PREDICACIÓN
SaMun

La palabra p. designa distintos géneros de discursos espirituales (-> homilética u 2 b), tal como son indicados en parte en el NT: buena nueva (eúaggélion): Act 8, 40; 15, 7; 16, 10; mensaje del heraldo (kérygma): Act 8, 5; 10, 42; discurso (lógos): 1 Cor 2,4; 1 Tim 4, 6; discurso de exhortación y consuelo (paráklesis): 1 Cor 14, 3; testimonio (martyrion): 1 Cor 1, 6; 2, 1.

La esencia, el sentido y la función de la p. pueden describirse así: p. es el anuncio público de la palabra de Dios en forma de discurso por los ministros consagrados de la Iglesia y autorizados para ello (Rom 10, 15; 2 Tim 1, 2; 1 Tim 5, 22), a fin de mover a los oyentes en particular y también en comunidad a recibir de manera consciente, libre y existencialmente atestiguada el mensaje de la salvación (cf. acceso a la -> fe [A]), hacer en ellos consciente la vida divina, fomentar su crecimiento, construir su unidad como Iglesia y pueblo de Dios y presentarlos como «víctima viva, agradable a Dios» (Rom 12, 1; cf. Vaticano Dei verbum, n.° 7; Lumen gentium, n.° 23; Christus Dominus, n.° 13; Presbyterorum ordinis, n.° 2 y 4; Gaudium et spes, n° 32; Unitatis redintegratio, n° 2 y 7). Para la p. como discurso vige la ley de la elocuencia: decir algo a «alguien», decirlo de acuerdo con la naturaleza de este «alguien» y de acuerdo con las facultades espirituales del mismo (G. LONGHAYE, Grosse Meister und grosse Gesetze [Mz 19351 10). Aplicando la parábola del sembrador (Mt 13, 11ss), podemos distinguir cuatro factores que operan en la p.: el sembrador (predicador), el campo (oyentes), la semilla (contenido o materia) y la siembra (exposición).

I. El predicador

Tanto desde el punto de vista psicológico y empírico como desde el punto de vista teológico, la función del predicador es expresar la «cosa» por medio de su «persona», es decir, predicar la palabra de Dios personal y existencial (-> homilética I 3). «Toda exposición de la Escritura reduce lo que dice de objetivo, sin menoscabo de la objetividad, a cierta unidad natural, que resulta de la fusión de la realidad objetiva y la subjetiva. Dentro de la psicología homilética no podemos partir de un evangelio objetivo, sino solamente de nuestro conocimiento y experiencia del evangelio y de la medida en que éste se realiza en nosotros. Cada uno puede exponer únicamente lo que hay en él» (O. HAENDLER, Die Predigt [B 1949] 49).

La p. aprehende al oyente si el predicador mismo ha sido aprehendido por la palabra de Dios en la lectura, el estudio y la meditación o contemplación de la Escritura, si ha respondido por la oración a esa moción y si, atestiguando su fe viva, se propone llevar al oyente a la fe y a la confesión de la misma (Dei verbum, n.° 24ss; Lumen gentium, n.° 17 28 45; Christus Dominus, n.° 2; Prebyterorum ordinis, n.° 4 y 13). El servicio al evangelio, la seria responsabilidad (Rom 15, 16; 1 Cor 9, 16 23, 1 Tes 2, 1-12; Gál 1, 10; Col 1, 23; Lumen gentium, n° 25 28), el valor y la alegría, a pesar de toda la debilidad personal (Gaudium et Spes, n.° 43 76), y el poder predicar a Cristo como «sabiduría y fuerza de Dios» (1 Cor 1, 24; 2, 1-7; ibid, n° 43; Ad gentes, n.° 13), hacen aparecer al predicador como un «padre en Cristo», que por la doctrina engendra a los creyentes (cf. 1 Cor 4, 15; 1 Pe 1, 23; Lumen Gentium, n.° 9 28) y «practica la verdad en el amor» (Ef 4, 15), a fin de que los oyentes «se arraiguen y funden en el amor» por la palabra animada del espíritu de amor (Ef 3, 2), sean una sola cosa y permanezcan en Cristo (Gal 3, 28; Flp 2, 2; Presbyterorum ordinis, n° 4). Fidelidad a sí mismo y una acción de acuerdo con los propios talentos, porque «el servicio de la palabra se ejercita de modo diverso según los carismas del predicador» (ibid., n.° 4); humildad y desinterés, porque el servicio de la palabra se dirige a la «gloria de Dios Padre en Cristo» y al «crecimiento de la vida divina en el hombre» (ibid., n.° 2); una completa entrega personal «por la fe del evangelio» (Flp 1, 27; 1 Tim 1, 18ss); una firme confianza en Dios que opera en el oyente «lo mismo el querer que el realizar según la medida de su beneplácito» (Flp 2, 13; cf. 2 Cor 3, 4ss; 2 Tim 1, 6), caracterizan la figura ideal del predicador.

