MITO, MITOLOGÍA
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I. El concepto de mito

En su significación originaria, mito (m.) significa palabra, conocimiento, lengua, mensaje; m. puede significar también acontecer e historia. La palabra y el mensaje del m. se refieren a la totalidad de la existencia, del mundo y de las cosas, y atañen a sus orígenes, relaciones y finalidad. El m. se caracteriza ulteriormente por el hecho de que intenta comprender el mundo empírico, lo que es y lo que acontece en él, y sobre todo al hombre y su obrar, partiendo de una realidad que los funda, los reduce a unidad y, a la vez, los trasciende. Esta realidad es la de los dioses. El mensaje que nos sale al paso en la palabra del m. trata del hacer y quehacer de los dioses. Se ofrece por lo general en forma de una narración, la narración de una historia, como «palabra sagrada» caracterizada por la autoridad y la tradición. Sin embargo, el m. sólo puede definirse como historia de los dioses en cuanto lo narrado en él ha de verse como el verdadero origen, el auténtico fundamento y la realidad operante, y juntamente como la norma determinante del acontecer terreno y del obrar del hombre. Por eso, para el m. no sólo la historia de los dioses está inseparablemente entretejida con el hombre y su destino, sino que también el hombre y el mundo están admitidos e incluidos en la esfera del ser y del acontecer divinos.

Así el m. se refiere al origen en el sentido de principio y fundamento que concurre activamente con el acontecer cósmico e histórico y con la acción humana. De ahí que las acciones del m. sean «fundación de un estado y modelo de configuración ulterior, y que el m. en cuanto tal sea fundamentación» (J. SLOK: RGG3 iv 1264).

De aquí se sigue que el m. no se entiende a sí mismo como ficción e invención, sino como experiencia tradicional de la realidad, como ciencia y palabra del verdadero ser y del acontecer que lo funda todo y al que se reduce todo, no sólo bajo la dimensión etiológica, sino también en cuanto de ahí recibe su interpretación y sentido todo ser y acontecer. Con ello se da una determinada caracterización del tiempo propio del m., que es tiempo originario y final, superior y anterior al tiempo histórico, pero operante en él. Con ese tiempo se abre y finaliza el acontecer terreno y humano. Los acontecimientos míticos tienen el carácter de tipo y norma, de suerte que puede aplicárseles muy bien la frase: «No sucedió nunca, pero es siempre.»

La realidad envolvente, originaria, fundante y constitutiva del m. se torna eficaz y viva en el culto. En él se hacen eficaces dentro del tiempo actual los acontecimientos pretemporales o escatológicos. La acción ejecutada en el culto recuerda el correspondiente acontecer mítico, lo repite y representa en signos, acciones y gestos simbólicos. La palabra que acompaña a la acción ritual repite la palabra mítica y abre la potencia real y operante que se da en ella y que se actualiza en el momento presente.

II. Tipos

Dentro de esta estructura fundamental del m., es posible distinguir ciertos tipos y clasificaciones. En ellos se ejemplifica y concreta su estructura general.

Los m. cosmogónicos narran el origen del mundo. Éste es descrito por actos de creación del ser supremo, por la cooperación de varias divinidades, por la lucha y disputa de los dioses, o por emanación a partir de un celeste ser originario y de sus partes entendidas antropomórficamente. Con los m. cosmogónicos se enlazan los antropogónicos, que hablan de la creación del hombre. Está muy difundida la idea de la creación del hombre por mezcla de sustancias materiales.

Los m. del estado originario relatan los estados y condiciones después de la creación del mundo y remiten al fundamento y origen de la existencia humana y de los enigmas, situaciones, experiencias y oscuridades que se dan en ella: vida, sexo, dolor, mal, culpa y muerte. En este contexto nos salen al paso los m. de la edad de oro, del estado paradisíaco y del cambio del comienzo dichoso en la situación que ahora se da por ciertos hechos míticos que causaron la trasformación: tentación y caída, diluvio. Como contrapartida aparece el m. soteriológico del salvador. Los m. escatológicos cuentan cómo al fin del mundo y de los tiempos se renueva éste, aniquilado previamente por catástrofes, y los muertos resucitan para la vida.

