TRINIDAD
SaMun


I. La doctrina de la Escritura

1. El Antiguo Testamento

De una historia de la -> revelación y de la -> salvación (B) no puede esperarse que la T. de Dios ya en el AT esté revelada explícitamente. Pues el AT como tal pertenece a la revelación por la palabra, pero de tal manera que ésta es esencialmente momento e interpretación de las acciones salvíficas de Dios. Por consiguiente, mientras la comunicación de -> Dios (E) mismo en -> Jesucristo no se dio de manera históricamente irreversible y, con ello, el espíritu de Dios no apareció históricamente no sólo como ofrecido, sino también como escatológicamente victorioso, la revelación de la T. habría sido para los hombres un hablar sobre una realidad que no se hallaba en su ámbito histórico como tal. Sin embargo, por la continuidad de la historia de la salvación y de su fundamento siempre dado (la voluntad salvífica de Dios, cf. -> salvación, C), el AT es importante también para la doctrina de la Trinidad.

En su doctrina de la palabra de Dios que entra en la historia, pero continúa siendo palabra de Dios a pesar de su penetración en este mundo, se da ya un concepto dinámico de -> revelación, el cual, radicalizado progresivamente en la historia de la revelación, tenía que conducir necesariamente a aquello que implica ya cierta T. (comunicación de Dios mismo, que en la fe en la palabra de Dios, sustentada por él en la gracia, no se convierte en mera palabra humana sobre Dios). Las «personificaciones» de las acciones del poder divino sobre el mundo (palabra de Dios, sabiduría de Dios, Espíritu de Dios), por las que éstas se entienden como separadas de Dios, pero sin constituir ningún principio intermedio entre Dios y el mundo, preludian formalmente y por su contenido la doctrina neotestamentaria de la Trinidad.

2. El Nuevo Testamento

a) El Nuevo Testamento no contiene ninguna doctrina sistemática acerca de la T. «inmanente» en Dios. Se acerca mucho a ello la fórmula bautismal de Mt 28, 19, aunque ha de advertirse que la exégesis actual no cuenta esta fórmula entre las ipsissima verba de Jesús. Junto a los enunciados sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en particular (y sus relaciones respectivas con las otras personas), ha de tenerse en cuenta que en Jn y en la literatura epistolar apostólica hay una tendencia clara a nombrar las tres palabras en el mismo contexto (p. ej., Ef 4, 4ss: un Espíritu, un Señor, un Dios y un Padre; 1 Cor 13, 13: gracia del Señor Jesucristo, amor de Dios, comunión del Espíritu Santo).

b) En el NT, cuando se habla simplemente de «Dios», se designa el Dios que actúa en el AT, el cual es el «Padre», tiene un Hijo y da su -> Espíritu (no el «Dios trinitario»). Las afirmaciones sobre el Hijo y el Espíritu Santo se hacen aquí donde el Hijo y el Espíritu aparecen en un contexto histórico-salvífico, pero no dentro de una afirmación sistemática sobre la T. Ciertamente, el NT no puede decir que Jesús es ó theos, porque entonces lo identificaría con el Padre, pero conoce la divinidad del Hijo, pues, por una parte, no entiende al Hijo como una instancia cósmica intermedia entre Dios y el mundo (allí donde el Hijo aparece como preexistente está claramente del lado de Dios: Jn 1, 1; Flp 2, 6ss, etc.), y, por otra parte, confiesa a Jesús simplemente como el Hijo, no como un mero profeta, sino como el salvador por antonomasia. La cuestión de la interpretación del Jesús prepascual acerca de sí mismo pertenece a otro contexto. Sobre esta cuestión notemos solamente que también el Jesús prepascual de los sinópticos se contrapone a los demás hombres y se atribuye prerrogativas exclusivas de Yahveh, prescindiendo de si él se apropia los títulos tradicionales con que se expresa la dignidad mesiánica. Jesús es la presencia del reino (Mt 12, 28; Lc 11, 20), del juicio (Jn 12, 31.38; Mt 11, 20-24 par), del dominio sobre la ley (Mc 2, 23-28; 3, 1-6), de la situación absoluta de decisión (Mc 13, 9-13; 9, 34-38; 10, 17-27), de la insuperable cercanía de Dios (Jn 10, 30-38; Mt 11, 25ss), de la plenitud del Espíritu (Lc 4, 18). La divinidad preexistente del Hijo está clara en Jn y Pablo, y no es necesario que aquí la demostremos minuciosamente (cf., p. ej., Jn 1, 1-18; Fln 2, 5-11; cf. -> Jesucristo, A. v).

Para el NT tampoco el Espíritu es un poder cósmico o religioso entre Dios y el mundo, sino que es simplemente el Espíritu de Dios (Lc 4, 18; Tit 3, 5s; 1 Cor 12, 4, etc.; -> Espíritu Santo). Como tal presencia salvífica de Dios mismo (del Padre), el Hijo y el Espíritu no son simplemente idénticos con aquél a quien revelan y cuya cercanía radical entre nosotros son.

