REDENCIÓN
SaMun


I. Introducción al problema fundamental

1. La r. supone, objetivamente, la necesidad de ser redimido y, subjetivamente (como reconocimiento de ese hecho), la aceptación de tal necesidad por parte del hombre.

a) Esta necesidad de r. quiere decir primeramente aquel estado en que inevitablemente se halla el hombre según su propia experiencia, y que él vive como estado finito, plurivalente y doloroso en todas las dimensiones de su existencia, de forma que la experiencia de este estado como individual y colectivo es casi idéntico con la existencia misma. Pero según la interpretación cristiana de la existencia de tal estado no consiste sólo en los inevitables «fenómenos de fricción» de una evolución material, biológica, personal y espiritual, ni sólo, consiguientemente, en abusos sociales o en la finitud (de carácter biológico o espiritual) de la existencia humana. Ahora bien, este estado no debe tampoco radicalizarse falsamente hasta la negación de una capacidad de r., como lo hace un existencialismo pesimista, según el cual la existencia sería una falta de sentido absolutamente irremediable, y reconocerlo sin ilusiones sería la verdad propia del hombre. Sin embargo, esta quietud puede en verdad ser entendida como el reconocimiento de que el hombre no puede redimirse a sf mismo, y la opinión contraria (entendida en sentido marxista-colectivista o individualista) es la forma moderna y reciente de superstición (Blondel).

El cristianismo reconoce al hombre como capaz de r. (a la postre porque también su libertad es finita y está envuelta por el amor creador de Dios). Pero este hombre está también necesitado de r., la cual ha de referirse ante todo y sobre todo a su propia culpa. Cierto que un ser finito, que debe desarrollarse aun sin culpa, hubiera también sentido justamente el dolor de su imperfección como deficiencia de su desenvolvimiento; pero la interpretación cristiana de la existencia sabe que este dolor, en su concreción y radicalismo, es más que mero «dolor de crecimiento». Ese dolor es manifestación de la culpa, y sólo donde ésta es suprimida cabe hablar de redención.

Ahora bien, esta culpa, lo mismo como situación culpable de pecado original que como acción de la libertad individual, no puede ser suprimida por el hombre. Porque no es sólo pecado contra cualesquiera normas objetivas de carácter inmanente, de suerte que cupiera pensar (si prescindimos de un análisis más profundo de la libertad como intercomunicación humana, en que puede experimentarse el fenómeno de la culpa irreparable por parte del hombre) que el hombre reparara por sí mismo las consecuencias de su pecado, y eliminara así la culpa y volviera a aliarse con Dios como guardián de estos órdenes creados.

La culpa, como «-> pecado» en el orden concreto, es el no libre (y como libre con tendencia a ser definitivo) al amor íntimo e inmediato de Dios que ofrece su propia comunicación por la -> gracia increada y divinizante, y, por ende, es un acto absolutamente dialogístico. Ahora bien, tal acto está dirigido al Dios absolutamente soberano y libre, y es esencialmente respuesta, que depende del llamamiento y oferta de Dios. Después de un no a ese amor divino, no puede el hombre contar ya, de por sí, con la conservación de ese amor, tanto más porque es amor del Dios absolutamente santo y justo, que está en contradicción absoluta con aquel no. Sólo cuando este amor se afirma permanentemente a sí mismo aun frente a ese no y, como amor divino de infinita fuerza liberadora, supera la culpa, es posible el perdón, es decir, se da la posibilidad del libre amor del hombre (como amor que responde de forma esencialmente dialogística y recibe de Dios la capacitación para ello). Sólo partiendo de ese perdón de la culpa, cabe pensar en una salvación definitiva como estado personal definitivo y superación de la situación dolorosa del hombre; pues, de una parte, el dolor y la muerte son manifestaciones de la culpa en el fondo de la existencia, y, de otra, la plena beatitud en todas sus disminuciones sólo puede concederse como don escatológico de Dios mismo, no como meta o fin que pueda establecer el hombre.

b) La experiencia de la culpa irreparable por obra del hombre mismo como razón de la necesidad de r., es hecha por el hombre concreto en grados muy diversos. El hecho se comprende desde el punto de vista de la existencia y de la situación humanas en la historia de la salvación, y no es, por tanto, objeción contra la fundamental apelación a la necesidad de r. como supuesto para entender la -> soteriología cristiana.

