PADRES LATINOS, TEOLOGÍA DE LOS
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1. Hay que empezar asentando algunas afirmaciones fundamentales respecto de la dependencia, la originalidad y el influjo de la t. de los p. l. sobre los tiempos posteriores. Los padres latinos son discípulos de los griegos; sobre todo a través de Ambrosio, Rufino, Jerónimo y Casiodoro, no menos que de Agustín, el occidente fue recibiendo «poco a poco los resultados del trabajo histórico, exegético y dogmático de oriente en traducciones que son en muchos casos refundiciones originales en la forma, aunque reproduciendo el contenido» (H. v. SODEN [K. ALAND], Altchristliche Literaturgeschichte: RGG3 i 286). «Los padres latinos son los discípulos más jóvenes de los griegos; éstos son por de pronto los maestros de su fe y pensamiento cristiano, de toda su teología. En la ordenación corriente, puramente cronológica, que presenta juntos a los padres griegos y a los latinos, a menudo esta relación no aparece con suficiente claridad. Como a través de todo el mundo cultural, también a través de la Iglesia de la antigüedad fluye de oriente a occidente una corriente ininterrumpida de incitación espiritual; a una copiosa literatura latina de traducción en el sentido literal y traslaticio de la palabra no corresponde una reacción comparable que vaya de occidente a oriente» (H. V. CAMPENHAUSEN, Lateinische Kirchenväter [St21965] p. 9; cf. teología de los -> padres griegos).

Por otra parte, desde el siglo iv se llegó a una separación cada vez más clara de la teología latina respecto de la mentalidad oriental griega, aun cuando el occidente, en contraste con el oriente, sólo produjo un genio, Agustín, cuya originalidad determinó luego el «destino de la teología occidental hasta Lutero y Calvino». «La unidad y la disolución de occidente apelan a las oscuras profundidades de su teología, en Agustín se entienden y se malentienden los pensadores de la Europa naciente (GOTTSCHALK, Alcuino) y de la Europa que se torna problemática; e incluso los anhelos occidentales de un Leibniz viven de él» (H. RAHNER, Handbuch der Weltgeschichte II, ed. por A. Randa [Olten 1954], 1166).

Para esta independencia y unidad de pensamiento teológico entre los padres latinos sin duda fue importante en primer lugar la formación, que se inicia desde mediados del siglo III, de una lengua técnica latina, en contraposición al griego, como medio de expresión de la teología. Así se iniciaba la conciencia de la genialidad particular latina frente al oriente griego (acuñación de una dicción propia de lo específicamente cristiano en Tertuliano, Novaciano, Cipriano). Cierto que todavía el siglo IV mantuvo la unión con la teología griega, «pero traduciéndola a aquella latinidad que desde entonces es específica de occidente. Ambrosio es el mejor representante de esto: bebe de Filón y Orígenes, vive en la alegoría bíblica de oriente, pero lo traduce todo a la sabia moderación y a la sencillez del romano que se interesa por la moral» (H. RAHNER, ibid. 1167).

Ahora bien, lo específico de la t. de los p. l. es la falta de aquel estilo de especulación teórica con que los griegos articularon los problemas de la trinidad y de la cristología. Respecto, empero, de la cristología latina se podría hablar de un «equilibrio humano-divino de pensamiento» (H. RAHNER, ibid. 1168), mientras se anuncia dando el tono y sin misticismo demasiado dirigido al más allá el interés inmediatamente religioso y moral, ocasionado sin duda también por controversias doctrinales y por formulaciones en parte equívocas de la fe tradicional (donatismo, -> pelagianismo, -> agustinismo). Este centro de gravedad de occidente está formado por las cuestiones sobre el pecado, la redención de la culpa, la santificación, la Iglesia, la cooperación entre la gracia divina y la libertad humana, y — mediante un nuevo descubrimiento de la teología paulina sobre todo — nuevamente pasa a primer plano la fe en contraste con la «ley». «Se trata de un punto de vista que la teología griega apenas consideró nunca y que en todo caso permaneció totalmente extraño a ella en su primitiva importancia.

La sorprendente afinidad electiva que se da entre el carácter romano y el judaísmo, hizo a la Iglesia latina, precisamente por razón de su «sobriedad» y por su legalismo práctico, capaz de comprender lo que para ella significaba el evangelio» (CAMPENHAUSEN, l.c., p. 10).