En la cuestión de la distinción mutua de las tres personas según la Escritura, no se puede partir de un masivo concepto moderno de persona. Si ellas no se distinguen tal como parece exigir este concepto (p. ej., Pneuma y Señor glorificado, Pneuma y Dios en Pablo son difíciles de distinguir), eso no significa ni de mucho que en la Escritura no aparezcan con la distinción que afirma el dogma de la Iglesia. Cómo hay cierta distinción se pone ya de manifiesto por el hecho de que las tres palabras no se usan en forma meramente alternativa, sino que aparecen coordinadas en un mismo contexto. El NT conoce además un comportamiento del Hijo y del Espíritu para con Dios Padre (cf. Mt 11, 27; Jn 1, 1; 8, 38; 10, 38; 1 Cor 2, 10), que los «envía» (Jn 14, 16.26; 17, 3; Sal 4, 6), que a través del Hijo da el Espíritu (Jn 15, 26; 16, 7). Naturalmente, aquí se ve claro cómo el lenguaje del NT anda también a tientas y a la búsqueda cuando quiere afirmarse la unidad y la diversidad de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la pregunta es dónde está la raíz última de la revelación originaria, tras la cual no puede seguirse interrogando, supuesto que, referidas a esa raíz, las afirmaciones del NT pueden considerarse ya como teología (aunque absolutamente normativa). Esa cuestión sólo puede responderse así: el Jesús concreto es para nosotros la existencia de Dios (Padre) mismo entre nosotros y, con todo, no es el Padre. Ahora bien, esa distinción no está fundamentada meramente en la diferencia de la realidad humana y creada de Jesús; pues, de otro modo, esta realidad sería precisamente la librea bajo la cual existiría el Dios Padre v nada más. Y el Espíritu es experimentado como la autodonación de Dios (Padre), pero de tal modo que el Espíritu dado hace experimentar el carácter inaprehensible del Dios (Padre) sin origen y con ello su propia distinción respecto del Padre. Partiendo de esta experiencia del Hijo y del Espíritu, el NT, guiado por un «instinto» certero, se niega a explicar racionalmente la T. a base de una mera apariencia y de un «aspecto para nosotros» del Dios uno, o bien — en forma también racionalista en el fondo — a entender al Hijo y al Espíritu como seres mitológicos intermedios o como algo «humano» más fuertemente misterioso.

c) Pero la reflexión del NT busca ya esclarecer el fundamento de la igualdad y diversidad esenciales entre Padre e Hijo. El Hijo es el Hijo propio en contraposición a los siervos (Mc 12, 1-12 par; Rom 8, 3.32; Heb 1, etc.), el Verbo eterno del Padre (Jn 1, 1.14; 1 Jn 1, 1; Ap 19, 13), la imagen (2 Cor 4, 4; Col 1, 15; Heb 1, 3) y el reflejo de la gloria del Padre (Heb 1, 3). Tales afirmaciones no podrán leerse en sentido «intratrinitario» y valorarse inmediatamente para una teología «psicológica» de la T. a manera de la de Agustín. Pero, dado el principio fundamental de la «teología de la -> Trinidad», esas afirmaciones primordialmente histórico-salvíficas (Hijo como expresión del Padre de cara al mundo) son ya también un enunciado sobre la T. «inmanente».

II. Historia de la doctrina de la Trinidad

Cf. -> modalismo, -> arrianismo, ->a capadocios; cf. también teología de la -> Trinidad IV, -> encarnación, -> Jesucristo, C.

III. Magisterio eclesiástico

1. Las fuentes

Son importantes para esta doctrina, además de los distintos -> símbolos de la fe (Apostólico, Nicenoconstantinopolitano, Quicumque [Dz 39], la confesión de fe de Pablo vi), el primer concilio de Constantinopla (381; Dz 86), el concilio de Nicea (325; Dz 54), el concilio xi de Toledo (675; Dz 275-281), el concilio Lateranense iv (1215; Dz 428 431s), el concilio segundo de Lyón (1274; Dz 460), el concilio de Florencia (1439-1445; Dz 691 703s).

1. El magisterio eclesiástico mismo

a) La T. es un -> misterio absoluto (Dz 1795 1915), que incluso después de su revelación no puede penetrarse racionalmente (cf. Dz 1915; sobre esto cf. también Col-Lac vii 507c 525bc). Si en la fe cristiana se dan misterios absolutos, la T. es el más fundamental de ellos. Pero el magisterio apenas esclarece por qué eso es así; destaca solamente la importancia de la T. para la existencia peregrinante del hombre. Pero por qué y cómo, sin embargo, la T. está llena de sentido para nosotros, y en qué realidad salvífica se nos da, son cuestiones sobre las que apenas se reflexiona.

b) El Dios uno existe, en tres «personas», «subsistencias» («hipóstasis»: Dz 17 19 39 48 51 58ss 79 254 275 278-281 428 431 461 703s 993 1916), que son la única naturaleza divina (physis), la única esencia (oúsía) divina, la única substancia divina (a diferencia de la subsistencia; Dz 17 19 39 59 78 82 86 254 275 277ss 428 431s 461 703s 708 993). Las personas son iguales, por igual eternas y omnipotentes (Dz 13 19 39 54 68-75 254 276ss 428 461ss 703s).

