REFORMA PROTESTANTE
SaMun


La r. p. fue un hecho complejo, no únicamente religioso. Si bien Martin Lutero se halla en el centro como homo religiosus, no obstante, en el origen de la reforma, en su forma concreta y en su propagación intervinieron de muchas maneras factores no exclusivamente teológicos: factores económicos, culturales (humanismo) y políticos. La r. p. forma parte del gran proceso de transformación en el pensar y en la experiencia de la humanidad europea, que se había iniciado ya en el s. xiv.

Sin embargo, en el fondo es un acontecimiento religioso, y en los grandes movimientos de Lutero, Calvino, e incluso de Zuinglio, es además un acontecimiento teológico. Por consiguiente, la r. p. no es sólo un capítulo de la historia universal, sino en medida considerable igualmente un capítulo de la teología, por lo cual debe también enjuiciarse con criterios teológicos.

Entre las confesiones no se ha logrado en modo alguno unanimidad en los puntos controvertidos que entonces surgieron a partir del núcleo compartido; sin embargo, las preocupaciones y formulaciones centrales se pueden hoy presentar con validez científica y como base para un diálogo científico, teológico y religioso. En las páginas que siguen no se disimula el punto de vista católico; sin embargo, tenemos la convicción de haber comprendido y asumido en gran parte las apreciaciones evangélicas.

Para los autores y exponentes de la r. p., ésta debía ser la recuperación de la pura revelación cristiana primigenia (la «pura palabra»), mientras que la Iglesia católica de entonces veía en la mayor parte de la r. p. una negación de la verdad cristiana. Para la Iglesia católica la r. p. era, tras el reto lanzado por la gnosis del s. ii, el acontecimiento más decisivo en la historia de la Iglesia, un proceso radicalmente amenazador. No obstante, podemos hoy decir: Si hubo culpa, fue una felix culpa, puesto que los reformadores querían el puro evangelio, y de hecho lo ofrecieron a la cristiandad frente a graves deformaciones. En muchos puntos hicieron valer de nuevo la antigua verdad católica.

Cierto que los reformadores no supieron conservar la unidad con humildad heroica; sin embargo, histórica y teológicamente importa más hacerse también cargo de la culpa católica. La parte de culpa en los orígenes está reconocida universalmente, pero aun después de 1517 la jerarquía y la teología no tuvieron fuerza para aceptar lo que se ofrecía, tras un examen crítico del asunto. Hoy, una vez que se ha conocido más a fondo y con más fruto la verdad católica (así, en lo tocante a la esencia de la -> Iglesia y de su ministerio, a la teología de los -> sacramentos, a la relación entre -> Escritura y tradición), se ve más claramente lo católico en la oferta de los reformadores. En el s. xvi eso pasó desapercibido, debido en parte a falsas interpretaciones y a los ataques masivos.

I. Concepto y causas de la reforma

La palabra reformatio se usa en los siglos xv y xvi en todos los sectores de la cultura política, intelectual y eclesiástica; en el s. xv es nada menos que una «palabra clave» (Peuckert); en la historia de la Iglesia reformatio significa también renovatio: una renovatio en el sentido de «vuelta a la forma primitiva» y al mismo tiempo como nueva estructuración (cf. Jer 1, 10; Rom 12, 2; Gál 6, 15; Ap 21, 5), conforme al doble sentido de renovación. La historia de las órdenes monásticas apartadas del primer amor presenta con especial claridad este concepto de reforma.

En el s. xv el ansia de reforma viene a agudizarse por motivos escatológico-apocalipticos (miedo a una catástrofe final, esperanza de una nueva creación; anticristo). Lutero no usa con frecuencia la palabra Reformation, aunque la emplee ya desde su primera entrada en escena (WA 1 627, 26ss).

Con ella compendia su programa: la metanoia, la restauración de la antigua verdad cristiana, volviendo a tomarse en serio la palabra viva de la Biblia. Si la descomposición había penetrado hasta la esencia misma de la Iglesia, como presuponían todos los reformadores, sin embargo, con la consigna de «reforma», se perseguía una mejora religiosa, no una ruptura y mucho menos una revolución política.

