TEODICEA
SaMun


I. Planteamiento del
problema

El hecho de que el mundo está marcado por el sufrimiento y el dolor, por el –> mal, por la desgracia en sus más variadas formas no necesita ser ni recordado ni probado. Por esto se hace aquí superfluo un acceso al planteamiento del problema. Éste se impone hoy como nunca, y de la forma más atormentadora seguramente ante el dolor de los inocentes, especialmente ante el «mal absoluto» (M. Conche): el dolor de los niños, que están entregados a él no sólo sin culpa, sino también sin la protección que da un posible distanciamiento de sí mismo. Hoy como nunca se encuentra aquí el argumento decisivo contra Dios. Precisamente para una época cuyo ideal de conocimiento es la verificación empírica, esta prueba de experiencia debe parecer irrefutable. La hipótesis teológica resulta claramente falsificada por el experimento de la historia misma; el resultado parece claro. Sin embargo, previamente a toda consideración particular, se plantea la cuestión de si este resultado se da realmente, es decir, de hasta qué punto aquí se obtiene un «resultado». El experimento se realiza en el hombre. No porque prosigue, sino porque se realiza en el hombre en su libertad, el experimento está en principio «abierto». En esta cuestión, el hombre y su respuesta (o respuestas) pertenecen inmediatamente al resultado.

II. Historia de las respuestas

1. Una de las respuestas fundamentales, el –> dualismo, ha sido formulado en su forma más extrema por la religiosidad oriental: en el parsismo de Zaratustra, según el cual bien y mal como poderes divinos están en lucha mutua. Esta concepción ha influido permanentemente en el pensamiento occidental, desde la antigüedad, a través del –> gnosticismo y del maniqueísmo hasta las especulaciones de Schelling en sus últimos años.

PLATÓN reunió por primera vez los diversos aspectos de los anteriores intentos de interpretación, que entendían como origen del mal el ápeiron (pitagóricos), la tensión de lo opuesto en la realidad (Heraclito), el hombre por una culpa anterior al nacimiento (orfismo, Empédocles) o bien a causa de una ignorancia condicionada por el cuerpo (Demócrito, Sócrates). Para Platón, lo mismo que para el estoicismo, Dios no es en modo alguno autor del mal. Mas como Platón debe necesariamente quitar realidad al mal (condicionándolo bien cósmicamente, por la materia, bien antropológicamente, por los afectos) y convertirlo en algo sólo aparente, a fin de darle así cabida en su sistema monista, su pensamiento también está determinado ocultamente por el dualismo. Este dualismo aflora en los esquemas de emanación del -> neoplatonismo, los cuales entienden el mal como un alejamiento progresivo de las cosas (o de los ámbitos de cosas) respecto de su origen, o sea, identifican el mal con la existencia propia del ente mismo frente al Uno, que está por encima de los entes, aunque éstos, sin embargo, desembocan en el Uno.

2. A esta respuesta griega se opone el mensaje judeocristiano. Aquí el origen del mal, por un lado recibe un fundamento no cosmológico, sino histórico: la caída, que ofende al creador todopoderoso y totalmente bueno; y, por otro lado, es superada decisivamente la interpretación moral del estoicismo, en cuanto la caída de la libertad no es introducida — a la postre contradictoriamente — en un sistema racional monista, sino que es experimentada en una historia «dialogística» de la -> libertad (II). Así el sufrimiento aparece como castigo, y también como prueba. Pero, a la vez, esta interpretación tiene sus límites en el misterio incomprensible de Dios (Job), cuyas «obras» (Jn 9, 3) y «fuerza» (2 Cor 12, 0) se consuman en ese misterio.

3. Con este mensaje del Dios todopoderoso y totalmente bueno, que, sin embargo, permite el mal, debe ahora el cristianismo primitivo contestar a las preguntas de las religiones más o menos dualistas que le salen al encuentro. Lactancio (De ira Dei 13) precisa el problema planteado en los términos de que Dios: (1) o quiere impedir el mal, pero no puede (lo cual suprimiría su omnipotencia); (2) o puede, pero no quiere (cosa que parece contradecir a su bondad); (3) o no quiere ni puede; (4) o quiere y puede (lo cual queda refutado por la realidad del mal). Los intentos de respuesta a (2) recogen los elementos de interpretación de la filosofía griega, con frecuencia separados imperfectamente del contexto de un pensamiento dualista. Se recurre ante todo a la interpretación del mal como privación. Se destaca nuevamente la libertad (y la posibilidad del pecado inherente a ella) en la que Dios debe crear al hombre (p. ej., IRENEo, Adv. haer. iv 37, 1: en Dios no hay coacción —; TERTULIANO, Adv. Marc. ii 6s); pero no parece todavía dilucidada la permisión del abuso real de la libertad.

