PAPA
SaMun


I. Definición

El p. es el «vicario de Jesucristo», el sucesor del apóstol Pedro, la cabeza suprema de la Iglesia católica, el obispo de Roma, el patriarca de ocidente; el primado de Italia, el arzobispo y metropolita de la provincia eclesiástica de Roma, el soberano de la Ciudad del Vaticano (cf. el Annuario Pontificio).

La palabra p. (= padre) se aplicaba en tiempos antiguos a los obispos, se difundió ampliamente en el monacato y, lo mismo en la Iglesia oriental que en los países latinos de la Iglesia católica, se empleó para todo sacerdote. En Egipto fue título honorífico del obispo de Alejandría. Desde mediados del siglo vr se impone la limitación del título al obispo de Roma. Gregorio vil fijó jurídicamente este uso del término.

II. Fundamento bíblico

El pasado sólo puede entenderse dentro de la idea general de la Iglesia y en conexión con su estructura jerárquica. La Iglesia no puede ser interpretada ni como Iglesia papal ni como Iglesia episcopal; pero no existe sin el p. como vicario visible de Cristo, que es cabeza invisible de la Iglesia. Según la fe católica, el papado se ha desarrollado a partir de la misión del apóstol Pedro, el cual, a juzgar por testimonios seguros, aunque no indiscutidos, acabó su vida en Roma.

En la Escritura Pedro aparece como el primero entre los apóstoles. Según los Evangelios, él era el portavoz (Mc 8, 29; Mt 18, 21; Lc 12, 41; Jn 6, 67ss). En las listas sinópticas de apóstoles es nombrado siempre en primer lugar (Mc 3, 16-19; Mt 10, 1-4; Lc 6, 12-16; cf. Act 13; Mc 1,26; Lc 9, 32; Mt 16, 7). Es de gran importancia el hecho de que Pablo, en una fórmula evidentemente tradicional, lo presente como el primero a quien se apareció el Sefior resucitado, aun cuando en orden cronológico no era el primero (1Cor 15, 5). La aparición de pascua es una revelación de la vocación. Como quiera que la fórmula de 1 Cor representa una pieza tradicional muy antigua, en ella se expresa la viejísima convicción de que Pedro es el testigo principal de la resurrección. El puesto singular de Pedro está atestiguado sobre todo en tres textos: Mt 16, 13-19; Lc 22, 31ss; Jn 21, 15ss. En el primer pasaje, cuya originalidad no puede ponerse seriamente en duda, aun cuando su ordenación en el Evangelio sin duda haya de explicarse redaccionalmente, Jesús da a Simón un nombre nuevo y simbólico al llamarle Pedro (Cefas = roca). Jesús promete al apóstol que será la roca o el fundamento de la Iglesia que él proyecta. Pedro garantizará la firmeza y seguridad, la duración y la unidad. Cristo mismo es desde luego el fundamento de la Iglesia, pero este fundamento se hace visible en Pedro. También los restantes apóstoles están incluidos en esta función (Ef 2, 19ss). No debe pasarse por alto que, según el texto de la carta a los Efesios, la Iglesia está construida también sobre el fundamento de los profetas, es decir, de los carismáticos. Ninguno de estos elementos puede ser omitido. Aun cuando únicamente a Pedro le fue confiado un mandato especial, es evidente que él solo puede cumplirlo en unidad y conexión con los restantes apóstoles y con la Iglesia universal.

Esta función de piedra fundamental la concreta Jesús como poder de las llaves y poder de atar y desatar. En la casa en que Jesús es el amo, le compete a Pedro como representante suyo la potestad de ordenar. La fórmula incluye también la autoridad para enseñar y obligar. La imagen de atar y desatar significa tanto como excluir de la comunidad y admitir de nuevo en ella, imponer una obligación y levantarla de nuevo y, finalmente, declarar algo como prohibido o permitido. Jesús promete esta triple función también a los demás apóstoles (Mt 18, 18); pero, evidentemente, la promete a Pedro de manera singular. Mt no dice en qué consista la superioridad del poder de Pedro. Pero la doble trasmisión sólo tiene sentido si se trata de una función única, aunque con distintos grados. Según Lc 22, 27-32, una disputa entre los discípulos, inspirada por la ambición y el afán de poder, dio ocasión a Jesús para proclamar la ley del reino de Dios, que es el espíritu de servicio a los hermanos. Jesús promete aquí a Pedro una misión especial, para cuyo cumplimiento le asegura su oración. Según las palabras de Jesús, Satán pondrá a prueba la fe de los discípulos. Esto sucedió en efecto por la ejecución de Jesús. Tampoco Pedro fue preservado de la crisis de fe (cf. Lc 22, 33ss). Pero la oración de Jesús, precisamente por él, le ayuda a recuperarse de nuevo. Desde ese momento Pedro ha de confirmar o fortalecer a sus «hermanos», es decir, a toda la Iglesia. Al será una fortaleza de la fe.

Según Juan, Jesús completa sus promesas y transmisiones de poder después de la resurrección. Se comprende que la confirmación del poder tenga lugar después de la resurrección. La existencia y vida de la Iglesia están ligadas a la resurrección del Señor. Pedro es instituido como pastor del rebaño. Esta imagen, usual en el antiguo y el nuevo Testamento, tiene su origen en la civilización agraria, en la idea de que el pastor ha de buscar pastos y agua para su rebaño, rechazar los ataques contra él y mantener el orden dentro del mismo. El sentido real es el siguiente: El Señor, que en adelante ya no estará presente entre lossuyos de manera histórica y visible, nombra un representante, que (por la predicación de la palabra y la administración de los signos salvíficos) comunicará a los hombres la salvación de Cristo, la vida de la gracia, y la protegerá contra amenazas de dentro y de fuera.

