PECADO Y CULPA
SaMun


I. Introducción

En el evangelio se nos anuncia la salvación de Dios en -> Jesucristo como redención de nuestros pecados y como perdón de los mismos. Jesús llama a la conversión (-> metanoia, -> conversión I) cuando proclama y ofrece el -> reino de Dios; de él se nos dice que murió por nuestros pecados, que llevó a cabo la purificación de éstos; en su nombre recibimos el -> bautismo para el perdón de los pecados. El pecado aparece, pues, como uno de los presupuestos del evangelio. La predicación cristiana, empalmando con el AT, en particular con la predicación de los profetas, se dirige a un hombre que se experimenta en desorden respecto de los imperativos morales y religiosos, desorden que es entendido como pecado contra Dios y contra su salvación. Así el pecado forma parte de la revelación, pero no como su contenido (puesto que la revelación es la salvación traducida a palabras), sino como lo que se revela frente a ella (lo mismo que los demonios manifiestan su ser frente a Jesús).

Sin embargo, en el pensamiento moderno el pecado no tiene en modo alguno este puesto tan obvio. Cierto que el optimismo del s. xix, el cual todavía consideraba el progreso industrial y social preferentemente como un futuro fascinante, ha cedido el puesto a una experiencia de la «condición humana» y de la deficiencia del hombre, que en la filosofía, y sobre todo en la novela, en el teatro y en la pantalla, nos sale ya al paso casi como una pesadilla. Sin embargo, aquí no se deja oír en seguida la palabra «pecado», que más bien parece incluso evitarse. Una primera razón de este hecho está en la reacción de defensa contra el concepto racionalista, moralista y legalista de pecado en pasado que todavía es reciente.

Pero el concepto de pecado dice también una relación (negativa) con Dios y, por consiguiente, participa en conjunto del oscurecimiento — y depuración — de nuestra idea de Dios. Por esta razón se nos presenta la tarea de desarrollar el concepto de pecado, que tiene y ha de conservar su puesto en la predicación cristiana, en diálogo también con la idea que el hombre de hoy tiene de sí mismo.

II. El concepto bíblico de pecado

Las palabras que se emplean por lo regular en la Biblia para significar «pecado» y «pecar» son la voz hebrea hätä' y la griega ámartáno. Ambas tienen el significado general de «errar»; se emplean por lo regular en sentido ético y significan «faltar», con frecuencia en el lenguaje de la Biblia en el sentido de «faltar a alguien», en particular a Yahveh, o contra Yahveh. Se falta contra Yahveh por las transgresiones de su ley. Pero esta -> ley sólo tiene su significado en la -> alianza; es el presupuesto de la participación en los beneficios de la alianza. Pecar significa rechazar a Yahveh como Señor de la alianza y en este sentido halla su forma más clara en la idolatría, que viene prohibida en el decálogo como el primer pecado y con frecuencia se considera como la fuente de todos los pecados (Ex 20, 3; Am 2, 4, etc.; Sab 14, 22-31; Rom 1, 18-32). Así el pecado es un ofender, disgustar y rechazar a Yahveh, y tiene el carácter de una ruptura de la alianza y hasta de un adulterio para con él. Esta concepción veterotestamentaria es confirmada por el NT y profundizada en el sentido de que aquí el pecado va dirigido contra el reino de Dios, contra Cristo (Mt 10, 33; 11, 20 24; 12, 28-32; Jn 15, 18 23ss) y contra el Espíritu Santo (Mc 3, 28ss par).

Pero a este respecto hemos de notar al mismo tiempo que el decálogo, en nombre de Yahveh, prohibe el pecado contra el prójimo, y que los profetas no sólo fustigan la idolatría, sino también la injusticia infligida a los desvalidos, así como un culto que sirve para enmascarar la injusticia social. Cada vez más se equipara ya en el AT el precepto del amor al prójimo con el del amor a Dios, cosa que Jesús confirma (cf. -> amor). Así, pues, la Escritura nos plantea el quehacer de describir el pecado en cuanto dirigido contra Dios y contra el hombre.