III. Presupuestos y valoración del mito

Si W.F. Otto dice que el m. es la lengua del pueblo en los tiempos primitivos, esta afirmación debe precisarse en el sentido de que el m. supone ya una determinada época y un estadio de desarrollo de la cultura. Sólo pueden formarse mitos cuando el sentimiento de la realidad ha logrado una determinada estructuración. En el estadio del animismo o del preanimismo, en que los fenómenos y acontecimientos mismos son considerados inmediatamente y sin distancia como asiento de poderes divinos u hostiles a la divinidad, el m. no tiene posibilidades de desarrollo.

Solamente cuando se ha establecido la separación entre lo sagrado y lo profano, cuando el mundo es considerado como cosmos y el hombre ha alcanzado la facultad de diferenciación, cuando él, en medio de la tendencia a la unidad, es capaz de distinguir lo divino de lo humano y de contraponer la trascendencia a la inmanencia, se da el presupuesto y la condición para que surjan los mitos (cf. RGG3 iv 1264).

El enjuiciamiento y la valoración del m. son muy diferentes. El m. como visión universal del mundo, como ensayo de interpretarlo y darle sentido en el horizonte de lo divino, de los dioses y de su historia, que son origen, fundamento y fin de todas las cosas y de todo acontecer, el m. como «fundamental percepción transcendental», es atribuido a la niñez, al estadio ingenuo, precientífico y acrítico de la humanidad y de su historia. El m. se considera posible solamente porque el hombre en este estadio de su historia desconoce las verdaderas causas. El que no conoce las leyes naturales pero pregunta por el fundamento, introduce por doquier a los dioses y su acción como razón de todas las cosas. La explicación mítica substituye, encubre e impide la averiguación de las causas empíricas.

Una crítica del m. en el sentido de que en su forma narrativa a base de imágenes, símbolos, personificaciones y dramatizaciones es mera invención y no procura conocimiento alguno, nos sale ya al paso en la filosofía griega en su camino del m. al logos, de la imagen a la definición, de la intuición al conocimiento. A diferencia de los sofistas que en nombre de su ilustración rechazaban todos los m., y a diferencia de Aristóteles que encomendaba los m. a los poetas, Platón intentó liberar los m. de sus insuficiencias y aspectos escandalosos preguntando por su logos, por su sentido y significación, por la verdad oculta en ellos, para destacarla frente al m. mismo. Particularmente él puso los m. al servicio del hablar humano sobre las cosas divinas y sobre el todo del ser.

La ciencia moderna (sobre todo las ciencias naturales exactas) supera el m. por el descubrimiento y la determinación de las causas inmanentes, calculables y verificables, que no sólo hacen superfluo el m. y la explicación que él ofrece de todas las cosas y de todo acontecer, sino que lo hacen también imposible y lo superan. Al mismo fin llega la ciencia histórica, e igualmente el esclarecimiento que ofrecen la sociología y la psicología de los orígenes, motivos e interrelaciones del acontecer histórico y del obrar humano.

Finalmente la moderna antropología filosófica define al hombre en términos enteramente desmitizados: no como escenario delobrar de potencias extrahumanas, divinas o demoníacas, sino como sujeto responsable de sí mismo, que dispone de sí mismo, que se siente a sí mismo como señor de todas las cosas y como iniciador del acontecer histórico.

A esta devaluación del m. se contrapone otro enjuiciamiento que califica de racionalista, positivista y superficial, la crítica al m. que acabamos de describir y se esfuerza por sacar de nuevo a la luz el sentido profundo e imperecedero del mismo.