Una inteligencia meramente rudimentaria de la culpa o una falta aparente de esta inteligencia puede incluso ser un culpable «retener cautiva» la verdadera situación del hombre (Rom 1, 18); puede simplemente proceder de un estadio muy primitivo de la evolución de cada historia individual humana, en la que de hecho no es siquiera posible la verdadera experiencia de culpa; puede ser un indicio de que la experiencia (no refleja, pero intensa) hecha en la gracia de existir en el ámbito del amor — misericordioso — de Dios recubre la experiencia de la culpa (aunque, en principio, ambas crecen al mismo paso); puede ser que en una historia individual la posibilidad de culpa radical haya quedado, por la gracia preservante de Dios, en mera posibilidad, y que esta posibilidad como tal se realice existencialmente con menor facilidad que la culpa misma, aunque esto — compárese la conciencia de pecadores en los santos — no es necesariamente así. Es cierto finalmente que la experiencia existencial individual necesita de un ejemplar o modelo productivo, que haga de «catalizador» en la experiencia de la humanidad y de su historia de perdición (señaladamente como interpretada por la historia revelada de la perdición y revelación), y un hombre individual, culpable o inculpablemente, no se enfrenta suficientemente con esta experiencia total.

Todos estos factores pueden combinarse de los modos más varios en el hombre particular, y no pueden distinguirse adecuadamente en una introspección vigilante (así, p. ej., en la reflexión no pueden distinguirse adecuadamente la ->. concupiscencia, previa a la libertad, aun inculpable, y la concupiscencia culpablemente «ratificada» por la libertad). Todo esto significa una dificultad para la experiencia individual de la culpa (tanto más porque muchas cosas en la historia individual son culpa «objetivamente», pero no «subjetivamente», y por tanto el reo mismo las puede tomar individual o socialmente en su descargo y así explicarlas). Pero con ello se da también, a la vez, una introducción metódica para iniciar mistagógicamente al hombre en el reconocimiento de su situación de culpa. Mas para ello es a la postre decisivo comprender que este «permitir que comparezca» la culpa (la apocalipsis de la «ira de Dios», cf. Rom 1, 18), es una actitud que sólo puede adoptar real y radicalmente el hombre que acepta el perdón de Dios; la necesidad de r. es concretamente aprehendida en el acontecimiento de la r. aceptada. En otro caso, el hombre no mide bien la radical experiencia de su culpa, la negará o tergiversará. Así a la postre, la mistagogia en la necesidad de r. es instrucción en la valentía para creer en el amor de Dios y aceptarlo como indebido y absoluto (y como tal no suprimido ni aun por la culpa), sabiendo además que la aceptación misma es también obra del poder de ese mismo amor.

2. La r., tal como la concibe el cristianismo, se entiende «objetivamente», es decir, como acontecimiento (acción redentora) y como consecuencia del mismo (r. objetiva) que preceden efectivamente a la «–> justificación» y santificación del hombre (r. subjetiva) y que, por tanto, han de distinguirse de esta r. subjetiva. La razón de esa distinción (que a menudo es negada en una moderna antropología cristiana existencialista, según la cual la r. se cumple simplemente en el acontecimiento de la sola fe, sin referenciaa un acontecimiento de la historia que le preceda) consiste sencillamente en que la libertad creada y finita, aun en el acto de su salvación, supone como condición una «situación» que no se identifica con la esencia necesaria del hombre y de su libertad, una situación que es históricamente concreta y, sin embargo, entra como elemento interno en la esencia realmente actuada de la libertad.

Así, pues, la r. objetiva significa la constitución operada por Dios de aquella situación de la libertad, históricamente concreta, en que la voluntad salvadora y misericordiosa de Dios se hace históricamente presente, con una irreversibilidad escatológica, como oferta a la libertad del hombre; y sólo en ella y por ella puede el hombre aceptar el perdón que se le ofrece. Por qué esta situación de salvación y perdón no consiste simplemente en una voluntad trascendental de perdón por parte de Dios, que sólo llegará al hombre desde arriba, es una cuestión que luego habremos de explicar más exactamente.