En los Hechos de los apóstoles se presenta a Pedro como dirigente responsable, inspirado por el Espíritu, de la naciente Iglesia; él anuncia valerosamente el evangelio, está dotado de autoridad contra la conducta no santa dentro de la comunidad cristiana, y da los primeros pasos para romper las fronteras del judaísmo hacia la universalidad del mensaje salvífico y hacia la misión universal; aunque tampoco se silencian sus flaquezas (cf. p. ej., Act 1, 15-26; 2, 14-40; 3, 1-26; 4, 8; 5, 1-11; 5, 29; 8, 14-17; 8, 18-25; 9, 32-43; 10, 15). El peso y el limite de la autoridad de Pedro se expresan en la disputa entre él y Pablo en Antioquía a propósito de la cuestión sobre la vigencia de la ley ritual veterotestamentaria (Act 15, 7-12; Gál 2, 11-21).

Por lo demás, a la situación sencilla, inicial y, por tanto, poco desarrollada todavía de la primitiva Iglesia corresponde el hecho de que el ejercicio de la misión de Pedro se moviera en formas modestas. Además, según las palabras de Jesús, los representantes del poder debían actuar como servidores y no como señores de los demás (Mt 20, 26ss; Lc 22, 25ss; Jn 13, 1-20). No contradice a la primacía de Pedro el que él ejerciera su autoridad de gobierno en contacto y en comunión de caridad con la Iglesia. Pedro siguió siendo pastor de la Iglesia cuando abandonó Jerusalén y marchó a Roma (cf. Act 12, 17; 1 Pe 2, 11; 5, 13; Heb 11, 13).

III. Evolución histórica

Jesús mismo no designó sucesores de Pedro ni de los demás apóstoles. Sin embargo, la sucesión resulta de la naturaleza de la cosa, a saber, de la misión de Pedro (Mt 28, 18ss), que debe extenderse hasta los confines de la tierra y durar hasta el fin de la historia. La sucesión de Pedro tiene otra estructura que la de los demás apóstoles, en cuanto para él sólo puede haber en cada caso un sucesor. Éste es, según la fe de la Iglesia, el respectivo obispo de Roma, porque Pedro estuvo en Roma y allí sufrió el martirio. El hecho está suficientemente atestiguado por Ignacio de Antioquía (IgnRom 4, 3), por Dionisio de Corinto, por el presbítero romano Gayo y por Ireneo de Lyón. Que Pedro marchara a Roma debe atribuirse tanto al impulso del Espíritu que penetra la Iglesia, como a la propia decisión del apóstol. Pero también cabría pensar que la conexión de la sucesión de Pedro con Roma se funda en una decisión de la Iglesia hacia fines de la era apostólica.

El papado se ha desarrollado en Roma desde su forma inicial a su forma plena. En el curso de la historia el p. ha recibido muchas funciones extrañas a su misión, debidas a las circunstancias históricas. Los p. posteriores se fueron desprendiendo o liberando de esas funciones por razón de los cambios políticos, culturales y sociales, aunque lentamente, poco a poco, con vacilación y muchas veces de mala gana, por temor de que el abandono del poder terreno acarreara perjuicios para su misión espiritual. El cambio en la forma del poder papal corresponde al cambio de forma de toda la Iglesia. Está condicionado por los desplazamientos políticos y culturales en el curso de la historia, pero también por el carácter personal del p. respectivo. Los elementos de orden profano (desde el emperador Constantino y, señaladamente, desde Gregorio Magno) que fueron penetrando en el ejercicio de la potestad papal, trajeron consigo no sólo una dilatación, sino también una determinada modificación y, en ocasiones, incluso una enajenación del poder espiritual del p. Así, no es empresa temeraria examinar hasta qué punto pueden derivarse legítimamente del mandato de Cristo acciones concretas de gobierno; hasta qué punto éstas se hallan ligadas al tiempo y, consiguientemente, son transitorias y hasta formas extrañas de realizar el mandato de Cristo, ora porque la situación histórica impusiera al p. funciones profanas, ora porque los p. las asumieran voluntariamente movidos por la idea que tenían de sí mismos, condicionada igualmente por el tiempo (Gregorio vii, Inocencio iii, Bonifacio viii). Precisamente esos p. dieron al papado un singular esplendor histórico, pero iniciaron a la vez una evolución en sus formas de realización que no se seguía necesariamente del oficio de Pedro.

En los primeros siglos la conciencia cristiana de la primacía del obispo de Roma (primado) está desde luego atestiguada de múltiples formas, pero con poca claridad y germinalmente. El primer testimonio lo ofrece una carta del obispo de Roma, Clemente, a la Iglesia de Corinto hacia fines del siglo t. Clemente trata de poner paz en las disensiones surgidas en Corinto. No interviene autoritariamente, pero manifiesta un profundo sentido de responsabilidad respecto de toda la Iglesia que le impulsa a tomar la iniciativa. En la carta se manifiestan el espíritu, la fuerza y las pretensiones de autoridad del obispo de Roma. La carta gozó durante todo el siglo II de extraordinario prestigio en la Iglesia universal.