En el AT hay dos pasajes donde parece que sólo la falta externa viene castigada por Yahveh (2 Sam 6, 6ss). Pero los profetas descubren el corazón como asiento de la respuesta que da el hombre a Dios; el pecado más grande es el corazón incircunciso y de piedra, al igual que la dura cerviz (p. ej., Is 29, 13; 48, 4). En el NT se halla junto a los pecados (en plural) el pecado. En la teología de -> Pablo el pecado es a veces un poder personificado, que entró en el mundo, pero que mora también en el hombre y cuyo esclavo soy yo (principalmente Rom 5-7). En la teología de -a Juan el pecado se muestra como la injusticia (ánomía) definitiva (1 Jn 3, 4), en la que están presos los individuos y sobre todo «el mundo».

La elaboración del concepto bíblico de pecado en la tradición apunta principalmente al -> pecado original. Una teología de la profundidad del pecado personal se halla especialmente en la teología de la reforma protestante, que se incorpora la doctrina del pecado original. Aunque con esto se pierde la dimensión propia del pecado hereditario, sin embargo la teología católica puede aprender mucho del enfoque reformatorio de la actitud pecadora personal.

III. ¿Contra qué va dirigido el pecado?

Al hombre moderno no le falta del todo razón cuando rechaza el concepto de pecado que tenían las generaciones pasadas, las cuales lo definían como «una transgresión voluntaria de la ley de Dios». Este concepto de pecado se puede y se debe desentrañar en muchas direcciones:

1. En primer lugar hay que corregir la imagen que presenta a Dios análogamente a un legislador civil o eclesiástico y la ley de Dios análogamente a una ley política, entendida a su vez como impuesta desde fuera y como contingente. La ley de Dios se identifica con los imperativos que nos formulan su creación y su obra salvífica, imperativos que a su vez se identifican con la creación y con la salvación. De aquí resulta sobre todo que el pecado va también contra el hombre. El pecador atenta contra algo que le exigen el ser del prójimo y su propio ser.

2. Ahora bien, este imperativo no puede concebirse estáticamente; lo cual es el peligro entrañado en el concepto de «ley natural». La esencia del hombre consiste en ser una persona que se proyecta y se construye en una -> historia. Por esto lo bueno y lo malo no pueden deducirse simplemente de los datos de la naturaleza humana en tanto que precede al ser personal. El pecado es más bien una negativa dada a la vocación, a todo nuestro futuro en la historia, en la que entró la salvación de Dios y en la que quiere realizarse cada vez más. Se ha entendido el pecado como transgresión de una ley; mejor se puede definir como «negativa a comprometerse en una historia de salvación».

3. En el Antiguo Testamento y en el Nuevo se notifica al hombre «religioso» que sus pecados no consisten sólo en erigir dioses extraños frente al único Dios verdadero, sino también en la injusticia, la dureza de corazón y la explotación frente al prójimo. Es un kairos salvífico de nuestro tiempo el que hayamos dado con una cierta pista en este sentido. Podemos decir que pecados dirigidos exclusivamente contra Dios serían una contradicción interna. Todo pecado va por lo menos contra el pecador mismo (y en este sentido él mismo se castiga); y Dios se nos presenta agraciándonos e invitándonos en el prójimo, principalmente en Cristo. Pero tampoco debemos olvidar el otro aspecto, a saber, que es Dios quien se nos presenta así, con su iniciativa que sobrepuja siempre nuestra realidad. Por esta razón «afectamos» y «disgustamos» también personalmente a Dios con nuestra negativa a comprometernos en la historia de salvación que él quiere iniciar con nosotros. El pecado como ofensa a Dios es un concepto que no se debe abandonar, con tal que por ello no nos representemos implícitamente un estricto orden jurídico entre Dios y el el hombre (como sucede las más de las veces al concebir nuestra redención como satisfacción). En todo caso hay que situar la ofensa a Dios donde realmente reside; en el hombre se ofende a Dios mismo, por cuanto se rechaza el llamamiento de Dios al amor. Dada la unidad del amor a Dios y al hombre, también el pecado va dirigido de igual forma contra ambos.