Así se hizo en el romanticismo, sobre todo por obra de J. Gärres, F.W.J. v. Schelling, G.F. Creuzer y J.J. Bachofen, para Ios cuales el m. es expresión de las más antiguas y originarias experiencias de la humanidad, las cuales tienen una relación auténtica e indestructible a la verdad y ofrecen una visión de la realidad que está cerrada al pensamiento puramente empírico y positivista, al pensamiento abstracto, racional y teórico. En el m. se expresa según esta concepción el sentido que late en todo ser, la dimensión de profundidad del mundo y de la historia. Por eso la superación del m. y de su mentalidad y lenguaje no representa un progreso, sino una gran pérdida en experiencia general de la realidad. De ahí que se deba tender, no a desvirtuar o eliminar el m., sino a interpretarlo. «El pensar mítico no ha pasado, sino que lo compartimos en todo tiempo. Es menester recuperar el pensar mítico en el acercamiento a la realidad» (K. Jaspers). Otra estimación positiva del m. procede de la moderna ciencia de la religión. Aquí hemos de mencionar sobre todo a M. Eliade y R. Pettazoni, y también a W.F. Otto, K. Kerényi y L. Lévy-Bruhl. Dicha ciencia se esfuerza por demostrar que los m. y el culto relacionado con ellos no son en modo alguno absurdos, confusos o ininteligibles. Más bien los m. y el culto del que forman parte son una vivencia del misterio de la realidad y de todo acontecer. Por eso han de interpretarse partiendo del hombre, en cuanto éste es fiel a su ser humano y no lo reduce «a una tiranía causal de tipo técnico, mecánico y lógico»» (A.E. Jensen).

Una afirmación que ha tenido gran eficacia en la actualidad se halla en la psicología de C.G. Jung. En el análisis del «inconsciente colectivo» (descubierto y descrito precisamente por este psicólogo), del fondo anímico inconsciente, común a todos los hombres y a la vez suprapersonal, Jung encuentra arquetipos, «formas o imágenes de naturaleza colectiva» que están presentes y operan en toda alma, residuos «de estados históricos espirituales» que se transmiten por tradición, emigración y herencia. Examinado el asunto con detención, se ve que estos arquetipos son idénticos con los motivos del m. Por otra parte, los m. no son otra cosa que proyecciones del alma, más concretamente, del inconsciente colectivo. Sin embargo los m., lo mismo que los arquetipos, son fenómenos sustraídos a nuestro capricho y construcción. Por esta ordenación de los arquetipos a los m. y de los m. a los arquetipos, el m. es muy familiar al hombre y lleva en sí cierta verdad; verdad que para Jung se agota con el hecho de existir. En el m. el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo. Por eso, el m. debe fundarse y entenderse, no histórica, racional o sociológicamente, sino tan sólo psicológicamente. En toda tendencia a degradar o eliminar el m., Jung no puede ver más que un empobrecimiento y hasta una destrucción del hombre y de su alma.

IV. Mitología

Por mitología pueden entenderse distintas cosas: la suma de los m. o la ciencia de los mismos. La mitología puede significar también el esfuerzo por extraer y articular el sentido, la significación, el logos del mito. La mitología significa además, a diferencia del logos en el sentido de la ciencia abstracta y teórica, la mentalidad, la manera de conocer y el lenguaje propios del m.: el hablar por intuición e imágenes, el empleo de símbolos, de la lengua de las cosas y de su carácter de signo, el uso de representaciones sobre todo espaciales: arriba-abajo, altura-profundidad, aquí-más allá (cf. imagen del -> mundo). En este sentido el hombre habla del más allá con sus términos de aquí, habla de lo «ultramundano mundanamente, de lo divino humanamente» (R. Bultmann). En la mitología así entendida entra la forma de narración dramática y la tendencia a la personificación.

V. La valoración teológica del mito

Para la valoración teológica del m. queremos destacar los siguientes puntos de vista.

1. La revelación expresa de Dios, que culmina en la epifanía histórica de Jesucristo, se dio y se da también a hombres que saben míticamente de Dios y de la divinidad por -> religiones condicionadas histórica y sociológicamente. Sin embargo, la religión como acontecimiento y palabra, no puede deducirse del m., sino que está en abierto contraste con él.

