NATALIDAD, REGULACIÓN Y CONTROL DE LA
SaMun


I. Concepto y problema

Regulación (r.) de la natalidad (n.) y control (c.) de la n., son expresiones que a veces se usan como sinónimas. En parte se emplean para designar la r. del número de nacimientos que moralmente puede o no puede defenderse. La r. de la n. puede actuar entonces como fomento de nacimientos (en determinadas circunstancias lleva a la fecundación artificial); pero las más de las veces es practicada con el objeto de limitarlos. La limitación de nacimientos puede lograrse por la continencia sexual, por la interrupción del embarazo por la muerte del niño, o impidiendo la concepción en la función sexual. La limitación de nacimientos es una meta que el hombre persiguió siempre en determinadas circunstancias, las más de las veces a sabiendas, pero algunas veces inconscientemente, así, p. ej., cuando por motivos religiosos se practicó el sacrificio de niños, costumbre muy extendida en ciertos tiempos. Este objetivo se logró y se sigue logrando hoy todavía en medida aterradora provocando el aborto y dando muerte al recién nacido, y no sólo por los medios anticonceptivos. Como acerca de la ilicitud de la limitación de nacimientos mediante el aborto o la muerte del recién nacido se hablará en relación con los delitos contra la -> vida, nuestro cometido será el de aclarar si en ciertas circunstancias pueden permitirse los medios para impedir la concepción.

Los métodos para impedir la concepción son extraordinariamente numerosos, de modo que sólo los especialistas pueden conocerlos en toda su amplitud. No se sabe con claridad científica el modo concreto de actuar de cada uno de los métodos. En todo caso no se puede hablar sin más de método anticonceptivo si la intervención produce la muerte de un óvulo ya fecundado. Con frecuencia se emplean métodos ineficaces, y entre los primitivos se usaron incluso métodos mágicos. Sólo desde el siglo XIX se ha extendido sistemática y universalmente el conocimiento de los medios anticonceptivos.

Las razones que conducen a la limitación de los nacimientos son de naturaleza económica, social, eugenésica, médica, personal y también religiosa.

El problema de la r. de la n. se plantea hoy día en una medida desconocida en tiempos pasados. Es decisiva a este respecto la singular explosión de la población, por la que los habitantes de la tierra aumentan en proporciones inconcebibles hasta ahora. Esa explosión de la población se debe a los progresos de la medicina, que con sus medios disminuye la mortalidad infantil y maternal y prolonga la vida, a la prolongación del período de fecundidad de las mujeres, y al número cada vez mayor de las que dan a luz (crecimiento natural). A ese factor hay que añadir: las crecientes aspiraciones sociales y económicas de los hombres en medio de una presión social y económica cada vez mayor a causa del cambio de las circunstancias sociológicas; e igualmente la carga mayor que representan hoy los hijos, pues éstos, por una parte, ya no son económicamente útiles como en las culturas agrarias no desarrolladas y, por otra, necesitan de una educación mucho más amplia que antes. También desempeñan su papel la importancia creciente de los factores subjetivos de la sexualidad, el sexualismo tan extendido y la propagación sistemática de la limitación de nacimientos. Finalmente, puesto que cada vez actúa menos la selección natural y aumentan las mutaciones fenotípicas, crece la importancia de los puntos de vista eugenésicos en orden a la r. de la natalidad.

Como estas razones, por lo menos en una parte muy importante, no pueden buscarse en el ámbito de la intimidad del hombre, ni tampoco en la falta de voluntad de tener hijos, sino en las deficientes circunstancias sociales, es evidente que la solución de los problemas en cuestión debe intentarse a base de medidas igualmente sociales, las cuales permitan a los cónyuges una r. autónoma de los nacimientos.

Es un serio deber de los pastores de almas el despertar la conciencia de los responsables a este respecto, y es asimismo una urgente tarea mundial de los fieles el crear circunstancias agradables para las familias.

II. Posición de la Iglesia

1. Tradición

La posición de la Iglesia en orden a los medios anticoncepcionales — en la medida en que podemos perseguir esta cuestión en el pasado — ha sido negativa. Es cierto que nunca se predicó expresamente el ideal de que se tuviera el mayor número posible de hijos y que, por el contrario, desde los dfas de la antigua Iglesia contamos con testimonios donde se ve cómo ésta mostró comprensión en lo relativo a una limitación del número de hijos por diversas razones. Pero la Iglesia ha rechazado siempre hasta nuestro siglos los medios anticonceptivos y ha recomendado la continencia. Sin embargo no se puede hablar sin más de una tradición teológica en esta cuestión; especialmente la teología de los últimos decenios ha mostrado con más claridad cada vez el hecho de que la revelación no da una respuesta clara a la cuestión del c. de la n. En este punto las reflexiones partieron en gran parte de una interpretación de la naturaleza de la –> sexualidad y del -> matrimonio.