No se da una definición solemne de los conceptos así usados (persona, hypostasis, physis, oúsía, substancia), ni de las eventuales diferencias entre persona e hypóstasis. El sentido de estas palabras debe sacarse de una difícil correlación de los motivos que las acuñaron: de las determinaciones de estas palabras en la teología escolástica; del sentido que ellas mismas tienen en las afirmaciones dogmáticas con su oposición dialéctica de los conceptos (hypostasis-óusía); y de la circunstancia de que «esencia» aquí es más fácilmente comprensible, significando el ser divino, la divinidad de estas tres personas en la absoluta identidad de esa esencia de Dios. Las manifestaciones más recientes del magisterio no han tenido en cuenta el desarrollo ulterior del concepto de «persona», sino que siguen usándolo en el sentido que la palabra había recibido en las luchas antiarrianas (y en la cristología). Ahora bien, cuando se afirma que el Espíritu Santo queda constituido por el amor «recíproco» del Padre y del Hijo, aunque la procesión del Espíritu viene de un único principio y es un único acto (Dz 691 1084), en tal manera de hablar se refleja la influencia de un concepto moderno de persona.

c) A la vez estas personas son (realmente) distintas entre sí (Dz 39 281 703ss 1655).

El Padre no tiene origen (Dz 3 19 39 275 428 703s). El Hijo ha sido engendrado de la substancia del Padre (Dz 13 19s 40 48 54 69 275s 281 432 703s) y, por cierto, por el Padre solo (Dz 40 428 703). El Espíritu no es engendrado (Dz 39 277), sino que procede del Padre y del Hijo como de un único principio (Dz 460 691 704 15 19 39 86 277 428 460 691 703) en una espiración única (Dz 691). Se distingue entre los conceptos de «generación» y de «espiración» (spiratio). Ante todo es evidente que dichos conceptos coinciden en que la naturaleza divina del Hijo y del Espíritu es poseída como «participada». Tales conceptos se distinguen en cuanto esta participación se produce en un caso como generación del Padre solo, y en el otro como espiración del Padre y del Hijo (o a través del Hijo: Dz 460 691) como único principio de comunicación en un acto (nacional). Pero el magisterio ya no precisa más en qué se distinguen, la «generación» y la «espiración».

El hecho de que debe darse necesariamente una distinción, se deduce simplemente de la diversidad de Hijo y Espíritu.

d) Sobre esto descansa la afirmación de que en Dios hay relaciones realmente distintas (Dz 208 278 281 296 703) y propiedades (Dz 281 296 428) y, con ello, también una distinción virtual entre la esencia de Dios y las personas divinas, constituidas por relaciones (cf. Dz 17 19 523s). La distinción entre la esencia (absoluta) de Dios y las «relaciones», que constituyen las personas, debe hacer más comprensible todavía en el plano lógico por qué no puede demostrarse, por lo menos con seguridad, la existencia de una contradicción en el hecho de que las tres personas divinas sean idénticas con la esencia única de Dios y, sin embargo, se distingan relativamente entre sí. La concepción del fundamento de la diversidad como oposición de relaciones viene sugerida por las palabras Padre-Hijo, en las que se expresa una relación de oposición. En esta doctrina trinitaria de la relación, que alcanza su punto culminante en el axioma (procedente de Anselmo de Canterbury) del concilio de Florencia (Dz 703), ha sido decisiva la doctrina trinitaria de los -> capadocios (especialmente la de Gregorio de Nisa), más decisiva que la especulación psicológica de Agustín sobre la T. (cf., sin embargo, Dz 296).

e) Las personas divinas «relativas» no son realmente distintas de la esencia de Dios (Dz 278 296 703), o sea que no constituyen una cuaternidad junto con esta esencia (Dz 283 431s). Más bien, en Dios todo es uno en tanto no media una oposición de relación (relationis oppositio: Dz 703); cada persona divina está totalmente en las otras («circuminsesión»: Dz 704) y cada una de ellas es el Dios uno y verdadero (Dz 279 343 420 461).

f) Las personas divinas no pueden separarse entre sí ni en el ser (Dz 48 281 461) ni en el obrar (Dz 19 281 428 461), y constituyen un único principio de operación hacia fuera (Dz 254 281 428 703). En dicha identidad de acción de las tres personas, acción que sólo por apropiación se atribuye a una de ellas (DS 3326), ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que en este axioma se trata de la causalidad eficiente de Dios (Dz 2290); no se toca ahí, por consiguiente, el hecho de que sólo el Logos se ha encarnado, ni la teoría de la -> gracia increada, según la cual una de las tres personas divinas tiene una relación peculiar con el hombre (a pesar de DS 3331). La doctrina, que se sigue de aquí, sobre las «misiones» económico-salvíficas del Hijo y del Espíritu por el Padre (cf. Dz 277 285 794), apenas ha sido desarrollada por el magisterio eclesiástico.