Los esfuerzos de la primera patrística por formular una respuesta de la revelación judeocristiana con ayuda de la filosofía griega se condensan en la figura de Agustín, decisiva para la tradición cristiana hasta hoy.

4. AGUSTÍN, atraído desde la juventud por la cuestión de cómo, a pesar del gobierno de Dios, reina tal perversitas en la existencia humana (De lib. arb. 14; Ep 215; De ord. i 1), está permanentemente determinado en su lucha por la discusión con el maniqueísmo, en el que militó nueve años (Conf. IVs). Él (sobre el trasfondo de una viva experiencia [cf. Conf. y, p. ej., De civ. Dei xx 2]) niega que el mal tenga un ser propio: «Todo lo que existe es bueno. El mal, por consiguiente, cuya esencia yo busco, no es una substancia» (Conf. vII 18). Por más que el conocimiento de que todas las cosas son buenas le haya sido transmitido por escritos neoplatónicos, sin embargo, la inclusión sin vacilaciones de la materia entre lo bueno (De nat. boni 18) se debe a la metafísica cristiana de la -> creación. Por consiguiente, aunque a la cuestión maniquea sobre el «de dónde» quiere anteponer la pregunta sobre la esencia del mal (De nat. boni 4), no obstante este origen divino de las cosas forma el fundamento de su interpretación. De ello resulta: El mal es contra naturam, pues toda naturaleza en cuanto tal es buena (De civ. Dei xI 17; De lib. arb. III 36). El mal es una caída de la esencia y de la naturaleza, de su medida, tipo y orden; es una tendencia al no-ser, una corrupción, una carencia, una privación (De mor. Man. ii 12; Contra ep. fund. 39; De nat. boni 4).

Con ello se alcanza la afirmación fundamental «positiva» de Agustín sobre la esencia (negativa) del mal: Non est ergo malum nisi privatio boni (Contra adv. legis 15). Por ello el mal sólo puede existir realmente en el bien: es un testimonio dialéctico del ser humano de la naturaleza que late en él, pues, si aniquilara totalmente la substancialidad buena de dicha naturaleza, se disolvería a sí mismo en la nada (De civ. Dei xI 9, 22, xrii 3, xIx 12s; Etiam voluntas mala grande testimonium est naturae bonae [ibid. xt 17]).

No menos importante y decisiva para el futuro es la visión, decididamente teológica, que Agustín tiene de los tipos de mal. «El nombre "mal" se usa de doble manera, para aquello que el hombre hace y para aquello que sufre; lo primero es el pecado, lo segundo el castigo del pecado» (Contra Adim. Man. 26). El mal moral, lo malo, es el mal por antonomasia, el único mal (Contra Fort. 15). Pues el mal físico, como castigo del pecado, es justo y bueno (De civ. Dei xii 3), es don «de la misericordia del Dios que amonesta» (ibid. iv 1). Agustín no cierra los ojos al dolor de los inocentes: éste sirve para la purificación y confirmación (ibid. I 8) y es una prueba de la solidaridad de destino por el -> pecado original (ibid xxiii 22). Para el mal físico, especialmente en el ámbito no espiritual, busca él también una explicación natural en la «limitación de las criaturas inferiores» (Contra Secund. Man. 15): en una necesaria ordenación gradual lo particular debe servir a la perfección del todo articulado, cuya belleza se consigue por oposiciones, etc. (Conf. vir 9; De civ. Dei xvi 8).