Finalmente, al resaltar la creciente originalidad de la t. de los p. l., hay que aludir también al servicio prestado por los Enchiridia latinos patrísticos, por los cuales Agustín, juntamente con Genadio de Marsella y Fulgencio de Ruspe, ejerció, como estimulante de la formación sistemática, un gran influjo sobre la naciente síntesis escolástica, aun cuando los primeros indicios a este respecto se comprueban ya en Tertuliano, Lactancio e Hilario de Poitiers (A. GRILLMEIER, Von Symbolum zur Summa: Kirche und Überlieferung, publicado por J. Betz-H. Fries [Fr 1960] p. 155ss).

2. La dependencia y la autonomía de la t. de los p. l. han de esclarecerse ahora a base de algunos temas centrales.

Un capítulo célebre y reiteradamente discutido es el de la recepción y reelaboración del platonismo (cf. E. v. IVÁNKA, Plato Christianus [Ei 1964]). Agustín se nos presenta como testigo cualificado en este proceso de la historia del espíritu. En sus obras son numerosas las indicaciones de una recepción, transformación y hasta superación de las ideas neoplatónicas. Citemos aquí, p. ej., su hermenéutica bíblica desarrollada en el libro segundo De doctrina christiana (PL 34, 35-36). Esta hermenéutica se funda en una filosofía del «signo» y está muy influida por el dinamismo de la ascensión neoplatónica. Gregorio Magno hizo de «mediador en su transmisión; aunque este autor no carece de originalidad, sin embargo su aportación consistió en simplificar y roborar» (A. GRILLMEIER, l.c., 137). La hermenéutica agustiniana fue luego importante para la exégesis del siglo xii en la ley de la múltiple significación, otro punto en la idea de Plotino sobre el conocimiento de Dios en el interior del alma, que aparece en Agustín casi sin variación. Pero, a diferencia de Platino, esa idea no se convierte aquí en preparación de una metafísica de la identidad (alma = Dios), sino que indica únicamente cómo por el conocimiento de Dios en el alma se produce una semejanza con él. Existencialmente, fue importante para Agustín la polémica con el neoplatonismo en la cuestión del ideal del sabio, polémica reflejada en los primeros escritos agustinianos. El hombre busca la sabiduría, pero el camino seguro para alcanzarla pasa por Cristo y su Iglesia. Para Plotino, el camino de la purificación, es decir, el camino hacia Dios, consiste en un desprendimiento completo de todo, para que sea posible la decisión «en favor de la vida de los dioses»; para Agustín, empero, el descenso para servir a imitación del Christus humilis es el único camino posible hacia Dios, y el mancillamiento a causa del servicio a los hombres por amor de Cristo significa una verdadera «purificación», de modo que la salvación espiritual no es fruto de la fuga neoplatónica, sino de la conversión al hombre para ayudarle en su propia salvación (J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Herder [Ba 1972] p. 305).

Es particularmente clara la dependencia de la t. de los p. l. respecto de la teología griega en el campo de la eclesiología. Aquí hemos de mencionar ante todo la doctrina del nacimiento de Cristo del corazón de la Iglesia y de los fieles, que Orígenes e Hipólito regalaron a occidente por medio de Ambrosio y Agustín, siendo de notar que bajo esta imagen se representa en muchos casos «todo el proceso interno de la justificación y del crecimiento espiritual como nacimiento y crecimiento del Logos mismo» (H. RAHNER, Symbole der Kirche [Sa 1964] p. 64). Sin embargo, en la aceptación de esta idea por la t. de los p. l. se introdujo una clara transformación. Desde Ambrosio, en lugar de una visión dogmática y mística del nacimiento de Dios, domina la idea ascética de un nacimiento de Dios operado en el alma por las buenas obras. De la idea de una continuación mística del eterno nacimiento del Logos en el Padre no se vuelve a hablar ni siquiera en Agustín, y la «reducción» moral de esta idea fue luego decisiva también para el pensamiento posterior durante la edad media. Agustín es también quien, en sus imágenes de la Iglesia como virgen madre, entiende a ésta como madre de los fieles y también como madre de Cristo, pero no en el sentido de que la Iglesia conciba y dé a luz al Cristo místico en el corazón de los creyentes.

