a misa, la llegada de los feligreses jugando con la pelotita que había olvidado en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco contestaba en la iglesia, saltando como un pensamiento:

¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!. .. Sería una lástima perderla. Esto le apenaba, arreglándoselas para afirmar que no la perdería, que nunca le sería infiel, que con él la enterrarían. . ., tan liviana, tan ágil, tan blanca . . .

¿Y si fuese el demonio?

Una sonrisa disipaba sus temores: era menos endemoniada que el Arte, las Ciencias y la Filosofía, y, para no dejarse mal aconsejar por el miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a traerla, enjuagándose con ella de rebote en rebote..., tan liviana, tan ágil, tan blanca . . .

Por los caminos—aún no había calles en la ciudad trazada por un teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta, arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras grandes; pero, en la hondura del cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas mayores en la entrada principal, y entre ellas, grupos de columnas salomónicas, y altares dorados, y bóvedas y pisos de un suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles en el acuoso resplandor del templo.

Por la atmósfera sosegada se esparcían tuteos de palomas, balidos de ganados, trotes de recuas, gritos de arrieros. Los gritos abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos, cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas, formaban caminos blancos, que al cabo se borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul. . .

—¡Buenos días le dé Dios, señor!

La voz de una mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la mano a un niño triste.

—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora que llora, desde que perdió aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber su merced, los vecinos aseguraban era la imagen del demonio...

(... tan liviana, tan ágil, tan blanca. . .)

El monje se detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la espalda a la madre y al niño, escapó hacia su celda, sin decir palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.

Llegar allí y despedir la pelotita, todo fue uno.

—¡Lejos de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!

La pelota cayó fuera del convento—fiesta de brincos y rebrincos de corderillo en libertad—, y, dando su salto inusitado, abrióse como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño, que corría tras ella. Era el sombrero del demonio.

Y así nace al mundo el Sombrerón.

de "Leyendas de Guatemala" (1930)

 

 

 

 

Leyenda del volcán

Hubo en un siglo un día
que duró muchos siglos.

Seis hombres poblaron la Tierra de los árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.

Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.

Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río, sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada según el árbol que la tiene.

—¡Nido! . . .

Pió Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosa a pescado, femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la plana, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos, los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña, fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos, y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmo a sus compañeros—extrañas plantas móviles—, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.

—¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!

La selva prolongaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas movían los párpados a un paso del río:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la encendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con las uñas.

El cielo, repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!

Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintes, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazos para abrirse campo.

Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas. . .

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas, y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de las aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz. Las estrellas cayeron sin mojarse las pestañas en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua, arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos.

Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.

—Nido—le dijo el corazón—, al final de este camino...

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el pan de una culebra, le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertíase en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo...

Adelante, un rapique circundo los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:

¡Nido!

¡Nido! ¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido! ¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor y niño, la trinidad le recibía. Y oyó:

¡Nido!, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas—en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un algo, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

de "Leyendas de Guatemala" (1930)

 

 

 

 

 

Leyenda del Tesoro del Lugar Florido

¡El Volcán despejado era la guerra!

Se iba apagando el día entre las piedras húmedas de la ciudad, a sorbos, como se consume el fuego en la ceniza. Cielo de cáscara de naranja, la sangre de las pitahayas goteaba entre las nubes, a veces coloreadas de rojo y a veces rubias como el pelo del maíz o el cuero de los pumas.

En lo alto del templo, un vigilante vio pasar una nube a ras del lago, casi besando el agua, y posarse a los pies del volcán. La nube se detuvo, y tan pronto como el sacerdote la vio cerrar los ojos, sin recogerse el manto, que arrastraba a lo largo de las escaleras, bajó al templo gritando que la guerra había concluido. Dejaba caer los brazos, como un pájaro las alas, al escapar el grito de sus labios, alzándolos de nuevo a cada grito. En el atrio, hacia Poniente, el sol puso en sus barbas, como en las piedras de la ciudad, un poco de algo que moría...

A su turno partieron pregoneros anunciando a los cuatro vientos que la guerra había concluido en todos los dominios de los señores de Atitlán.

Y ya fue noche de mercado. El lago se cubrió de luces. Iban y venían las barcas de los comerciantes, alumbradas como estrellas. Barcas de vendedores de frutas. Barcas de vendedores de vestidos y calzas. Barcas de vendedores de jadeítas, esmeraldas, perlas, polvo de oro, cálamos de pluma llenos de aguas aromáticas, brazaletes de caña blanca. Barcas de vendedores de miel, chile verde y en polvo, sal y copales preciosos. Barcas de vendedores de tintes y plumajería. Barcas de vendedores de trementina, hojas y raíces medicinales. Barcas de vendedores de gallinas. Barcas de vendedores de cuerdas de maguey, zibaque para esteras, pita para hondas, ocote rajado, vajilla de barro pequeña y grande, cueros curtidos y sin curtir, jícaras y máscaras de morro. Barcas de vendedores de guacamayos, loros, cocos, resina fresca y ayotes de muy gentiles pepitas...