IV. Intento de una doctrina sistemática

1. El principio fundamental en el plano metodológico y en el objetivo

a) Este principio consiste en la identidad entre la T. económico-salvífica y la inmanente. Naturalmente, esa identidad no pone en duda que una T. económico-salvífica, como idéntica con la inmanente, sólo se da en virtud de la decisión libre de -> Dios (E) en orden a su propia comunicación (sobrenatural). Pero, llevado por esta libertad, el don en el que Dios se comunica al mundo es precisamente Dios como el trino (no algo causado eficientemente que lo represente) y, por cierto, de tal manera que, por ser él trino, esta T. determina la colación del don y lo hace trinitario. Y por eso puede decirse también a la inversa: La dimensión trinitaria de esta comunicación divina, la T. económico-salvífica, quoad nos hace conocer por sí misma la T. inmanente, porque se identifica con ella. Eso implica también que a las dos «procesiones» inmanentes en Dios corresponden (dentro de la identidad) dos misiones, y que las relaciones con el mundo creado, constituidas en una causalidad formal (no eficiente) por las misiones como procesiones (procesión del Logos: unión hipostática; espiración del Espíritu: santificación deificante del hombre), no son apropiaciones, sino características peculiares de estas personas. No podemos tratar aquí la objeción habitual (véase para ello MySal II 330ss) de por qué entonces la relación propia del Espíritu con el hombre santificado no significa una unión hipostática. Pero esta objeción presupone lo que en último término es falso, a saber, que la «hipóstasis» del Logos y la del Pneuma son de la misma especie.

b) El principio fundamental insinuado de la doctrina de la T. queda corroborado en primer lugar por el hecho de que, en la unión hipostática, se da un caso en el que se realiza lo que este principio dice en general. Además, en la doctrina de la gracia y de la -> visión de Dios como trino, cuyo principio ontológico debe ser la T., es una opinión teológica bien fundada por la Escritura y la tradición (griega) y por la teología moderna (desde Petavio) la concepción de que el Pneuma tiene una relación peculiar suya con el hombre agraciado. Sólo presuponiendo este principio está clara la distinción entre orden de la creación y orden de la gracia, entre naturaleza y gracia sobrenatural. Pues la comunicación de Dios mismo, la cual, a diferencia de la creación natural, constituye el orden sobrenatural de la salvación, no puede ser pensada solamente como comunicación de una esencia abstracta (de una physis divina), sino que ha de entenderse como comunicación de Dios tal como él es, como el trino, pues en cuanto tal «habita» Dios en los justificados y es contemplado en la visión beatífica. Además, en correspondencia con la esencia general de la revelación como unidad de acción salvífica y palabra de Dios, la revelación de la T. como inmanente sólo puede producirse por el hecho de que ésta se comunica en la acción divina de la gracia, o sea, haciéndose T. económico-salvífica. Si la T. como tal ha de ser un misterio salvífico revelado, entonces ella misma debe ser económico-salvífica. Finalmente hemos de decir que la revelación, tal como está dada en todo el NT, jamás trata sólo de la T. inmanente o de esa T. como comunicada meramente en conceptos o enunciados, sino que habla ante todo de la experiencia del Hijo y del Pneuma en la historia colectiva e individual de la salvación y revelación, y sólo habla del Hijo y del Espíritu en cuanto a través de ambos se nos acerca el Dios (Padre) sin origen.

En tal enunciado histórico-salvífico se revela la T. Esa revelación no es meramente el presupuesto de otra sobre la T. inmanente, sino que es ya esta revelación misma. Pues de lo contrario, sería la comunicación meramente verbal de algo que nos afecta, no poseería en nosotros ningún horizonte real de inteligencia, y sería sólo una humillante y desmedida exigencia a nuestro conocimiento. Hemos de tener en cuenta que una abstracta unión hipostática en un «Dios-hombre», como acostumbramos a decir, y una gracia «creada» meramente santificante podrían revelarse también sin esta revelación trinitaria; por consiguiente, la T. no necesitaría en absoluto revelarse verbalmente si ella como tal no se nos diera realmente.