Sin embargo, Dios no puede crear nada con el mal; su causa es únicamente «la voluntad que cae del bien inmutable al mutable, primero la del ángel, después la del hombre» (Ench. 23). La posibilidad de esto radica en la libertad del espíritu finito, la cual, sin embargo, constituye la preeminencia de su esencia: «El hombre, que hace el bien por decisión libre de su voluntad, es mejor que un ser bueno por necesidad» (De diversis quaestionibus 83, 2). La cuestión del porqué de la permisión fáctica del pecado sigue en pie (la solución de que incluso el alma pecadora posee dignidad mayor que todo lo no espiritual [De lib. arb. tii 12, 16, etc.] no es suficiente). Y sigue en pie precisamente de cara al principio apodíctico: «Es bueno que no sólo haya bien, sino también mal» (Ench. 96). Ciertamente se puede establecer hasta cierto punto a priori — en todo caso después de la permisión del mal— que Dios ha de poder y querer convertirlo en bien: bene utens et malis de malis bene facere (Ench. 27, 100; cf. De civ. Dei xxii 1; Ep. 166, 15; et in malis operibus nostris Dei opera bona sunt [De mus. vi 30]). Aunque el mal, y sobre todo lo moralmente malo, es contra la voluntad de Dios, no se desvincula completamente de ella, pues está abarcado por una indirecta voluntad permisiva (Ench. 95s; De civ. Dei xi 17, xviti 51, xxri 2; De corr. et grat. 43; Sermo 301, 5, etc.). Agustín se limita a insinuar cómo Dios transforma el mal en un bien mayor, (p. ej., la negación de Pedro conduce al progreso en la humildad y el conocimiento [De corr. et grat. 25; Sereno 285, 3]).

5. La visión de Agustín, cuyas influencias neoplatónicas fortaleció el Pseudo-Dionisio (De div. nom. iv 18-35), siguió siendo decisiva en el futuro, a pesar de excepciones como el sistema optimista emanatista de Escoto Erigena (De divis. nat. ur 6) o la concepción de Abelardo (Theol. christ. v 1321) y de Nicolás de Cusa (De ludo globi, ed. 1514: r 154) sobre el mejor de los mundos. TOMÁS DE AQUINO (ST r q. 48s; S. c. G. iri 4-15; De malo), con quien coinciden en lo esencial Duns Escoto (II Sent. 26-31) y Suárez (Disp. metaph. xi 1), edifica la doctrina agustiniana del mal con rigor lógico-ontológico, tomado de la escuela de Aristóteles (Metaph. ix 9s). Esclarece el concepto clave de la permisión (ST i q. 19 ad 9; sobre su fundamentación, cf. SI i q. 48 a. 2 ad 3; pero compárese 1 Sent. 46, 1, 3 ad 6), así como el principio de que el bien sólo indirectamente procede «del» mal (ibid., con una ligera corrección de Agustín). Tomás acentúa también la deficiencia de la causa segunda, que «descarga» en la providencia (S. c. G. III 71.77).

6. En 1710 aparecen los Essais de théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal de G.W. v. LEIBNiz. Con esto (según un dato epistolar de 1697) la palabra «teodicea» queda introducida en la terminología filosófica y teológica (cf. Rom 3, 4s; Sal 51, 6), pasando ahora a ser un título general para designar los esfuerzos por dar una respuesta al problema del mal. El título indica todo el conjunto de la cuestión y a la vez el carácter problemático — en doble sentido — de la empresa de una «justificación de Dios» ante el foro de la razón humana; en lo cual Leibniz, y todavía Kant, no excluye consideraciones procedentes del ámbito de la teología revelada (Kant define la t. como «la defensa de la sabiduría altísima del autor del mundo contra la acusación que la razón levanta contra ella fundada en los absurdos del mundo» [ed. acad. VIII 255]). Desde Leibniz la t. — en su sentido propio y estricto — se convirtió generalmente en una parte explícita de la doctrina filosófica de Dios. La circunstancia histórica de que en Alemania, sobre todo en el s. XVIII hasta la crítica de Kant, y en Inglaterra hasta mucho más tarde, estuvieran ampliamente difundidas las «teodiceas», así como la densidad con que aquí se concentran las cuestiones acerca de Dios, del hombre y del mundo seguramente contribuyeron a que la palabra t. se usara para designar el ámbito total del conocimiento filosófico de Dios, suplantando así la expresión «-> teología natural» la cual, ciertamente, no es muy acertada, pero era usual anteriormente y vuelve a serlo ahora.