El influjo de la r. p. en la historia universal se explica por presupuestos de la Iglesia misma. En Alemania, en Francia y Suiza, tres reformadores de índole muy diferente alcanzan, con casi la misma intensidad de propósito religioso, un éxito radical duradero e influyen mucho más allá de sus países de origen. Los objetos de ataque eran: 1º., la insuficiente vida religiosa cristiana del clero de todos los grados (secularización, sed de placeres, inmoralidad, falta de celo sacerdotal y pastoral, abuso simoníaco de los ministerios eclesiásticos); 2°, la teología de la época: el tomismo todavía estaba vivo en casos aislados, pero en general se hallaba en decadencia. Predominaba el -> nominalismo, es decir, un deshilachamiento del patrimonio de la fe mediante una pura lógica formal, con un pensar absolutamente ajeno a la Biblia (el punto de partida es: la potestas Dei absoluta; y frente a esto se produce como polo dialécticamente opuesto un encarecimiento de las fuerzas humanas en el proceso de la salvación, es decir, una concepción pelagiana de la justificación en medida amenazadora [cf. el afán de «obras meritorias», reprochada por Lutero] ).

Se pierde la substancia de la teología, es decir, se abandonan las cuestiones centrales: redención, fe y justificación (está casi completamente ausente la cuestión de la Iglesia como institución espiritual y sacramental; los sacramentos se conciben a manera de cosas). La misa se mira como «buena obra» humana de infinito valor, cuyos efectos se reparten cuantitativamente a los oyentes de la misa (consecuencia: la mayor multiplicación posible de las misas). La doctrina de las indulgencias ha caído en una ambigüedad lamentable: el papa dispone del tesoro de gracia de la Iglesia. También en la piedad mística ha desaparecido peligrosamente la convicción de vivir de la realidad sacramental de la Iglesia. La valiosa devotio moderna (la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis) ahonda, sí, la piedad eucarística, pero cifra su devoción principalmente en el diálogo privado del alma con Dios (esta devoción configuró en parte a Adriano vi, a Erasmo y también a Lutero, que habla con gran entusiasmo de la Theologia deutsch que él está editando).

En la curia pontificia como en las episcopales reina en la teoría y en la práctica el «curialismo»: la potestad de las llaves se entiende preferentemente en forma jurídica (derechos, tasas, provisiones: tráfico de prebendas).

La falta de claridad teológica, lamentada todavía en Trento, alcanzaba un grado casi imposible de imaginar. La desorientación fue acentuada todavía por influjo de un humanismo polifacético; cuando éste era de tendencia neoplatónica quedaban verdaderamente desfiguradas las doctrinas de la redención y de los sacramentos (Pico della Mirandola, ¡ 1494). Inicios sanos, como los del gran Nicolás de Cusa (+ 1464), no lograron imponerse. El -> humanismo estaba acuñado ciertamente por un entusiasmo a veces exagerado por la cultura de la antigüedad precristiana, pero en sustancia no era pagano; en no pocos de sus representantes acometió la reforma interior del catolicismo (Quirini, Giustiniani). También tenía importancia el sentimiento vital del -> renacimiento, caracterizado por una tendencia al disfrute de la vida, actitud que influyó considerablemente en el cristianismo.

En el campo filosófico y teológico se manifestaba en círculos radicales (Erfurt: Eoban Hessus) una cierta propensión a un escepticismo dogmático y eclesiástico.

La figura central es Erasmo de Rotterdam (+ 1536). Entre sus destacadas realizaciones están su edición del NT (1516) en griego, su introducción al mismo, y numerosas ediciones de padres de la Iglesia. Hay que reconocerle corrección dogmática, pero no precisamente plenitud dogmática, que incluso adolece de un cierto adogmatismo (práctico y teorético). Los recientes intentos de rehabilitar su religiosidad se quiebran ante la simple comparación con la fuerza de los Evangelios y de Pablo, fuerza que actuaba también en Lutero. Su crítica maligna de los monjes y de la jerarquía — como también, p. ej., las Cartas de hombres oscuros— contribuyeron en vastos círculos al distanciamiento de la Iglesia y prepararon el terreno a la apostasía de la reforma. Su principio escriturístico afirma teoréticamente la autoridad del magisterio de la Iglesia, pero prácticamente allana el camino para el magisterio de los eruditos.