En este contexto hay que recordar la recepción por obra de Ambrosio del simbolismo del mysterium lunae, tomado del tesoro teológico de Orígenes. Ese símbolo de la Iglesia muriente fue desarrollado por Ambrosio y Agustín. El progreso respecto de oriente consiste en que este símbolo lunar de la Iglesia se insertó más en la teología de la fiesta pascual: pascua no es sólo la conmemoración del passah de Cristo; ese morir y vivir pasó a la Iglesia, la cual, muriendo siempre y viviendo así siempre, está en marcha de muerte y vida en el seguimiento pospascual hacia el sol que es Cristo, lo cual convierte la pascua en un acontecimiento siempre presente y a la vez escatológico.

Fue igualmente importante para occidente la concepción oriental de la relación entre María y la Iglesia, la misteriosa identidad allí explicada entre aquélla y ésta, por razón de la cual María es ejemplar y tipo de la Iglesia. El occidente no siempre se dejó inspirar por esta concepción (Cipriano no habla propiamente de Maria; y, en cambio, habla tanto más amorosamente de la Iglesia). Sin embargo, los latinos del siglo IV a través de Ambrosio aceptaron con diversas variaciones las ideas de la maternidad de María y de la Iglesia (Hilario de Poitiers, Zenón de Verona, Paciano de Barcelona, Jerónimo). Según A. Müller, Ambrosio establece el siguiente axioma: «En María puede leerse la misión de la Iglesia. Ambas se corresponden por completo, son congruentes por razón de la maternidad respecto de Cristo. María y la Iglesia son consiguientemente idénticas a la manera como en Cristo son idénticos su cuerpo natural y su cuerpo sobrenatural» (Ekklesia-Maria [Fri 21955] p. 176). En Agustín se desplegó este pensamiento de la manera más rica; él resalta particularmente que María es el miembro más excelente de la Iglesia.

Si la teología de la Iglesia de los padres latinos estuvo influida desde oriente, en este contexto cabe remitir también a la interpretación de Jn 7, 37 38 junto con Jn 19, 34. La teología de estos pasajes bíblicos, que puede seguirse retrospectivamente hasta el círculo de Juan en Asia Menor, habla de Cristo como fuente de vida, como roca donde brota el agua, y del Señor taladrado desde el cual se derrama el Espíritu. Partiendo de ahí acuñó esta teología las tesis de la antigua Iglesia africana (contorno de Tertuliano y Cipriano), encontró luego su relación con el misterio de la Iglesia que brota de la herida del costado de Jesús (Tertuliano, Ambrosio, Agustín, Quodvultdeus de Cartago, León Magno), y se convirtió finalmente en centro de la t. de los p. l. sobre el Corazón de Jesús (Ambrosio, Jerónimo, Cesáreo de Arlés, Rufino, Mario Victorino, Isidoro de Sevilla), cuyas huellas se encuentran todavía en la teología medieval y sobre todo en la mística benedictina de los siglos xi y xii.

Si se pregunta ahora por los temas propiamente centrales, en que se pone de manifiesto de modo particular la originalidad de los latinos, hemos de responder que esos temas son sobre todo las cuestiones de antropología y de eclesiología. Africa del norte marcada por el rigorismo, la cultura griega y la mentalidad jurídica romana, son por así decir las tierras de origen de estos centros de gravedad. Aquí Tertuliano, como precursor de Agustín, desarrolló su doctrina sobre el pecado, en la que puso el verdadero comienzo de la doctrina sobre el pecado original. África del norte fue también el país en que se entabló la lucha en torno a la recta visión de la Iglesia en su conducta con los pecadores; lucha que, en el fondo, no era sino la renuncia a una Iglesia que sólo quería ser santa e inmaculada, sin aceptar la idea de una Ecclesia peccatrix, que pretendía ser enteramente santa no sólo objetiva, sino también subjetivamente. Si Cipriano de Cartago, lo mismo que el obispo romano Cornelio, posibilitaba contra Novaciano, caudillo de los «puros», la vuelta a la Iglesia de los lapsi arrepentidos y penitentes de la persecución de Decio, ello era una respuesta teológica convertida en acción práctica a esta imagen unilateral de la Iglesia. Pero aquí puede verse también una manifestación de la teología ortodoxa de los padres del norte de Africa sobre la Iglesia como institución santificante para toda la humanidad pecadora.

Bajo otra forma, la cuestión de la santidad de la Iglesia y de su función en el perdón del hombre surgió en el problema del bautismo de los herejes. Aquí Cipriano de Cartago se puso frente a Esteban I, obispo de Roma, quien afirmó con claridad que también es válido el bautismo rectamente administrado por un hereje. El sacramento es en efecto independiente de las antidad personal del ministro; en otras palabras, Dios en su obrar salvífico por Jesucristo es independiente de la santidad subjetiva del ministro, él es quien obra aquí propiamente, quien, por tanto cuando falta esta santidad al ministro personal sigue siendo el verdadero ministro para el hombre sin el ministerio humano, y así se presenta a los hombres como el único auxiliador y el único poderoso; los hombres, pues, han de poner enteramente su confianza en él y no en los ministros humanos.