La crítica de Voltaire (Candide) al optimismo de Leibniz propiamente no lo refuta, sino que descubre más bien su verdadera esencia. La vinculación de Dios por la que este mundo (nos vemos tentados a decir: faute de mieux) debe ser aceptado como el mejor posible, corresponde a la teoría del malum metaphysicum, una tesis que, mirada con sobriedad objetiva y abstracta, en último término afirma lo mismo (por lo menos en cierto aspecto) que el pesimismo de Schopenhauer, o que la doctrina de la impotencia del espíritu en el Scheler tardío, o que las doctrinas sobre el absurdo difundidas en la actualidad. En esa tesis se da también lo que Th. Haecker ha señalado como el obstáculo específicamente occidental para una t. auténtica: la visión trágica del mundo (Schöpfer und Schöpfung [Mn 21947] 32ss), el hacer trágico lo finito como tal.

7. La teología protestante acentúa que quien debe justificarse no es Dios ante el hombre, sino el hombre ante Dios (y desde él). Pero no se excluyen allí procesos de pensamiento de la t. cristiana (LUTERO [WA 56, 331. 21]: Dios crea el bien mediante el mal). Pero desde Zuinglio hasta K. Barth se extiende una excesiva nivelación de causación auténtica y mera permisión del mal por parte de Dios; algo parecido sucede en el bayanismo y el -> jansenismo. Para M. Flacius el mal es incluso la realidad del hombre caído.

Aisladamente se anuncian voces católicas contra la supuesta eliminación de la realidad del mal interpretado como privación: CAYETANO (COMM. ad ST I-II q. 71 a. 6; q. 72a. 7) y en el s. p. ej., J. Kuhn y H. Klee; Lamennais (Esquise d'une philosophie II 1, 4) renueva la concepción de Leibniz sobre el «mal metafísico». Hacia la «solución» del problema de la t. que aporta la redención por Cristo (W. TRILLHAAS: RGG3 vi 746) lleva la teología escolástica en la disputa sobre el motivo de la encarnación (p. ej., DE LUGO, De incarnatione 7, 2, 13); en la actualidad piensa en esa línea ante todo KARL BARTH (KD iiI/1 418-476).

III. La cuestión permanente

Las respuestas, decíamos, pertenecen aquí al resultado. ¿Qué resultado se ha deducido?

1. Los intentos de la t. en el pensamiento moderno quedan subsumidos en el optimismo o en el pesimismo. A ambos es común el presupuesto: el mal no puede impedirse; pero es distinta la fundamentación. Para el optimismo el mal viene dado con las estructuras internas del mundo como condición necesaria de un todo con valor superior. Esta relativación y «mediatización» plena del mal desplaza y desvirtúa la t. hacia la cosmodicea. Ciertamente es válida la indicación — ampliamente contenida en la tradición — de que gran parte del mal físico tiene sentido y utilidad inmanente dentro del orden concreto del mundo (p. ej., como momento inevitable de la -> evolución; cf. también la función de alarma del dolor; pero desde mucho tiempo se ha preguntado si no cabe hablar aquí de un dolor sin sentido). ¿Pero qué pasa entonces con ese orden mismo del mundo? La valoración de este mundo como el mejor de los posibles fracasa por motivos filosóficos y teológicos. La perfección del mundo material es siempre superable. Y el ignorar el sello que el pecado original pone en este mundo, y que seguramente se manifiesta también en la deficiencia constitucional de la realidad, debe en todo caso ontologizar — y con ello desvirtuar — aquel mal añadido (físico) que es consecuencia de la culpa y, además, la culpa, lo malo mismo.

En oposición a esta desvirtuación del mal, el pesimismo lo exagera y le da un carácter absoluto. Así hay aquí un monismo extremo que hace del mal un principio universal negativo; o bien una concepción dualista que ve en el mal un segundo principio o momento originario malo, o lo entiende como una limitación del poder divino que parece inevitable para dejar a salvo la bondad de Dios. Tal inversión o vaciamiento del concepto de Dios deja sin objeto a una t. propiamente dicha. Toda hipostatización del mal queda desmentida por la prioridad de lo verdadero, bello y hermoso frente a cualquier dato contrario, prioridad que es propia ; esencial del decir, pensar y valorar humanos y que se atestigua también en la determinación fundamental del mal y del pesimismo. Precisamente el pesimismo, cuya forma más decidida eleva el mal a la condición de una originaria voluntad mala, prueba que el centro de la t. es el problema del mal — es decir, formulado teísticamente — el de la permisión del pecado. De todos modos, la interpretación pesimista del mal, como ineludible situación que marca el destino mundano del hombre (la «visión trágica del mundo»), puede abrir una comprensión profundizada de la línea histórico-salvífica o cristológica de la t. cristiana, o sea, frente al individualismo moderno (también en el campo moral), puede descubrir «el pecado del mundo» (P. SCHOONENBERG: MySal II 886-898 928-938).