IV. Origen del pecado en el hombre

El pecado es un acto religioso-moral, aunque negativo. De aquí se sigue que todo lo que puede decirse del -> acto moral se aplica también al pecado.

1. El pecado brota de la libre -> decisión que el hombre toma en el centro de su persona, al que la Escritura llama el «corazón». Por otra parte, el hombre es siempre persona, que está corporalmente en el mundo y adquiere cuerpo más y más en el contacto con este mundo y sobre todo con los semejantes. En este sentido, los pecados puramente internos en cuanto tales son tan poco existentes como otros momentos de pura interioridad. El hombre expresa de una u otra manera las decisiones del centro de su persona, y mediante esta corporalización surge su actitud interior. Por otra parte, sin embargo, la corporeidad del hombre, juntamente con el no-yo, pertenece al mundo, del que él hace su mundo, sin suprimir nunca la resistencia de éste. De aquí resulta que el comportamiento externo del hombre a veces no expresa su decisión interior, manteniéndose ajeno a ésta.

Esa posibilidad da lugar a dos casos límites del pecado. Primeramente el comportamiento que en forma puramente externa está en pugna con los imperativos de la moral, mientras que la decisión y actitud interna del hombre no viene afectada por tal comportamiento, sea porque el hombre se halla en ignorancia del significado de sucomportamiento, o porque él mismo no lo regula con libertad. Este caso limite es el llamado pecado material, que, por tanto, en realidad no es pecado, sino apariencia de pecado (no la manifestación del pecado). El segundo caso límite del pecado se halla en el extremo opuesto, y consiste en que una acción exteriormente buena se elige de intento para paliar la propia actitud pecaminosa. Es la hipocresía, que en el NT se echa en cara violentamente a los fariseos (Mt 23). Esta santidad de fachada es el producto secundario de una santidad de obras, que se reprocha también al grupo mencionado (Mt 9, 12). La asociación de ambas no es puramente accidental, ya que la santidad de obras es un proceder conforme a las normas de la moral, encubriendo así el pecado consistente en no reconocer la indigencia de redención en que uno se halla; en este sentido es también hipocresía o santidad de apariciones. El pecado material y la hipocresía se demuestran también como casos límites por el hecho de que no pueden mantenerse largo tiempo: o bien el mal comportamiento afectará a la actitud interna, o bien esta mala actitud se descubrirá de alguna manera en el conjunto del comportamiento humano.

2. Entre el pecado que procede totalmente del centro de la persona y el pecado material, hay muchas gradaciones posibles. Una acción pecaminosa puede surgir también en el caso en que determinismos psíquicos dominan parcialmente la acción, y nuestra libertad no puede expresarse plenamente; se trata de algo periférico, no central. Tales determinismos psíquicos pueden ser no sólo «pasiones» positivas y negativas (ansia de hacerse valer, sensualidad, miedo), que preceden a la libertad y enturbian la visión. Puede tratarse también de una costumbre arraigada; y en ese caso no se ven plenamente requeridos la atención y el esfuerzo, porque en definitiva están en juego decisiones de poca monta.

Esta consideración ha movido a la teología católica actual a revisar a fondo la clásica distinción entre pecado mortal y venial. Esa distinción ha surgido también de la práctica del sacramento de la penitencia, y así significa en primera línea la diferencia entre los pecados del bautizado que para ser perdonados exigen el sacramento, y los que pueden ser perdonados sin la mediación sacramental (aunque en modo alguno se excluye la confesión de los pecados veniales, que con frecuencia ha sido incluso recomendada por el magisterio eclesiástico). Esta diferencia de gravedad de los pecados, negada por el pelagianismo y discutida — aunque no sin matices — por la reforma, fue admitida en el cristianismo católico y confirmada por el magisterio eclesiástico (Dz 106ss 804 833 835), precisamente por razón de las diferencias observadas en el obrar humano referido al mundo.