3. En una exposición de la soteriología cristiana no es por lo menos forzosamente necesario, y hoy no es aconsejable en la pedagogía de la religión, distinguir con excesiva precisión entre la gracia de Dios como divinización y santificación sobrenatural y la gracia de Dios como perdón de la culpa (y, por ende, entre la gracia primigenia de Dios y la gracia del perdón por Cristo). Existe ciertamente una distinción formal entre divinización indebida y disposición, indebida también, a perdonar por parte de Dios; pero, en el orden concreto de la salvación, no sólo hay perdón por la gracia divina como sobrenaturalmente elevante, sino que está también de todo punto justificado admitir que: a) la gracia divinizante como tal se da también desde el principio intuitu Christi como Verbo hecho carne y, por tanto esta gracia incluye el perdón, pues la voluntad salvadora de Dios que mira de antemano a Cristo como a su culminación histórica fue también absoluta (libremente) aun respecto del pecador; y b) el pecado que — sin atentar contra la libertad humana, Dios hubiera podido impedir en la creación — sólo fue permitido por él como superado ya para siempre por su gracia, pues quería mostrar victorioso su amor absoluto aun por encima del no de la criatura y en el abismo de muerte de su nada. Desde este punto de vista, la divinización y el perdón son dos factores, de hecho siempre unidos, de la comunicación única de Dios al mundo por la gracia increada, que, dentro de su única marcha histórica, abarca la culpa para mostrarse, al superarla, como el amor más fuerte y poderoso.

4. Para una inteligencia de la r. que haya de tener «realidad» hoy día, es de la mayor importancia que su predicación se exponga para siempre de forma que aparezca cómo siempre y dondequiera, la historia entera de la humanidad está bajo el amor misericordioso de Dios en Cristo, y cómo este acontecimiento de la cruz de Cristo es de tal forma causa de la r., que produce también la salvación de la humanidad precristiana (y por cierto en forma esencialmente idéntica). De lo contrario, el predicador se expone a la pregunta escéptica sobre qué ha cambiado en el mundo desde Cristo.

Pero si la comunicación misericordiosa de Dios (con miras a Cristo) ha estado actuando desde siempre en el mundo, la pregunta sobre qué se ha mejorado en el mundo desde Cristo está de antemano mal planteada, o es en todo caso secundaria. No tenemos siquiera posibilidad de salirnos empíricamente fuera del experimentum Christi, para ver cómo habría sido el mundo sin Cristo. Por lo menos una buena parte de la mejora del estado social y humano «desde Cristo», no puede demostrarse que haya de ponerse en la cuenta del cristianismo, aunque sería igualmente antihistórico desconocer un «éxito» histórico del mensaje cristiano, tanto más porque muchos elementos de la evolución profana se remontan por lo menos de hecho, a motivaciones a la postre cristianas.

5. Kerygmáticamente se producirán con necesidad malas inteligencias si en la soteriología se separan demasiado la persona y la obra (muerte) de Cristo. Si en una doctrina encarnacionista de la r. se acentúa unilateralmente que el Logos divino toma una «naturaleza» como miembro de la humanidad (quod assumptum est, redemptum est), cae en aspectos meramente cósmicos y objetivos, y ya no se toma en serio la Escritura, que ve el acontecimiento redentor en el amor y en la obediencia de Jesús hasta la muerte de cruz. Pero si este hecho sólo es visto en una soteriología «staurológica» (de la cruz: cf.1 Cor 1, 18), de forma que la -> encarnación no es sino la constitución de un sujeto que puede redimir bajo la condición de que ponga la acción correspondiente, entonces la soteriología cae forzosamente bajo conceptos puramente jurídicos de una teoría de la satisfacción exclusivamente, la encarnación misma en cuanto tal no aparece ya como factor íntimamente formal del acontecimiento mismo de la r., y la r. se queda en una dimensión meramente «moral», ocultándose su profundidad transformadora del mundo. En una teología del sujeto y de la libertad debería esclarecerse la unidad específicamente personal de ser y obrar de la persona (unidad que no puede expresarse bajo la relación de substancia y accidente). La asunción de una naturaleza humana por el Logos es ya la asunción de una naturaleza que se realiza necesariamente a sí misma como libertad y destino; la encarnación misma, por ende, es ya un movimiento divino hacia el mundo, movimiento que sólo llega a su plena esencia en el hecho de la muerte y resurrección (cf. Jn 3, 17; 1 Tim 11, 15; Dz 86: el descensus mismo existe ya propter nos homines et propter nostram salutem).