Esa interpretación estaba determinada a su vez por la concepción reinante en el tiempo respectivo y por la consecuente perspectiva unilateral, de manera que no es fácil captar el auténtico núcleo de la tradición teológica en medio de esas concepciones cambiantes. En relación con nuestra cuestión sin duda ese núcleo ha de verse en que la exclusión por principio de los hijos anularíala intención matrimonial, como la anularía también la exclusión por principio de la entrega matrimonial (Schiliebeeckx). De acuerdo con la perspectiva del tiempo respectivo, este núcleo aparecía en parte bajo formas muy extrañas.

a) Así según la mente de los padres y especialmente de Agustín, figura decisiva de esta orientación, en principio hay que reducir a un mínimo el uso de la sexualidad. Hay que tolerarlo, más que permitirlo, a causa de la necesidad de descendencia. Para los padres el sentido originario de la sexualidad es sólo la procreación; y a consecuencia del pecado de Adán aquélla se halla hasta tal punto bajo la ley de la –> concupiscencia, que, propiamente, de hecho no puede actualizarse sin pecado. Sólo la voluntad actual de procreación justifica el deseo del encuentro matrimonial, pero en tal encuentro no se puede buscar el placer, pues éste es desordenado a causa de la concupiscencia.

Partiendo de aquí Agustín llega al extremo de afirmar contra los pelagianos que toda unión sexual sería una entrega no justificada al mal de la libido, si hubiera otra posibilidad de procreación. Consecuentemente Agustín mantenía la opinión de que la recta castidad en el matrimonio evita el comercio matrimonial, si no existe esperanza alguna de concepción. Pero, en virtud de una indulgencia apostólica expresada en 1 Cor 7, por motivo de la fidelidad matrimonial también en ese caso queda excusada de pecado la prestación del débito matrimonial. Pero el cónyuge que exige la prestación del débito por encima de la medida necesaria para la procreación para preservarse del peligro de la lujuria, comete un pecado venial. En tal caso, a causa del afecto matrimonial se perdona o evita hasta cierto punto el pecado mortal. Partiendo de esta idea, resulta del todo comprensible que se rechazara cualquier medio de evitar la concepción.

b) En la doctrina moral de la escolástica primitiva sobre el matrimonio se toma como criterio de enjuiciamiento moral el hecho de si el cónyuge en su acción se deja determinar por el placer sexual o no, y de acuerdo con esto se decide la culpabilidad o la inocencia. Por consiguiente, se rechazan con plena lógica los medios anticoncepcionales.

c) En la alta escolástica se ve más claramente que la sexualidad, por naturaleza — y no sólo en el estado postlapsario o en virtud de una indulgencia apostólica — también tiene su sentido en la ayuda mutua, aunque sólo en dependencia de la función procreativa y con subordinación a ella. Ahora el placer sexual se considera claramente como creado por Dios, pero se cree que no es lícito buscar ese placer, pues, a causa de la lesión de la naturaleza por el pecado original, aquél no está sometido al espíritu. Por esa razón los teólogos de esta época sólo permiten el comercio sexual cuando es posible la procreación. En consecuencia, también en ese tiempo se prohíben las intenciones y los medios anticonceptivos. E incluso se considera que éstos atentan contra la naturaleza más que el incesto, el cual, por lo menos, conserva la ordenación natural de lo sexual a la procreación.

Con todo, comienza tímidamente a abrirse camino una nueva actitud respecto de la sexualidad, en cuanto se reconoce que el placer sexual ha sido creado por Dios y que en el paraíso habría sido mayor, pero estando subordinado al espíritu.

d) Desde los siglos xvi y xvii, en disputa con el rigorismo de los padres y de los escolásticos, representado en forma extrema por los jansenistas, por motivos pastorales se intentaba superar el matiz negativo de la ética sexual y matrimonial, justificando el encuentro sexual realizado por causa del amor matrimonial (voluptatis causa se decía todavía en la terminología de entonces). Pero este esfuerzo estaba condenado al fracaso porque situaba en el centro de sus reflexiones solamente la copula per se apta ad generationem, y no se atrevía a revisar la convicción básica de que el sentido originario y fundamental de la sexualidad consiste exclusivamente en la procreación.