Toda esta cuestión se hizo nuevamente actual en la lucha contra los donatistas, según los cuales la santidad de la Iglesia sólo se da donde sus miembros están exentos de pecado, y consiguientemente deben ser excluidos de ella todos los pecadores públicos. En relación con esto aparece luego la concepción de que sólo sacerdotes santos pueden administrar válidamente los sacramentos. La lucha teológica contra esa herejía imprimió un sello en el concepto de Iglesia que es esencial para la t. de los p. l.; este sello aparece particularmente en Agustín. Él ve la solución de los problemas donatistas en la estricta distinción entre Iglesia sacramental e Iglesia espiritual, entre comunidad sacramental visible y comunidad invisible de la gracia (cf. F. HOFMANN, Der Kirchenbegriff des hl. Augustinus [Mn 1933] p. 131). Por la tesis de la necesidad de que el sacerdote esté sin pecado para administrar válidamente un sacramento, Agustín se ve estimulado a poner de relieve a Cristo como único mediador y sacerdote en toda la economía de la salvación. El ministro humano llamado «sacerdote» es considerado solamente como un peón de mano del único ministro sacerdotal que es Cristo. El sacerdote se contrapone de una parte a la comunidad, porque es cabalmente el peón de mano en el ministerio sacerdotal de Cristo para la comunidad, y, por otra parte, se encuentra a su vez en esta comunidad, porque también en él debe ejercer Cristo su ministerio, y así no está ya del lado de Cristo, sino del lado de la comunidad (E. SAUSER, Gedanken zum priesterlichen Dienst in der Theologie des heiligen Augustinus: TThZ 77 [1968] 86-103).

Es además interesante comprobar cómo Agustín — y aquí radica su papel peculiar en la t. de los p. l. — resalta en este contexto la importancia activa para la salud eterna de la ecclesia sancta, en la cual el factor propiamente activo no es la institución eclesiástica, sino la unitas caritatis, la communio sanctorum, aunque no como magnitud independiente junto a Cristo, sino como Iglesia en unión con la cabeza, en la que vive el Espíritu Santo. Si en la concepción agustiniana de la Iglesia se puede hablar de una nota fuertemente pneumática y personalista, por la que, en contraste con los donatistas, la santidad de la Iglesia no se funda únicamente en la santidad ministerial de los sacerdotes, por otra parte, hay que indicar cómo según Agustín la Iglesia es, sin embargo, una dimensión sacramental, pues tiene también un lado visible y en ella está también en vigor la ley fundamental soteriológica de que «lo espiritual sólo puede comunicarse al hombre por la mediación de las formas sensibles» (F. HoFMANN, ibid. 352). Pero hay que llamar enérgicamente la atención sobre el hecho de que, según Agustín, el ministerio auténticamente sacerdotal del único sacerdote Cristo no se refiere tan sólo a la administración de los sacramentos, sino también a la predicación, porque también en la predicación de la palabra de Dios quien obra propiamente es Cristo mismo (F. SCHNITZLER, Ministerium verbi: ThG1 57 [1967] 6, 449, y Zur Theologie der Verkündigung in den Predigten des hl. Augustinus [Fr 1968]).

Esta acentuación de los sacramentos, como signos de la seguridad de la salvación que sólo puede hallarse en Dios, encontró luego nuevos estímulos en la lucha contra los pelagianos. La idea fuertemente sugerida por el pelagianismo de que el hombre puede redimirse por sí mismo es impugnada por Agustín remitiendo particularmente a la necesidad absoluta del bautismo y de la eucaristía para la salvación. En el diseño de esta imagen antipelagiana de la Iglesia los sacramentos no son meros signos que aluden a la acción redentora de Cristo; los sacramentos comunican por sf mismos la gracia. En el curso de esta lucha contra el pelagianismo, la idea de la -> predestinación se hace cada vez más dominante, pero no desvirtúa por su parte la doctrina sobre la Iglesia, sino que marca únicamente los limites de la eficacia eclesiástica. No es la Iglesia la que opera la predestinación, sino que ella está más bien a su servicio. De todos modos, por la idea de la voluntad salvífica particular, que va unida con la doctrina de la predestinación, se restringe demasiado la libre cooperación del hombre en la acción redentora por la aceptación de los medios salvíficos.