II. La doctrina sobre la redención en la Escritura, en la tradición y en el magisterio de la Iglesia

1. La Escritura

Su soteriología sólo puede exponerse aquí en sus puntos más fundamentales; muchos otros se explican en artículos como -> Jesucristo, -> mediación, -> pecado y culpa, -> gracia, -> justificación, -> Espíritu Santo, -> virtudes, -> resurrección, -> ascensión de Cristo...

a) El término r. significa negativamente ápolytrosis = redemptio, liberación de señorío del pecado, de las virtudes y potestades, de la ley y de la muerte (Rom 3, 24; 1 Cor 1, 30; Ef 1, 7; Col 1, 14; Heb 9, 15), y positivamente katallagé = reconciliatio, instauración de la paz con Dios y entre los hombres mismos (Rom 5, 10ss; 11, 15; 2 Cor 5, 18ss; Col 1, 20). Este proceso redentor se caracteriza bajo conceptos cultuales, como sacrificio (prosforá, thusía: Ef 5, 2; 1 Cor 5, 7; Heb 9, 25ss), como medio de expiación (ilastérion: Rom 3, 25), como efusión de la sangre redentora de la alianza por los muchos (Mt 26, 28 par; Act 20, 28; Rom 5, 9; Ef 1, 7; Col 1, 20; Heb 9, 12 14; 10, 19; 13, 12 20; 1 Pe 1, 19; 1 Jn 1, 7; Ap 5, 9); y, bajo conceptos más jurídicos, como «rescate» (cf. antes; Mc 10, 45; 1 Tim 2, 6); o, bajo otros más generales, como «salvación» (Mt 1, 21; Jn 3, 17; 12, 47; 1 Tim 1, 15; 2 Tim 2, 10; Heb 5, 9, etc.), siendo de notar que no se distingue muy reflejamente entre la r. «objetiva» y su efecto: la r. «subjetiva».

b) Esa r. se produce por la muerte de Cristo (cf. a), en cuanto esta misma es efecto del amor redentor de Dios (Jn 3, 16) y libre acción de Cristo (Jn 10, 15-18) como realización de su obediencia a Dios en la aceptación de la humillación de una muerte humana (Flp 2, 7ss), como servicio y prueba de amor a los hombres (Mc 10, 45; Mt 20, 28; Lc 18, 27; Jn 13, 1). Esta acción es la del siervo de Yahveh, que, como segundo Adán (Rom 5, 12ss, etc.), interviene vicariamente, «según las Escrituras», por la comunidad de sus hermanos (Mc 10, 45; Mt 26, 28, como alusión al Ebed Yahveh en Is 53, 12, etc.). De importancia decisiva es que el mismo Jesús histórico prepascual interpreta su muerte como tal acción redentora (Mt 26, 28 par), aunque su comunidad sólo a partir de la resurrección vea claramente esto.

c) Efectos de esta acción redentora son: la liberación de la servidumbre del -> pecado (Tit 2, 14; Ef 1, 7; Col 1, 14; Heb 9, 12ss), de la servidumbre de la -> ley (Gál 3, 13; 4, 5; Rom 7, Iss), del diablo (Jn 16, 11; Col 1, 13; 2, 15; Heb 2, 14), y de la muerte (2 Tim 1, 10; Heb 2, 14ss, etc.); nueva creación y regeneración (2 Cor 5, 17; Gál 6, 15; Ef 4, 24; Jn 3, Iss); justificación (Rom 5, 1 9, etc.); posesión del Espíritu y filiación divina (Gál 3, 2ss; 4, 6ss; Rom 8, 12-17); verdad, vida, luz, paz, gozo (así particularmente Jn).

