RENACIMIENTO
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1. El concepto de renacimiento

Como rinascita — la forma italiana originaria del francés renaissance —, como «renacimiento» de la antigua tradición artística, caracterizó por primera vez G. Vasari en el s. xvi la orientación nueva de la vida artística italiana desde el s. xiv, la cual antes se había ya entendido a sí misma como regeneratio, restauratio o restitutio de normas clásicas. Luego, el término renaissance fue ampliado en la historiografía moderna, ya desde Voltaire y J.J. Brucker, para designar el establecimiento humanístico de la formación literaria y de la erudición filosófica como ideales normativos; y después, en el s. xix, principalmente por obra de los historiadores Michelet y Burckhardt se convirtió definitivamente en concepto con que es caracterizada una época, no sólo por lo que se refiere a la historia del arte, sino también con relación a la historia política y espiritual de Italia desde el s. xiv al xvi (con límites muy discutidos, p. ej., la aventurera proclamación de la república romana en 1347 por Cola di Rienzo y el Sacco di Roma de 1527 o el concilio reformador de Trento). Tal época fue entendida en su conjunto como renovación de la sociedad en todas sus dimensiones a partir de la cultura y de la actitud espiritual de la antigüedad. Desde sus comienzos el concepto expresado con la palabra r., o con las equivalentes latinas usadas al principio, lleva inherente un giro tendencioso contra la época anterior, contra el medium aevum, considerado como época deficiente entre la antigüedad y su renacimiento, que es la culminación de una historia verdaderamente humana.

A consecuencia del descubrimiento de que ya en la «edad media» misma, p. ej., en el r. carolingio o en el otónico, se había intentado restaurar el originario caudal de la cultura antigua para hacerlo fructífero en el momento presente, el concepto de r. adquirió ya en J. Ampére, a principios del s. xix, junto a su función de caracterizar una época, también un sentido tipológico, a saber, la significación de un retomo histórico a la antigüedad europea, entendida como prototipo. Con el descubrimiento de movimientos absolutamente análogos, por los que una sociedad recuerda y actualiza sus propios orígenes históricos, que se hizo también en otros ámbitos culturales y en condiciones totalmente distintas, el nombre de r., que al principio tenía una acepción histórica limitada, pasó a ser un concepto formal para designar una ley estructural muy extendida en la historia, la cual afecta a toda una multitud de fenómenos.

2. Renacimiento como concepto tipológico

Entendido como tipo de estructura histórica, todo r. se basa en la específica reflexividad histórica de la sociedad respectiva. Ésta, en su esencial propiedad constitutiva como totalidad de integración personal, está objetivamente condicionada de hecho por su origen en una realidad previa, a la que siempre se recurre como instancia de mediación y que así queda sometida a una interpretación. Lo cual no sucede en un terreno sólo o primariamente fáctico, sino, sobre todo, por cuanto la sociedad reflexiona explícitamente sobre sí misma y de ese modo se conoce como mediada y vuelve a su origen como tal, que reactualiza en este retorno como medio personal, es decir, como vehículo de integración personal, y así lo asume en el proceso de una mediación con sentido y se apropia su condicionamiento objetivo y fáctico, es decir lo experimenta como ineludible exigencia personal previamente dada y, en correspondencia y respuesta a ella, llega a su propia identidad histórica. Por consiguiente, la sociedad se realiza siempre como diálogo continuado con su origen fáctico, sin identificarse monísticamente con él, y sin dejarlo por principio siempre fuera de ella como algo extraño, con lo que caería en un dualismo. Se constituye a sí misma distinguiéndose de todo lo previamente dado y, al mismo tiempo, asumiéndolo y reconociéndolo como constitutivo propio que integra en la realización consciente de la propia mismidad.

En tal proceso de la sociedad y la historia, r. designa específicamente aquella forma de diálogo constitutivo de la historia en el cual una época no acepta que sus predecesores inmediatos le señalen su «interlocutor en la conversación», con el que ella ha de encontrar su propia identidad, sino que lo busca más allá de la figura adquirida por su pasado inmediato, remontándose a los orígenes de este diálogo, a la exigencia primera, fresca, todavía nueva o inmediata de la historia antigua, respecto de la cual quiere alcanzar una renovada inmediatez.