Las hijas de los señores paseaban al cuidado de los sacerdotes, en piraguas alumbradas como mazorcas de maíz blanco, y las familias de calidad, llevando comparsa de músicos y cantores, alternaban con las voces de los negociantes, diestros y avisados en el regatear.

El bullicio, empero, no turbaba la noche. Era un mercado flotante de gente dormida, que parecía comprar y vender soñando. El cacao, moneda vegetal, pa-saba de mano a mano sin ruido, entre nudos de barcas y de hombres.

Con las barcas de volatería llegaban el cantar de los cenzontles, el aspaviento de las chorchas, el parloteo de los pericos... Los pájaros costaban el precio que les daba el comprador, nunca menos de veinte granos, porque se mercaban para regalos de amor.

En las orillas del lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las luces de los enamorados y los vendedores de pájaros.

Los sacerdotes amanecieron vigilando el Volcán desde los grandes pinos. Oráculo de la paz y de la guerra, cubierto de nubes era anuncio de paz, de seguridad en el Lugar Florido, y despejado, anuncio de guerra, de invasión enemiga. De ayer a hoy se había cubierto de vellones por entero, sin que lo supieran los girasoles ni los colibríes.

Era la paz. Se darían fiestas. Los sacrificadores iban en el templo de un lado a otro, reparando trajes, aras y cuchillos de obsidiana. Ya sonaban los tambores, las flautas, los caracoles, los atabales, los tunes. Ya estaban adornados los sitiales con respaldo. Había flores, frutos, pájaros, colmenas, plumas, oro y piedras caras para recibir a los guerreros. De las orillas del lago se disparaban barcas que llevaban y traían gente de vestidos multicolores, gente con no sé qué de vegetal. Y las pausas espesaban la voz de los sacerdotes, cubiertos de mitras amarillas y alineados de lado a lado de las escaleras, como trenzas de oro, en el templo de Atit.

—¡Nuestros corazones reposaron a la sombra de nuestras lanzas!—clamaban los sacerdotes...

—¡Y se blanquearon las cavidades de los árboles, nuestras casas, con detritus de animales, águila y jaguar! . . .

—¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí! —parecían decir los eminentes, barbados como dioses viejos, e imitarles las tribus olorosas a lago y a telar—. ¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí!...

—¡Allí veo a mi hijo, allí, allí, en esa fila!—gritaban las madres, con los ojos, de tanto llorar, suaves como el agua.

—Aquél —interrumpían las doncellas— es el dueño de nuestro olor! ¡Su máscara de puma y las plumas rojas de su corazón!
Y otro grupo, al paso:

—¡Aquél es el dueño de nuestros días! ¡Su máscara de oro y sus plumas de sol!

Las madres encontraban a sus hijos entre los guerreros, porque conocían sus máscaras, y las doncellas, porque sus guardadores les anunciaban sus vestidos.

Y señalando al cacique:

—¡Es él! ¿No veis su pecho rojo como la sangre y sus brazos verdes como la sangre vegetal? !Es sangre de árbol y sangre de animal! ¡Es ave y árbol! ¿No veis la luz en todos sus matices sobre su cuerpo de paloma? ¿No veis sus largas plumas en la cola? ¡Ave de sangre verde! ¡Árbol de sangre roja! ¡Kukul! ¡Es él! ¡Es él!

Los guerreros desfilaban, según el color de sus plumas, en escuadrones de veinte, de cincuenta y de cien. A un escuadrón de veinte guerreros de vestidos y penachos rojos, seguían escuadrones de cuarenta de penachos y vestidos verdes y de cien guerreros de plumas amarillas. Luego los de las plumas de varios matices, recordando el guacamayo, que es el engañador. Un arco iris en cien pies. . .

—¡Cuatro mujeres se aderezaron con casacas de algodón y flechas! ¡Ellas combatieron parecidas en todo a cuatro adolescentes! —se oía la voz de los sacerdotes a pesar de la muchedumbre, que, sin estar loca, como loca gritaba frente al templo de Atit, henchido de flores, racimos de frutas y mujeres que daban a sus senos color y punta de lanzas.

El cacique recibió en el vaso pintado de los baños a los mensajeros de los hombres de Castilán, que enviaba el Pedro de Alvarado, con muy buenas palabras, y los hizo ejecutar en el acto. Después vestido de plumas rojas el pecho y verdes los brazos, llevando manto de finísimos bordados de pelo de ala tornasol, con la cabeza descubierta y los pies desnudos en sandalias de oro, salió a la fiesta entre los Eminentes, los Consejeros y los Sacerdotes: Veíase en su hombro una herida simulada con tierra roja y lucía tantas sortijas en los dedos que cada una de sus manos remedaba un girasol.

Los guerreros bailaban en la plaza asaeteando a los prisioneros de guerra, adornados y atados a la faz de los árboles.
Al paso del cacique, un sacrificador, vestido de negro, puso en sus manos una flecha azul.

