REINO DE DIOS
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El mensaje del r. de D. transmitido en los sinópticos, que en Mt está reemplazado en gran parte por la expresión «reino de los cielos», constituye el centro de la predicación de Jesús mismo. Mc resume la predicación de Jesús en esta frase: «Se ha cumplido el tiempo; el r. de D. está cerca; convertíos y creed al evangelio» (1, 15). Esta predicación del r. de D. — más exactamente del reinado de Dios, ya que basileia significa sólo secundariamente el ámbito del reinado, y primariamente el acto de soberanía regia, de poder y dignidad real — presupone la expectación veterotestamentaria del r. de D. El mensaje de Jesús queda elevado a una nueva perspectiva a la luz de su muerte y resurrección, de modo que sus palabras sobre el r. de D. no constituyen ya en Juan y Pablo el centro de la predicación cristiana. En la historia de la teología dicho concepto recibe una interpretación que se va transformando variadamente y, con frecuencia, da más testimonio del espíritu del tiempo que del sentido primigenio de la expresión.

I. La realeza de Dios en el AT

La designación de un dios como rey está muy propagada en el antiguo oriente. La divinidad ejerce su soberanía sobre su ciudad, sobre su reino, sobre los príncipes y el pueblo, es dueña del país, otorga prosperidad y bienestar, corrige y castiga. El príncipe es pastor elegido del dios. Todo está a su servido (cf. KÖNIG H II 386-498). El dios no se puede concebir sin la soberanía del rey terreno. Si se destruye esta realeza, el dios mismo pierde su poder. El reino terrestre es la epifanía de la divinidad del reino: sin esta manifestación no existe el dios. Se comprende que Israel, que vivía en este medio cultural, desde el período de la monarquía comenzara a llamar a Yahveh su rey. Otros títulos, como «Dios Padre» (Éx 3, 13), son más antiguos, pero el título de rey gana rápidamente terreno, p. ej., en salmos y doxologías (Sal 29; 103) o en relatos sobre visiones de los profetas (Is 6; Ez 1). Contrariamente a la tesis de M. Buber, según el cual la alianza sinaítica fue ya una alianza con el rey Yahveh, la reciente investigación ha mostrado que precisamente con la elevación de Jerusalén a sede regia entró también en uso la designación de Yahveh con el título de rey (J. Schreiner). Aquí influyó sin duda la concepción cananea, según la cual con la construcción de un templo se demostraba la dignidad regia del dios (W. Schmidt).

Si bien la profesión de fe en la realeza de Yahveh no forma parte del más antiguo patrimonio teológico de Israel, sin embargo, empalma directamente con la experiencia fundamental del pueblo, que pervive, p. ej., en el «cántico del mar Rojo» (Éx 15): Yahveh es el Señor que salva, con el que no se pueden comparar los dioses. Guía al pueblo de manera maravillosa. Israel puede confiar en Yahveh (cf. Dt 8, 14ss; Jer 2,6ss; Miq 6, 4). El arce de la alianza como trono de Dios es garantía de su poderosa presencia (Núm 10, 35ss). Él es el Señor de los ejércitos, el rey de Israel. Balaam bendice el campamento de Israel, en el que resuena la «aclamación del rey», pues Yahveh está con él (Núm 23, 21). Samuel rechaza la petición de un rey terrestre por el pueblo, puesto que Yahveh se ha elegido como propiedad a este pueblo (1 Sam 9, 7; 10, 19; 12, 12).

Con el desarrollo teológico de la fe en la creación, que Israel, en una reflexión que a todas luces fue avanzando muy lentamente — los textos de la creación del mundo por Yahveh son relativamente tardíos — logró asociar con la fe en el Dios de la alianza y en el Dios salvador, se va profundizando también el sentido de la realeza de Yahveh.

Yahveh es el rey del mundo. Su acción creadora motiva su soberanía sobre el mundo(Sal 24, Iss; 95, 3ss; 96, 5 10) y su función de juez del mundo (Sal 58, 12; 76, 9ss; 94, 2ss). La referencia del dios a la creación y el universalismo con ella ligado pertenecen al ámbito de la religión cananea, en el que se desarrolla el «teologúmenon» veterotestamentario de la realeza de Dios, aunque Israel dista mucho de aceptar simplemente mitos de la creación. La -> creación viene considerada como una obra histórica del Yahveh, que «con toda propiedad inaugura el plan de la historia» (RAn 1 143; cf. Sal 74, 12-17). El Señor cercano, que domina la historia, es también el creador del mundo. Esta regia soberanía histórica y universal de Yahveh adquiere una forma particularmente concreta en el ámbito social. Dado que el Dios de la alianza es rey de Israel, por eso el rey terrestre viene asociado como «hijo» de Yahveh (2 Sam 7, 14) al espíritu y consigna de la alianza: ha de dispensar grandes cuidados al pueblo que le está confiado (cf. 2 Sam 12, Iss). No debe dejarse alucinar por su poder, no ha de criar numerosos caballos, ni poseer muchas mujeres, no ha de acumular desmesuradamente plata y oro, ni ha de levantar con orgullo su corazón sobre sus compatriotas (Dt 17, 14ss). En cambio, a los pobres, a las viudas y los huérfanos, a los jornaleros y extranjeros se asegura la especial protección del Dios de la alianza. Israel debe pensar que él mismo fue liberado por Dios de la servidumbre y de la esclavitud y así ponerse de parte de todos los débiles (cf. Dt 24).