Esos bienes de la r., que, naturalmente, el individuo debe aprehender por la fe y el amor, en parte se dan ya ahora (perdón del pecado, justificación, posesión del Espíritu, filiación divina), y en parte son futuros (resurrección de la carne: Lc 14, 14; 1 Cor 15; glorificación: Rom 8, 17; visión de Dios: 1 Cor 13, 12; vida eterna: Mc 9, 43; 10, 17 30; Gál 6, 8; Rom 6, 22), aunque también estos últimos son poseídos ya en el Espíritu Santo y por la esperanza, de suerte que sólo falta aún su posesión sin velos y sin posibilidad de perderse (2 Cor 1, 22; 3, 18; 5, 5; Rom 5, 8ss). No debe pasar desapercibida la importancia soteriológica de la -> resurrección de Jesús (p. ej., Flp 3, 10; Rom 4, 25; 8, 11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 4, 14). Se resaltan expresamente la universalidad de la r., contra el particularismo judaico de la salvación (cf. voluntad salvífica universal de Dios [-> salvación]) y su gratuidad (Rom; Gál), de suerte que no se corresponde a ella por una justicia de obras lograda mediante el propio esfuerzo, sino sólo por la fe.

2. Magisterio y tradición

a) En conjunto, el magisterio de la Iglesia repite simplemente la doctrina de la Escritura: Dz 122 319 550 790 795 938 940 951, rechazando el -> modernismo, según el cual en los Evangelios, a diferencia de Pablo, no hay aún una soteriología (Dz 2038), y el -> jansenismo, que negaba la universalidad del ofrecimiento de la salvación eterna (Dz 1096, 1294). A veces se formula la r. bajo el concepto de satisfactio, sin que se dé una explicación más exacta del concepto (y con ello una definición de la teoría escolástica de la satisfacción): Dz 799 2318, o bajo el de -> mérito: Dz 552 795 799 800 802 820; DS 3329. La -> apocatástasis no puede enseñarse apelando a la cruz de Cristo (Dz 211). El concilio Vaticano i intentó una definición sobre Cristo: vere et proprie satisfecisse nobisque gratiam et gloriam meruisse (ColLac vii 566c).

b) La historia del dogma de la r. no es muy rica en aportaciones. En la era patrística (aparte de la transmisión de la doctrina bíblica), lo más importante es la teoría de la recapitulación (teoría místico-encarnatoria de la r.) en Ireneo, según la cual (sin negar la doctrina paulina del rescate y de la reconciliación por la cruz), partiendo de Ef 1 10, la unión de la humanidad con Dios se cumple en Cristo como cabeza que lo recapitula todo en sí mismo. Junto a esto (yendo más allá de la Escritura) en la era patrística, para la que el concepto de sacrificio expiatorio, tomado de la experiencia religiosa, era sin más evidente, sólo hay una teoría (ciertamente muy figurada, pero de fuerte cuño mitológico) de un rescate del hombre del poder del demonio, que, por el pecado, tiene derecho de propiedad sobre el hombre; derecho que pierde porque, engañado en cierto modo por Cristo, trata de extender sin razón a Cristo su dominio sobre la muerte (así ya Orígenes).

En la edad media desarrolla luego la teología, inspirada por Anselmo, la teoría propiamente dicha de la satisfacción. La r. se refiere primariamente a la culpa como tal. Esta significa una ofensa infinita a Dios, pues la ofensa se mide por la dignidad del ofendido. Si la culpa ha de ser reparada (y no sólo perdonada por un libre acto gracioso de Dios, posibilidad teórica por parte de Dios que no se impugna ni discute), en tal caso esta reparación condigna (de valor pleno: satisfactio como iniuriae alteri illatae compensatio: CatRom ir 5, 59) sólo es posible por obra de una persona divina, pues el valor de la satisfacción se mide por la dignidad del que satisface, no por la de su destinatario. Tal satisfacción sólo puede ser prestada por una persona distinta del ofensor en el supuesto de que el ofendido esté dispuesto a aceptar libremente la satisfacción vicaria (vicaria satisfactio). En este sentido, por su obediencia hasta la muerte de cruz, Cristo prestó una satisfacción condigna, infinita y vicaria por la ofensa infinita, infligida por el pecado, a la santidad y justicia de Dios, de suerte que, por ella, Dios está dispuesto a perdonar la culpa al hombre. Los teólogos están en desacuerdo hasta hoy día en la interpretación más precisa de la satisfacción prestada por Cristo. Se discute concretamente hasta qué punto entra en la verdadera esencia de la satisfacción de Cristo (que esencialmente se entiende siempre como acción libre de Cristo y, por tanto, formalmente no como «punición» suya en lugar nuestro) sólo la dignidad moral de su acción, que honra a Dios, o también formalmente su carácter (efectivo) como dolor y muerte, que se dirige expiatoriamente a la justicia vindicativa de Dios como tal.