El sol asaeteaba a la ciudad, disparando sus flechas desde el arco del lago...

Los pájaros asaeteaban el lago, disparando sus flechas desde el arco del bosque...

Los guerreros asaeteaban a las víctimas, cuidando de no herirlas de muerte para prolongar la fiesta y su agonía.

El cacique tendió el arco y la flecha azul contra el más joven de los prisioneros, para burlarlo, para adorarlo. Los guerreros en seguida lo atravesaron con sus flechas, desde lejos, desde cerca, bailando al compás de los atabales.

De improviso, un vigilante interrumpió la fiesta. ¡Cundió la alarma! El ímpetu y la fuerza con que el Volcán rasgaba las nubes anunciaban un poderoso ejército en marcha sobre la ciudad. El cráter aparecía más y más limpio. El crepúsculo dejaba en las peñas de la costa lejana un poco de algo que moría sin estruendo, como las masas blancas, hace un instante inmóviles y ahora presas de agitación en el derrumbamiento. Lumbreras apagadas en las calles... Gemidos de palomas bajo los grandes pinos... ¡El Volcán despejado era la guerra ! . . .

—¡Te alimenté pobremente de mi casa y mi recolección de miel; yo habría querido conquistar la ciudad, que nos hubiera hecho ricos!—clamaban los sacerdotes vigilantes desde la fortaleza, con las manos ilustradas extendidas hacia el Volcán, exento en la tiniebla mágica del lago, en tanto los guerreros se ataviaban y decían:

—¡ Que los hombres blancos se confundan viendo nuestras armas! ¡Que no falte en nuestras manos la pluma tornasol, que es flecha, flor y tormenta primaveral! ¡Que nuestras lanzas hieran sin herir!

Los hombres blancos avanzaban; pero apenas se veían en la neblina. ¿Eran fantasmas o seres vivos? No se oían sus tambores, no sus clarines, no sus pasos, que arrebataba el silencio de la tierra. Avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores.

En los maizales se entabló la lucha. Los del Lugar Florido pelearon buen rato, y derrotados, replegáronse a la ciudad, defendida por una muralla de nubes que giraba como los anillos de Saturno.

Los hombres blancos avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores. Apenas se veían en la neblina sus espadas, sus corazas, sus lanzas, sus caballos. Avanzaban sobre la ciudad como la tormenta, barajando nubarrones, sin indagar peligros, avasalladores, férreos, inatacables, entre centellas que encendían en sus manos fuegos efímeros de efímeras luciérnagas; mientras, parte de las tribus se aprestaba a la defensa y parte huía por el lago con el tesoro del Lugar Florido a la falda del Volcán, despejado en la remota orilla, trasladándolo en barcas que los invasores, perdidos en diamantino mar de nubes, columbraban a lo lejos como explosiones de piedras preciosas.

No hubo tiempo de quemar los caminos. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Como anillo de nebulosas se fragmentó la muralla de la ciudad en las lanzas de los hombres blancos, que, improvisando embarcaciones con troncos de árboles, precipitáronse de la población abandonada a donde las tribus enterraban el tesoro. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Ardía el sol en los cacaguatales. Las islas temblaban en las aguas conmovidas, como manos de brujos extendidas hacia el Volcán.

¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores!

A los primeros disparos de los arcabuces, hechos desde las barcas, las tribus se desbandaron por las arroyadas, abandonando perlas, diamantes, esmeraldas, ópalos, rubíes, amargajitas, oro en tejuelos, oro en polvo, oro trabajado, ídolos, joyas, chalchihuitls, andas y doseles de plata, copas y vajillas de oro, cerbatanas recubiertas de una brisa de aljófar y pedrería cara, aguamaniles de cristal de roca, trajes, instrumentos y tercios cien y tercios mil de telas bordadas con rica labor de pluma; montaña de tesoros que los invasores contemplaban desde sus barcas deslumbrados, disputando entre ellos la mejor parte del botín. Y ya para saltar a tierra —¡sonaban los clarines!, ¡sonaban los tambores!— percibieron, de pronto, el resuello del Volcán. Aquel respirar lento del Abuelo del Agua les detuvo; pero, resueltos a todo, por segunda vez intentaron desembarcar a merced de un viento favorable y apoderarse del tesoro. Un chorro de fuego les barrió el camino. Escupida de sapo gigantesco. ¡Callaron los clarines! ¡Callaron los tambores! Sobre las aguas flotaban los tizones como rubíes y los rayos de sol como diamantes, y, chasmucados dentro de sus corazas, sin gobierno sus naves, flotaban a la deriva los de Pedro de Alvarado, viendo caer, petrificados de espanto, lívidos ante el insulto de los elementos, montañas sobre montañas, selvas sobre selvas, ríos y ríos en cascadas, rocas a puñados, llamas, cenizas, lava, arena, torrentes, todo lo que arrojaba el Volcán para formar otro volcán sobre el tesoro del Lugar Florido, abandonado por las tribus a sus pies, como un crepúsculo.

de "Leyendas de Guatemala" (1930)