Ignacio de Antioquía dice de la Iglesia romana que «preside la caridad», es decir, que es la primera en realizar el nuevo principio del amor, introducido por Cristo en la historia. Ignacio declara además que la Iglesia romana ha enseñado a muchos, pero que ella no recibe enseñanza de nadie. Le ruega que se encargue de la Iglesia de Siria. La razón de esta superioridad la ve Ignacio en que Pedro y Pablo estuvieron en la Iglesia de Roma y allí predicaron el evangelio. Ireneo de Lyón defiende la tradición contra el ->,gnosticismo. Para fijar la tradición se tienen en cuenta las Iglesias de oriente fundadas por los apóstoles. La sucesión apostólica garantiza la verdad de la doctrina. En este punto basta demostrar respecto de la Iglesia de Roma, la más grande, la más antigua, conocida de todos y fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo, que la serie de sus obispos se remonta a los apóstoles y que su doctrina es, por ende, apostólica. Ad hanc enim ecclesiam, propter potentiorem principalitatem, necesse est omnem convenire ecclesiam, — hoc est eos qui sunt undique fideles, — in qua semper, ab his qui sunt undique, conservata est ea quae est ab apostolis Traditio (Adv. haer. III 3, 2). Tertuliano e Hipólito ven en Pedro el comienzo de la lista de obispos romanos. Cipriano ve la unidad de la Iglesia fundada en Pedro. Las Iglesias particulares son, según él, representación de la única Iglesia fundada en Pedro. La conexión con Pedro fundada en la sucesión del oficio episcopal es según Cipriano la razón jurídica de toda potestad episcopal, y condiciona a la vez la unidad de la Iglesia universal. Cuando Pedro se estableció en Roma, se estableció allí la Iglesia primitiva encarnada en él. Así, la Iglesia romana es ecclesia principalis. Optato de Mileve antes del 400) enseñaba que la comunión con la Iglesia romana garantiza la legitimidad y la autoridad divina de las otras Iglesias. Ambrosio (sobre el Sal 40, 30) declara: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia.»

En su lucha contra el -> pelagianismo, Agustín buscó con creciente intensidad ganar el asentimiento de Roma, porque, como él decía, sólo el voto de la sede apostólica podía dar el debido peso a la decisión de los obispos africanos (Ep. 172, 29). Al obispo de Roma se acudió en el siglo ir para zanjar las cuestiones discutidas, p. ej., sobre la fecha de la pascua (cf. los relatos del historiador de la Iglesia Eusebio sobre los numerosos viajes a Roma). Desde el siglo iv hallamos el hecho de que los obispos acuden a Roma para que se protejan sus derechos en peligro, de que en cuestiones de derecho se apela a Roma y no se tiene por válida la apelación contra su sentencia. El símbolo bautismal romano vino a ser normativo. Roma tuvo parte esencial en la formación definitiva del -> canon y desempeñó papel decisivo en la lucha contra los gnósticos, los marcionitas y los montanistas.

En la edad media la cuestión del p. sólo se trató de pasada en conexión con otros problemas, p. ej., en la exposición de la ordenación sacerdotal, en la discusión del concepto de fe, sobre todo en el esclarecimiento de cuestiones que surgieron en el siglo xiii por razón de la fundación de nuevas órdenes religiosas. Las nuevas órdenes, sobre todo en el aspecto financiero, querían ligarse únicamente al p. y no al obispo. Así, los miembros de las órdenes religiosas fueron de manera particular «hijos del p.», estado que sólo en la actualidad inicia un movimiento de retroceso. En la baja escolástica, por razón de las implicaciones históricas del papado (-> cisma de occidente 1378-1417ss), y principalmente por la doble ocupación de la sede apostólica, se desarrolló como remedio la teoría conciliar, según la cual no es el p., sino el concilio el que tiene la suprema potestad de la Iglesia (-> conciliarismo). El antagonismo entre el conciliarismo y la doctrina del primado, no obstante la condenación por el concilio de Florencia, perduró a lo largo de los siglos (-> galicanismo y febronianismo) hasta el concilio Vaticano I, en que la cuestión fue decidida a favor del primado papal. Sin embargo, el concilio Vaticano II ha creado una especie de síntesis sin menoscabo del primado papal.

Tomás de Aquino fundaba el primado del p. guiándose no tanto por ideas bíblicas cuanto por la antigua concepción griega, en que la monarquía es la forma más perfecta de gobierno. Según Tomás, el p. garantiza la unidad y la paz de la Iglesia. Según Buenaventura, hay en cada orden algo primero y superior a lo que se reduce todo lo demás y que, a la inversa, es origen y fuente de todo lo particular. El p. sería la cúspide de toda la realidad de la Iglesia construida jerárquicamente. De él derivaría toda potestad ordenada en la Iglesia. En estas consideraciones, nutridas de mentalidad neoplatónica, Buenaventura representa una concepción del primado que se distingue considerablemente, por exageración, de la doctrina de la Iglesia fijada posteriormente. Pedro Juan Olivi, en el curso de su defensa de los espirituales contra la curia, llegó a la opinión de que el p. es el anticristo, con lo que se adelantó a una tesis de los reformadores protestantes. En la teología posterior al concilio de Trento, dentro de la elaboración contrarreformatoria de la idea jerárquica de la Iglesia, señaladamente del magisterio, se sistematizó más y más la doctrina del primado hasta adquirir la forma que le dio el concilio Vaticano I.