La teología escolástica no ha logrado determinar desde un punto de vista unitario la diferencia entre pecado mortal y pecado venial. Ambas clases de pecado (en las que se reconocía que el concepto de pecado se realiza analógicamente) fueron distinguidas tanto por razón de la libertad del sujeto pecador — pleno conocimiento y voluntad libre —, como también por razón del contenido de la acción: gravedad o parvedad de la «cosa», de la «materia». En esta concepción es pecado mortal el que se produce con pleno conocimiento, libertad y deliberación en una materia importante; y pecado venial es aquel en el que el conocimiento y la libertad no son perfectos, o que no tiene por objeto una «cosa importante».

Ahora bien, en razón de las consideraciones que hemos desarrollado se puede decir que en el fondo sólo hay una raíz de la diferencia entre pecado mortal y venial, a saber, la presencia o la ausencia de pleno conocimiento y libertad o, ateniéndonos a la terminología que hemos usado anteriormente, el hecho de que el pecado proceda del centro o de la periferia de la persona. Por tanto, la importancia de la «cosa» o del contenido de la acción habrá de medirse por el origen central o periférico del pecado, en cuanto normalmente una decisión central sólo se tomará en «materia grave». La materia es, en efecto, indicio del origen: la infidelidad conyugal exige generalmente una decisión más central que un pequeño hurto. Esta idea ha sido expresada ya por K. Rahner, que a la vez observa con razón cómo una diferencia paralela puede mostrarse también en lo relativo a la acción moralmente buena. El pecado mortal, en tanto que decisión central, es una ruptura con la orientación de la vida hacia la salvación o un jugar con la vida de gracia; sin duda procede de ahi el nombre de pecado «mortal». Sin embargo, en la historia de cada persona incluso una decisión central es todavía revocable, y Dios nos facilita constantemente en Cristo la posibilidad de conversión. Sólo en la vida en conjunto, o en el tránsito a la otra vida, puede ser definitiva la decisión pecaminosa, y entonces surge el «pecado contra el Espíritu Santo» (Mc 3, 29 par), o el «pecado que lleva a la muerte» (1 Jn 5, 16), o la «injusticia» definitiva (1 Jn 3, 4).

3. Toda acción es revocable, y en toda acción puede engañarnos la conexión entre lo interior y lo exterior: una mala acción quizá sea sólo pecado material, y una buena acción puede ser hipocresía; una falta grave a veces no procede de nuestro centro personal, y es posible pensar que una pequeña falta sea expresión de una profunda malicia. Todo esto nos lleva a la convicción de que el pecado no debe buscarse primeramente en la acción particular, sino en la orientación total de la vida. Naturalmente, eso se aplica también a la virtud y a todas las categorías de virtud y de pecado: sinceridad o doblez, castidad o lujuria, amor o egoísmo..., todo esto se realiza a fin de cuentas en una vida entera o un sector de la vida, y raras veces se muestra claramente en una acción única. En consecuencia, también la confesión de nuestros pecados será una expresión de la vida más que una enumeración de acciones: en la oración, sin duda alguna, pero también en el sacramento de la penitencia. Uno de los pecados más profundos es la resistencia a la invitación a levantarnos, con humildad y esperanza, de nuestras caídas cotidianas, la resistencia al acontecer salvífico que Dios quiere producir en toda vida humana, incluso a través de nuestros pecados y desde nuestros pecados. Y así, según Jn (3, 19ss), el pecado de los que no quieren creer en el Hijo de Dios está, no sólo en el hecho de ser malas sus obras, sino, además, en su negativa a venir a la luz.

V. Culpa

1. Lo que hace que el pecado sea pecado es la culpa. Esta consistencia precisamente en la libre opción por el mal, tomada contra Dios y contra el hombre. Así, en el pecado se pueden distinguir un aspecto interior y otro aspecto social, y a esta distinción responden en latín los términos culpa y debitum respectivamente. El elemento interior se presta al análisis psicológico, que con frecuencia y distinguirá entre falsos sentimientos de culpabilidad y una conciencia real de culpa. En la medida en que la conciencia toma sus normas del medio ambiente sin asimilárselas ella misma, pueden producirse múltiples falsos sentimientos o complejos de culpabilidad (en las civilizaciones primitivas, y también en nuestra sociedad, por razón de una educación legalista, puritana o excesivamente autoritaria). El elemento social se encarna en la culpa jurídica, es decir, en la sujeción a un castigo y (o) a la obligación de dar reparación. Esta culpa jurídica en la jurisprudencia de la sociedad y de la Iglesia sólo se imputa — por lo menos en el caso ideal — cuando existen indicios de culpa interior.