A este rey Yahveh rinde Israel homenaje en el culto. Los llamados «salmos de la entronización» (Sal 47; 93; 96-99), con su aclamación «Yahveh es rey», han sido considerados como himnos para una presunta fiesta de la «entronización de Yahveh». Probablemente se cantaban con ocasión de una fiesta, quizá postexílica, del templo. Dado que aquí se ensalza al Señor vivo, que rige las vicisitudes de la historia, y no a una divinidad mítica de un hecho de la naturaleza, presente en un retomo cíclico, estos cánticos llevan un aliento y tono de espontaneidad, de actualidad, el carácter de acontecimiento. El recuerdo del pasado y la esperanza de futuro se reúnen en el «hoy» (Sal 95) del encuentro con el rey del cielo y de la tierra.

Con los -> profetas toma un matiz particular la fe de Israel en las promesas. A partir de Amós los profetas anuncian el juicio que amenaza al reino del norte y del sur. Con sus culpas Israel ha perdido la razón jurídica de su existencia. «Lo único a que puede asirse Israel es una nueva intervención histórica de Yahveh» (RAn II 131). Yahveh, que había sacado a Israel de Egipto, habla en el Déutero-Isaías: «No penséis en lo que antes sucedió, no miréis ya a lo que hace tiempo pasó» (Is 43, 18). Con esta misma severidad sólo habla ya Jer (cf. 31, 31), mientras que en los otros profetas se da cierta continuación de la alianza de antaño. En este juicio están implicados los gentiles al igual que Israel (cf. Am Iss; Is 13ss).

Si bien los profetas apenas hablan de la realeza de Yahveh — a excepción de Is; y sólo el Déutero-Isaías vuelve a echar mano del concepto —, sin embargo, se refieren a la cosa expresada por esta palabra. Israel descubre en esas experiencias la perdición reinante en la historia. En la quiebra de su existencia política, en la destrucción del templo, en las catástrofes de los pueblos que lo rodean, se le hace patente el juicio de Yahveh sobre la humanidad pecadora. En esta situación anuncian los profetas una nueva salvación universal. Las imágenes en que se anuncia esta salvación provienen de las viejas tradiciones de las grandes gestas de Yahveh, pero las sobrepasan radicalmente. Oseas habla de un tiempo en el que Israel volverá a habitar en el país, rebosante de prosperidad (2, Iss; 14, 6ss). Isaías anuncia el reinado de paz de un nuevo David sobre Sión (cf. el libro de Emanuel); Jeremías habla de una nueva alianza, por la que serán transformados los corazones (Jer 31, 31ss); el Déutero-Isaías se refiere a un nuevo éxodo, en el que Yahveh vuelve a mostrarse como santo, como creador de Israel, como rey (Is 43, 15). En este marco inserta el Déutero-Isaías sus cantos del siervo de Yahveh, que acusa rasgos individuales y colectivos. El nuevo reinado de Yahveh se describe como felicidad consumada, que por Israel viene comunicada a todos los pueblos, origina una transformación interior, abarca la tierra como espacio vital, y hasta la creación entera (Ez 34; Miq 4; Is 9, 25). Finalmente, de esta salvación prometida forma también parte la supresión de la muerte (cf. Is 25, 6ss). La realeza de Dios se entiende en sentido escatológico.

II. La realeza de Dios en el judaísmo tardío

En el judaísmo tardío, la esperanza del reinado de Dios experimenta algunas modificaciones características. En amplios sectores del pueblo predomina una escatología «nacional». Testimonios de esta expectación son, p. ej., el salmo de Salomón 17, 23-51, donde el Mesías aparece como un libertador y fundador político de un Israel nuevo y justo; y también la oración de las dieciocho peticiones o la esperanza del Mesías que con frecuencia se trasluce en los Evangelios (Lc 24, 21; Mc 10, 37, etc.). Cierto que también aquí se ensalza a Yahveh como creador y señor del mundo, pero el establecimiento de su soberanía se entiende en sentido nacional y político. Con esta concepción se asocia fácilmente la idea de la lucha por el reinado de Dios (Qumrán, partido de los zelotes, insurrección de Bar-Koliba).