Así, tras largas reflexiones, se llegó a la idea de que es lícito buscar el placer del comercio sexual si no se hace nada contra la innata ordenación de la sexualidad a la procreación, pues de este modo se mantiene suficientemente la función de la sexualidad que justifica el placer. Así el criterio decisivo de la intención que justificaba el comercio sexual fue una norma negativa. O sea, quedó en segundo plano una ética positiva, personalista de lo sexual, a favor de una estructura formal y objetiva del acto y, con ello, a favor de una ética que juzga el comportamiento humano a partir de las cosas, en lugar de proceder a la inversa.

Esta ética tiene su expresión más consecuente en la encíclica Casti connubii de Pío xi, donde se formula explícitamente la ilicitud de los medios anticonceptivos: «Todo uso del matrimonio, en el que el acto se ve privado por el arbitrio del hombre de su fuerza natural para la producción de una nueva vida, va contra la ley de Dios y de la naturaleza; y los que hacen esto manchan su conciencia con culpa grave» (Dz 2240).

Al mismo tiempo se abre la puerta para una interpretación personal de lo sexual. Pues la norma positiva de la entrega matrimonial, la de ser expresión del amor personal, se subraya con más claridad cada vez, primeramente al acentuarse con fuerza progresiva que el finis operantis del encuentro sexual puede consistir en una muestra de amor, y no tiene por qué ser necesariamente la procreación. Partiendo de esta visión de las cosas Pío xi pudo permitir sin dificultades la elección de tiempo y, con ello, la intención de impedir la concepción cuando existen motivos razonables, siendo así que con ello se situaba en una posición diametralmente opuesta a la «tradición».

Fue más lejos todavía Pío xii, al rechazar la fecundación artificial con este razonamiento: «El acto matrimonial es una actuación personal en su estructura, una cooperación inmediata y simultánea entre los esposos. Por la naturaleza de los que actúan y por la peculiaridad de la acción, es expresión de la entrega mutua; esa expresión, de acuerdo con las palabras de la Escritura, produce la unificación "en una sola carne"» (Discurso del 29-10-1951: AAS 43 [1951] 835-854). Con esto se reconoce oficialmente que el finis operis de la entrega matrimonial es también la expresión del amor.

Es evidente que sobre este trasfondo se amplió y profundizó la conciencia de la licitud y obligatoriedad del c. de la natalidad. Así Pío xi acentuó expresamente el derecho a limitar el número de nacimientos y en determinadas circunstancias, y Pío xii llegó incluso a decir que razones proporcionadas pueden desligar de la obligación de procrear «durante largo tiempo y hasta durante todo el tiempo del matrimonio». Además, Pío xii, Pablo vi y el Vaticano II han resaltado la obligación de un c. de la n. a base de una paternidad responsable.

Pío xii no se atrevió a reconocer la licitud de medios anticonceptivos, sin duda bajo la impresión de que la estructura fisiológica del acto sexual puede alterarse por intervención del hombre a lo sumo por el bien fisiológico del afectado, pero no en interés de otros valores, aunque sean del interesado mismo. La cuestión de con qué derecho se partió de esta suposición es respondida por teólogos y científicos de manera diversa, de modo que Pablo vi se vio obligado a crear una comisión especial para el estudio de la problemática relativa al c. de la natalidad.

A la vista de estas cuestiones no resueltas, el Vaticano II en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy se conforma con afirmar: por una parte, que «los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí, son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco» (49); y por otra parte, que «el matrimonio y el amor matrimonial están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos» (50). Por eso los esposos deben cumplir magnánimamente su misión de procrear y, a la vez, como padres humana y cristianamente responsables, decidir por sí mismos el número de sus hijos. Y el concilio añade que, «cuando la intimidad conyugal queda interrumpida, puede correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de los hijos» (51).

La encíclica Humanae vitae de Pablo vr, publicada el 25-7-1968, no ha traído ningún cambio esencial. Exhorta a una paternidad responsable, pero, en lo referente a los medios de c. de la n., en términos generales no admite otro que el ya clásico de la elección de tiempo. A este respecto pide a los hombres de ciencia un esclarecimiento más exacto del ritmo de la naturaleza. La argumentación de la encíclica ha provocado abundantes discusiones.

