PSICOLOGÍA PROFUNDA
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1. La p. p. debe lo esencial de sus descubrimientos a Sigmund Freud (1856-1939), no tanto porque él introdujera en psicología el término «inconsciente» (la existencia de una zona inconsciente no ofrecía dudas para un gran número de artistas y literatos y hasta filósofos — p. ej., Leibniz y Schelling — y médicos, como C.G. Carus), sino porque fue el primero que estudió sus estructuras. El inconsciente se ha definido en oposición a la -> conciencia (psicológica), es decir, a todo lo que el hombre sabe explícitamente de sí mismo y quiere deliberadamente por sí mismo. Comprende, pues, todas aquellas zonas del ser humano que no afloran directamente a la conciencia, pero la influyen, sin que ella se dé cuenta, en sus actitudes y posiciones.

El gran mérito de Freud es el de haber examinado esas zonas aún no exploradas del ser vivido del hombre, y el de haber articulado sus estructuras principales y sus tendencias dominantes (los instintos), así como los mecanismos que rigen su desarrollo y determinan sus repercusiones. Gracias a pacientes observaciones, Freud se dio cuenta de que estas estructuras se organizan durante los primeros años de la infancia, cuando la vigilancia o control de la conciencia refleja es casi inexistente. Parecióle además que la sexualidad, la cual se realiza por una parte en el descubrimiento del propio cuerpo vivido y, por otra, en el descubrimiento del otro en la persona de los padres como dos polos de atracción a par opuestos y complementarios, era el dominio privilegiado de la estructuración de la persona.

Descubrió sobre todo que esta estructuración podía ser perturbada o comprometida más o menos gravemente, si la evolución normal quedaba detenida o contrarrestada por la «represión» de ciertos componentes. La represión puede ser debida a influencias exteriores (educación, ambiente, etc.) o a factores interiores (angustias o temores, suscitados por una debilidad más o menos constitutiva del sujeto). Por lo demás, los dos factores se conjugan muy a menudo. De ello resulta en todo caso una no-aceptación de ciertas tendencias presentes en el hombre. Por eso la represión no conduce a ninguna solución válida. Las tendencias que la represión excluye de la conciencia escapan así a todo control, pero no por ello dejan de seguir activas. Aun cuando se realice un equilibrio rígido, éste sigue siendo falaz. El desorden interno se hace notar, tarde o temprano, por ciertos síntomas (manías, fobias, obsesiones, conversiones histéricas) que perturban, sin causa aparente, la conducta del sujeto. A veces resultan incluso estados graves que los pacientes perciben sin poderlos remediar. Y no puede ser de otro modo, puesto que las causas están hundidas en el pasado. Se habla entonces de estados patológicos que han recibido el nombre de neurosis. Puede decirse que todas las neurosis vienen de una inconsciente no aceptación del propio ser profundo o de una cualquiera de sus tendencias fundamentales.

No hay que olvidar que aquí se trata de la no aceptación de tendencias realmente presentes y constitutivas del ser, cuyo mecanismo entraña reacciones indominables, y no de una decisión deliberada de no realizar ciertas tendencias que son aceptadas como reales. Esta última actitud — justificada si es tomada por razones válidas — no equivale, pues, en modo alguno a una represión. Al contrario, es una actividad plenamente humana, aun a los ojos de la psicología profunda.

A decir verdad, Freud hizo todos sus descubrimientos a raíz de su asistencia a personas afectadas de neurosis. Su método terapéutico — llamado -> psicoanálisis — se esfuerza por reorientar y reintegrar en la conciencia viva las tendencias bloqueadas por la represión en el curso del desarrollo personal. A este fin se sirve de los métodos apropiados, el principal de los cuales es el de las asociaciones libres (análisis de los sueños).

Es indiscutible que todas las orientaciones ulteriores de la p. p. se deben a Freud. Todas, en efecto, están de acuerdo con él en dos puntos importantes, corroborados además por un sinfín de investigaciones. Todas reconocen el papel preponderante del inconsciente en la génesis y el desarrollo de las neurosis, y comparten la convicción de que el inconsciente se estructura — en forma válida, o insuficiente o claramente enfermiza — durante la infancia. Sobre otros puntos no se da aún unanimidad.

Ya muy pronto (hacia el 1910) Alfred Adler (1870-1937) y Carl Gustav Jung (1875-1961) negaron el papel primordial concedido por Freud a la sexualidad. Notemos, sin embargo, que Freud no puede ser tachado de panerotismo, pues acepta dos principios: el del placer y el de la muerte. Adler ve en la voluntad de poder el principal motor de las iniciativas del hombre. Jung, por el contrario, se refiere a una energía psíquica, indiferenciada inicialmente, que invade todos los niveles psíquicos según la edad y evolución de la persona. Desde entonces, otros discípulos de Freud han defendido teorías más o menos divergentes.

Los principales representantes de estas tendencias han sido en Europa: Ludwig Binswanger, Charles Baudouin, Medard Boss, Daniel Lagache, Jacques Lacan, Igor Caruso, Viktor Franld, etc., y en América: Otto Rank, Karen Horney, Erich Fromm, Harry Sullivan, Melanie Klein, Franz Alexander, etc. Algunos de ellos, señaladamente los norteamericanos, han tratado de simplificar el tratamiento psicoanalítico, o de descubrir otros mecanismos inconscientes. Los europeos, en cambio, inspirándose en bases existenciales o fenomenológicas, han profundizado más bien los descubrimientos de Freud. Por otra parte, han caído en la cuenta de que la terminología francamente mecanicista de Freud (a la que fue llevado por su deseo de establecer una «ciencia exacta» del comportamiento humano) desfiguraba algunas de sus visiones más ricas y profundas. En lugar de hablar de instintos y mecanismos (palabras que delatan perspectivas biológicas o técnicas), prefieren hablar de pulsiones y estructuraciones (palabras que se refieren más bien a una organización dinámica del ser vivo, en la que la libertad llega a sí misma a través de datos fácticos ineludibles).