2. La Trinidad «económico-salvífica»

a) La T. económico-salvífica como -> misterio. Cuando a continuación hablemos de la comunicación de Dios mismo e intentemos entender la T. divina en su dimensión económico-salvífica y desde ahí en su dimensión inmanente, ha de estar claro de antemano cómo todos los enunciados que contienen y articulan ese concepto de la comunicación de Dios mismo permanecen incluidos en esta autocomunicación como misterio y, por ello, no están expuestos al peligro de una filosofía racionalista. Pues precisamente esta autocomunicacón no sólo como hecho es acción libre de Dios y así no «deductible» a priori, sino que también en su esencia es un misterio permanente, porque la posibilidad de una causalidad formal divina respecto de la criatura no puede comprenderse positivamente. Además, el concepto de «comunicación de Dios mismo», como fórmula que permite una sistematización teológica de los enunciados de la revelación, ha sido logrado a partir de éstos y, por tanto, no suprime el misterio del mensaje revelado. Lo cual ha de aplicarse también a todo lo que se desarrolle sistemáticamente a partir de ese concepto.

b) La unidad de la comunicación de Dios mismo en las dos misiones (la del Hijo y la del Espíritu). Para la fe cristiana el acercamiento de Dios al mundo (aun presupuesta su existencia libremente creada) es libre gracia (-> naturaleza y gracia). Pero esto no impide la afirmación de que la comunicación de Dios mismo al mundo en el espíritu (en la gracia) y la que se da en la unión hipostática son objeto de una sola y misma acción libre, porque ambas comunicaciones se condicionan mutuamente. La unión hipostática sólo puede pensarse con sentido si opera anticipadamente o implica el agraciamiento del mundo por el espíritu divino (por lo menos y ante todo en la humanidad de Cristo; y desde aquí, dado el carácter social de la humanidad, en todos los hombres). Y, viceversa, el agraciamiento del mundo halla su necesaria aparición histórica y su irreversibilidad escatológica en lo que llamamos unión hipostática. Ambas «misiones», por consiguiente, pueden ser entendidas como momentos que se condicionan recíprocamente de la única comunicación de Dios mismo al mundo; y a la inversa: si ésta se produce libremente, entonces se desarrolla en la divinización del mundo en el «espíritu santo» (entendiendo esa expresión primeramente en un sentido «neutral», como sucede mayormente en la Escritura, donde «espíritu» significa el poder amoroso, santificante y creador de Dios, poder que introduce el mundo en Dios) y en su aparición histórica v escatológica por la palabra histórica y definitiva de la promesa de Dios (entendiendo también esta «palabra» primeramente en un sentido neutral, como, p. ej., en 2 Cor 1, 19s).

c) Si esa autocomunicación doble v única de Dios ha de ser realmente comunicación de Dios mismo (a diferencia de la creación), entonces tiene que afectar a Dios en sí, es decir, debe significar una causalidad cuasi-formal de Dios, y ésta ha de ser una determinación de Dios mismo. Lo cual, dada la libertad con que esta causalidad cuasi-formal se refiere a la criatura, de ningún modo es imposible, del mismo modo que el acto creador de Dios es idéntico con la esencia divina, existe necesaria y eternamente, y, sin embargo, es libre frente al mundo. Desde aquí deberá lograrse la comprensión de la T. «inmanente» (cf. más adelante en 3).

d) La «esencia» de estas dos misiones. Si ambas «misiones» son dos momentos que se condicionan recíprocamente de la única comunicación de Dios mismo, entonces el concepto de autocomunicación (cf. MySal II 374ss), teniendo en cuenta que ella va dirigida a un receptor personal e histórico, en principio podría desarrollarse desde sí mismo de manera que aparezcan formalmente sus diversas parejas de aspectos dobles: origen-futuro; historia-trascendencia; oferta-aceptación; conocimiento-amor. Entonces podría aparecer claramente que origen — historia — ofrecimiento — conocimiento, por un lado; y futuro — trascendencia — ofrecimiento — amor, por otro, se implican siempre y constituyen en cada caso un momento de esta autocomunicación. Esa pareja de cuádruples momentos podría identificarse con las misiones que conocemos. Pero aquí empezamos simplemente con las misiones, tal como se nos presentan en la experiencia histórico-salvífica.

La «esencia» de la «misión» del Espíritu (en el marco del misterio) resulta inteligible sin gran dificultad. Dios se comunica a sí mismo a la criatura indigente, finita y pecadora. Y este darse desde sí mismo, sin buscarse o lograrse por ello a sí mismo, sino, por el contrario, para arriesgarse en el otro, por ser uno tan grande que libremente puede hacerse más pequeño en el otro, es lo que precisamente se designa con la palabra -> amor (en el sentido de la ágapé neotestamentaria). Y esto tanto más por el hecho de que ese amor tiende al centro de la persona humana y es allí operante no sólo como el don, sino también como la fuerza de su aceptación. Si se prescinde todavía de la cuestión de cómo puede y debe distinguirse el amor esencial divino del que constituye la personalidad del Espíritu Santo, esta «esencia» de la misión es también familiar para nosotros como aquello que la teologia tradicional describe como peculiaridad de la tercera persona en la T. inmanente.