En la tradición doctrinal rabínica se vuelve a pensar en nueva forma la misión de Israel: hasta el momento sólo Israel ha reconocido el poder de Dios, que está oculto a los gentiles. Mediante el culto tributado a Dios y un fiel cumplimiento de la ley, Israel dará testimonio a los gentiles de la realeza de Dios. Israel ha de tomar sobre sí el «yugo del reino de los cielos» hasta el día en que Dios mismo se manifieste al mundo entero (cf. la oración 'Alenu de Abba Arikha). Contrariamente a la doctrina de que Dios establecerá su reinado con libre soberanía, algunos rabinos creen que mediante la penitencia, el estudio de la tóräh y la beneficencia es posible anticipar el reinado del Mesías — que como reinado intermedio precede a la plena soberanía de Dios —, o incluso el reinado mismo de Dios (cf. BILLERBECK 1 164 599 600 y passim).

La -> apocalíptica ofrece una tercera configuración de la esperanza del r. de D. en el judaísmo tardío. El r. de D. es el mundo transfigurado, el universo trasladado al cielo. Mientras que el Apocalipsis deuterocanónico de Daniel habla todavía muy sobriamente, los discursos figurados de Henok, así como la Ascensión de Moisés y el Apocalipsis siríaco de Baruk, describen en forma gráfica los goces de este reino y el juicio. La historia universal se divide en períodos (Dan 2, 37-45; 4 Esd liss); se calculan las semanas de años hasta el día de Yahveh (Hen[et] 93). Estas informaciones se presentan en parte como doctrinas ocultas. J. Moltmann ha interpretado así el contraste particular entre la concepción profética y la apocalíptica: «Mientras que en el mensaje de los profetas la «esperanza histórica» de Israel lucha con las experiencias relativas a la historia universal, que es entendida como función del futuro escatológico de Yahveh, en la apocalíptica la escatología lucha con la cosmología, y en esta lucha hace comprensible el cosmos como proceso histórico de los eones en una perspectiva apocalíptica» (Theologie der Hoffnung [Mn 1964] 122).

III. El mensaje de Jesús sobre el reino de Dios

La predicación de Jesús es proclamación del «r. de D., que está cerca» (Mc 1, 15; en los sinópticos aparece casi 100 veces la expresión «r. de D.»; en Mt dicha expresión está sustituida regularmente por «reino de los cielos»). En la predicación del Jesús histórico, la soberanía de Dios no se entiende en ninguna parte como el constante dominio del creador, sino como el reinado escatológico de Dios, que en medio de este tiempo ha comenzado ya, sin transformación cósmica y sin nueva constitución politica de Israel. La predicación de Jesús está caracterizada por una urgencia que no puede ser mayor: el kairos está presente (Lc 12, 56). Las parábolas de crisis (Lc 13, 6-9; Mt 22, 1-14), las palabras de amenaza y de juicio (Lc 10, 10-15) y los radicales imperativos morales del sermón de la montaña (Mt 5-7) sólo pueden entenderse en función del acontecimiento del tiempo de gracia.

Jesús promete a todos el r. de D.: a publicanos y meretrices, a enfermos, niños y pobres (Mc 2, 15; 10, 15-16). El reinado divino es salvación para el hombre, y no juicio. Es gozo de Dios el perdonar a los pecadores (Lc 15). Así Jesús tiene trato con los pecadores. La clemencia de Dios no presupone nada; sólo exige una respuesta en conformidad con ella. Esta respuesta debe llevar el sello de lo incondicional (Lc 6, 27-38). Los hombres deben perdonarse sin restricción, a la manera divina (Mt 18, 21ss). La discriminación y el juicio sólo tienen lugar al final (Mt 13, 24ss). La buena nueva va dirigida a Israel, pero con Israel a las gentes: «Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob» (Mt 8, 11). Las obras poderosas de Jesús subrayan su predicación. Las curaciones y las expulsiones de -» demonios son signos del r. de D., que se ha acercado en Jesús: «Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el r. de D. ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). La relación entre las curaciones y la predicación de Jesús explica las palabras de Jesús al Bautista encarcelado: «Id a contar a Juan lo que estáis oyendo y viendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres» (Mt 11, 4; cf. Lc 4, 18). Jesús no sólo anuncia el r. de D., sino que éste se ha acercado en él. Jesús se sitúa a sí mismo por encima de la tórdh y de los profetas (Mt 5, 20ss; Lc 16, 16). Los discípulos son llamados bienaventurados porque oyen y ven lo que muchos profetas y reyes desearon ver (Mt 13, 16). Jesús, por razón de sus singulares relaciones con el Padre (cf. Mt 11, 25ss), reivindica una misteriosa «inmediatez con Dios» (A. Vögtle).