2. El hombre particular entra en un ámbito de poder del -> pecado, en una constitución «hamartiológica» de este mundo, que la teología de -> Pablo presenta como repercusión del primer pecado del hombre en el mundo. Si se puede suponer que, en el obligatorio estado original del hombre, la salud pura y plena de su naturaleza debía ser el (cuasi) sacramento de su santidad en la gracia, consecuentemente después del pecado, que junto con la santidad destruyó también la salud, lo natural no sano debió convertirse necesariamente en efecto y signo de la falta de salud y de gracia en este estado del mundo en cuanto está sin Cristo. Así el mundo, en la medida en que está afectado por la caída, se hace también sacramentum diaboli. Puesto que lo sano en paz y alegría, como sacramento inmediato de la salvación, quedó desacreditado por el abuso pecador de ello, la redención del pecado sólo pudo realizarse y expresarse en la realidad contraria de lo no santo, en el dolor y la -> muerte. Aquí se muestra el sentido necesariamente misterioso de la cruz de Cristo. La ambivalencia del mal físico por causa del pecado original (como resultado de la naturaleza finita y material y al mismo tiempo como destino en que se expresa el pecado) es elevada por la acción libre e histórica de la redención a la sacramentalidad — hecha unívoca por esta mediación histórica — de la nueva salvación (cf. W. KERN: GuL 32 [1959] 58s; J. TERÁN DUTARI: ZKTh 88 [1966] 283-314).

3. Con ello el problema del mal y el de la t. son llevados a extremos inconcebibles. La cruz de Cristo como consecuencia del pecado hace palidecer toda versión trágica de tipo metafísico. Sin embargo, precisamente esa agudización infinita es la «solución»: el problema del pecado del hombre se transforma en el mysterium — o skandalon — del -> amor de Dios. Así como el pecado es el fundamento externo de la cruz (in ordine executionis), del mismo modo la cruz es el fundamento interno de la permisión del pecado (in ordine intentionis).

Nos atrevemos a la siguiente comparación. El amor entre hombres, por la crisis y la catástrofe de la claudicación de una parte y por el perdón de la otra parte con que se supera la claudicación, recibe una profundidad e interioridad cualitativamente nuevas, la singular e indulgente «aurora» del amor redimente y redimido, cosa que sólo se hace real por la libre voluntad de amor del inocente, pero no sería posible sin la culpa precedente. De modo parecido Cristo «tuvo que ser» (cf. Lc 24, 26) la revelación encarnada del amor de Dios en tal forma que él, haciéndose pecado y maldición por el hombre, lo creara de nuevo desde el pecado como superación del mal a través del amor paciente y redentor, crucificado, que así actúa y se atestigua como poder infinito.

La dimensión «hamartiológica» del mal es vencida en el hecho («staurológico») de la cruz de Cristo: como la muerte del hombre en la muerte de Dios (AGUSTÍN (In Io. Evang. 12, 10; cf. Sermo 350, 1]: «Matado por la muerte [como hombre], él [Dios bajo el ser humano] mató la muerte»). El credo pascual de la feliz culpa tiene fundamento bíblico en la alabanza paulina del poder de la gracia, superior al poder del pecado (Rom 5, 20s; excluyendo la conclusión precipitada de una mística del pecado: Rom 3, 8; 6, 1). El texto evangélico decisivo para el concepto clave de la permisión es la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32; cf. entre otros lugares Lc 7, 36-50; Jn 12, 24s; 2 Cor 12, 9).

En el fondo la realidad de Cristo ha suprimido ya la realidad contraria del pecado, por cuanto la ha superado recapitulándola (es decir, repitiéndola y consumándola). El «optimismo» cristiano, que cree en el poder del amor de Dios, quiere con Cristo no dejar de lado cualquier pesimismo experimental, sino soportarlo activamente y transformarlo en la resurrección. El problema del mal coincide — y muestra así su verdadero rango (mucho más allá del logro de la virtud individual: paciencia sacada «de» la persecución o arrepentimiento sacado «del» pecado) — con la cuestión del motivo de la encarnación redentora de Dios en Cristo.