Para la comprensión de la misión del Hijo no se puede empezar simplemente con la especulación sobre el Logos (matizada desde el principio por la mentalidad «griega») y considerarla así solamente como misión para la revelación de la «verdad» de Dios, pues entonces el lado soteriológico de esta misión sólo podría añadirse accesoria y desvinculadamente. Hemos de entender que la verdad en sentido pleno es la verdad hecha, en la cual alguien «pone a la vista» para sí y para otros su esencia libremente realizada, la manifiesta históricamente como fidedigna y fiel y la fija irreversiblemente. Ahora bien, precisamente ésta es la esencia de la misión del Hijo, en el que están unidos el aspecto revelador y el soteriológico; es misión de la verdad, que es fidelidad. Bajo este presupuesto podemos decir: La comunicación de Dios mismo tiene dos modalidades fundamentales, a saber, como verdad y como amor; como verdad que acontece en la historia y es ofrecimiento de la fidelidad libre de Dios; y como amor que produce la aceptación y abre la trascendencia del hombre hacia el futuro absoluto de Dios. En cuanto la aparición histórica de Dios (Padre) como verdad sólo es perceptible en el horizonte de la trascendencia hacia el futuro absoluto de Dios, y en cuanto el futuro absoluto es prometido en forma realmente irrevocable como amor por el hecho de que esta promesa queda fijada en la historia concreta del Dios fiel (en el salvador absoluto); esos dos aspectos de la comunicación de Dios mismo ni quedan separados, ni quedan unidos por un mero decreto, sino que juntos constituyen — sin ser idénticos entre sí — la única autocomunicación de Dios, la cual se desarrolla como verdad en una historia, como origen y ofrecimiento, y como amor aceptado que trasciende hacia el futuro absoluto.

3. La Trinidad «inmanente»

El punto de apoyo para la transición intelectual desde la T. económico-salvífica a la inmanente acabada de lograrse con lo dicho.

a) La T. salvífica es ya la inmanente, pues no podría hablarse de una comunicación de Dios mismo si ambas misiones y las «personas» que con ello se nos dan, en las cuales tenemos a Dios, no correspondieran a Dios «en sí», sino que pertenecieran solamente al ámbito creado. Las «misiones» son realmente (presupuesta en Dios la libre decisión de comunicarse) «preocupaciones» en Dios mismo.

b) Estas dos procesiones son distintas entre sí, porque son distintas las «misiones». Naturalmente, esas misiones tienen una diferencia en su término, la cual no es simplemente la de las misiones originarias (missio principiative spectata) como tales, a saber, la naturaleza humana de Cristo, por un lado, y la santidad «creada» de los justificados en su distinción espacial-temporal, por otro lado. Pero ambos aspectos de la única comunicación divina, vistos desde Dios, son momentos — relacionados entre sí en su diversidad — de la comunicación de Dios mismo. Y otro tanto puede decirse también de las procesiones.

c) Estas dos procesiones, como idénticas con las misiones, aun perteneciendo a Dios «en sí» pueden entenderse todavía como «posibilidades» ante todo para tal autocomunicación doble, o sea, todavía en sentido económico-salvífico (en forma semejante a la manera como el Logos en Jn 1, 1ss está eternamente junto a Dios, o sea, es inmanente, y, sin embargo, es concebido como referido al mundo); aunque, naturalmente, estas «posibilidades» no deben entenderse como potencialidades que primero han de ser actualizadas en Dios. Mas precisamente porque, como dadas actualmente, tienen una relación libre («contingente») con el mundo, no sólo deben corresponder a Dios «en sí», sino que han de ser también posibilidades «para él», deben tener también una significación o un sentido «inmanente». Con ello podemos decir ahora: La distinción real de las dos procesiones está constituida por una doble e inmanente comunicación de Dios mismo (del Padre). El Dios originario (el Padre) es el que se afirma para sí en la verdad (Hijo) y el recibido y aceptado para él mismo en el amor (Espíritu), y por esto es aquel que de esa manera doble y única puede comunicarse a sí mismo hacia fuera.

d) La distinción real en Dios está constituida por una doble comunicación del Padre, a través de la cual éste, por un lado, se comunica a si mismo, y, por otro lado, precisamente (mediante esta comunicación) como el que expresa y recibe pone su distinción real respecto de lo expresado y recibido. Lo comunicado, en cuanto, por un lado, hace de la comunicación una auténtica autocomunicación de Dios, y, por el otro, no suprime la distinción real entre Dios como comunicante y como comunicado, puede con razón ser designado como la divinidad, o sea, como la «esencia» de Dios.

e) La referencia constituyente de la distinción entre el que se comunica a sí mismo y lo expresado y recibido, debe entenderse como «relativa» (relacional). Esto se desprende simplemente de la identidad de la «esencia». Esa «relacionalidad» no debe ser considerada en primera línea como medio para solucionar aparentes contradicciones lógicas en la doctrina de la T. Como tal medio sólo es apropiada en medida muy condicionada, pues, en la medida en que se entiende la relación como la más irreal de las realidades, disminuye también su importancia para la comprensión de una T. que es lo más real. Pero la relación es tan absolutamente real como otras determinaciones. Y una «apologética» de la T. «inmanente» no puede partir del prejuicio de que una identidad muerta, sin mediación de ninguna clase, sea la forma de ser más perfecta del Absoluto, para volver luego, con ayuda de la explicación de que la distinción en Dios es «sólo» relativa, a eliminar la dificultad que con este prejuicio se había creado (por entender falsamente la «simplicidad» de Dios).