2. Exposición sistemática

De esta evolución de la doctrina eclesiástica se desprenden los siguientes puntos como base para resolver el problema relativo a la licitud del c. de la natalidad:

a) La r. consciente y, con frecuencia, también la limitación de nacimientos son hoy en muchos casos una seria obligación moral de los –> padres, pues de otra manera se ocasiona graves perjuicios al matrimonio, a la familia y a la sociedad.

b) La entrega matrimonial, por encima de la procreación e independientemente de ella, tiene un valor moral, si en medio de la castidad matrimonial viene a ser expresión y realización del amor que se entrega totalmente.

El problema relativo a la licitud moral de la r. de la n. culmina en esta cuestión: ¿En qué circunstancias el encuentro sexual puede ser expresión de amor, aun excluida la fecundidad?

La respuesta habitual hasta ahora dice: Siempre que dicho encuentro, por una parte, sea buscado con la intención del que se entrega y, por otra, no quede despojado por la intervención humana de su orientación connatural a la fecundidad, a no ser que esa intervención sea necesaria para el mantenimiento de la salud del interesado. De otro modo, mediante esta intervención se intentaría quitar eficacia a la entrega total de sí mismo con el dinamismo que va inherente a ella, y así se pretendería poner un acto contradictorio, que por tanto se anularía a sí mismo.

Desde este punto de vista se considera permitida la elección de tiempo, porque deja intacto el acto biológico y en su intención sigue estando orientada hacia un orden objetivo previamente dado. En esta cuestión de la elección de tiempo, hay que tener en cuenta además que la historia del amor de un matrimonio no puede sin más situarse paralelamente a la secuencia temporal del ciclo biológico de una mujer, ya que puede ser conveniente un encuentro matrimonial precisamente en un momento poco propicio para el c. de la n. (Beirnaert). Si se practica una intervención con el fin de conservar la salud o de curar al que se entrega, gracias a ella se posibilita que éste pueda seguir entregándose. Tal intervención tiene un doble efecto, y por eso puede justificarse. En consecuencia, la aplicación de métodos anticonceptivos se permite siempre que al efecto anticonceptivo vaya unido un efecto curativo y se busque éste segundo que justifica la intervención.

En los últimos tiempos este punto de vista ha motivado que se discutiera, entre otras cosas, en qué circunstancias se puede atribuir una función curativa a los medicamentos que impiden la ovulación. Se trata especialmente de saber en qué medida una regulación de ciclo es deseable desde el punto de vista de la medicina. Aquí se han tenido en cuenta especialmente los primeros meses después del parto, la menopausia y los casos de ciclos irregulares. Parece obvio que la cuestión acerca de cuándo son convenientes las medidas terapéuticas debe juzgarse de acuerdo con criterios médicos. De todos modos puede decirse que como consecuencia del progreso de la medicina se puede ayudar indirectamente en un buen número de casos en los que es especialmente urgente un c. de la n., cosa que era sumamente difícil antes sobre el trasfondo de la moral tradicional.

La interpretación del principio del doble efecto recibe cierta ampliación en aquellos autores que permiten el empleo de métodos anticonceptivos, no sólo en los casos en que coinciden inmediatamente in actu el efecto curativo y el anticonceptivo, sino también en aquellos casos en que el efecto anticonceptivo se busca directamente como medio en interés de un todo superior o del sujeto. Esto se da, p. ej., cuando se permite la esterilización porque, por razones medicinales, si bien no existe la capacidad de parto, todavía existe sin embargo la capacidad de concepción, que en todo caso bajo las circunstancias concretas ha perdido su finalidad interna. Todavía va más allá el caso en el que, para vencer anomalías psicosomáticas, se permite un control temporal de la concepción, a fin de ayudar así al paciente, con un simultáneo tratamiento terapéutico, a que esté en situación de aceptar en forma humanamente digna una nueva concepción que eventualmente pueda presentarse.

Un número creciente de moralistas va todavía más lejos y se inclina a la opinión de que el criterio por el que debe medirse la licitud de los medios anticonceptivos es el bien del matrimonio y de la familia, y en definitiva el bien de la humanidad, en cuyo bien o perjuicio repercuten tales medios. Llegan a esta opinión por la convicción de que el impedir la concepción no representa en si un valor ni positivo ni negativo, pues el valor moral de las acciones y obras concretas ha de juzgarse siempre por el hecho de si éstas sirven al hombre para el desarrollo moral de su dignidad como persona consciente, libre y responsable, es decir, por el hecho de si perfeccionan sin más al hombre en su ser humano, o lo hacen sólo bajo una dimensión, o le ponen impedimentos en orden a su perfección.