4. En el planteamiento del problema de la t. no basta la respuesta filosófica formal, apriorista, de que el mal debe ser compatible con el Dios infinitamente poderoso, sabio y bueno. Se requiere además el esfuerzo por una respuesta material, con contenido, o sea histórica (históricamente experimentable); es decir, se requiere una respuesta teológica (dada por Dios mismo). Pero no se puede desconocer la naturaleza de la «solución» buscada. Ésta nunca puede ser meramente «teorética».

Lo que acabamos de decir acerca de la cruz no puede hacernos olvidar que la culpa — incluso como perdonada y precisamente a la luz de este perdón — se muestra siempre como aquello que no debe ni puede ser. No puede hacernos olvidar que el amor no necesita jamás de ella (¡qué clase de amor sería éste!), sino que la victoria del amor sobre la culpa consiste precisamente en su descubrimiento como tal, es decir, como lo absolutamente nulo: nulo como contrario y absurdo, y nulo también como inoperante, o sea, sin sentido bajo cualquier acepción de la palabra. Sólo así la culpa permanece culpa, sin interpretaciones que la transformen, sólo así lo malo y el mal son tomados como lo que son.

Y, a pesar de todo, el amor alcanza precisamente así (en vistas al mal) una nueva dimensión. Lo absurdo (sin posibilidad de justificación por sí mismo) es puesto al servicio de lo que tiene sentido. Por consiguiente, también aquí, como tantas otras veces,en último término hemos de mantener firmemente el «hecho» de la compatibilidad de datos que aparecen como opuestos, sin una visión totalmente satisfactoria del «cómo». Sin embargo, el problema de la t. no puede caer en el círculo existencial que precisamente hoy amenaza: el mal que hoy se impone a la experiencia no permite ver con claridad persuasiva la existencia de aquel Dios que debe iluminar la sombra de ese mal.

Como respuesta a la prueba experimental mencionada al principio (r), hay que remitir a experiencias de sentido igualmente indiscutibles. Cómo aquí no se trata de un cálculo para decidir la alternativa «optimismo—pesimismo», se desprende de la esencia peculiar de tal experiencia (-> sentido). En todo caso la estructura oscilante y de esperanza de esta experiencia debe resaltarse más claramente que hasta ahora. Se debe tener conocimiento de la tradición agustiniana y medieval en general, que, por ej., quiere integrar de algún modo en un sentido total la condenación real de ángeles y hombres, así por ejemplo, para alabanza de la justicia punitiva de Dios. Eso ha de tomarse en consideración sin arrogancia, pero también sin un ulterior compromiso especulativo. Un total esclarecimiento teórico del mal nos cerraría precisamente aquel sentido de su existencia que de algún modo podemos presentir. Comprendiendo de tal manera no se habría entendido lo que precisamente se quería comprender: el mal como pregunta permanente.

Pues, efectivamente, si aquí la respuesta pertenece al resultado, eso debe decirse también sobre la respuesta de cada uno a las respuestas pensadas anteriormente. Y esta respuesta es, en último término, no sólo aquel compromiso que actúa en todo conocer y experimentar (como actuatio del cognoscens y de lo cognitum in actu), sino también una esperanza prácticamente activa en el sentido usual de la palabra. El mal es una llamada a la acción. Con ello la cuestión del mal no queda resuelta, permanece (principalmente para aquel a quien no se oculta su propia parte de culpa en el dolor del mundo). Pero así como tal acción sólo es posible en la esperanza, no en la desesperación plena; a la inversa, sólo hay verdadera -> esperanza ante el mal como esperanza activa (paciente) y luchadora.

Si hay cuestiones que no quieren ser «respondidas», sino vividas (R. Guardini), una de esas preguntas es el problema de la t. Aquí el curso del pensamiento hace retornar a la reflexión «staurológica» (III, 3), no en el sentido de una respuesta que zanja la cuestión, sino como una audición de la pregunta permanente. Así la pregunta permanece como llamada: a la acción y a la esperanza («contra toda esperanza» [Rom 4, 18]) más allá de nuestras obras. Lo que sana el mal y lo malo es el amor.

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Walter Kern — Jörg Splett