II. El oyente

La eficacia salvífica de la p. depende decisivamente de la disposición de los oyentes, aun cuando, a la postre, «el sembrador que esparce la buena semilla es el Hijo del hombre» (Mt 13, 37). A pesar de la constante experiencia del fracaso (cf. Jn 1, 11; Mt 23, 27), los incrédulos y no cristianos deben ser convertidos y los vacilantes en la fe deben ser fortalecidos en ella por la p. (Constitución sobre la sagrada liturgia, n.0 19; Ad gentes, n° 13ss). El fin sólo se consigue por la «conversión del corazón» (cf. Unitatis redintegratio, n.0 7ss), para lo cual los predicadores «han de exponer la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los tiempos, es decir, en una forma que responda a las dificultades y problemas que particularmente agobian y angustian a los hombres» (principio de adaptación de la p. según el decreto Christus Dominus, n.° 13).

1. La elección del tema y la materia de la p. deben armonizarse con «las cuestiones fundamentales» del hombre de hoy, p. ej., con la cuestión sobre el sentido del dolor, del mal y de la muerte (cf. Gaudium et Spes, n.° 10). La p. mostrará y razonará por qué ningún progreso inmanente de la ciencia y de la técnica puede ofrecer una solución definitiva; a saber, porque no puede responder definitivamente a la pregunta decisiva sobre el -> sentido del hombre y del mundo (ibid., n.° 57). Si el predicador quiere contrarrestar el peligro de un fenomenalismo y agnosticismo unilaterales y estimar también la contribución positiva de las ciencias naturales y de la técnica a la ascensión cultural del hombre, debe asimilarse la formación correspondiente (Presbyterorum ordinis, n° 13).

2. Del mismo modo que ya la revelación de Dios se acomodó a los respectivos oyentes de la palabra (Dei verbum, n.° 13), asítambién la forma de la predicación debe tener en cuenta la mentalidad actual, así como el lenguaje y el sentimiento vital de nuestros días.

a) Para que la verdad y el valor de la palabra de Dios puedan brillar en la inteligencia de los oyentes, debe observarse el principio formal de toda p.: cuanto más inmaduro es el oyente (predicación a niños), tanto menor será la abstracción teológica, tanto más sencillo el estilo y tanto más plástico el lenguaje (cf. Heb 5, 12: «Habéis venido a ser niños, que necesitan leche y no manjar sólido»). Es importante que el predicador conozca en el diálogo con los hombres la mentalidad «técnica», la manera de juzgar y hablar de los mismos (Christus Dominus, n° 13; Unitatis redintegratio, n° 6; Gaudium et Spes, nº. 7 y 62). Para que el oyente pueda entender la «palabra de la vida» y por ella participar de la vida divina (-> homilética I 1, 2 y 4; cf. Jn 6, 64; Act 7, 38; 1 Pe 1, 23; Flp 2, 16), es bueno que, por razón de la afinidad y analogía entre la vida natural y la sobrenatural, el predicador aproveche también el lenguaje de la realidad creada y de su tratamiento científico, señaladamente de la psicología y sociología (Gaudium et Spes, n° 5ss 52 54 62; Presbyterorum ordinis, n.° 15).