Es instructiva a este respecto la idea que los obispos de Roma tuvieron de su misión universal. Tales interpretaciones de sí mismos en parte fueron recogidas en las declaraciones del concilio Vaticano I. Así, p. ej., la declaración de los legados pontificios ante el concilio de Éfeso (431), que fue recibida unánimemente por los allí presentes, y la profesión de fe del p. Hormisdas, con cuya subscripción por unos 250 obispos orientales terminó el cisma acaciano (484-519). Posteriormente fue aceptada también por el octavo concilio ecuménico o cuarto de Constantinopla (869). Hemos de mencionar finalmente la profesión de fe que el emperador Miguel viii Paleólogo, como representante de la Iglesia oriental, hizo jurar por su legado ante el concilio ii de Lyón (1274). Refirámonos también a una declaración del p. Siricio (384-398), en que designa como función de su cargo llevar las cargas de todos, porque en él guarda su herencia el obispo de Roma, Pedro mismo. En una carta ocasionada por Agustín, con fecha de 27-1-417, Inocencio I (402-417) en la disputa pelagiana escribe entre otras cosas a los obispos de Africa: «En la investigación de las cosas de Dios, siguiendo los ejemplos de la antigua tradición, habéis fortalecido razonablemente el vigor de vuestra fe, pues aprobasteis que el asunto debía remitirse a nuestro juicio, sabiendo qué es lo que se debe a la Sede Apostólica, ya que, cuantos estamos puestos en este lugar, deseamos seguir al apóstol, de quien procede el episcopado mismo y toda la autoridad de este nombre» (Dz 100). Bonifacio viii declaraba en la bula Unam Sanctam: «La Iglesia, pues, que es una y única, tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor... Ahora bien, someterse al romano pontífice es absolutamente necesario a todo hombre para su salvación; lo declaramos, definimos y proclamamos» (Dz 468ss).

De la concepción espiritualista de la Iglesia de Wiclef y de las opiniones de Juan Hus, en gran parte dependiente teológicamente de Wiclef, fue condenada una serie de tesis que negaban o menospreciaban el papado (Dz 633 635ss 646ss 649ss 652 655). Para la inteligencia del primado son también importantes el concilio de Florencia (1438-45), xvii concilio ecuménico, el concilio de Letrán (1512-17), XVIII concilio ecuménico, la bula Exsurge Domine, del 5-7-1520, y la condenación del galicanismo y del febronianismo, dos movimientos en que pervivió el sistema del conciliarismo condenado por el concilio de Florencia (DS 1309, Dz 698 1473 1500 2055).

De las proposiciones de fe sobre el primado hay que distinguir el ejercicio del mismo, aun cuando fe y ejercicio estén estrechamente unidos. En el primer milenio los papas ejercieron su primado como árbitros. Posteriormente, ellos mismos toman más y más la iniciativa de las decisiones. Por mucho tiempo ejercen su autoridad en forma de exhortaciones. Pero ya desde el siglo II encontramos también la forma de prescripciones jurídicamente obligatorias. El p. Víctor (189-198) hace valer enérgicamente la primacía de Roma. Víctor excomulgó a las Iglesias de Asia Menor, porque se negaban a aceptar la fecha romana de pascua y así sembraban desunión, y las excomulgó de manera que no sólo rompió él mismo la comunión con ellas, sino que las excluyó expresamente de la comunión con la Iglesia universal. Para ello apeló a los sepulcros de los apóstoles Pedro y Pablo, que están en Roma. El papa Esteban I (254-257), que, según nuestros conocimientos, fue el primero que se apoyó en Mt 16, 18ss, exigió en la controversia sobre el bautismo de los herejes la aceptación de su doctrina y amenazó a los penitentes con la excomunión, apelando para ello a los poderes concedidos al apóstol Pedro, poderes que, según él, pasaron a sus sucesores. Desde el siglo iv los obispos romanos, particularmente Siricio (384-398), Inocencio I (402-417) y Zósimo (417-418) reclamaron el primado con creciente decisión, y en forma especialmente clara y contundente León Magno. Aun cuando en este punto influyeran también elementos subjetivos humanos, sin embargo la acción de los papas estaba sostenida primariamente por la convicción de que, como sucesores de Pedro, tenían que cumplir una tarea impuesta por el Señor de la Iglesia.

Hasta qué punto la pretensión de Roma correspondía a la conciencia universal de la Iglesia, se puso de manifiesto, p. ej., en el concilio de Calcedonia (451). Cuando se leyó allí la carta del p. León I, los conciliares gritaron: «Ésta es la fe de los padres, ésta es la fe de los apóstoles. Por boca de León ha hablado Pedro.» En la carta que el concilio escribió al p., éste es designado como intérprete del apóstol Pedro. Gelasio (492-496) desarrolló aquellos rasgos fundamentales de la doctrina de las dos potestades que en la edad media condujo a la superioridad del poder espiritual sobre el temporal (Gregorio vii, Inocencio iii, Inocencio iv, Bonifacio viii). Si se comparan las afirmaciones de la antigüedad cristiana sobre el primado y las actuaciones del mismo con la doctrina del concilio Vaticano I y con la práctica que le ha seguido, no puede pasar desapercibida la evolución profunda. Pero existe a la vez una continuidad innegable entre la era apostólica y la actualidad. En la actuación, tanto los obispos romanos como la Iglesia universal han ido cobrando conciencia cada vez más clara de la posición preeminente de Roma. La estructura patriarcal, característica de la forma histórica de la Iglesia en las grandes provincias eclesiásticas, fue desde luego modificada por la evolución de la potestad papal, pero no quedó abolida, pues en general el primado del p. se manifestó solamente como suprema potestad judicial, que se extendió también a materias de fe. En el curso de la historia desde el comienzo del -> cisma oriental (1054), en la Iglesia de occidente la potestad patriarcal quedó absorbida en la primacial. Los obispos son nombrados inmediatamente por el p. y están sometidos, sin la instancia intermedia del metropolita, al obispo de Roma.