Por lo demás, echando mano de conceptos que se explican sobre todo en relación con la doctrina del sacrificio de la misa, la teología trata de mostrar por qué y de qué manera también el sacrificio de la cruz tiene carácter de sacrificio cultual, que el sumo y eterno sacerdote, sacerdote y víctima a la vez, ofreció sobre el altar de la cruz (cf. también sobre esto Dz 122 333 430 938 940 2195 2274, textos que, a la postre, sólo repiten lo que dice la Escritura, sin decidir la cuestión de hasta qué punto la obediencia y muerte de Cristo pueden considerarse como sacrificio cultual en sentido propio).

III. Soteriología sistemática

1. Juicio sobre la teoría de la satisfacción

En lo que dice positivamente habrá que reconocerla de todo punto como explicación de la significación salvífica de la muerte de Cristo, explicación fácilmente inteligible y que supera más de una mala inteligencia «mitológica» (rescate de un dominio justificado del demonio, «castigo» de Cristo en lugar nuestro). También puede interpretarse formalmente de tal modo que en esta abstracción formal cabe incluir en cierto modo la totalidad de la soteriología: la obediencia amorosa del Hijo es la suprema glorificación imaginable de Dios en el mundo, y, por ella, mirando a ella (intuitu meritorum Christi), se da el amor misericordioso de Dios a los pecadores, pues los ama en la unidad del hombre Jesucristo. Sin embargo, tampoco se puede decir que la teoría de la satisfacción resalte en igual manera y de forma clara todos los factores de una soteriología adecuada. Ya desde el punto de vista histórico, parte de categorías del derecho germánico (offensa-satisfactio; dignitas offensi, satisfacientis) que no pueden fácilmente «personalizarse» y recibir una acepción análoga, de modo que sea posible aplicarlas con sentido a la relación Dios-pecador.

Tampoco puede responderse muy fácilmente la cuestión (a diferencia de lo que pasa en una satisfacción entre hombres) de cómo sea posible considerar una acción moral como compensación por una ofensa a Dios, si esa acción, ya con anterioridad a su función satisfactoria, es de uno u otro modo absolutamente debida a Dios. Pero ése es justamente el caso con toda tarea y toda acción morales, pues en este aspecto el hombre nada tiene que no deba a Dios y a la exigencia absoluta de su amor, y no cabe insertar en esta cuestión una apelación a cualesquiera opera supererogatoria (obras de supererogación), sobre todo porque entonces la pasión de Cristo sólo tendría significación satisfactoria en ciertos elementos, relativamente accidentales, y no como destino total de vida y muerte.

En la teoría de la satisfacción, la muerte de Cristo es una manera a la postre casual, sin nexo esencial con la r., de una prestación cualquiera del Dios-hombre. Ahora bien, esto no hace realmente justicia ni a la muerte de Cristo como acontecimiento salvífico tal como lo ve la Escritura, ni a una teología real de la muerte en general. La teoría de la satisfacción tampoco hace ver claro en su primer punto de partida que la iniciativa salvífica parte de Dios y de su insondable voluntad salvadora; la cruz, por tanto, es efecto y manifestación de este amor gratuito, y no causa del mismo. Aquí el «ofendido» mismo, perdonando hasta lo último, opera por propia iniciativa la satisfacción de la ofensa, de suerte que en este esquema, por sí solo, no se comprende cómo la satisfacción no está ya comprendida en el perdón. Si se alude a otros casos teológicos paralelos (p. ej., la oración de petición como operada por la gracia misma y, sin embargo, dotada de sentido), el problema no hace sino desplazarse, pero no se resuelve.