2. Esto último indica que la culpa jurídica puede subsistir aun cuando la culpa en el centro mismo de la persona se haya borrado ya con la conversión y el otorgamiento de perdón: un homicida convertido debe, no obstante, someterse a la pena. Ahora bien, es bastante simplista aplicar esto a la culpa en sus dimensiones éticas y teológicas, o sea, a la culpa contra Dios y el hombre; como, p. ej., en la tesis según la cual hay que cargar todavía con las penas temporales del pecado una vez que la culpa ha sido borrada ya con el perdón. Más bien la culpa subsistirá únicamente en tanto la conversión desde el centro de la persona no se haya impuesto todavía en todas las capas de nuestro ser, en cuanto éstas son accesibles a nuestra libertad (-> purgatorio).

3. Más difícil que la permanencia y desaparición de la culpa resulta el origen de la misma ante nuestra mirada. En efecto, nuestra conciencia no antecede a nuestra voluntad, sino que es puesta en marcha por ésta, de modo que en todo tiempo nos hallamos en un determinado ejercicio de nuestra libertad. Así, es imposible preguntar dónde comienzan en nosotros mismos nuestras decisiones morales. Además de esto, el bien y el mal están con frecuencia entremezclados en nuestras decisiones, de modo que es casi tan difícil jalonar una fase de la «primera inocencia» en los particulares como en la humanidad. Si reflexionamos sobre las limitaciones que en esta vida hay, y subsisten, en el ser de hombre — o, mejor dicho, en el incesante hacerse hombre —, tanto más reconoceremos cuán difícil es trazar la línea divisoria entre «finitud y culpabilidad», usando la expresión de Paul Ricoeur. Asf el hombre experimenta también a cada momento la incitación a la culpa, su sujeción a «los poderes», juntamente con su propia responsabilidad o, en conceptos de Paul Tillich: la síntesis de destino y libertad. Tampoco esto es un impedimento para nuestra confesión de la culpa para con Dios y para con Cristo; pues, más importante que la revelación de una conciencia que nunca podremos escrutar plenamente (cf. 1 Cor 4, 4), es confiarse, a todos los niveles del propio ser y con todas las penurias de la propia existencia, a aquel en quien sobreabunda la redención.

VI. «Pecado del mundo»

1. En esta fórmula de Juan (1, 29) compendiamos lo que se puede decir sobre la comunidad o solidaridad en el pecado. Aun prescindiendo de lo referente al primer pecado y a su influjo en todos nosotros, se puede todavía hablar de tal solidaridad. En la Escritura, el pueblo entero de Israel es con frecuencia sujeto del pecado, y Dios castiga los pecados de los padres hasta la tercera y cuarta generación (Ex 20, 5). Aun después de que Ezequiel (187) ha proclamado la responsabilidad de cada uno ante Dios y de que ésta ha sido subrayada por el NT, permanece la vinculación entre padres e hijos, el pecado sigue siendo un poder en el mundo, y éste a su vez sigue siendo una comunidad en el pecado. A ello corresponde nuestra experiencia de la «transmisión» del mal y, en general, de un cierto «poder de contagio» en la conducta moral. Se puede hablar de los pecados — y quizá también de las virtudes — de un pueblo o de una época cultural. ¿Cómo se debe entender esto?

2. De todos modos la culpa, puesto que brota de la libertad personal de cada uno, no pasa de uno a otro, no es comunitaria.