Un especial debilitamiento de la Iglesia que creó una situación peligrosa fue debido al papado. Alejandro vi: amoralidad, juntamente con la lucha contra los justificados empeños de reforma de Savonarola (ahorcado y quemado en 1498). León x: «Disfrutemos del papado»; falta la correspondiente convicción de la naturaleza sacerdotal y pastoral del ministerio papal, como también todo asomo de voluntad de reforma. Hacía tiempo que la exigencia de reforma, como crítica general del papado, había venido a ser cosa de todos los días (preparada sobre todo por Marsilio de Padua [+ 1342-1343] y Guillermo de Ockham [+ 1347]) y, debido a las consecuencias del -> cisma de occidente, sentidas con profunda inquietud en toda la cristiandad, causaba hasta en los últimos rincones de la Iglesia una inseguridad disolvente.

Al curialismo papal se enfrentaba el -> conciliarismo, que en el s. xv se había superado sólo superficialmente. La apelación, constantemente reivindicada, a un concilio frente al papa, vino a ser un arma de los reformadores. La respuesta de la curia era típicamente reaccionaria; tras ello latía la excesiva persuasión del propio poder. Bajo el aspecto positivo su actitud era completamente insuficiente.

No obstante el celo de algunos obispos y la buena voluntad de algunos párrocos, en general se aspira más a la prebenda que al ministerio. El clero en conjunto es más o menos inepto: los cabildos catedralicios están ocupados en su gran mayoría por hijos de nobles, sin vocación para el estado sacerdotal; abunda el concubinato. El bajo clero se caracteriza por falta de formación. Se confieren órdenes sin examen previo. A eso se añade la insuficiente remuneración del clero llano, al mismo tiempo que crece su número (proletariado eclesiástico: los monjes y sacerdotes suponen a veces hasta el diez por ciento de la población total, sin incluir a las monjas). El bajo clero era en gran manera objeto del desprecio general y, debido a su exención de impuestos, estaba en lucha comercial con la burguesía.

Sin embargo, el ansia religiosa y la preocupación por la salvación del alma eran rasgos característicos de la época; de ello dan prueba las ofrendas para el culto, para equipar y decorar las iglesias, etc. Pero la vida de la Iglesia era con frecuencia una práctica casi exclusivamente reglamentada por prescripciones, con méritos que podían calcularse en su cuantía (las cofradías garantizaban la participación en incontables obras meritorias, misas, indulgencias, etc.). Los grandes reformadores no debieron precisamente su éxito a los abusos, pero aquellas «miserables condiciones» (Zuinglio) facilitaron el asentimiento a su severa crítica. La credibilidad de la Iglesia se había resentido. Las tesis de los reformadores repetían, sobre todo al principio, reproches o reclamaciones que hacía tiempo eran ya habituales. Muchos, y no en último término entre los monjes cultos, se solidarizaban con la reforma porque deseaban vivir religiosamente. Una reforma en el sentido de una crítica radical había venido a ser históricamente ineludible.

En la propagación de movimientos antirromanos influyeron factores teológicos, sociales y políticos. Las Iglesias nacionales, promovidas por los papas en la época anterior a la reforma por razones de política económica y eclesiástica (anticonciliarista; el «duque de Cleve es papa en su territorio»), facilitaron las intervenciones de príncipes en asuntos internos de la Iglesia, como más tarde favorecieron a la reforma (y a la contrarreforma). En forma parecida, el consejo de las ciudades, todavía en época católica, había alcanzado cada vez mayor autoridad en la Iglesia, lo cual facilitó intervenciones reformatorias en los bienes de iglesias y conventos, así como la supresión de conventos (p. ej., con fenómenos tumultuarios accesorios: el convento de clarisas de Nuremberg, de la erudita Charitas Pirkheimer [t 1532], el cual, como otros muchos, fue condenado a desaparecer contra su voluntad, aunque el mismo Melanchton reconocía el espíritu evangélico de las monjas).

