MONOTEÍSMO
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Se entiende por m. en general aquella interpretación de lo «divino» (o de la -> transcendencia, del Numen, de la causa primera metafísica) en que su carácter misterioso es presentado como una realidad personal a la que se puede hablar, única por naturaleza, y sólo lejanamente semejante y comparable al ser del ente cósmico. Esta definición del m. se apoya en el carácter histórico con que él aparece en las grandes religiones del judaísmo, del cristianismo y del islam, pues en ellas se halla aquella idea de Dios que ostenta un m. más expreso y claro. Reviste importancia metódica el tener presente esta caracterización del m., si se quiere abordar el problema, discutidísimo, del origen del mismo. Es cierto que en las religiones mencionadas aparece con la mayor claridad lo que se entiende por m., pero eso no excluye que el m. y las tendencias monoteístas puedan presentarse también en otras partes. Sin embargo, es menester deslindar bien los conceptos, a fin de evitar en lo posible toda confusión de lenguaje en la filosofía y en la ciencia de la religión.

La investigación histórica sobre la forma primigenia de la religión partió del a priori evolucionista o del monoteísta y condujo a posiciones antitéticas. La evolución del politeísmo al m. fue defendida por P. Lafitau, Ch. de Brosses, D. Hume, J.J. Rousseau, A. Comte y otros. B. Tylor puso en lugar del politeísmo el animismo. Voltaire, sin embargo, puso al principio el m. Esta opinión fue confirmada por Andrew Lang y sobre todo por W. Schmidt y su escuela, que creyeron poder demostrar — de acuerdo con la interpretación tradicional del Génesis — el m. originario.

A base de un conocimiento más profundo de la etnología, hoy se da un enjuiciamiento más matizado de la problemática histórica. Hoy se sabe que la fe arcaica, muy difundida, en una divinidad suprema no es aún m., pues admite otras divinidades, si bien subordinadas. Tampoco está demostrado — como lo ha hecho ver sobre todo R. Pettazzoni — que se dé una transición continuada de la fe en el Dios sumo al m., como debe afirmarlo el evolucionismo. Además, la fe en el Dios sumo no es uniforme o unitaria; sus símbolos capitales se formaron, según Pettazzoni, en estrecha unión con la cultura y la comunidad primitivas. El Dios sumo es, para la cultura de pastores y ganaderos, el «padre celeste»; para la cultura agraria, la «madre tierra»; y para la de los cazadores, que se supone más antigua, el «señor de los animales». La fe en el Dios supremo nunca debe considerarse ajena a la visión del mundo como misterio. Pettazzoni hace notar que el m. se ha impuesto siempre frente a ideas politeístas (y también frente a la fe en el Dios supremo) en virtud de la acción decisiva de determinadas figuras religiosas (como Zaratustra, los profetas, Jesús [?], Mahoma); en este sentido habla de la revolución del m. (así ahora también Holsten y Ratzinger). Con ello coincide la tesis de Mensching de que todas las religiones monoteístas son religiones fundadas; sin embargo, la «fundación» no debeentenderse aquí en un sentido demasiado restringido y voluntarista.

Aunque se tenga hoy por históricamente insoluble la cuestión acerca de la forma de la primera religión, no cabe desconocer que la tesis de Pettazzoni contiene un claro elemento evolutivo (por el que está siempre condicionada la revolución monoteísta). Contra una teoría de la evolución que recalque la génesis histórica del m., no se podrán alegar argumentos; sí, empero, contra un evolucionismo (ideológico) racionalista y determinista (cf. la ley de los tres estadios de Comte). Partiendo de la visión expuesta, se pueden comprobar manifestaciones monoteístas aun fuera de las religiones mencionadas, pero es siempre problemático si se trata realmente de un m. y no precisamente de concepciones henoteístas y monistas, a las que falta la personalidad e independencia de Dios. Así es difícil decidir hasta qué punto se puede hablar de m. entre los egipcios (Amenofis iv), en Sócrates y Platón, así como en el vichnuismo y zivaísmo).