Es por tanto algo que induce a error el hablar de culpa colectiva, con lo cual se agravia además a las personas particulares. No obstante, es innegable el influjo de una persona libre sobre otra. Este influjo se puede expresar formalmente mediante el concepto de «situación». Yo, como persona libre, no puedo ser privado de mi libertad por la libre decisión de otro, pero sí puedo ser colocado por este otro en una situación que me determine interiormente incluso en mi libertad. El otro puede, p. ej., presentarme de manera convincente cierto valor que haga un llamamiento a mi libertad, y puede reforzar este llamamiento con su propio ejemplo. En cambio, con el mal ejemplo se me priva de tal llamamiento, un valor viene expuesto a la duda y a la desestima, se da un estímulo en sentido contrario. Este es el contenido del concepto bíblico de -> tentación y de -> escándalo, literalmente de la cuerda o de la piedra que se le pone a uno en el camino para hacerle caer. Mediante la presión social, tal seducción puede rebasar mis fuerzas morales. Más importante es el hecho de que por la privación constante del testimonio positivo en favor de un valor o poniendo constantemente ante los ojos un mal ejemplo, se puede atenuar y embotar el llamamiento del valor y oscurecer la visión del mismo hasta producirse en el otro una ceguera para aquél. Ese influjo pernicioso se ejerce incluso en el adulto, ya que también éste necesita del otro como garante de los valores morales, pero se ejerce mucho más aún sobre el niño, que depende todavía de la educación moral. Puede incluso suceder que niños y hasta generaciones enteras sean «ciegos de nacicimiento» para un determinado valor; es decir, que nazcan en un ->. ambiente en el que un valor esté completamente oscurecido o ausente. Así surgen, pues, los pecados de un pueblo o de una civilización, que en gran parte se deben a los pecados puramente materiales de personas individuales ciegas de nacimiento para un determinado valor.

3. Lo que aquí decimos no es «meramente natural»; también la gracia se ve afectada por ello. En efecto, el hombre sirve a su prójimo de innumerables maneras en orden al llamamiento de la gracia: el otro da contenido a lo que la gracia pide de mí, y, a la inversa, la gracia que me es otorgada, el espíritu en mí, hace accesible mi corazón al ejemplo, al llamamiento, a la notificación que me viene del otro. Esto quiere decir que en un ambiente el pecado puede contrarrestar la acción de la gracia, mientras que, por otra parte, la gracia puede a su vez dirigir llamamientos a las personas y destruir el hechizo del ambiente, como lo hizo Dios en Jesucristo de la manera más elevada y decisiva para todos los ambientes. Así vemos de múltiples maneras cómo el pecado reina en el mundo, mientras que, según el modo de ver de Juan, la repulsa dada a Cristo confirma al mundo en el pecado y lo retiene en él. Esta teología del pecado del mundo y de los pecados históricos en el mundo podría ofrecer un acceso al dogma del -> pecado original y quizá determinar su interpretación. Pero, aun prescindiendo de esto, tiene importancia como paralelo de la soteriología, puesto que Dios nos ofrece en Cristo la redención del pecado, incluso en el sentido de sus dimensiones sociales, lo cual nos invita precisamente a luchar contra los poderes sociales del pecado.

VII. Pecado, creación, redención

1. Anteriormente hemos indicado que el pecado proyecta su sombra en la finitud y limitación del hombre. En el mundo entero no sólo hay limitación, sino también mal, ausencia de un bien que debería estar presente, pérdida de un fin. Estamos acostumbrados a mostrar el mal físico, lo mismo fuera del hombre que en el hombre, como analogado remoto del mal moral, es decir, del pecado. Por lo que hace a la esfera infrahumana es difícil, si no imposible, determinar dónde se puede hablar propiamente de mal, conforme al dicho de Aristóteles: Generatio unius est corruptio alterius. Sólo en la medida en que este «mal» físico afecta a la persona humana, aparece claro como mal (en ese caso se podría hablar de mal catastrófico). Otra forma del mal humano es el mal trágico que el hombre inflige a su semejante o a sí mismo, pero no (o por lo menos no directamente) con culpa. Sólo después viene el mal moral, que es el pecado. Esto esclarece todo lo que ya anteriormente se ha dicho sobre el origen oculto de la culpa.