Jesús llama a su seguimiento (Mc 1, 16ss; 8, 34ss). Sin embargo, el reino no pertenece sencillamente a Jesús, su acción no es la edificación del mismo. El reino es del Padre (Lc 12, 32; 22, 29ss). Sólo él conoce la hora (Mt 24, 36). El reino de Dios «viene», sólo puede ser recibido, ha de ser implorado (Mt 6, 10; Mc 10, 15; Lc 11, 2). El r. de D. ha llegado en Jesús — y por tanto en este tiempo — y al mismo tiempo se aguarda. El don libérrimo de Dios se manifiesta en un lenguaje paradójico. El resultado de la exégesis no permite justificar totalmente ni la tesis de la escatología plenamente realizada (C.H. Dodd), ni la del carácter puramente futuro de los novísimos (J. Weiss, A. Schweitzer). Igualmente falla la afirmación de una expectación radical del fin próximo por parte de Jesús (W.G. Kümmel) o, a la inversa, la atribución exclusiva de tal expectación a la comunidad primitiva.

Los logia y las parábolas de los Evangelios no se pueden armonizar (logia con indicaciones del tiempo: Mt 10, 23; Mc 9, 1; 13, 30; recusación de toda fijación de tiempo: Mc 13, 32; parábolas del crecimiento: Mc 4; Mt 13, 24-30 47ss; palabras sobre la entrada en el reino: Lc 13, 24; Mt 7, 13). En ello se muestra, a nuestro parecer, precisamente el carácter de acontecimiento consumador de la historia, definitivo y como tal presente en cada situación, del r. de D. anunciado por Jesús, carácter que sólo se puede expresar con categorías temporales en un lenguaje paradójico. Las realidades intrahistóricas sólo pueden ser signos imperfectos, del r. de D., aun estando llenos de su realidad. Estas palabras se sustraen al alcance ordenador de la ciencia humana, quedando en una «suspensión escatológica», que sólo en la conversión se demuestra como base sólida. En ese mensaje, el mundo y su situación se entienden fundamentalmente en función del r. de D.; desde el mundo no se da una posibilidad de prospección hacia este reino. Si nuestro enfoque es exacto, se comprenderá el hecho de que Jesús no formula enunciados descriptivos del r. de D., sino que en imágenes (Mc 14, 25) y parábolas hace insinuaciones de esa realidad superabundante. Aparece también claro por qué el grupo de discípulos que se forma en torno a Jesús y el círculo de los doce no se identifican sin más con la comunidad en el reino de Dios.

IV. La concepción del reino de Dios en el cristianismo primitivo

Las fórmulas de profesión de fe y homologías neotestamentarias muestran que la proclamación cristiana primitiva es la fe en Jesús, el Cristo, el Kyrios, el Hijo de Dios (Rom 10, 9; 1 Jn 5, 1; Jn 20, 31). A las fórmulas personales de pistis se contraponen las fórmulas de obras (W. Kramer), en las que se habla de la misión de Jesús, de su pasión, muerte, resurrección, exaltación y retorno (1 Cor 15, 3ss; 1 Pe 1, 18-21; 3, 18-22). En ambos tipos de fórmulas se trata de una acción escatológica de Dios.

El sermón de Pedro el día de pentecostés concluye así: «Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2, 36). Esta investidura como Mesías y Señor, la prueba de su filiación divina, se efectúa mediante la resurrección de entre los muertos (Rom 1, 3). Ahora bien, a la -> resurrección pertenece la pasión (F1p 2, 9). Jesucristo, en su calidad de glorificado que ha superado la muerte, es el primogénito de todos los hermanos (Rom 8, 29). En este acontecimiento de Cristo así esbozado se abre el mensaje de Jesús sobre el r. de D. que se ha acercado. A partir del r. de D. proclamado, la fe pospascual experimenta la pasión y muerte de Jesús como acontecimiento salvífico. Jesús, en quien se ha acercado el r. de D., es precisamente en su muerte el glorificado, revestido del esplendor de la soberanía regia de Dios. El acontecimiento del tiempo, como r. de D. que se ha acercado, lleva su nombre.

Uno de los grandes tipos de esta inteligencia transformada y, sin embargo, idéntica en su sentido profundo, del r. de D., es la teología de -> Pablo (y la déutero-paulina). Pablo habla en pocos pasajes, y en ellos en un sentido de futuro escatológico, de la basileia de Dios (cf. 1 Cor 6, 10; 15, 50; Gál 5, 21) como herencia del creyente. En Ef 5,, 5 se halla la expresión «reino de Cristo y de Dios». Para Pablo la realeza de Dios se realiza fundamentalmente en el reinado de Cristo (1 Cor 15, 24; Col 1, 13).