4. La aporética del concepto de «persona» en la Trinidad

a) La predicación y la teología se han acostumbrado a hablar de tres «personas» en Dios, hasta tal punto que eso se hace con la impresión de que no hay en absoluto otra manera de expresar el misterio de la T. Pero esto no es exacto por la sencilla razón de que el NT no conoce esta palabra, que sólo lentamente fue introducida en la terminología eclesiástica, debiendo notarse que los griegos raramente dicen prósopon y mayormente usan el término hypóstasis. Si tales palabras en este contexto han de tener el mismo sentido, ciertamente no lo tienen por su origen e historia. De hecho no tuvieron exactamente el mismo sentido en el pasado y han mantenido su diferencia en el desarrollo histórico posterior. Pues «hipóstasis» o «subsistencia» (como concepto abstracto y concreto) pueden afirmarse de cualquier ente concreto, no solamente del ente «racional»; mientras que «persona» significa siempre un subsistente racional. Y en el curso de la historia del concepto se ha desplazado la relación entre la dimensión de la conciencia de la subjetividad espiritual y la dimensión de la última concreción y diferencia de un ente frente a otro, de manera que esta subjetividad espiritual con conciencia de sí misma y libertad no sólo debe ser una nota esencial del subsistente concreto, para que éste sea también persona, sino que, además, en la comprensión del concepto de persona esa nota es constitutiva del ser personal como tal. Si supusiéramos que este cambio de comprensión es válido también en la doctrina de la T., entonces en las tres personas divinas se darían también tres conciencias libres. Pero esto es falso. Por consiguiente, la fórmula clásica de la T. no puede ni debe apropiarse esta historia moderna del concepto. Pero los enunciados doctrinales de la Iglesia no pueden suprimir o modificar esa historia. Con ello la regulación eclesiástica del lenguaje, que ha entrado en acción para matizar la contingencia en el uso de la palabra «persona», está ante el peligro permanente de un malentendido. Pues la palabra «persona», debido a su sentido actual, casi necesariamente se entenderá mal en la fórmula trinitaria. Por consiguiente, resulta confusa. Y, propiamente, el lenguaje no debería ser así, porque el sentido presupuesto de cada palabra tendría que esclarecer la frase, y no debería ser necesaria una corrección de los conceptos usados a partir de la frase.

b) Ahora bien, con ello no queremos decir que deba suprimirse la fórmula de «un Dios en tres personas». El predicador individual no tiene facultad para esto, y es problemático si el magisterio en la situación actual está en condiciones de crear otra fórmula oficial (o sea, comprensible para todos, obligatoria y apropiada para ostentar ese carácter obligatorio), la cual fuera mejor que la anterior. Pero el predicador debe ver el problema e intentar solucionarlo en la medida de sus fuerzas. Mas para ello conviene que tenga a su disposición algunas posibilidades lingüísticas de substituir la fórmula clásica, sin necesidad de «improvisar» en cada momento.

c) Naturalmente, la manera más importante de resolver el problema mencionado es hablar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con la conciencia de que en esta diversidad se habla del único Dios; p. ej., en lugar de «tres personas» se podrá hablar de las tres maneras cómo el único Dios se da (en la economía salvífica) y de sus tres maneras de subsistencia (en la esfera inmanente). De la palabra «manera» se podría deducir la relacionalidad entre las «personas», a través de la cual (como oposición) se constituye la distinción en Dios (cf. MySal II 389-392). Así, en tanto es necesario formalizar el hablar económico-salvífico sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y afirmar explícitamente su unidad, podríamos recurrir a las siguientes fórmulas (ofrecemos algunos ejemplos): El Dios uno subsiste en tres maneras distintas de subsistencia. El Padre, el Hijo y el Espíritu son distintos como relaciones opuestas, y por ello estos «tres» no son «el mismo», pero sí son «lo mismo» (lo cual, naturalmente, es una subjetividad — libre frente a nosotros — de la divinidad), porque, para evitar malentendidos, se debe reservar la expresión «el mismo» para el ente en su última concreción no intercambiable, bajo la cual nos sale al encuentro. El Padre, el Hijo y el Espíritu son el Dios único e idéntico en la divinidad, cada uno con distinta manera de subsistencia. En este sentido (y sólo en este sentido) pueden contarse «tres» en Dios, debiendo permanecer conscientes de que se «numera» lo que como pura distinción en el uno numérico de la esencia no puede traducirse por el concepto de una multitud de individuos de la misma especie. Dios es «trino» por sus tres maneras de subsistir y de darse. Dios como subsistente en una determinada manera de subsistencia (p. ej., el Padre) es «otro» (no: otra cosa) que Dios como subsistente en una manera distinta de subsistencia. Una manera de subsistir es distinta por su oposición relativa a otra y es real por su identidad con la esencia divina. En cada una de las tres maneras distintas de subsistir, subsiste la una y misma esencia divina. Por esto, «el» subsistente en tal manera de subsistencia es verdaderamente Dios. Esas fórmulas trinitarias afirman exactamente lo mismo que aquéllas donde aparece la palabra «persona». Es posible que parezcan tan formalistas y abstractas como éstas. Pero evitan, sin caer en el -> modalismo, malentendidos en el sentido de un triteísmo, que podría sugerir fácilmente el sentido actual de la palabra «persona».