2. Naturalmente, es posible mostrar analogías entre estas formas del mal y, por consiguiente, también entre el mal físico y el pecado. Teilhard de Chardin mostró tales analogías en diferentes escritos todavía inéditos. También se refirió a la ley estadística, según la cual, desde el punto de vista de los grandes números, el bien triunfa sobre el mal, y entiende que esta ley se aplica tanto a la evolución biológica, como al bien y al mal en la comunidad de los hombres. De hecho se puede decir que el bien — como también el mal — triunfa en la medida en que viene a ser necesidad social. Pero en toda nuestra historia se pone de manifiesto hasta qué punto la persona puede poner en vigor las leyes estadísticas y luego volver a echarlas por tierra. Un hombre aparece a veces dotado del siniestro poder de suscitar una reacción en cadena del mal. Pero la providencia divina actúa de la misma manera, particularmente en la vida y muerte libertadora de Jesús.

3. Al ver el mal, y particularmente el pecado, en la creación entera, no podemos eludir la cuestión de hasta qué punto Dios es responsable de él. Es la cuestión con que ya se debatía Job (-> mal [Teodicea] ). Al igual que en el libro de Job, también hoy la respuesta está oculta en el misterio de Dios, que sin embargo no es sólo un misterio de poder, sino también — y sobre todo — un misterio de amor. Debemos atribuir toda la creación al amor de Dios, y a la vez podemos decir que un mundo creado, precisamente por ser un mundo que se va formando, también tiene que incluir necesariamente el mal. Desde luego, no cabe invocar la omnipotencia de Dios y decir que él podría impedir el mal; pues nosotros, en tanto que criaturas, no podemos fijar el contenido de la omnipotencia divina. Pero Dios no es sólo el autor del mundo, sino también, y sobre todo, su redentor y consumador.

Con ello muestra que está de nuestra parte en la lucha contra el mal y el pecado. Jesús, que sanaba y que expulsaba demonios con su poderosa palabra, Jesús, que murió en la impotencia y en la entrega y así fue resucitado después de la muerte, es la más profunda manifestación de la omnipotencia salvadora de Dios. «En su nombre ha de predicarse la conversióny el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24, 47).

4. El hombre, que con la fe y la conversión (la cual incluye el perdón mutuo) ha hallado la redención, está siempre, no obstante, expuesto a la tentación de pecar. Halla en sí la -> concupiscencia, que procede de su situación interior debida al pecado original (y también al «pecado del mundo»). Cierto que por su naturaleza la concupiscencia debe distinguirse del pecado (del que procede y al que conduce), como lo hace el concilio de Trento (Dz 792). Pero, en la existencia concreta, la concupiscencia sin duda se hace consciente en el asentimiento pecador. Así, también por parte católica se puede afirmar: Simul iustus et peccator. El magisterio de la Iglesia reconoce también al hombre pecador la posibilidad de la fe divina (Dz 838), la pertenencia a la Iglesia y el ministerio en ella (Dz 646). La Iglesia «abarca a pecadores en su propio seno» y «a la vez es santa y está necesitada de purificación» (Vaticano II, Lumen gentium, n.0 8).

5. Pero en medio de todo se mantiene el primado salvador de la gracia. Ésta no sólo actúa posteriormente al pecado, sino que le sale al paso: «Quien ha nacido de Dios, no peca» (1 Jn 5, 18). En la medida en que con María se dio un caso especial de redención, su gracia es puramente preveniente, como se expresa en el dogma de la inmaculada Concepción (Dz 1641). Pero más importante es todavía la ausencia de pecado en Cristo mismo (Jn 8, 46; Heb 4, 15; 7, 27). Sin embargo, aun ésta no debe concebirse como una incapacidad de pecar «programada» de antemano, sino que ha de verse como una constante victoria sobre la tentación, por la que Jesús fue atacado de igual manera que nosotros (Heb 4, 15). Una tentación «únicamente desde fuera», sin lucha interior, sólo correspondería a una humanidad de Cristo en la que, según la concepción apolinarista, el Logos divino ejerciera las funciones del alma. Ahora bien, tal clase de tentación de Cristo no sería redentora precisamente con respecto a nuestras tentaciones.

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Piet Schoonenberg