El conservadurismo, frente a tal orientación nueva del punto de referencia histórico de una autorrealización social, acentúa la continuidad del diálogo (hasta llegar a la errónea concepción de que la identidad de ciertas formas objetivas de la mediación social garantiza ya la continuidad del proceso mismo de la sociedad). La revolución, viendo la incapacidad de los medios sociales dados previamente para posibilitar o incluso provocar una real interacción personal, reduce esencialmente el diálogo con su pasado a un «no» respecto del mismo (con el riesgo de creer erróneamente que la mera no identidad de ciertos medios de comunicación social garantiza ya su renovación en el sentido de una interpersonalidad auténtica).

Frente a esas dos posturas, un r. vuelve la mirada a una época pasada, echando en cara a la anterior conciencia social que no la apreció como se merecía, o que sólo se la apropió desfigurando su identidad, falsificándola en el sentido de sus propias concepciones; y con renovada originalidad toma esa época como su interlocutor y como de su propia autorrealización, con lo cual se emancipa de las ofertas, consideradas insuficientes, de la vida social del momento. Normalmente todo r. implica un impulso cercano al «élan» revolucionario, por el que quiere realizar adecuadamente un nuevo sentimiento vital y una nueva modalidad personalmente relevante de interacción. En esto el r. se encuentra por su parte ante el peligro de la restauración, es decir, de buscar el medio para salvar la deficiente capacidad de la realidad social actual, no en forma dialogística, estableciendo una mediación entre el prototipo histórico y la época presente, con su situación cambiada, sino a base de una identificación inmediata, plagiando el ideal que ha de apropiarse. Así existe el peligro de perder de nuevo la propia identidad histórica y de que se caiga en una autoalienación bajo la exigencia de una historia ajena.

3. El renacimiento italiano

El portador, el sujeto social del r. por antonomasia, el r. de la antigüedad en Italia desde el s. xiv al xvi, fue la aristocracia de comerciantes, progresivamente fortalecida, de las ciudades italianas. Estos grupos ya no estaban familiarizados con la idea de una jerarquía legitimada e investida de poder por Dios, la cual tenía determinados derechos y deberes, habían conquistado su propia importancia social por su habilidad mercantil, dirigida racionalmente a un fin. Tales grupos se alejaron plenamente de la estructura clerical y feudal del orden reinante en el medievo, en el cual la sociedad se ordenaba jerárquicamente, es decir, por delegaciones de funciones y poder desde una cumbre absoluta hasta los estamentos sociales, que existen por naturaleza y se aceptan invariablemente. El principio medieval de mediación social por delegación jerárquica, se hizo totalmente inaceptable para una sociedad que se constituía por la libre cooperación de empresarios comerciantes independientes y como totalidad de tal cooperación autónoma, es decir, orientada a la utilidad según el sentido inmanente de la cosa.

El modelo para la institucionalización política de estas nuevas maneras de interacción, en parte lo encontró acuñado la joven burguesía en las repúblicas antiguas, cuya constitución adoptó y continuó bajo la forma aristocrática de ciudad-república. Esta necesidad de un medio político nuevo de la sociedad halló su formulación teórica en Maquiavelo, cuya obra Il Principe (15113, 1.a edición 1532) no pretende ofrecer preferentemente un espejo de virtud como modelo de conducta en un marco social prepuesto, sino que quiere investigar la sociedad como proceso mediador en sus condiciones y exigencias, un enfoque en el que luego encontraron su punto de partida la filosofía de la historia y la historiografía modernas.

Con la constitución de este tipo nuevo de sociedad el ordo medieval no sólo quedó roto políticamente, sino también superado como principio de mediación. La mediación epocal creada en la edad media entre las distintas pretensiones de verdad y orden, procedentes de la antigua ideología griega y romana, del cristianismo y de la concepción germánica de la vida, había perdido aquí, con su sujeto social, su referencia a la realidad, y se convirtió en fórmula vacía, aunque teoréticamente se conservara todavía. En su necesidad así creada de medios adecuados, concretamente para la vida cultural, y con una apertura sin prejuicios, para la que la forma tradicional de vida, junto con la revelación cristiana como su fundamento absoluto, ya no podía significar una instancia autoritativa y una norma legítima; la burguesía del r. encontró su «interlocutor» más generoso y estimulante en la cultura de la antigüedad clásica no cristiana. Este momento de la síntesis medieval, anacrónica ya, era especialmente afín con la burguesía por la mentalidad — sedienta de hermosura espiritual — y la posición social de los que cultivaron la cultura clásica. Ciertas circunstancias externas impulsaban en la dirección, especialmente el contacto con sabios griegos en el concilio de Ferrara-Florencia y la caída de Bizancio, acontecimientos que pusieron en contacto a la burguesía renacentista con fragmentos muy importantes, en parte todavía desconocidos, de la literatura de la antigüedad, sobre todo con fragmentos filosóficos.