2. Comoquiera que en la revelación definitiva e histórica se trata de un acontecimiento y de una palabra que brotan del libre designio amoroso de Dios, lo conocido y dicho en la revelación está emparentado con lo que quiere expresarse en el m., con lo que éste dice en forma de representación y enunciado vivo, figurado, intuitivo e histórico acerca de Dios y de su relación con el mundo y el hombre. Sin la representación plástica de las imágenes míticas, sería vacío el conocimiento de la acción salvífica de Dios, el cual es necesario por razón de la verdad y avanza del m. al logos, conservándolos a ambos en una unidad integral. En este sentido, la experiencia mitológica rectamente entendida no está en oposición con el conocimiento de la revelación; más bien, lo mismo que el logos, se halla ordenada a ésta y participa de su carácter analógico, e incluso ella misma es una manera de conocer aquello que supera todo comprender y decir, aquello que sólo puede ser conocido «como en un espejo y enigma» (cf. 1 Cor 13, 12; -> analogía del ser).

3. La revelación de Dios que culmina en la encarnación del Hijo de Dios es la superación y plenitud de la compenetración entre la divinidad y el mundo, entre el obrar divino y el humano, la cual en el m. se describe de múltiples maneras, aunque imprecisas, y por eso en él más que cumplirse se presiente. El dramatismo y el carácter plástico y concreto que dominan el m. están asimilados en la epifanía de Dios en el hombre concreto Jesús y en su historia, en el que pueden cumplirse todas las promesas, pues él es la imagen del Dios invisible, hasta el punto de decir: «El que me vea mí, ve al Padre» (Jn 14, 9).

Por eso es posible decir que los elementos expresados en muchos m. son aplicables a Jesucristo; muchos rasgos, imágenes y representaciones míticas pueden tomarse para exponer el misterio de Cristo y el sentido de sus acciones y palabras. Pero estas afirmaciones no convierten en un m. la revelación de Cristo, sino que ponen el m. en una relación con aquélla reclamada por él mismo. De ahí resulta que la revelación no sólo no es un m., sino que dondequiera ésta reflexiona expresamente sobre tal tema, se sitúa en claro y explícito contraste con él: 1 Tim 1, 4; 2 Tim 4, 4; 2 Pe 1, 16. Pero es posible que la fe que reflexiona sobre la revelación y la predicación que la transmite hagan uso del m. y de sus elementos. La inteligencia dada en el m. está llamada a prestar el lenguaje adecuado para las dimensiones universales de la salvación dadas en la revelación. Por la referencia del m. a la persona, a la historia y a la obra salvífica de Jesucristo, aquél llega simultáneamente a su consumación y a su superación: su final en Cristo es a la vez su consumación.

4. Por lo dicho puede también conocerse la manera como la revelación es juicio y crisis del m. La revelación es el «no» a la determinación indiferenciada de la relación entre lo divino y lo humano, pues al conocer al Dios uno y trino — en contraste con los dioses — expresa a la vez la absoluta transcendencia, soberanía y libertad de Dios frente al mundo, y describe a este mismo mundo, de forma totalmente amítica, como obra de Dios, como creación; lo cual significa simultáneamente que el mundo queda liberado en su propio ser no divino. La revelación es la negación del m. por el hecho de que, en contraste con él, reconoce como notas características suyas la -> historia e historicidad y el -> tiempo irreversible, y dentro de este tiempo irreversible proclama lo que sucedió en Cristo como acontecido «de una vez para siempre». En oposición al m., que tiene y admite muchos dioses y muchas historias de dioses, que no declara nada concreto como obligatorio y exclusivo, que presenta tantas variaciones, la revelación reclama para sf exclusividad obligatoria, proclama la decisión concreta de Dios en Jesús de Nazaret, la cual reviste un carácter universal, y exige una respuesta personal y una decisión existencial en la fe.

El hombre descrito en la revelación no es, en contraste con el m., una naturaleza sometida a los poderes del destino, que no dispone y responde y se decide en ella, quereconoce la acción de Cristo como liberación para ser ella misma y como liberación de los dioses, elementos, señores, fuerzas y potencias del destino que llenan el m. De esta manera la revelación viene a ser aquel horizonte en que el hombre encuentra su recto lugar y asume su verdadera significación (cf. también -> desmitización).

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Heinrich Fries