También las tensiones sociales influyeron en favor de la reforma.

II. Martín Lutero y el comienzo de la reforma

La reforma alemana está notablemente acuñada por la persona y obra de Martin Lutero. Desde los años veinte del siglo xvi, su imagen ha sido discutida de manera casi implacable incluso por los protestantes. Razones: muchos testimonios de Lutero sobre sí mismo no son unitarios; él no dejó ninguna exposición de conjunto de su teología, y menos todavía una exposición sistemática. Casi todos los escritos de su imponente obra son escritos ocasionales. En ellos, su temperamento irascible se ve en gran manera prisionero de la excitación interna y de la situación polémica externa. Su manera de expresarse es por lo general paradójica (condensada en una serie grandiosa de parejas de contrarios, en cuyo empleo cedía desmedidamente a un superlativismo, sin dar con frecuencia gran importancia a la precisión terminológica). Por esto Lutero aparece vacilante y contradictorio (Lutherus septiceps: Cochlaeus; «tantos Luteros como libros de Lutero»: H. Boehmer). En la investigación sobre Lutero se destaca en cada caso una línea determinada (justificación forense, supuesto representante de la conciencia autónoma, revolucionario, teología de la palabra...).

Martín Lutero nació el 10-11-1483. Era hijo de un minero. Su dura juventud contribuyó a formar su imagen de Dios («...palidecía y temblaba ... de sólo oír el nombre de Cristo... al que tenia por un juez severo e iracundo»: WA 40, I, 298). En este sentido se comprende su ingreso repentino (por nadie sospechado) en el claustro (por voto al derribarle un rayo junto a Stotterheim en julio de 1505: ansiedad de la salvación). En el convento, Lutero se ve envuelto en impresionantes luchas interiores por el Dios clemente, en las que tienen su parte escrúpulos de alto valor religioso. Adquirió un exacto conocimiento de la Biblia, con la que pronto estableció una relación personal nada común (la epístola a los Gálatas como su «esposa»). En el nuevo contacto creador con el texto de la Biblia y en la vivificante manera de pensar sacada de ella está la esencia de la reforma luterana.

Pero ¿era Lutero «oyente de la palabra»? No se puede negar la manera subjetiva de su descubrimiento y empleo de la Escritura. Descubre pasajes en forma completamente nueva, mientras está «ciego» para otros, que ciertamente «conoce», pero no los evalúa en su debida importancia. Hace una selección; su propia vivencia de Cristo («lo que mueve hacia Cristo») es para él la pauta de lo que se ha de aceptar de la Escritura. A los sinópticos y a Juan no concedió ni con mucho la importancia que dio a «su» Pablo.

Otros datos importantes de su vida: primera misa con escrúpulos; encuentro con el nominalismo (arbitrariedad de Dios) en la universidad de Erfurt (facultad de filosofía); la manera nada religiosa de esta teología le hace «perder a Cristo» (WA u 414); incomprensión para con los sacramentos; temor por la salvación ante la ira de Dios, temor que lo pone en un estado de «desesperación», que todavía más tarde evocará una y otra vez, y que lo conduce a la «vivencia» liberadora «de la torre» por medio de Rom 1, 17. Este pasaje designa para él la justicia, no vindicativa sino sanante de Dios. Entonces no halló Lutero, como afirma en su gran mirada retrospectiva de 1545, una nueva interpretación, sino que, a través de malentendidos pelagianizantes, volvió a descubrir para sí la vieja concepción católica (comprobantes en Denifle, 1903). No se puede fijar con exactitud la fecha de la vivencia reformatoria. El comienzo tardío (1518-1520) que recientemente se ha sostenido, se basa en un presupuesto — respecto al contenido — que difiere de lo que Lutero indica expresamente en 1545. Pero en todo caso lo nuevamente descubierto por Lutero no era en sí algo que debiese separar necesariamente de la Iglesia.