La opinión de Pettazzoni está confirmada por el Antiguo Testamento. Esto es importante no sólo dentro de la historia de la religión, sino también teológicamente. Al comienzo de Israel está la fe común de las tribus (cf. Jos 24, 13-25) en el Dios Yahveh. Otros pueblos tienen otros dioses, pero Israel se siente exclusivamente obligado a Yahveh («monolatría»), al que considera como el más grande y poderoso de los dioses (Ex 15, lls; 20, 3; 22, 19; 23, 13; Dt 4, 19; 29, 25; Jue 11, 24; 1 Sam 26, 19s, etc.). De este mono-yahvismo (Vriezen), que es un m. práctico, sale por el movimiento profético el m. teórico (Is 40, 21-28; 43, 10s; 44, 8; 45, 5s; 14, 21s; 46, 9, etc.). Se trata de una evolución lógica (V. HAMP: LThK2 vii, 568). Que la designación de los dioses como 'élbhim (Buber: «dioses vanos») signifique la no existencia de los mismos en sentido óntico-ontológico (cf. Is 2, 8.18; 10, 10s; 19, 1.3, etc.), parece improbable por razón del pensamiento óntico hebreo; pero es posible que la impotencia de los dioses, ciertamente expresada por esa palabra, se interpretara cada vez más como no existencia. El escrito sacerdotal proclama el m. teórico (cf. Gén 1, 1-2, 4).

También para el judaísmo tardío y el Nuevo Testamento permanece firme el m. teórico, que queda plenamente intacto en la predicación de Jesús. Cristo no predica la Trinidad como tal, sino el reino escatológico del único Dios del mundo y de la historia. A la inteligencia de la Iglesia, iluminada por la fe, partiendo del testimonio que Jesús da de sí mismo, se le descubre reflejamente la vida tripersonal del Dios uno. Por este misterio, la fe se opone no sólo al politeísmo, sino también al henoteísmo griego (p. ej., de Plotino), y posteriormente a la acentuación mahometana de la única personalidad de Alá.

El m. cristiano se presenta, pues, siempre como trinitario. Pero queda intacto el principio de la unidad, que es fundamental en el plano eclesiológico (cf. Ef 4, Ss). Sin embargo, las tesis dogmáticas sobre el Dios uno y sobre el Dios trino deben verse juntas, pues de otro modo el m. cristiano se desliza hacia una fe en el Dios uno que lleva rasgos «deístas» («el ser supremo»). La estructura trinitaria del m. impide por lo demás una inteligencia de la personalidad de Dios sin tener en cuenta la analogía. Muchas objeciones contra el teísmo y el m. (cf., p. ej., J.A.T. Robinson) parecen de hecho no tener en cuenta el principio de analogía, pues hablan de la personalidad divina y de la humana en un sentido unívoco, y luego hallan motivo de escándalo en el teísmo. A decir verdad, los reparos ante un m. que presenta a Dios antropomórficamente como superpersona, están de todo punto justificados; Tillich previene contra una caída del m. en una «mitología henoteísta».

De todo esto resulta que, considerado dentro de la filosofía de la religión, el m. de ningún modo es algo que se caiga de su peso. Indudablemente, las intuiciones metafísicas se mueven en un cauce «monoteísta». La unidad del fundamento cósmico desde los presocráticos es afirmada siempre en el pensamiento de occidente contra la tentación del —~ dualismo. Con lo cual la -> metafísica ha servido de apoyo al m., en cuanto ella, al abordar el problema de las pruebas de la existencia de -> Dios desde Anselmo a Hegel, ha contribuido a la configuración de un modo de pensar que formal y metafísicamente lleva a una «monarquía». Sin embargo, que el esfuerzo filosófico, por sí mismo, sin recurrir a datos teológicos o míticos, conozca también la personalidad de Dios en el sentido del m. perfecto, es algo que difícilmente se puede afirmar (ni debe tampoco deducirse de Dz 1785). La filosofía debe conceder el carácter personal de la transcendencia, pues el fundamento de la personalidad humana sin duda tiene que poseer en sí mismo lo personal, y por cierto siempre de una manera actual. Como en esta reflexión se supone ya el carácter personal del hombre, el cual, sin embargo, no fue conocido plenamente por la filosofía sin la mediación cristiana, no pocas veces aquélla se quedó en esta cuestión a mitad de camino. Por eso, filosóficamente, los que niegan el m. sólo pueden ser conducidos a la admisión de una monarquía metafísica. Pero la consumación del m. en un sentido pleno parece que sólo se abre a la reflexión basada en una determinada experiencia religiosa. Esta observación coincide con los datos de la historia de las religiones, según la cual el m. no ha sido resultado precisamente del mero filosofar, sino que su afirmación y difusión ha sido fruto de largas y apasionadas disputas y reflexiones.

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Heinz Robert Schlette