El problema no puede decidirse por la finalidad objetiva de las obras como tales, sino que, en definitiva, ha de resolverse por la finalidad que ellas reciben del hombre con vistas al hombre en cuanto tal. Si se acepta este presupuesto, se desprende como consecuencia que el impedir la concepción es oportuno siempre que eso fomente el amor entre los esposos y otras personas mediatamente implicadas y, por el contrario, una nueva concepción en la situación concreta no pueda asumirse con responsabilidad por parte de los implicados.

El decidir hasta qué punto determinados métodos son compatibles con la dignidad del encuentro sexual, depende en cada caso de si tales medios, con sus implicaciones psicofisiológicas, dentro de las circunstancias constantemente cambiantes pueden integrarse en el bien de las personas afectadas. Si tal integración es posible en una determinada situación, debe decidirse con ayuda de las ciencias particulares implicadas, como la medicina, la eugenesia, la psicología, la sociología, etc.; y cuando sus resultados no bastan, debe determinarse mediante una prudente ponderación de los interesados. Ante esta perspectiva no se puede determinar a priori y en general, sino sólo a posteriori y en cada caso concreto, si la aplicación de medios anticonceptivos es buena o mala. A priori sólo se puede determinar formalmente bajo qué presupuestos está justificado el impedir la concepción, pero la determinación material de la cuestión depende de la situación concreta y debe averiguarse mediante un uso prudente de los conocimientos de las ciencias particulares. De todos modos, una parte de los autores que piensan en esta dirección viene a suponer que la dignidad de la entrega matrimonial exige la integridad del acto sexual, y en consecuencia sólo se manifiesta acerca de la licitud de los métodos anticonceptivos que dejan intacto el curso del acto sexual. Son precisamente aquellos autores que han dado los primeros y más fuertes impulsos para una consideración auténticamente personalista del c. de la n. (L. Janssens, Reuss, van der Marck; cf. también -4 acto moral).

3. Teología pastoral

Desde el punto de vista de la teología pastoral, a tenor de las circunstancias concretas hay que avivar la conciencia de que la limitación de nacimientos puede ser una obligación, la cual se deriva de la misión divina dada a los hombres de configurar su destino consciente y libremente, no acomodándose simplemente a la naturaleza, sino controlándola y dominándola con las fuerzas personales, para crear así una cultura humana en todos los campos de la existencia y también en el ámbito de la procreación. Además se debe resaltar que la integración de la sexualidad en el ámbito de lo dominado personalmente es un proceso lento y no siempre rectilíneo, el cual depende de muchos factores anteriores y ajenos a la esfera personal. Su dinamismo debe alimentarse de una visión del matrimonio como estado salvífico que tiende a la perfección. Las claudicaciones frente a este ideal, las desviaciones del camino que conduce a él y la impotencia para su realización deben juzgarse por su reconocimiento y por la voluntad de alcanzarlo de hecho. Cuanto mayor sean la pureza de intención y la intensidad con que los esposos se apropian esta actitud fundamental, tanto más serenamente pueden actuar de acuerdo con el principio agustiniano: Ama et fac quod vis; pues entonces sus decisiones morales se dirigen con más fuerza cada vez al máximo posible en los valores realizables, y cada vez menos a la imperfección implicada en una determinada forma de realización del acto en determinadas circunstancias (Bölde).

En consecuencia, las infracciones contra esta orientación, articulada más o menos claramente y con mayor o menor libertad de prejuicios, deberán enjuiciarse en su gravedad según la medida del alejamiento de esta actitud fundamental. Los pastores de almas, si fomentan una formación de la conciencia en esta dirección, pueden con toda tranquilidad hacer que el juicio de los esposos sobre sí mismos se convierta en la base de su propia toma de posición. Y a quienes no tienen conciencia de pecado grave pueden animarlos a sacar nuevas y mayores fuerzas para sus tareas matrimoniales de la vida que brota de las fuentes sacramentales de la salvación, a fin de que así se fortalezcan en la aspiración a la perfección consumada y en la esperanza de la misma.

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Waldemar Molinskl