También Tomás de Aquino y Bernardo usan la misma fórmula de Lutero (sola gratia), y muchas oraciones del misal católico están basadas en esta misma convicción. Pero Lutero se mantuvo toda su vida en la idea de que el papa enseña que el perdón de los pecados y la justificación se deben a la acción de las propias obras. Esto quiere decir que Lutero no combatía en esta «pieza maestra» la doctrina de la Iglesia, sino una opinión unilateral de escuela, muy propagada, y una práctica eclesiástica de su época. Durante toda su vida proclamó Lutero grandiosamente, con inagotable exuberancia, la convicción de la justicia misericordiosa de Dios. Al mismo tiempo, al lado de la ya mencionada «desesperación» y de un trabajo infatigable sobre el texto de la Biblia, en el reformador se manifiesta en forma beatificante la gozosa convicción de la filiación divina (libertad del cristiano), tanto en sus palabras como en su vida.

Ahora bien, la justificación se produce mediante la «justicia ajena» de Cristo, como dice Lutero. Ésta se nos promete e imputa, pero además ha de llegar a ser nuestra, y por cierto no sólo de manera forense y externa, sino mediante la palabra creadora de Dios, que hace lo que promete. Aquí hay oscilaciones en la terminología: la justificación es un proceso de curación en el hospital de la Iglesia, comenzado, pero nunca terminado antes de la muerte; hay diferencia entre perdón del pecado y su plena eliminación. La fórmula simul iustus et peccator se puede sostener católicamente; Lutero crea dificultades al formular como totus peccator la condición de pecador. La tesis de Lutero, de una doble justicia, es de escasa importancia si se tiene bien presente que él mismo enseña una gracia que nos transforma realmente, y exige que cooperemos con la justicia que nos viene otorgada de fuera, pero que se va haciendo nuestra. Lutero se apropia un dicho favorito de Bernardo: Pararse significa retroceder. No se trata tanto de los pecados concretos de cada día, cuanto de la actitud fundamental pecadora y, por consiguiente, de amortiguar esta actitud mediante la gracia de Cristo.

La disputa de las indulgencias: una indulgencia de jubileo anunciada por el papa para contribuir a la terminación de la iglesia de San Pedro en Roma fue asociada escandalosamente por la curia romana con un negocio pecuniario en favor del recién elegido arzobispo de Maguncia, Alberto de Brandeburgo.

La doctrina sobre las indulgencias, que Alberto formuló en su Instructio summaria para los predicadores de la indulgencia, era correcta dentro del marco de la concepción corriente. Pero la posibilidad de comprar una cédula de confesión, según la cual podía uno en fecha posterior confesar a cualquier sacerdote todos los pecados «reservados», inducía a diferir la penitencia; la «compra» de una indulgencia plenaria por los difuntos (desde luego sólo en forma de intercesión, pero «sumamente eficaz y segura») y la exagerada exaltación de la «mayor gracia de todas», debían necesariamente extraviar al pueblo, induciéndolo a formarse una idea nada bíblica del pecado y de su reato.

Lutero tuvo ocasión de sentir en el confesonario los efectos de la predicación de la indulgencia por Tetzel. Acto seguido, el 31-10-1517, se dirigió al obispo local y a Alberto de Maguncia. Sólo cuando resultó claro que los obispos no respondían, Lutero quiso transmitir sus tesis como materia de discusión a eruditos dentro y fuera de Wittenberg. No se trató pues de una proclama o anuncio de las tesis. Aquí vemos en un caso particular cómo Lutero no pretendía romper con la Iglesia, sino que sin intención se vio convertido en reformador por gravísimas razones cristianas.