Finalmente, en la teoría de la satisfacción, sólo puede establecerse un nexo externo entre la satisfacción como tal y muchos efectos de la r. (p. ej., la resurrección de los hombres, la transfiguración del cosmos, etc.). Sin embargo, el acontecimiento de la r., en su origen y sus efectos, debiera tener una unidad esencial, si ha de aparecer realmente como el acontecimiento central de la historia sagrada y profana. Él mismo tiene que atravesar de antemano todas las dimensiones de la -a creación pecadora y redimible. Por lo demás, algunas explicaciones más concretas de la teoría de la satisfacción parten de ideas no del todo claras acerca de la esencia de los castigos del -+ pecado y sobre la iustitia Dei vindicativa, punto que no puede exponerse aquí más despacio.

2. El problema fundamental de la soteriología

El verdadero problema fundamental de la soteriología radica sin duda en que el acontecimiento de la cruz no puede ciertamente interpretarse (como quisieran algunos teólogos protestantes modernos, remitiéndose a 2 Cor 5, 18-21) como mera testificación, con miras a nosotros mismos, del -> amor misericordioso de Dios que nos mueve a creer, sino que debe reconocerse como causa de nuestra salvación. Por otra parte (si no queremos caer en un antropomorfismo primitivo), ha de quedar claro que la historia no mueve a Dios ni le hace «cambiar de planes»; y que, por tanto, el acontecimiento de la cruz procede, como efecto, de la voluntad de perdón por parte de Dios, la cual no queda constituida por primera vez en virtud de tal acontecimiento. Por qué entonces esta primigenia voluntad de perdón por parte de Dios no opera simplemente, bajando «vertical de arriba», el perdón de la misma manera e inmediatamente en todos los puntos del tiempo y del espacio, sino que sale al paso al hombre partiendo de un determinado acontecimiento histórico, que es la causa del perdón...; ahí está el verdadero problema, por lo menos para entender la soteriología cristiana en la situación actual.

3. Reflexiones sobre la soteriología sistemática

a) Ésta debiera partir de una delimitación teórica de la relación general entre la voluntad salvífica de Dios (-> salvación), voluntad «trascendental» que en el existencial sobrenatural determina siempre y dondequiera al hombre por el ofrecimiento de la comunicación de sí mismo a la libre existencia humana — comunicación que diviniza y perdona —, de una parte, y la historia de la salvación y de la revelación, de otra. Esa «trascendental» voluntad salvífica de Dios no es operada por la historia, sino que ella misma opera la historia, de suerte que ésta es la historia (de acuerdo con la universal relación entre la trascendencia humana y la historia humana) justamente de dicha voluntad salvífica trascendental de Dios (por lo menos vista terminativamente). La voluntad salvífica adquiere realidad y llega a nosotros al hacerse históricamente concreta, de suerte que, en este sentido, su manifestación histórica es su efecto y su fundamento. La voluntad salvadora y su manifestación histórica no se comportan entre sí como causa y efecto que se relacionan desde fuera, sino como elementos internos de un todo, los cuales se condicionan y fundan recíprocamente.

b) Esta historia de la salvación como realización concreta de la voluntad salvífica trascendental de Dios, voluntad terminativamente histórica en sí misma, es una, y está constituida en su unidad por todas las dimensiones del hombre (unidad de la materia como «campo» espacio-temporal de la historia personal; unidad de origen [Dios]; unidad en la necesaria intercomunicación personal por la comunidad y la sociedad; unidad en la meta de esta historia [-> reino consumado de Dios] como auténtica causa final). En esta unidad de la historia como unidad de la comunicación trascendental de Dios que crea y constituye historia, para comunicarse a sí mismo (unidad de -> naturaleza y gracia), cada factor de la historia (por lo tanto también toda historia individual y personal) depende de cada uno de los demás factores; la totalidad de esta historia (que está unida por un principio real, no por una «idea» o por un «designio» de Dios) es la situación de la historia de la salvación (de la r. «subjetiva») del ser libre individual.