IV. Doctrina eclesiástica

El concilio Vaticano I fijó frente a las tendencias episcopalistas, la plenitud del poder papal; y, frente a las ideas integralistas, los límites del mismo. El concilio quiso dar una definición de fe en que se representara la idea total que la Iglesia tiene de sí misma. Sin embargo, a consecuencia de influjos exteriores y de una eclesiología todavía no madura, sólo pudo tratarse una parte del problema, a saber, lo relativo al primado. Respecto de los obispos el concilio se contentó con una cláusula para asegurar que no se atentaría contra el poder ordinario de los obispos, el cual procede de Cristo. La fuerte acentuación del primado inició aquella evolución que ha encontrado su expresión en el centralismo romano y actualmente incita a buscar un modo de realización del primado que, no sólo en la teoría sino también en la práctica, conceda a los obispos la libertad de movimiento que les compete.

El importantísimo texto del concilio Vaticano I suena así: «Enseñamos, por ende, y declaramos que la Iglesia romana, por disposición del Señor, posee el primado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del romano pontífice, la cual tiene un carácter verdaderamente episcopal, es inmediata. A esta potestad están obligados por el deber de subordinación jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito y dignidad, ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en lo que pertenece a la disciplina y al gobierno de la Iglesia difundida por todo el orbe; de suerte que, guardada con el romano pontífice esta unidad tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo rebaño bajo un solo pastor supremo... Ahora bien, esta potestad del sumo pontífice de ningún modo daña a aquella potestad ordinaria e inmediata de jurisdicción episcopal por la que los obispos, que puestos por el Espíritu Santo sucedieron a los apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue designada. Más bien esa potestad queda afirmada, roborada y garantizada por el pastor supremo y universal, según aquello de Gregorio Magno: "Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Me siento verdaderamente honrado, cuando se da a cada uno el honor que le es debido." Y porque el romano pontífice preside la Iglesia universal por el derecho divino del primado apostólico, enseñamos también y declaramos que él es el juez supremo de los fieles y que, en todas las causas que pertenecen al fuero eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo. En cambio, el juicio de la sede apostólica, que no tiene autoridad por encima de ella, no puede retractarse por nadie, a nadie es lícito juzgar de su juicio. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la verdad los que afirman que es lícito apelar de los juicios de los romanos pontífices al concilio ecuménico, como a autoridad superior a la del romano pontífice.

»Así, pues, si alguno dijere que el romano pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe; o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles: sea anatema» (Dz 1827-1831).

Otras declaraciones acerca del primado pontificio se encuentran en la encíclica de Pío xii sobre el cuerpo místico de Cristo y en muchos textos del concilio Vaticano II.

El primado del p. definido por el concilio Vaticano I no se refiere a la potestad de orden, sino a la de jurisdicción. La potestad doctrinal, considerada muchas veces — aunque sin razón — como una potestad independiente, debe clasificarse dentro de la potestad de jurisdicción (cf. -> Iglesia, potestades de la; -> magisterio eclesiástico). Respecto de la potestad de orden, el p. no es superior a los obispos. Sin embargo, la potestad de jurisdicción y la de orden están unidas en el p. de la manera más estrecha, pues la suprema potestad de jurisdicción del romano pontífice tiene su razón en que él, como obispo de Roma, es el sucesor del apóstol Pedro. Aun cuando un bautizado elegido p. con la aceptación de la elección participe inmediatamente del poder papal, sin embargo, por razón de la solidaridad de la potestad de orden y de la de jurisdicción, la consagración episcopal se relaciona esencialmente con la consecución de la suprema potestad en la Iglesia. Ambas potestades constituyen una unidad orgánica, aun cuando no sea necesario que formen una unidad cronológica. En el campo de la potestad de jurisdicción el p. posee la autoridad universal, suprema y plena en la Iglesia. Esa potestad es verdaderamente episcopal y se refiere a cada miembro de la Iglesia. Su extensión está determinada por la revelación acontecida en Jesucristo. En los asuntos profanos no compete autoridad al p. Las pretensiones que en este ámbito surgieron durante la edad media estuvieron condicionadas por la situación histórica, no por el primado que le compete.

Según la doctrina del concilio Vaticano I, el papado debe entenderse como fundación de Jesucristo, no como resultado de evoluciones históricas, ni tampoco como producto de necesidades intraeclesiásticas. El p. no es el encargado de la Iglesia universal, ni tampoco el delegado de los obispos, aun cuando obre en nombre de la Iglesia universal y en nombre de los obispos que la representan, incluso cuando actúa por propia iniciativa. La elección, cuya forma ha pasado por muchos cambios en el curso de la historia, pero está fijada desde hace mucho tiempo, sirve para el nombramiento del dignatario. El papado mismo se funda en el encargo dado al apóstol Pedro, aun cuando el p. no es el apóstol Pedro, como tampoco los obispos son apóstoles. La diferencia radica sobre todo en que los apóstoles fueron a la vez sujetos y testigos de la revelación, mientras que los obispos son sólo mediadores de la misma.

El concilio no ofrece una explicación formal sobre la manera cómo la sucesión de Pedro se llevó a cabo en el curso histórico de la Iglesia. Es de particular importancia la visión cristológica del p. La Iglesia, no tiene dos cabezas, sino una, en cuanto la cabeza invisible, que es Cristo, está representada por el p. como cabeza visible. El realce dado a la referencia a Cristo no excluye, sino que incluye la espontaneidad, la libertad y el carácter individual de cada portador del primado. Cristo aparece en las acciones primaciales precisamente a través de la refracción de lo humano. La importancia del carácter personal de cada portador del primado tiene muchas consecuencias a pesar de su vocación para ser instrumento de Cristo. Sin embargo la autoridad del p. es a la postre, dentro del campo de competencia papal, la autoridad de Cristo. Consecuentemente, debe prestarse obediencia interna y externa a los actos de potestad jurisdiccional. En cuanto es Cristo quien obra en las acciones primaciales del p., la potestad papal está enraizada en la sacramentalidad de la Iglesia universal (cf. p. ej., Jn 20, 21ss).