El contenido de las tesis no está en contradicción con las enseñanzas proclamadas entonces como obligatorias por la Iglesia, aunque no se puede menos de percibir una peligrosa tendencia contra el ministerio eclesiástico. Su valor reside en su rica religiosidad, que se manifiesta con desacostumbrada fuerza pastoral contra las expresiones acristianas y anticristianas generalizadas entonces en la Iglesia. Todo está compendiado en la primera tesis, que representa algo así como un lema de la entera concepción cristiana de Lutero: «Cuando nuestro Señor Jesucristo dijo: "Haced penitencia... ", quería que nuestra vida entera fuese penitencia.» El secreto de la rápida propagación de las tesis estuvo en la circunstancia de haber aparecido con gran fuerza de palabra exactamente en un momento histórico oportuno, en que estaban ampliamente propagadas la inquietud y el descontento en parte radicales, dando en el blanco de la problemática del tiempo desde el centro mismo de la conciencia. Lutero no había previsto la resonancia que iba a tener. En las Resolutiones disputationum de indulgentiarum virtute puso empeño en dar una prolija fundamentación teológica (WA i 528-628, 1518). En la carta que acompaña a ese escrito, da fe de su ortodoxia y de su voluntad de estar de acuerdo con la Iglesia romana.

Tampoco la disputa de las indulgencias hubiera debido necesariamente originar la separación de la Iglesia, si por una parte la llamada a la reforma hubiese sido acogida por la Iglesia, y si Lutero, por otra, hubiese mostrado una paciencia heroica y buena disposición para una gran obediencia. En diciembre de 1517, el arzobispo Alberto denunció a Lutero en Roma como propagador de nuevas doctrinas. León x (amigo de placeres, nepotista, a caza de dinero, ocupado en la defensa contra los turcos), considera la cosa como altercado de monjes. Gabriel della Volta, designado general de los agustinos, debía «apaciguar al hombre». Pero Lutero tenía en su apoyo a la orden. En la disputa de Heidelberg Lutero defiende una serie de tesis «paradójicas» radicales de su «teología de la cruz», y gana a varios de sus futuros adeptos, tales como Martin Bucero, Juan Brenz y Erhard Schnepf. En agosto de 1518, el cardenal Cayetano, a la sazón en Alemania, invita a Lutero a comparecer en Roma. El príncipe elector Federico se encargó, por petición de Lutero, de que el caso se tratase en Alemania. La entrevista de Lutero con Cayetano, que entretanto se había procurado buen conocimiento de sus escritos, no dio resultado alguno. Cayetano declaró que la certeza subjetiva de la salvación exigida por Lutero «equivalía a fundar una nueva Iglesia»; el cardenal había comprendido exactamente que en Lutero faltaba la fe que se ha de recibir de la Iglesia, pero seguramente se había excedido en la interpretación del reformador, basándose en la terminología de éste, extremada polémicamente.

Lutero apela a un concilio general, aunque en la «disputa de Leipzig (verano de 1519), acosado por Juan Eck, había puesto radicalmente en tela de juicio el carácter obligatorio de tal concilio. En 1519-1520 aparecen los escritos de reforma: Sobre el papado de Roma (WA vr 285-324, 1519); A la nobleza cristiana (1520); De la cautividad babilónica de la Iglesia (en latín, 1520). Combate inflexiblemente la doctrina de la misa como sacrificio, aunque retiene la presencia real de Cristo en el sacramento; sólo reconoce ya el bautismo, el sacramento del altar y la penitencia, y rechaza especialmente el Orden como sacramento y, por consiguiente, el ministerio sacerdotal sacramental. Más bien: «Todo el que ha nacido por el bautismo puede gloriarse de ser papa, obispo y cura.» En vista de estas afirmaciones, resulta entonces claro a muchos cristianos no sólo que Lutero trae la reforma, que hubiera debido realizarse desde mucho tiempo atrás, sino que además sostiene fundamentales divergencias dogmáticas, es decir, herejías. En el mismo año 1520 apareció además el escrito especialmente valioso De la libertad de un hombre cristiano, en el que Lutero resalta una idea central en la Biblia y normativa también de su propia teología.