En la confrontación con este interlocutor histórico nuevo (o visto con nuevos ojos), la burguesía del r. consiguió su propio desarrollo cultural primeramente y sobre todo en las artes plásticas, que, p. ej., mediante el desarrollo de la pintura de retratos, se emancipó del canon relativo al contenido y, particularmente por la introducción de la perspectiva se liberó, del canon formal. Algo semejante aconteció en la poesía (después de Petrarca, sobre todo Bocaccio), que tomó por tema al hombre en su referencia a sí mismo y no como elemento para la edificación de un sistema jerárquico. La burguesía del r. consiguió también su propio desarrollo por la sustitución de la finalidad feudal-caballeresca o escolástico-clerical de la educación por el ideal de formación de la personalidad mediante las «artes liberales», especialmente mediante la cultura e instrucción literarias (–> humanismo). En filosofía, la libertad frente a las exigencias de la sociedad establecida, principalmente de la Iglesia, juntamente con un cambio fundamental de los puntos de orientación histórica, condujo a una revivificación — con frecuencia sólo breve — de casi todas las escuelas antiguas de filosofía, siendo el movimiento más importante la academia platónica de Florencia. Sin embargo, el hecho de que la nueva gran burguesía se emancipara de los medios sociales del medievo y se volviera a las posibilidades de mediación de la antigüedad tuvo consecuencias más importantes aún en la filosofía de la naturaleza.

Por un lado se derrumbó aquí, especialmente en la cosmología, junto con la jerarquía social, también su proyección en el universo, y con ello se hicieron posibles la ausencia de escrúpulos y la inmediatez en la experiencia de la naturaleza. Esta experiencia, en dependencia recíproca con los viajes de exploración geográfica que entonces se iniciaban, posibilitó nuevos sistemas astronómicos, y se vio fortalecida por las confirmaciones empíricas. Así se amplió el horizonte del conocimiento del mundo hasta lo ilimitado, y se llegó al pensamiento de la infinitud del espacio y del tiempo.

Por otro lado, este contacto con la naturaleza, desligado de la norma y los prejuicios escolásticos, encontró en la tradición antigua una posibilidad nueva de integración de lo experimentado, la cual a su vez al principio de la mediación social por la cooperación libre; esa posibilidad era el atomismo o sea, la idea de que el mundo es explicable mediante el automovimiento mecánico de cuerpos elementales, que subsisten en sí y se coordinan para una finalidad racional. Después de los ensayos de Teofrasto de Hohenheim (Paracelso: 1493-1541), demasiado deslumbrado todavía por lo nuevo y extraordinario de los conocimientos que se abrían, por primera vez Filippo (Giordano) Bruno (1548-1600) condensó en una filosofía coherente de la naturaleza todos los momentos de la nueva imagen del mundo lograda en ese encuentro con la naturaleza y con el pensamiento de la antigüedad.

Eran elementos decisivos de esta imagen el sistema planetario heliocéntrico, la infinitud del universo, y la disolución de la realidad, en medio de la movilidad de substancias en principio estáticas, en un sistema relaciona) de equilibrio que se conserva por su propia acción a través de leyes determinadas, que pueden expresarse en fórmulas matemáticas.

Todas estas traducciones del cambio social fundamental a nuevas modalidades de mediación cultural y científica consigo mismo y con el mundo, en la medida en que llegaron a imponerse, volvieron a repercutir a su vez decisivamente en la autocomprensión social y política de la sociedad, por cuanto ellas, en su nueva conciencia implícita de la realidad, hicieron definitivamente anacrónica e irrealizable la constitución de la sociedad por estamentos, y en correspondencia con ello exigieron una regulación autónoma de ella. Precisamente aquí, y no tanto en el apoyo en la antigüedad, — hoy apenas realizable —, está la novedad del r. como época, a saber, en la emancipación consciente de la sociedad frente a normas extrañas a ella misma y a las leyes de su propia realización. Y, en este sentido, el r. puede verse también como fundamento de nuestro presente, pues, p. ej., los diversos movimientos de ilustración lo han entendido así y han llevado adelante sus propósitos. Con lo cual el r. es el inicio de una universal y consciente emancipación de la sociedad, en cuanto ésta se conoce aquí por primera vez como autónoma y creadora, y así constituye el principio de la ascensión del hombre desde su condición de mero objeto de una poderosa acción externa y de mero servidor de una ordenación dada previamente a la condición de sujeto consciente responsable de la historia.

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Konrad Hecker