Normalmente, sólo los que se hallan unidos con Cristo en el Espíritu Santo están llamados a trasmitir a otros la salvación dada por Jesucristo. Según Jn 21, 15ss, el amor de Pedro a Cristo es la condición para que él reciba el encargo de apacentar el rebaño de Jesucristo. Los portadores de poderes espirituales deben vivir en paz con Dios y en paz con sus hermanos. En el curso de su historia, la Iglesia ha tenido que hacer la experiencia de cómo puede faltar la unión espiritual con Cristo sin que por ello se pierda la autoridad papal (contra Wiclef, Rus, Lutero). De hecho el primado sería inútil si hubiera de depender para bien y para mal del espíritu de su representante.

Sin embargo, la situación normal es que el vicario de Jesucristo esté unido con él también en su vida. Lo contrario significaría un peligro para la salvación de la persona del primado y, además, para la de toda la comunidad mesiánica.

Por eso, es convicción constante de la Iglesia que un p. caído en herejía pierde su cargo, si bien queda abierta la cuestión de quién comprueba la herejía. En todo caso, un p. pecador es un grave escándalo. La solidaridad de potestad de orden y potestad de jurisdicción muestra que, aun en las acciones jurídicas del p., se trata de la gracia y de la santificación. La razón por la que Cristo quiso juntar en un miembro de la Iglesia, en el obispo de Roma, la plena y suprema potestad pastoral está seguramente en que de esta manera se garantizan y representan la continuidad y la unidad de la Iglesia. En la unión con el p. se realiza de la forma más visible y fidedigna la plena pertenencia a la comunidad de la salvación, la communio sanctorum, como comunión de los santos y en lo santo. La institución del primado parece, por tanto, expresión de la solicitud de Jesucristo por la unión interna de la Iglesia y por la predicación segura del mensaje de salvación tanto dentro como fuera del pueblo de Dios.

El episcopado universal del p. suscita naturalmente la cuestión sobre su relación con el ministerio de los obispos.

Esta cuestión es tanto más importante cuanto que el concilio Vaticano I designó la potestad papal como verdaderamente episcopal. Sin perjuicio de la división en comunidades parciales de estructura personal, el p. es obispo universal, de suerte que la Iglesia entera aparece como un obispado general. Consecuentemente, aunque respecto de la potestad de orden el p. no está por encima de los restantes obispos, en lo relativo a la potestad de jurisdicción es, en virtud del poder primacial, obispo sobre todos los miembros de la Iglesia, sobre los obispos y los demás fieles. De este poder episcopal puede hacer uso dondequiera en la Iglesia. Sin embargo, no hay dos obispos en cada diócesis, el obispo local y el obispo universal. A pesar de la inmediatez del poder episcopal del p., el obispo local sigue siendo pastor inmediato del rebaño que le ha sido confiado. La relación del episcopado universal del p. con la potestad episcopal local no puede reducirse a una fórmula jurídica satisfactoria. Puede, sin embargo, decirse que su poder episcopal universal no autoriza al p. a intervenir arbitrariamente. En particular, el p. no podría gobernar la Iglesia sin obispos. «Síguese que el derecho del p. a intervenir en el gobierno de un obispado no se funda en una competencia de igual especie, concurrente en todo aspecto con la del obispo diocesano, sino en un título superior que, según el principio de subsidiaridad, sólo debe emplearse cuando falla el órgano competente en forma ordinaria» (K. Mörsdorf). En todo caso, el juicio sobre cuándo se da esa situación compete a su vez al p. El primado tiene carácter obligatorio para el mismo que lo ostenta. Él no es libre para callar cuando tiene que hablar, o para hablar cuando tiene que callar. Son muchos los asuntos que dependen del juicio del p., pero él está ineludiblemente ligado al mandato de Jesucristo.

Este mandato significa servicio al pueblo de Dios y, por eso mismo, servicio a la salvación de los individuos. El p. como miembro de la Iglesia está puesto para la Iglesia. Su acción, en virtud de la ordenación de Cristo, procede de la Iglesia y está a su vez al servicio de la Iglesia. El p. y la Iglesia no se comportan entre si como dos sujetos contrapuestos. Más bien el p. habla como miembro de la Iglesia, dotado de poderes particulares y hasta de poderes supremos, a los restantes miembros de la Iglesia, la cual por su parte representa una comunidad fraternal, en medio de la cual vive el p. como padre y hermano. Cuanto más elevado se halla sobre los demás un miembro de la Iglesia en virtud del primado, tanto más profundamente está puesto al servicio de todos. Así, el primado es desde luego la suprema potestad, pero su más intimo sentido es el servicio más intenso (servus servorum). El p. es responsable ante Cristo de este servicio a la salvación de todos (1 Pe 5, 1-4). Así, el primado representa también una forma de expresarse el amor, que, por obediencia al designio divino de salvación eterna, se pone al servicio de los hombres (1 Cor 13, 13). Sin embargo, el amor aquí indicado tiene una forma tal que no puede ser una afirmación o confirmación del hombre en su propia seguridad o comodidad, en su mundanidad o amor al mundo, sino que lo debe sacar de la cerrazón en sf mismo, de la soberbia y del egoísmo, para llevarle a la libertad de los hijos de Dios, a la liberación del miedo y a la alegría. En muchos casos esto significa para el hombre una inquietud y una turbación. Él se espanta de salir de sí mismo hacia Dios y, consiguientemente, siente esa invitación como una exigencia excesiva. Así, una institución que le obliga jurídicamente a salir de sí mismo y entregarse a Cristo, resulta para él un escándalo. Aun cuando todos los esfuerzos de la Iglesia puedan resultar escandalosos, sin embargo el carácter de escándalo se concentra en el papado como en un foco, pues de aquí parte aquella forma suprema de obligaciones que, si bien se ordenan a la salvación de los hombres, no obstante pueden ser percibidas como amenaza contra la propia seguridad terrena y, no raras veces, aparecen en formas no del todo inteligibles, que pagan tributo a la humana fragilidad.