Este reinado está presente en los fieles (Col 3, 1-4), en la Iglesia (Col 1, 18 24; cf. cuerpo de Cristo), en la acción de los ministros y carismáticos autorizados (Ef 4, 11-16). Mediante la predicación se manifiesta entre los gentiles «la fragancia de este conocimiento» (2 Cor 2, 14). En el carácter de victoria de la vida basada en la fe se hace visible cómo Jesús desposeyó a las virtudes y potestades de este mundo (cf. -> eón): en el medio cultural helenístico se conocían Kyrioi de los diferentes sectores del mundo. Cristo, en tanto que glorificado, ejerce por medio de la Iglesia una soberanía cósmica (Ef 1, 21ss; 3, 10; 4, 8ss). Pero la soberanía de Cristo se consuma en la -» parusía, en la victoria sobre todos los poderes hostiles a Dios y sobre la muerte. Entonces será Dios «todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 24-28). En las primeras epístolas paulinas reina una cierta expectación de la próxima parusía. Pablo, al hablar de la gloria venidera, renuncia ampliamente a las representaciones imaginativas (cf. 1 Cor 2, 9). Las afirmaciones personales sobre la comunión con Cristo y con los fieles ocupan el centro en Pablo (cf. 1 Cor 15, 35ss; 1 Tes 4, 17).

En la teología de -> Juan falta casi totalmente la expresión «r. de D.» (única excepción, 3, 3ss). El mensaje de Cristo está matizado en forma de una «escatología presente» (R. SCHNACKENBURG, Joh.-Komm. [Fr 1967] 140). Vida, muerte, juicio, gozo, paz, en tanto que realidades escatológicas, tienen un sentido presente. En casos aislados hay una perspectiva de futuro: resurrección corporal y juicio (5 28ss), vida eterna (12, 25). Este aspecto descuella más en 1 Jn 3, 2; 4, 17). En cambio, en el Ap el reino escatológico de Dios se identifica con el reino de Cristo (11, 15). La Iglesia ha sido constituida por Cristo en r. de D. (1, 6; 5, 10). La historia es el teatro de la lucha de los poderes contra este reino, que al fin sale victorioso. En Ap 20, 4 está entretejido el motivo del reinado mesiánico milenario.

El método de la historia de la redacción ha permitido destacar en forma más plástica las teologías de los -> sinópticos. Mc, con su doctrina del misterio del Mesías, tiende un puente entre el mensaje de Jesús sobre el r. de D. y la fe pospascual. Asume representaciones apocalípticas (13) y muestra la relación de la comunidad con el r. de D. (4, 11). En Mt, basileia es ya un concepto eclesiástico de escuela (13, 52). Designa la realidad celestial de la voluntad de Dios cumplida (6, 9 y 10). Así la -> justicia es la condición de admisión en este reino (5, 20). Mt espera la consumación del reino en el retorno del Hijo del hombre y en el juicio universal (25, 31ss). En Lc se diseña la idea de épocas en la historia de la salvación. El período de la actividad de Jesús, como centro del tiempo, se destaca frente al tiempo de la Iglesia (H. Conzelmann). Éste termina con la parusía. El presente de la Iglesia queda en cierto modo «desescatologizada» por la historia de la salvación (P. Hoffmann).

En los escritos tardíos del NT se muestran aquí y allá conatos de una concepción con rasgos tomados del helenismo (2 Tim 4, 18; Heb 12, 28; 2 Pe 1, 11), pues el r. de D. se presenta en cierto modo como una realidad supraterrena ya existente.

V. Inteligencia del reino de Dios en la historia de la teología

La primera teología patrística está fuertemente marcada por la idea del reinado de Cristo y la expectación de una pronta parusía (IgnEph 11; 2 Clem 6 12); a lo cual se añaden representaciones apocalípticas, como la esperanza de un reino milenario (JusTINO, Dial. 80ss; TERTULIANO, Adv Marc. 3, 24). En algunos padres, la inmortalidad viene a ser el patrimonio de la salvación (TEóFILO DE ANTIOQUÍA, Ad Autolyc. II 27). Mientras que en Tertuliano la expectación de una parusía próxima se alimenta de un entusiasmo inspirado por el montanismo y va unida con un rigorismo moral (cf. De monogamia, De corona), en Clemente de Alejandría y en Orígenes la doctrina del r. de D. acusa rasgos espiritualistas. Cristo es ensalzado como la palabra que diviniza al hombre (CLEMENTE, Paedag. III lss); la oración por el r. de D. implora sabiduría y conocimiento (ORÍGENES, De oratione, 13). Esta inteligencia fuertemente interiorizada del r. de D. se impone en gran parte en oriente. El esquema conceptual aquí latente es por lo regular el neoplatónico de origen y retorno (cf. GREGORIO NISEND, De opif. hom. 17). Eusebio de Cesarea, empalmando con insinuaciones de Orígenes, desarrolla una especie de teología política: La fe en el Dios uno está ligada a la monarquía terrena romana. La polis es para Eusebio politeísta. El reino de paz de Constantino es copia e imitación del reino de Dios.