La teología latina sobre la Iglesia, que culmina en Agustín, tiene todavía importancia para la eclesiología actual, por el hecho de que en él van íntimamente trabados el concepto de reino de Dios y el de Iglesia, «siendo de notar que ésta es la inauguración del reino de Dios, el cual se alza a su vez por encima de la realidad eclesiástica en su forma de aparecer históricamente. Así Agustín nos da importantes indicaciones sobre la recta relación entre eclesiología y escatología...; sigue siendo importante la decisiva inserción de las promesas del reino de Dios en la realidad de la Iglesia, pero de tal manera que ésta es a la vez superada por el reino de Dios. En consecuencia, no vemos el reino de Dios en una lejanía nebulosa o en un futuro soñado, sino que lo vemos ya en acción, y no en una parte cualquiera de la historia y de la naturaleza, sino allí donde Cristo, por la palabra y los sacramentos, introduce a los hombres en la comunión de su cuerpo por el perdón de los pecados y el renacimiento a la gracia» (E. KINDER, Reich Gottes und Kirche bei Augustin [B 1954] p. 22).

Para concluir mencionemos también la manera como la t. de los p. l. entiende la palabra. La teología de la palabra, estimulada por el oriente (Orígenes), se concentra en Agustín como en un foco. En él las diversas formas de palabra, como «la palabra hecha carne» (Verbo), «la Escritura», «la Iglesia», «la predicación», están tan estrechamente unidas que se tiene la impresión de una identificación. «Así, es propio de la teología de la palabra del obispo de Hipona un fuerte rasgo encarnacionista, que corresponde a su concepción realista de la unidad corporal entre Cristo y la Iglesia y tiene su fundamento en ella» (L. SCHEFFczYx, Von der Heilsmacht des Wortes [Mn 1966] p. 234).

Lo que aquí se ha dicho sobre las peculiaridades de la t. de los p. l. en sus diversas relaciones con oriente y en su unicidad específica, subraya la caracterización que nos da Campenhausen: «Al introducirse el cristianismo, el occidente latino estaba ya influido y penetrado desde mucho tiempo por la cultura y el pensamiento griegos, lo cual hizo posible el rápido desarrollo espiritual de la Iglesia de occidente. Pero si la romanidad no se perdió simplemente en el helenismo, sino que mantuvo su originalidad en el diálogo constante con él, e incluso logró así su propia forma espiritual; lo mismo puede decirse, y por cierto en más alta medida, de la Iglesia latina y de su originalidad teológica» (ibid. 10).

BIBLIOGRAFIA: a) EXPOSICIONES HISTORICO-TEOLÓOICAS E HISTORICO-DOOMÁTICAS: Harnack DG; J. Turmel, Histoire des dogmes, 6 vols (P 1931-1936); Seeberg; Loofs; Viller-Rahner; HDG; J.N. D. Kelly, Early Christian Doctrines (Lo 1958); Quasten P; Altaner; Bardenhewer. — b) CoLECCIONES DE TEXTOS: E. Amann, Le dogme catholique dans les Péres de 1'Église (P 1932); H. Rahner, Kirche und Staat im frühen Christentum (Mn 1961); Texte der Kirchenväter, 5 vols. (Mn 1963-66). — c) EXPOSICIONES AISLADAS: E. Dinkler, Die Anthropologie Augustins (St 1934); H. U. v. Balthasar, Theologie der Zeit 4 (W 1939) 65-104; E. Franz, Totus Christus (Bo 1956); K. D. Schmidt, Alte Kirche: EKL I 84-88; O. Linton, Ekklesia I: RAC IV 919s; J. Daniélou, Die Kirche: Pflanzung des Vaters. Zur Kirchenfrömmigkeit der frühen Christenheit: Sentire Ecclesiam, bajo la dir. de J. Daniélou - H. Vorgrimler (Fr 1961) 92-103; P. Th. Camelot, Mysterium Ecclesiae. Zum Kirchenbewußtsein der lateinischen Vater: ibid. 134-151; H. Rahner, Maria und die Kirche (I 21961); ü . Chéné, La théologie de Saint-Augustin — Grace et Prédestination (Ly 1961); A. Hamman, Vätertheologie: LThK2 X 622ss; H. v. Campenhausen, Lateinische Kirchenväter (1960, St 21965).

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