c) La historia de la salud así entendida como una, no consiste en una mera serie de acontecimientos particulares homogéneos y del mismo valor, sino que tiende a un punto culminante, el cual hace también irreversible la dirección de dicha historia como dirigida a la victoria de la voluntad salvífica de Dios y, por ende, a un punto culminante escatológico. Este punto culminante que, como fin, como causa finalis, sustenta la historia entera de la comunicación divina y por su poder victoriosa la convierte en manifestación definitiva, se da: 1º., si Dios mismo hace suya esa historia en el «Dios-hombre» (como autor absoluto de la salvación), y esto aunque sea una historia del pecado y de sus objetivaciones históricas (consecuencias del pecado: señorío de la muerte y de la ley); y 2°, si tal aceptación del mundo pecador por parte de Dios recibe también como respuesta el sí de la realidad mundana (sí que está predestinado por la aceptación divina del mundo), y así se da y aparece objetiva y subjetivamente en la historia la irreversible aceptación redentora como unidad de Dios y del mundo (en todas sus dimensiones).

Ahora bien, la radical aceptación por la criatura de la comunicación divinizante seda por la muerte en cuanto ésta (como acción) es la autoaceptación definitiva del ser libre, y se da (como pasión) aceptando y sufriendo la situación de culpa de dicho ser. Ambas «aceptaciones» acontecen y aparecen en su condición definitiva por la resurrección como consumación salvífica de la muerte. En cuanto ser y destino de este Dios-hombre, como punto culminante de la historia de la voluntad salvífica trascendental de Dios, son un factor de la historia única de la salvación de todos; por la resurrección la historia como situación victoriosa de salvación entra para todos en su estadio escatológico y en su manifestación escatológica (sin que importe la manera como esta situación es respondida por el individuo en su libertad; mientras la historia corre, sigue en pie — cosa que no es obvia ni necesaria — la posibilidad de salvación, como insistentemente ofrecida e ineludiblemente dada).

d) Por ahí se comprende también en qué sentido tan radical el Dios-hombre en su ser y destino es la «gloria» de Dios, la cual significa la salvación del mundo. La -> gloria de Dios en el mundo no es una cualidad formal y abstracta de cualquier acción moral, hecha conforme a la voluntad de Dios, sino la aparición históricamente irreversible de Dios que se comunica a sí mismo como amor misericordioso, el cual se impone victoriosamente y aparece en una manifestación concreta allí donde convierte la forma visible del no a él, la muerte, en una aparición de sí mismo por la obediencia hasta la muerte del Dios-hombre.

e) Si y en cuanto: 1º., la historia de la comunicación trascendental de Dios en el sentido explicado antes (en a) es fundamento de la voluntad salvífica (como factor interno de la misma) y 2°, esta historia está sostenida en todas sus fases por su fin irreversible y su punto de culminación (como causa finalis), es decir, se produce en cuanto se mueve hacia ese su eskhaton; Cristo y la consumación de su destino (consumación que aparece en la resurrección) es la causa de la salvación, como constitución histórica de la situación salvífica para todos, que no es ya históricamente reversible. Y, sin embargo, la historia de la salvación en su totalidad entra también a constituir (en dependencia de su causa fina] interna) la situación salvífica del individuo (como, p. ej., se ve claro en la doctrina de la -> Iglesia como cuerpo místico de Cristo y universale salutis sacramentum [Vaticano II, Lumen gentium, n.0 48], y en la del tesoro de la Iglesia, etc.).

Cabría el intento de entender más precisamente esta causalidad salvífica de la cruz de Cristo mediante conceptos ontológicamente más exactos. Baste aludir aquí al problema análogo de la causalidad de los -> sacramentos, que son aparición histórica de la gracia y así precisamente causa también de la misma. Si en la teología de los sacramentos se forja el concepto de la estricta causalidad sacramental del signo, es decir, si en ella se afirma que el signo (símbolo real) y la causa en el sacramento no sólo son dos propiedades acopladas de hecho en él, sino que tiene una unidad primigenia (signo como causa — causa como signo); del mismo modo este concepto de causa podría también aplicarse al acontecer salvífico de Cristo, como sacramento originario de la salvación.

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Karl Rahner