b) Como quiera que el sentimiento y el afecto pueden facilitar (pero también dificultar) la decisión de la voluntad de los oyentes, éstos deben reconocer y experimentar por la materia, forma y exposición de la p. (cf. infra iv) cómo la aceptación de la verdad y sabiduría divinas conduce a la perfección de la persona humana (Gaudium et Spes, n° 15; Dei verbum, n° 2 5ss; Lumen gentium, n.° 35). Predicaciones puramente doctrinales (p. ej., catequéticas o apologéticas) sin elementos emocionales, no alcanzan el fin de que los oyentes «reciban con gozo la buena nueva» (1 Tes 1, 6) y sirvan a Dios «con complacencia y con santo temor y reverencia» (Heb 12, 28).

c) Aun cuando toda p. tiene por fin superar a través de la inteligencia y del sentimiento la inclinación de la voluntad al mal y fortalecer la inclinación al bien «creando un conjunto de disposición psíquica en el que determinados valores objetivos son más fácilmente vividos subjetivamente como valiosos en alto grado, un conjunto en el que se contraponen a la voluntad correspondiente menos obstáculos de carácter anímico interno y se hace más fácil en la totalidad del alma el triunfo de la voluntad» (A. WILLwoLL, Willensfreiheit, en Philosophisches Wörterbuch [Fr 121967 ]); sin embargo, el predicador debe dejar al oyente la decisión en pro de Dios y de su reino, de Cristo y la Iglesia, y de la salvación de la libertad fundada en Dios. No es lícito atentar contra el libre albedrío de los oyentes por cualesquiera medios (p. ej., de sugestión), ni menos suprimirlo, de acuerdo con la gracia preveniente y auxiliante de Dios, necesaria para la «obediencia de la fe» (Rom 16, 26), la cual influye sobre el hombre de manera que en su totalidad se entregue a Dios con libertad (Dei verbum, n.° 5).

d) Finalmente, la p. apoyará la memoria de los oyentes, para que «lleven levantada en alto la palabra de la vida» (Flp 2, 16; cf. Col 1, 23; 1 Jn 2, 14; 2 Jn 2) y obtengan «con el recuerdo una sincera inteligencia» (2 Pe 3, 1). Cierto que Cristo promete a sus discípulos el Espíritu Santo que les recordará cuanto él les dijera (Jn 14, 26); pero la asistencia del Espíritu Santo se sirve ordinariamente de la memoria. La psicología experimental enseña que, en comparación con un texto descriptivo o argumentante, «se retiene mejor un texto narrativo» (D. KKrz, Handbuch der Psychologie [Bas-St 21960] 449ss). Por eso, narraciones de ejemplos o acontecimientos de la Escritura, de la vida de los santos, de la historia universal y de la Iglesia sirven para mantener el efecto posterior y permanente de la p. Como quiera que en general vige la regla de que «repeticiones ordenadas facilitan un aprender más rápido y un retener mejor que repeticiones dispersas» (ibid.), lema penetrante, fundado de manera convincente y hábilmente repetido en la p. (un versículo de la Escritura, un principio de un santo y, en circunstancias, un slogan moderno), favorece más la futura «vida por la fe» (Rom 1, 17; Gál 3, 11; Heb 10, 38), que variadas citas escriturísticas.

III. Contenido

1. No incumbe al predicador anunciar ideas propias o extrañas a la revelación, sino que, «como heraldo, apóstol y maestro del evangelio» (2 Tim 1, 11), debe atenerse a las «sanas doctrinas», que ha oído «en la fe y amor que tenemos en Cristo Jesús» y ha de guardar «como el bien precioso, que nos ha sido confiado por el Espíritu Santo que mora en nosotros» (2 Tim 1, 13; cf. Tit 1, 9; Dei verbum, n.° 7ss 21; Constitución sobre la sagrada liturgia, n.° 35).

2. En la interpretación de la palabra de Dios han de observarse los siguientes principios: a) Debe investigarse el sentido real de un texto de la Escritura con ayuda del método histórico-crítico de la moderna exégesis, con conocimiento de la historia de la forma, de la tradición y de la redacción. El intérprete debe darse cuenta del contexto inmediato y mediato de las palabras de la Escritura (contexto particular, contexto del libro en su conjunto, visión general del AT y del NT; cf. Dei verbum, n° 12) y atender a la explicación del magisterio auténtico de la Iglesia (Lumen gentium, n° 25) y, finalmente, interpretar la palabra de Dios según el sentido e inteligencia de la fe operados por el Espíritu Santo dentro del contexto total de la doctrina de la Iglesia (-> analogía de la fe). b) Pero el predicador debe sobre todo preguntar por el Sitz im Leben (situación vital), es decir, por el sentido y significación de las palabras de Dios en su propia vida y en la de los oyentes (tua res agitur), y reflexionar consiguientemente acerca de dónde se hallan él y sus oyentes (situación de punto de partida), e igualmente acerca de dónde deberían estar según la palabra y voluntad de Dios (fin próximo y remoto) y cómo puedan alcanzar concretamente este fin (camino para el fin).