Por lo que se refiere al método y a la teoría de la p. p., cf. también -> psicoanálisis, -> psicoterapia. -> psicología.

No obstante las incontables variantes que oponen entre sí las escuelas de p. p. — mucho más, por otra parte, en su terminología y visiones teóricas que en sus enfoques terapéuticos —, puede decirse que se encuentra en ellas una innegable unidad de inspiración. La p. p. ha esclarecido zonas menos accesibles a la observación directa y ha afinado nuestra inteligencia del comportamiento y obrar humano. No creamos, sin embargo, que esta aportación es totalmente nueva; pero lo cierto es que se revela fructuosa para el trabajo pastoral. Mencionaremos solamente tres puntos importantes.

2. a) En todo tiempo se ha sabido que la -> libertad humana no decide soberanamente sobre lo que ella acepta o rechaza.

La p. p. nos ayuda, sin embargo, a situar y medir mejor las repercusiones de toda su estructura, que comprende de hecho, además de las circunstancias exteriores, las tendencias innatas y las actitudes adquiridas. En efecto, la libertad humana se revela allí donde el hombre se hace consciente de las condiciones de su ser humano, en cuanto que poco a poco descubre las auténticas tendencias fundamentales que van inherentes a su naturaleza, hasta penetrar progresivamente más y más su sentido. En principio, las implicaciones de este hecho han sido reconocidas obviamente en todo tiempo; la moral general, p. ej., no dejó de consagrarse siempre al estudio de los obstáculos o trabas de la libertad (ignorancia, violencia, miedo, angustia, hábito, etc.).

Pero actualmente podemos valorar mejor su tenor exacto y sus posibles repercusiones. El juicio que se dicta sobre la moralidad de las acciones humanas es así más matizado. De este modo se evitan dos extremos: el de no considerar sino los comportamientos externos o el de tener en cuenta sólo la intención que inspira las acciones. En el primer caso, el juicio de valor se sustituye por un conformismo legal que hace concebir el pecado como mera infracción o transgresión de leyes impersonales sin conexión alguna con el ser mismo del hombre. En el segundo caso, cabe la tentación de justificar cualquier conducta ,apelando a las buenas intenciones del sujeto. Por lo demás, en este campo se revela muy instructivo el estudio de las motivaciones. Se ha visto, en efecto, que sinceridad no equivale a autenticidad. La primera excluye, claro está, toda mentira consciente y toda contradicción interior libremente consentida o mantenida a sabiendas; pero la segunda implica una veracidad más radical, que permite al hombre coincidir con su ser profundo. De lo contrario, elementos inconscientes pueden mezclarse con sus mejores intenciones y desnaturalizar su comportamiento, exteriormente irreprochable. Es claro, por lo demás, que las tensiones suscitadas por semejantes contradicciones interiores (que no excluyen la sinceridad) deben ser reconocidas a su nivel real, es decir, en el plano psicológico, sin hacer de ellas actitudes pecaminosas, pues la libertad no puede ejercerse sino haciéndose explícita como tal, gracias a una toma de posición consciente.

b) El segundo punto se refiere al papel importante que incumbe a los elementos inconscientes en todo conocimiento, señaladamente en todo conocimiento vivo de sí mismo y de los demás y, por ende, también de Dios. En la imagen que nos formamos de los otros y de Dios, proyectamos inevitablemente ciertos componentes que proceden de nosotros mismos. Eso nunca ha de perderse de vista, sobre todo cuando nos hallamos en una perspectiva pastoral de comunicación interpersonal. Todo hombre debe hacer un esfuerzo constante de purificación no sólo de los conceptos empleados, sino, sobre todo, de los contenidos afectivos y emocionales que estos conceptos despiertan en él. Ese cuidado, a su vez, debe guardarse de todo exceso. Al descubrir, p. ej., el valor relativo de nuestras representaciones de Dios (relativo, en el sentido de que jamás expresan adecuadamente la plenitud divina, pues forman parte del discurso humano), cabría la tentación de concluir que Dios es incognoscible (agnosticismo) y aun de que no existe (ateísmo). Jung parece haber adoptado la primera actitud, mientras que Freud defendió claramente la segunda tesis.

Al promover la autenticidad de la conciencia de nuestro conocimiento de Dios, conviene no olvidar nunca que la purificación progresiva es un paso que debe corregirse a cada momento a fin de no caer en uno u otro exceso. Así se respeta la inmanencia de Dios y a la vez su trascendencia radical. Así, pues, purificar nuestras representaciones de Dios no es eliminar pura y simplemente todo elemento proyectivo, sino reconocerlas más bien como signos que, aun dejando ver lo significado, no lo agotan en manera alguna.

c) En fin, quien practica el apostolado ha de tener en cuenta el hecho de que, al anunciar la buena nueva o administrar los sacramentos tienen un papel esencial tanto sus disposiciones como las de los fieles.

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Raymond Hostie