Todavía en 1520 (después de la elección del emperador y, por tanto, una vez perdidos los miramientos de la curia respecto del señor temporal de Lutero) tiene lugar la reanudación del proceso de herejía, la intimación a la retractación y la conminación de excomunión (en una formulación demasiado global y con una apreciación poco clara de las inexactitudes reprochadas a Lutero), Lutero reacciona quemando la bula conminatoria de excomunión en diciembre de 1520. El 1 de enero de enero de 1521 se fulmina la excomunión contra él.

III. Irrupción de la reforma y nuevo orden eclesiástico

Hasta tal punto había venido a ser Lutero el portavoz de la nación alemana, que no se podía aplicar sin más el derecho canónico y la legislación eclesiástica vigentes para ejecutar la excomunión mediante declaración de proscripción, sino que era necesario negociar con él. En abril de 1521 Lutero, invitado a comparecer en Worms ante la primera dieta del recién elegido emperador Carlos v, sostiene sus escritos y se niega a retractarse. A su regreso se produce el (simulado) «rapto» para ser llevado a la Wartburg. El edicto imperial contra Lutero fue leído el 25-5-1521, cuando la mayoría de los estamentos se habían marchado ya de la dieta; pero tenía vigor de ley en el imperio alemán. Carlos, que, no obstante su juventud, con una declaración propia todavía hoy impresionante demostró en Worms ser el único que estaba a la altura de Lutero para enfrentarse con él, tuvo que regresar a España ante el peligro de guerra con Francia. En el período decisivo de afianzamiento de la r. p., el emperador hubo de hallarse 9 años ausente de Alemania, y además necesitaba el apoyo de los estamentos partidarios de Lutero en sus guerras contra los turcos y contra los franceses.

En la Wartburg desarrolla Lutero — quizá debido a escrúpulos de conciencia reforzados por la soledad — una actividad literaria sorprendente por su volumen y su profundidad religiosa: explicación del Magni ficat, devocionario eclesiástico, De la confesión (contra la obligación de la confesión, aunque en favor de la confesión privada), un escrito contra Latomus (Lovaina) sobre la cuestión central de su teología («pecado permanente»: los pecados se perdonan totalmente, pero no quedan totalmente aniquilados). El producto más importante del período de la Wartburg fue la traducción alemana del NT, hecho de incalculable trascendencia religiosa. Esta traducción hizo que cayeran casi en olvido las 14 ediciones publicadas anteriormente a Lutero en alemán literario y en alemán vulgar.

Entretanto se producen desórdenes en Wittenberg, se rechazan públicamente los votos religiosos, la misa, etc. Para esclarecer el caso compone Lutero De votis monasticis (WA viii 573-669): un voto contra la libertad es nulo; ni es necesario el estado religioso, pues el estado matrimonial facilita el cumplimiento del precepto de la castidad. Se produce un abandono en masa de los conventos. También en Wittenberg se comenzó — sin la aprobación del príncipe elector — a transformar el culto: abolición de la misa privada, cena bajo las dos especies, supresión de ornamentos religiosos, imágenes y altares laterales. Melanchton y el consejo de Wittenberg, que ya no es dueño de la situación, piden a Lutero que regrese. Sin el consentimiento del príncipe elector, el reformador abandona la Wartburg y, con hábito de fraile y recién hecha la tonsura, predica en la semana de cuaresma del 9 al 16 de marzo de 1522 contra los «exaltados». A continuación vuelven a introducirse algunos usos antiguos, aunque no la misa privada. Esto da lugar a la ruptura con Karlstadt, cuya expulsión como «espíritu de cuadrilla» obtiene Lutero del príncipe elector.

Entre los colaboradores de Lutero (Nicolás de Amsdorf, + 1565; Justus Jonas, +1550; Juan Bugenhagen, + 1558; Jorge Spalatin, + 1545), el más importante era Felipe Melanchton (+ 1560), sobrino segundo de Reuchlin. Sus Loci communes lo constituyen en «teólogo de la reforma». Su tentativa de unir humanismo y reforma se enjuicia diversamente todavía hoy. Mucho tuvo que sufrir por el temperamento de Lutero; se expresa amargamente sobre esto, aunque sin vacilar en su fidelidad.