En occidente se va abriendo paso una identificación bastante fuerte del r. de D. con la Iglesia. Agustín (De civ. Dei, xx 9) habla de la Iglesia como regnum Christi y regnum caelorum, que en realidad es todavía regnum militiae y por tanto aguarda aún su consumación. La Iglesia se identifica con el reino milenario del Ap (20, 4), y es la última forma de la civitas Dei peregrinan (que camina en la 6.a edad del mundo; ibid. xv 20).

Una compenetración todavía más pronunciada de Iglesia y r. de D. y una correspondiente concepción del ministerio de Pedro se halla en la época siguiente, p. ej., en textos romanos (cf. Gregorio Magno, que entiende Lc 9, 27 en el sentido de la Iglesia erigida «contra la gloria del mundo»: PL 76, 1236ss).

A esta inteligencia «eclesiástica» del r. de D. se añade desde la dominación franca en occidente una interpretación «política». Carlomagno, que como nuevo David en la Iglesia tomó «las riendas de la dominación regia» (R. STAEHELIN, Die Verkündigung des R. G. in der Kirche Jesu Christi II [Bas 1953] 164) — al papa corresponde la función de Moisés orante (Carta a León III; PL 98, 907ss) —, entiende su soberanía como participación en la realeza de Dios y de Cristo (cf. ALcuINo, PL 100, 301ss; cf. las liturgias de la coronación; P.E. Scrnt t, Die Ordines der mittelalterlichen Kaiserkrönung, «Archiv für Urkundenforschung» 11 [1939] 279-286). La idea de la cruzada está motivada en parte por esta concepción del r. de D.; la misma motivación recibe la investidura de los obispos por el rey: «Como los reyes son reyes juntamente con Cristo, confieren también y ejercen juntos con él lo que se refiere al reino de Cristo» (Anónimo de York [STAEHELIN II 334ss]). Con esta política del r. de D. se asocian expectativas apocalípticas. Adso de Montier adscribe el reino de Francia al imperio romano — el tercero después del imperio de los griegos y los persas — y aguarda un último soberano antes del anticristo, que restaurará con el mayor esplendor el imperio del mundo y depondrá su corona en Jerusalén (E. SACKUR, Sibyllinische Texte und Forschungen [B 1899] 97ss). La formulación más radical de una posición pontificia contra la idea regia imperial del reino de Cristo está representada sin duda en la bula Unam sanctam de Bonifacio vIII: Porro subesse Romano Pontifici omni humane creaturae declaramus dicimus definimus et pronuntiamus omnino de necessitate salutis.

Joaquín de Fiore — con antecedentes en Ruperto de Deutz, Honorio de Autún, Anselmo de Havelberg — anuncia un reinado venidero del Espíritu, que precederá al reino definitivo de Dios. Los espirituales franciscanos consideran a Francisco de Asís como nuevo Juan Bautista y Elías, como «ángel con los signos del Dios vivo» (BUENAVENTURA, Legenda maior, pról.), que hace que surja este nuevo tiempo. En las comunidades fraternas alborea este reino. Esa concepción del r. de D. continúa en las comunidades de hermanos de la tardía -> edad media y del período de la -> reforma protestante (hermanos bohemos, anabaptistas, etcétera).

Mientras que en la mística dominicana el r. de D. es «Dios mismo con toda su riqueza», que está próximo al fondo del alma humana (maestro Eckhart: Deutsche Mystiker ir [ed. F. Pfeiffer, L 1857] n.° 69), al lado de ella surge una teología del reino de Cristo en la comunidad política eclesiástica, que va desde Savonarola y Campanella hasta Bucero, y se expresa en -3 utopías (Campanella; la Utopía de Tomás Moro acusa gran afinidad con el De regno Christi de Bucero).

La doctrina de Lutero sobre los dos reinos traza una marcada línea divisoria frente a una concepción católica teocrática de la Iglesia, como también frente a los «iluminados». Lo constitutivo del régimen espiritual de Dios, esencialmente invisible, es la justificación por la fe en la predicación del evangelio, y lo constitutivo del régimen mundano es la ley. Este régimen es por sí mismo ambivalente y el cristiano ha de ejercerlo con fe, aunque dejando a salvo la autonomía propia del mundo. En cambio, la idea de la sociedad cristiana de Calvino y de Zuinglio acusa rasgos «bibliocráticos», o bien teocráticos. Para Ignacio de Loyola y los elementos dirigentes de la contrarreforma, el reino de Cristo, que se ha de extender mediante una misión sistemática y mediante el empleo de todas las energías, se identifica sencillamente con la Iglesia católica. Por razón de esta identidad, la Iglesia jerárquica es totalmente infalible: «...así es sin duda imposible que Cristo permita alguna vez en su Iglesia un juicio propiamente erróneo sobre alguna cosa discutida» («Monumenta Ignatiana» 1 xii 665; cf. Ejercicios espirituales, n.° 365).