5. La doctrina «psicológica» de la Trinidad

a) La doctrina de la T. desarrollada por Agustín, concluida por Tomás y hecha «clásica» hasta hoy, la cual intenta comprender las dos procesiones internas y, así, las tres personas en Dios mediante el modelo de los altos del espíritu (autoposesión cognoscente en la expresión del verbo interno y del amor [amor, voluntas]); no es doctrina del magisterio eclesiástico (a lo sumo tiene cierta resonancia en él) ni (inmediatamente) de la Escritura (pues aquí sólo se da una consideración económico-salvífica de la T.). En este sentido la interpretación psicológica de la T. no tiene un carácter obligatorio, sino que es simplemente teología. Pero puede considerarse como legítima, porque está apoyada por una gran tradición teológica, y porque es evidente que en la simplicidad de Dios las tres maneras distintas de subsistir deben tener una necesaria conexión interna con la realización espiritual de la vida divina, conexión que es interpretada en dicha doctrina. Esto resulta más claro todavía si la antropología metafísica pone de manifiesto que en el hombre sólo hay dos realizaciones fundamentales de la existencia espiritual: el conocimiento y el amor. Eso supuesto, parece obvio establecer un paralelismo entre estas dos realizaciones fundamentales y las dos procesiones divinas.

b) Pero la doctrina psicológica de la T. no puede hacer comprensible por qué la única autoposesión en el conocimiento y el amor, fundada en la esencia del Dios uno, exige una processio ad modum operati (como verbum o como amatum in amante) si Dios es absoluta actualidad v simplicidad. Ahora bien, sin esa procesión ad modum operati no se da la T. real de las maneras de subsistencia.

c) Si la teología supiera entender más positivamente de lo que habitualmente sucede la relación entre Dios (F) y el mundo (al menos como posible [sin menoscabo de la libertad, de la creación, de la autosuficiencia de Dios como actus purus, etc.]), si, dicho de otro modo, entendiera la libertad de Dios frente al mundo no corno negación o disminución de su radical referencia a éste, sino como un evidente momento interno de dicha referencia; entonces podría mostrarse más claramente todavía por qué la T. económico-salvífica es la «inmanente». El doble poder de Dios (del Padre) de expresarse hacia fuera como Logos y como Pneuma seguiría estando en conexión con su «espiritualidad»; pero ya está captada esta doctrina «psicológica» de la T. como tal cuando se ha pensado la T. «económico-salvífica».

BIBLIOGRAFÍA: Cf. los manuales de dogmática e historia del dogma, espec.: Althaus 689-700; Barth KD I/1 367-514; Brunner I 208-244; Jugie II 296ss; Pohle-Gummersbach I 346-482; PSJ II 222.438; Scheeben II; Scheeben M; Schmaus D 1 291ss 324-499; Weber D I 386-438. — HDG II/1; Seeberg; Harnack DG; Loofs; Koehler; Adam. — H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Beitrag zur Frage nach der dem Heiligen Geist eigentümlichen Funktion in der Trinität, bei der Inkarnation und im Gnadenbund (1963, Mr 21966); idem, Una Mystica Persona (Mn 1964); E. Jüngel, Gottes Sein ist im Werden (T 1965); R. Schulte, La preparación de la revelación trinitaria: MySal II-1 77-116; F. J. Schierse, La revelación de la Trinidad en el Nuevo Testamento: ibid. 117-165; L. Scheffezyk, La formación del dogma trinitario en el primitivo cristianismo: ibid. 182-223; K. Rahner, El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación: ibid. 360-453; L. Scheffezyk, Der Eine und Dreifaltige Gott (Mz 1968); V. Breton, La Trinidad (Desclée Bil); J. Duns Escoto, Dios uno y trino, ed. bilingüe (Ed Católica Ma); C. Harmión, La Santísima Trinidad en nuestra vida espiritual (Desclée Bit); M. Philippon, La Santísima Trinidad en mi vida (Balines Ba); M. Schmaus, La Trinidad de Dios (teología dogmática t. 1) (Rialp Ma); O. González, Misterio trinitario y existencia humana (Rialp Ma); R. J. de Muñana, La Santísima Trinidad (S Terre Sant); G. S. Slovan, La Trinidad (S Terrae Sant 1967); J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia (Paulinas Ma 1970).

Karl Rahner