Gentes de las bajas clases sociales habían sacado de los escritos de Lutero la impresión de que se iban a colmar sus esperanzas sociales. Pero no se daban cuenta de que la libertad de un hombre cristiano proclamada por Lutero no tenía nada que ver con la libertad política o social. Sin embargo el reformador no sólo se había alzado de muchas maneras radicalmente contra la autoridad eclesiástica, sino que además lo había dado al público, excitándolo en forma demagógica. Así se remitían a él también ciertos «revolucionarios», como los caballeros del imperio (1522), Hutten y Sickingen (1523), y los campesinos (1524-1525).

La insurrección de los campesinos tenía en gran parte carácter social, pero estaba acentuada religiosamente por la exaltación idealista. Su enjuiciamiento (Karlstadt, Tomás Münzer) es vacilante todavía hoy. Lutero fue sin duda alguna injusto con ellos, sobre todo con Karlstadt. Sin embargo, el que no reconociera a los «exaltados» la libre exposición de la Escritura que ellos practicaban, una exposición espiritual desvinculada de la tradición y arbitrariamente autónoma (fuera del ámbito lógico-formal), no puede achacársele como una inconsecuencia. El genial y culto T. Münzer (nacido en 1488 ó 1489, ejecutado en 1525) era un predicador religioso profético, pero también una fuerza cada vez más radicalmente destructiva. Tomó parte activa en la insurrección de los campesinos. Éstos tenían puestos los ojos en Lutero, que primeramente escribió una Exhortación a la paz dirigida a los campesinos y a los señores. Pero ya en mayo de 1525, bajo la impresión del abuso del evangelio por T. Münzer, incitó a los príncipes a proceder sin piedad contra los campesinos, con su terrible escrito Contra las bandas depredatorias y asesinas de los campesinos (WA xviii 357-361). Los príncipes siguieron su consejo, y los campesinos fueron abatidos con la mayor crueldad. Con frecuencia se hizo responsable de ello en parte a Lutero. A este propósito dice él: «...en la revuelta he abatido a todos los campesinos..., pero sobre esto me remito a Dios nuestro Señor, que me ordenó decir tales cosas» (WA, Tischreden 3, 75, n.° 2911a).

La r. p. fue desde entonces asunto de los príncipes y concejos de las ciudades, ya no un movimiento del pueblo en el mismo sentido de antes. En medio de los infortunados meses de la guerra de los campesinos celebró Lutero su boda, con gran pesar de Melanchton, tomando en 1525 por esposa a la excisterciense Catalina de Bora. El mismo año tuvo lugar la gran polémica con el humanismo; Erasmo había procurado durante largo tiempo, con su típica cautela, mantenerse al margen de la disputa. Lutero estimaba a Erasmo por sus méritos tocante al texto griego de la Biblia y en general por su extraordinaria cultura, pero no tardó en notar cuán poco congeniaba con el erudito. El «príncipe de los humanistas» publicó finalmente en 1524 su escrito sobre el libre albedrío. Lutero respondió en 1525 con el escrito Del esclavo albedrio (De servo arbitrio: WA 18, 600-787). Durante toda su vida Lutero tuvo este escrito por el mejor de sus libros, porque en él se trata «realmente del núcleo de la cuestión», a saber, que en la obra de la salvación todo depende sencillamente de Dios. Sin embargo, no se puede menos de notar que Lutero va en esta obra más allá del esquema fundamental de su doctrina de fe, introduciendo un nuevo concepto de Dios (deus ipse, non revelatus), ausente en otros lugares, y así se pone en contradicción con su obra teológica en general. Tampoco es plenamente justo con Erasmo. Incluso muchos partidarios de la r. p. no han aceptado la radical concepción de Lutero sobre la predestinación.