Estas consideraciones muestran a la vez que el ejercicio del primado tiene su necesidad, su medida y sus límites en la venida del reino de Dios y en la salvación eterna de los hombres. El primado no puede servir para ejercitar a los hombres en la obediencia por la obediencia. No debe, por tanto, restringir la libertad del hombre — que es el supremo bien natural y en caso de duda tiene la prioridad, porque el hombre en su libertad representa analógicamente a Dios mismo —, en medida superior a la necesaria por razón de la salvación eterna, ni imponerle pesos que no son exigidos por la gracia de Cristo.

La cuestión no resuelta por el concilio Vaticano i sobre la relación entre primado y episcopado, ha sido esclarecida por el concilio Vaticano II con la tesis de la colegialidad de los obispos. La intención del concilio Vaticano sr en esta tesis no es limitar el primado, sino completar las declaraciones del Vaticano r y suplir lo allí omitido. La tesis de la colegialidad de los obispos debe entenderse en sentido lato. Con gran énfasis y en formulaciones acumuladas el concilio Vaticano II dice que el obispo de Roma, el p., pertenece esencialmente al colegio episcopal, y pertenece a él como presidente del mismo, de tal forma que sin el p. no hay colegio episcopal, y éste sólo posee potestad espiritual en cuanto el obispo de Roma es su miembro principal, que lo preside como cabeza. Sin el p. como miembro, el colegio sólo sería una suma de obispos particulares. Una situación excepcional surge cuando el p. se hace incapaz de realizar acciones papales, p. ej., a consecuencia de una enfermedad mental, de caída en herejía o en cisma, o a consecuencia de la muerte. En tal caso de excepción el colegio episcopal no dejaría de ser colegio. No se disgregaría en una suma de obispos particulares, pues seguirían actuando importantes factores de unidad, a saber, la unidad en la confesión de Cristo, en el Espíritu, en el amor en la celebración del sacrificio memorial. Estos factores son eficaces y desempeñan un papel decisivo aun en tiempos normales, en que el p. preside el colegio como cabeza. En ellos se ve claro que la unidad del colegio no tiene un fundamento puramente externo, sino que debe interpretarse sacramentalmente. La importancia constitutiva del p. para el colegio es la expresión visible de la unidad, que se funda a la postre en la dimensión sacramental. Por lo demás, en un caso anómalo de excepción, la Iglesia está obligada a darse de nuevo una cabeza, y esto lo hace por la elección de un nuevo papa.

La colegialidad de los obispos en su relación con el poder primacial plantea un problema difícil a la teología. El concilio Vaticano ii ha declarado que, en virtud de su cargo como vicario de Cristo y como pastor de la Iglesia universal, el p. tiene potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer en cualquier momento y dondequiera sin que necesite el asentimiento de los obispos. Sin embargo, a esta tesis, que corresponde al concilio Vaticano I, el concilio Vaticano II añade que el colegio de los obispos juntamente con el obispo de Roma como su cabeza es igualmente (quoque) representante de la suprema y plena potestad sobre toda la Iglesia. Con ello el concilio afirma sobre el colegio de los obispos lo que hasta ahora había sido ya doctrina eclesiástica respecto de los concilios universales. Si es cierto que en la declaración sobre la potestad papal se añade la palabra «universal», que no se halla en la declaración sobre la potestad del colegio episcopal, sin embargo objetivamente eso no significa una diferencia.

Aun cuando ya se entiende por los textos del concilio, no obstante para eliminar toda posible tergiversación respecto de la relación entre el sujeto del primado y el colegio episcopal presidido por el p., la Nota previa explicativa ha resaltado: «La distinción no se establece entre el romano pontífice y los obispos colectivamente considerados, sino entre el romano pontífice separadamente y éste junto con los obispos. Por ser el sumo pontífice la cabeza del colegio, puede realizar por sí solo algunos actos que de ningún modo competen a los obispos; p. ej., convocar y dirigir el colegio, aprobar las normas de acción, etc.» (cf. LThK Vat it 348-359, especialmente 355). Es de particular importancia que en la nota previa explicativa se expresa que el p. en estas decisiones suyas puede emplear diversos métodos de acuerdo con las exigencias del tiempo y que, consiguientemente, el modo de procedimiento no tiene por qué fijarse en una forma escogida de una vez para siempre. Queda al juicio del p., a quien ha sido confiada la solicitud por todo el rebaño de Cristo, fijar de acuerdo con las exigencias variables en el curso del tiempo la manera de poner por obra esa solicitud, ora personal, ora colegialmente.