Con los albores de la edad moderna asoma el tipo de una nueva idea especulativa del r. de D.: Nicolás de Cusa, en sus escritos filosófico-teológicos, esboza una visión conjunta de la realidad, en la que el hombre y el mundo aparecen como función de un Dios que se desarrolla en una forma más explicita. «Quiero decir que todas estas cosas están implícitamente (complicite) en Dios, del mismo modo que en la creación del mundo son explícitamente (explicite) el mundo de las cosas» (De possest, Op. I, 175v).

Si Dios es lo otro y mismo de cada ser y del mundo en conjunto, éstos son ellos mismos precisamente por su alteridad. Dios y el mundo están separados con el mayor rigor y, sin embargo, el mundo no es sino el desarrollo de Dios en el contraste del ser otro. En tal sistema no hay lugar para la historia y la escatología. La referencia del hombre y de su mundo a Dios es presente. No es pura casualidad el que los modelos del Cusano sean en general de índole matemática. En esta presencia del Dios próximo y a la vez infinitamente sustraído a todo ente finito, el hombre debe adquirir su libertad y así es como alcanza su justo puesto ante Dios y en Dios. «Uno es el reino de los cielos, del que sólo existe un símil arquetípico, y éste, sin embargo, sólo puede desarrollarse en una multiplicidad de modos de similitud... Lo que Zenón, o Parménides, o Platón, o quienquiera que sea, refieren de la verdad es una misma cosa, pues todos ellos miraban a un Uno y lo expresaban en formas diferentes» (De filiatione Dei, Op. iv, 83).

Este sistema, que rompe con la ontología medieval de la substancia, viene a ser el tipo fundamental de toda una serie de esbozos, en los que la idea del r. de D. aparece en una forma en parte secularizada. R. de D. y reino del espiritu vienen a ser sinónimos. Así el Dios de Descartes es el garante, inmanente al sistema, de la estructura en sí evidente de la realidad. Para Leibniz el mundo existente es el mejor de todos los mundos posibles, que está penetrado de una armonía preestablecida basada en la racionalidad de Dios.

Mientras que en este sistema forman una unidad las ciencias de la ética, de la metafísica y de la teología, Kant en cambio separa la razón teorética y la práctica. El r. de D. surge mediante la estructuración de la sociedad humana bajo leyes éticas, que por su obligatoriedad moral se representan como preceptos divinos. Tal sociedad — la Iglesia — parte históricamente de la fe revelada, pero debe ser purificada para convertirse en pura fe religiosa. El cristianismo tiene la mayor afinidad con esta pura fe religiosa. En tal purificación se aproxima el r. de D. La representación de una consumación escatológica «es un bello ideal» (La religión dentro de los limites de la razón pura).

Fichte, más orientado estéticamente, diseña la visión de un Estado de la razón, que, como reino de la libertad y de la individualidad, hace que aparezca visiblemente la bella armonía de todos, lo universal como manifestación de Dios. En ese reino el sabio y el artista tienen la misión del sacerdote y del vidente.

La doctrina de Hegel sobre el reino del Padre, del Hijo y del Espíritu forma la conclusión de su doctrina de las formas del espíritu que se enajena y vuelve hacia sí mismo. Más allá del reino del espíritu — lacomunidad, que ha percibido su identidad con el Estado —, sólo existe el saber que se comprende a sí mismo. Así, el r. de D. es la forma suprema del espíritu, en el que se representan la esencia del mundo y de la historia del mundo. Implica el pleno desarrollo de la libertad, la realización de la moral.

En este tipo de doctrina del r. de D. habrá que incluir todavía esbozos tan diversos como la doctrina marxista de la sociedad comunista (-> marxismo) y la filosofía de la -> utopía de Bloch. Ambos intentos tienen en común la reivindicación de un método puramente filosófico, con el repudio de toda teología. Contrariamente a las concepciones del r. de D. anteriormente caracterizadas, aquí el -> futuro es la dimensión decisiva, ya que a la práctica modificante se le da la primacía frente a la consideración teorética. Evidentemente aquí el futuro está tan al alcance del hombre operante, como en esos sistemas las estructuras del ser están al alcance de la mirada penetrante del hombre. En ambos casos el r. de D. no es el acontecimiento de un don gratuito, imprevisible e impenetrable, sino que es parte de la concepción de la existencia humana acerca de sí misma.