3. En la elección de la materia de la p. hay que tener en cuenta que no se diga ni demasiado ni poco, sino tanto cabalmente cuanto el oyente puede recibir. Son de evitar varios temas en una sola p. o un tema demasiado extenso (objeto material sin objeto formal que lo restrinja, p. ej., la fe), pero también muchas palabras como mera amplificación de una verdad o de un tema a manera de profusión retórica. El tema de una p. se escogerá de manera que, dentro del tiempo disponible, se desarrollen bien la explicación de los conceptos y la fundamentación de una verdad, tanto lógica y psicológica, como retóricamente, a fin de alcanzar el fin concreto (principio de desarrollo de la p.): la semilla de la palabra de Dios debe crecer y madurar en el espíritu de los oyentes hacia lo contenido en ella. La concentración no sólo en un tema determinado, sino también en los puntos de gravedad del mensaje hoy precisamente, reviste particular importancia (-> homilética II 2a).

IV. La exposición

«Cualquiera puede hacer la experiencia de que un discurso incluso excelente por su fondo y forma no produce efecto si se pronuncia mal; en cambio, un discurso mediocre encuentra eco entusiasta si se pronuncia de manera excelente» (K. LIENERT, Der moderne Redner [EiKö 61925] 142).

Como quiera que la palabra de Dios se encarna, por así decir, en el predicador, de forma que por él se hace oíble hic et nunc y brilla visiblemente (principio de encarnación de la p.); éste no sólo debe haberse asimilado espiritualmente la materia de la p., sino que ha de anunciarla también según una correspondiente formación fonética y retórica, con tal modalidad de lenguaje que la p. se exprese: a) como palabra viva y dinámica (-> homilética 1 2 y 6): monólogos aburridos, sólo aprendidos de memoria y recitados como lectura monótona, no son la recta forma de la p.; dentro de lo posible, lo deseable es un discurso libremente pronunciado con lenguaje espontáneo, que nace del «pensar en voz alta», en que participa el oyente a manera de interlocutor en un diálogo movido y que mueve. b) Como palabra inteligible (1 Cor 14, 19; -> homilética I 4). El hecho de que el oyente acompañe con su pensamiento al predicador es facilitado no sólo por la estructura clara y el contexto lógico de las ideas, los razonamientos y las conclusiones, sino también por la sencillez del estilo hablado, por el relieve que se da a las palabras y frases según el sentido, por la clara pronunciación, etc. En este sentido, la recta inteligencia de la fe procede también del recto oír (cf. Rom 10, 17). c) Como palabra veraz (2 Cor 6, 7; Act 19, 9), a la que corresponde un lenguaje sin artificio ni afectación, adecuado al tema y natural. d) Como palabra «crítica», que divide a los espíritus y decide la actitud de los oyentes delante de Dios (Heb 4, 12; 1 Pe 4, 5ss). Tal palabra exige del predicador un discurso parenético que corresponda al fin de la p. y apremie a la decisión «con ardor de ánimo» (Act 18, 25); de un predicador que «habla, exhorta y convence con todo ahínco» (Tit 2, 15) y, poniendo a contribución todas sus facultades, «lucha y combate según la fuerza de Cristo, que obra poderosamente en él» (Col 1, 29), para lograr el asentimiento del oyente y así «presentar a todo hombre perfecto en Cristo» (v. 28). e) Como palabra que sana y santifica (Jn 17, 17 19; Ef 5, 26; 1 Tim 4, 5; Lumen gentium, n.° 11 39ss; Dei verbum, n.° 17), la cual se distingue de todo hablar sobre cosas profanas en estilo profano.

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Ernst Haensli