Aun cuando no se dice en el texto definitivo del concilio, sin embargo, como hemos expuesto, debe admitirse que, aun en aquellos casos en que el p. ejerce su potestad plena para la Iglesia en virtud de propia decisión, sin cooperación de los obispos y hasta sin su estímulo, obra como cabeza del colegio, porque habla siempre en nombre de la Iglesia y para la Iglesia. Cuando actúa como p., no obra nunca como persona privada, sino como sucesor del apóstol Pedro, a quien incumbe hacer eficaz lo que es tradicional en el pueblo de Dios. El colegio de los obispos posee la potestad suprema y plena no como don o concesión del p., sino por su propia competencia, en virtud de la disposición de Jesucristo. Pero, como el p. (o su condición de miembro cualificado) es constitutivo para la consistencia y eficacia del colegio, síguese que para toda decisión del colegio episcopal se requiere el asentimiento o aprobación del p., y se requiere en sentido propio, no como confirmación posterior, sino de antemano, como un elemento inmanente a la decisión y constitutivo de la misma. Esto vale también en el caso de que la aprobación del p. sólo se dé bajo la forma externa de una confirmación posterior. Ello resulta también de la fórmula con que a partir del concilio Vaticano ri son publicados los decretos conciliares. Por lo demás, la manera como el p. ejerce su función de miembro principal del colegio de los obispos puede ser muy diversa. La situación histórica es aquí de gran importancia. La participación del p. puede graduarse desde una aceptación voluntaria y hasta tácita del decreto de los obispos hasta una publicación solemne. El p. mismo puede determinar la forma que él quiera escoger. Teniendo en cuenta los procesos históricos, señaladamente de los concilios antiguos, está justificada la hipótesis de que la manera de ejercitar el derecho que le compete al p. en virtud de la disposición divina se halla determinada por factores históricos humanos, en tal medida que quien no enjuicia tales procesos por la fe, sólo puede ver lo histórico y humano.

El hecho de que el p. con el colegio o el colegio con el p. como su presidente, por una parte, y el p. solo sin el colegio, por otra, posee la suprema y plena potestad en la Iglesia, plantea una cuestión que parece ser insoluble y hasta contradictoria en sí misma, la cuestión de si hay en la Iglesia dos potestades supremas concurrentes entre sí, o de si el colegio de los obispos no queda despojado de su autoridad por el hecho de que el p. puede ejercer sin él la suprema potestad. El concilio ha dejado abierta la cuestión. La respuesta tradicional dice que se trata de dos órganos inadecuadamente diversos de la suprema potestad eclesiástica, inadecuadamente diversos en cuanto el p. mismo pertenece al colegio episcopal. Según otra tesis, sólo hay un sujeto de la suprema potestad eclesiástica, que es el colegio entendido como sujeto del primado bajo el p. Para que esa tesis no ponga en peligro el primado del p., sus defensores añaden que, aun dentro de esta determinación del sujeto de la potestad suprema, hay que distinguir entre acciones que el p. realiza solo sin el colegio, aun cuando en nombre del mismo, y acciones que bajo la participación decisiva del p. tienen carácter estrictamente colegial.

Si se quiere proceder con pura lógica jurídica, sería sin duda más exacto designar al p. como órgano único de la suprema potestad y añadir que puede ejercer esta potestad solo o juntamente con los obispos en un acto colegial. En tal tesis aparecería mejor asegurada la unidad de la Iglesia por la potestad suprema que vive en ella. Sin embargo, también se halla garantizada por la hipótesis de dos órganos inadecuadamente diversos, porque ambos órganos están unidos entre sí por el hecho de que el p. es cabeza del colegio; y tampoco la tesis de la suprema potestad del colegio episcopal, formulada con la debida cautela, supone pérdidas o amenaza para el primado. Tal vez en la decisión en pro de una u otra respuesta influyan consideraciones psicológicas y lógico-jurídicas, más que teológicas en sentido estricto.

En todo caso hemos de decir que el p. nunca obra por sí solo, sino siempre en unión esencial con los obispos. Aun cuando no es posible negar que él siempre puede ejercer libremente su suprema potestad, sin embargo, la responsabilidad que le ha sido impuesta sobre la unidad de la Iglesia le remite siempre a la unión colegial con los obispos. Lo mismo que el colegio de los obispos, él debe atenerse a la revelación divina, tal como está atestiguada en la Escritura y tradición y ha sido transmitida íntegra por la legítima sucesión de los apóstoles y señaladamente por la solicitud del obispo de Roma; tal como se ha guardado pura y expuesto fielmente en la Iglesia a la luz del Espíritu de la verdad (concilio Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, n.0 25). La actividad del obispo de Roma debe estar dirigida al bien de la Iglesia (Nota previa explicativa, n° 3). Por eso, no sólo los obispos, sino también el sujeto del primado deben esforzarse (p. ej., pidiendo ayuda a la ciencia teológica e indagando la fe de los fieles) por fijar rectamente la -> revelación atestiguada en la ->Escritura y también por exponerla de manera adecuada.

Ese esfuerzo pertenece a la esfera del poder jurídico del p. De donde se sigue que este poder no es meramente formal, sino que está determinado en su contenido. Para que pueda ejercerse según la voluntad de Cristo, en cada caso debe ligarse — lo mismo que el acto de libertad que compete al hombre — al recto contenido, es decir, al que está atestiguado en la Escritura como procedente de Dios. Por lo demás, el -> Espíritu Santo opera en toda la Iglesia y vincula en una unidad, no exenta de tensiones, a los creyentes que ejercen un oficio espiritual y a los que no lo ejercen (cf. también -> magisterio, -> infalibilidad).

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Michael Schmaus