Junto a ese tipo de inteligencia del r. de D., en el que éste constituye el último marco especulativo de todas las ciencias humanas, existen conatos de concebir el r. de D. originariamente en el ámbito de la fe. Pascal, rompiendo el pensamiento sistemático, en vista del moderno concepto de ciencia que se iba abriendo paso intentó por primera vez, con su doctrina de los órdenes, determinar filosóficamente en qué esfera se podía hablar convenientemente de r. de D. y de Cristo: en el ordo caritatis, en el cual el hombre existe más allá de sí, experimenta el perdón de su culpa y comienza a gustar la felicidad escondida de la amistad de Dios.

En la teología reciente, la doctrina del r. de D. se convierte en principio constructivo en la escuela católica de -> Tubinga. Para J.S. v. Drey el r. de D. es «aquella idea del cristianismo que lleva en sí todas las otras y las hace brotar de sí» (Einleitung in das Studium der Theologie [T 1819] 19). Ahora bien, la doctrina de la Trinidad es el «númenon» que contiene la economía entera del r. de D. El r. de D., preparado por las etapas de la historia de la salvación, apareció como realidad en Jesucristo; y como consumación de la historia por la gracia descubre al mismo tiempo la finitud de toda historia, y así sólo puede ser aprehendido por el hombre en la aceptación, con fe y esperanza, de la propia finitud.

J.B. Hirscher, partiendo de la «idea fundamental» del r. de D., desarrolla su «moral cristiana» como doctrina de la realización de este reino. Las facultades humanas son fundamentalmente disposiciones para pertenecer a dicho reino, en el que se ingresa con la conversión y que se representa a través de la soberanía divina en todos los sectores de la vida.

En el campo protestante, el r. de D. es el concepto teológico central del -> pietismo. A través de los individuos despertados a la vida cristiana, que se ven fortalecidos en las pequeñas comunidades de los «conventículos» y mediante la lectura de la Biblia, se convertirá el mundo en tina sede de la soberanía divina.

Las representaciones pietistas, de suyo muy diferenciadas, del r. de D. — algunas se refieren a un reino terrestre de Cristo — conducen a una crítica de la Iglesia protestante ortodoxa, a una acentuación de la idea de Mesías, a una intensa actividad pedagógica y social. Schleiermacher, que también recibió una formación pietista y estaba enraizado en el -> romanticismo, definió el r. de D. como «comunidad libre de la fe devota» (WW III/2 466), en la que los miembros desarrollan libremente su individualidad en obras de arte de la vida. Este perfeccionamiento personal en la estructuración de todas las energías superiores del hombre está basado en Jesucristo, que por la pura armonía con Dios es arquetipo del hombre y fundamento de las comunidades creyentes. Desde el punto de vista ético, el r. de D. es el bien supremo.

A. Ritschl, empalmando con la proclamación sinóptica del r. de D. y guiado por las preocupaciones de la -> ilustración, entiende el r. de D. como la comunidad moral fundada por Jesucristo, en la que los hombres, unidos en amor mutuo, ejercen su dominio del mundo mediante el trabajo profesional y se van formando más y más en la virtud. Aquí domina un ideal burgués de la vida. Esta concepción fue corregida por los trabajos exegéticos de J. Weiss y A. Schweitzer, en los que volvió a descubrirse el carácter escatológico del mensaje de Jesús. Luego, la moderna investigación exegética ha desarrollado renovadamente la riqueza del mensaje bíblico sobre el r. de D. (cf. I-II).

Entre las teologías contemporáneas, especialmente la Dogmática eclesiástica de K. Barth y la teología de la «muerte de Dios», u otras corrientes afines, están influidas por la idea del reino de Dios. K. Barth propone una doctrina del r. de D. con un matiz cristocéntrico y escatológico, que destaca el carácter libérrimo de la gracia y la promesa de la salvación que abarca la plenitud de todas las cosas, el mundo y la historia. H. Cox, partiendo de la idea de que el r. de D. está alboreando constantemente y así adquiere modalidades siempre nuevas de signo en las formas históricas, considera la secular city, la realidad y la tarea de la humanidad de hoy, como la forma concreta actual del r. de D. en su penetración en el mundo. Según W. Hamilton y Th. Altizer, con la «muerte de Dios», con la -> secularización en tanto que superación histórica de la fe en ese «forastero» trascendente, se ha dejado libre el camino hacia una gran humanidad divina. Mientras que Hamilton considera como el quehacer del cristiano el combate y la edificación de la soberanía de Cristo, Altizer, partiendo de una duda radical del progreso histórico, ve en este reino el objeto de una especie de esperanza escatológica intrahistórica.

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Peter Hünermann