Misión y «cristianismo implícito»
SaMun

La actual idea de un cristianismo «implícito» y de una gracia «anónima» está en contradicción aparente con la motivación «clásica» de las m. Pero, en realidad, con ello el sentido de las m. se esclarece en una forma más persuasiva. El cristiano sabe que el hombre para alcanzar su salvación tiene que creer en Dios, y no sólo en él sino también en Cristo; e igualmente que esa fe no es un precepto positivo del cual se pueda dispensar. Más bien, esta fe es en sí misma necesaria para la salvación y por eso se exige incondicionalmente como único medio posible; pues la salvación del hombre no es otra cosa que la plenitud definitiva de ese principio, que en consecuencia no puede substituirse por ninguna otra cosa. En este sentido fuera de la Iglesia realmente no hay ninguna salvación, como dice la antigua fórmula teológica (cf. miembros de la -> Iglesia). Pero ¿puede creer el cristiano que toda una multitud incalculable de hermanos suyos, no sólo los que antes de Cristo se remontan hasta el más remoto pasado (cuyos horizontes extiende cada vez más la paleontología), sino también los del presente y del futuro, en principio está excluida de dar plenitud a su vida y condenada al absurdo eterno? La Escritura le dice explícitamente: Dios quiere que todos los hombres alcancen la salvación (1 Tim 2, 4); el pacto de alianza que Dios estableció con Noé después del diluvio nunca ha sido suprimido; más bien, Cristo mismo lo ha sellado con la autoridad soberana del amor que se sacrifica, el cual abarca a todos.

Ahora bien, si hemos de conciliar ambas afirmaciones, a saber, la necesidad de la -> fe cristiana, por un lado, y la universal voluntad salvífica (-> salvación) del amor y omnipotencia divinos, por otro, sólo cabe la siguiente solución: de algún modo todos tienen que poder ser miembros de la -> Iglesia, y esto no sólo en el sentido de una posibilidad lógica y abstracta, sino en una forma real e históricamente concreta. Lo cual significa que debe haber grados de pertenencia a la -> Iglesia, no sólo en la línea ascendente, desde el bautismo, a través de la confesión plena de la fe cristiana y del reconocimiento de la dirección visible de la Iglesia para llegar a la comunidad de vida en la eucaristía, hasta la santidad realizada; sino también en la línea descendente, desde el bautismo explícito hasta un cristianismo no oficial, implícito, que, sin embargo, puede e incluso debe llamarse cristianismo en un sentido real, aunque él no pueda ni quiera darse a sí mismo este nombre.

Esto significa (véase una explicación más amplia en -> existenciario ii) que el hombre en la experiencia de su -> trascendencia, de su apertura sin límites (aunque no sea en forma explícita ni expresable), experimenta también la oferta de la -> gracia, no necesariamente de manera refleja como -> gracia, como llamada que se destaca en su carácter sobrenatural, pero realmente según su contenido. Y en ese caso la revelación explícita por la palabra en Cristo no es algo que nos llega desde fuera como cosa totalmente extraña, sino que en cierto sentido es solamente la explicitación de lo que nosotros somos siempre por la gracia y, por lo menos de una manera implícita, experimentamos en la infinitud de nuestra trascendencia. Evidentemente esta explicitación no es mera explicación, ni mera plenitud, sino además «super-plenitud» de lo que ya está dado. Ésa es una de las razones importantes por las que se comprende que la predicación de la palabra explícita a los hombres, a pesar de la apelación a su adoración implícita (Act 17, 23), pone ante una decisión real y radical.

Si el hombre acepta esta -> revelación, pone el acto de fe sobrenatural. Pero él ya acepta también dicha revelación cuando realmente se acepta por completo a sí mismo, pues ésta habla ya en él.

En la aceptación de mismo el hombre acepta a Cristo como consumación absoluta y garante de su propio movimiento anónimo hacia Dios a través de la gracia. Y a su vez la aceptación de esa fe no es obra del hombre solo, sino también obra de la gracia de Dios, que es la gracia de Cristo e igualmente de su Iglesia, cuya naturaleza consiste en la prolongación del misterio de Cristo, en su permanente presencia visible en nuestra historia.

Ahora bien, a quien se deja aprehender por esta gracia podemos llamarlo con pleno derecho «cristiano implícito». Lo significado con esta tesis es enseñado también en la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano II (n.° 16), según la cual aquellos que sin culpa propia todavía no han recibido el evangelio (posibilidad que se presupone claramente como real) pueden alcanzar la salvación eterna (aeterna salus), que indudablemente es la sobrenatural. El presupuesto es únicamente, por parte de Dios: su gracia (gratiae in fluxus, divina gratia); por parte del hombre: «que éste busque a Dios con corazón sincero, que quiera cumplir en la acción la voluntad divina conocida en la llamada de la conciencia.» Este cumplimiento del deber de conciencia se presupone explícitamente como posible también entre aquellos que «sin propia culpa no han llegado todavía al reconocimiento explícito de Dios». El documento citado no dice, pero tampoco excluye que ese inculpable «no ser cristiano» pueda durar largo tiempo individual o colectivamente. Pero, como todas las realizaciones fundamentales del hombre, el cristianismo implícito lleva la tendencia a hacerse explícito, a alcanzar su nombre. Una situación histórica desfavorable puede poner limites a esa explicitud, de modo que ésta en cuanto acto reflejo no vaya más allá de un humanismo amoroso. Pero el hombre no negará tal tendencia cuando alcance un nuevo estadio en su camino hacia lo explícito, hasta que éste se consume en la confesión eclesiástica conscientemente aceptada. Únicamente aquí encuentra esa fe no sólo mejor soporte y fiabilidad, sino también su realidad auténtica y aquella paz que Agustín llama descanso en la esencia: paz y tranquilidad que no significan estancamiento y huida, sino la posibilidad de confiarse con mayor decisión a la voluntad soberana del misterio de Dios, pues el hombre ahora, según una frase de Pablo, sabe en quién cree y a quién se entrega sin miedo y con una confianza radical.

Nuestra tesis no significa, pues, el último intento de «salvar» todavía para la Iglesia todo lo bueno y humano en un mundo donde desaparece la fe cristiana. Pero indudablemente el creyente, que vive en una situación de diáspora o de m., la cual se agudiza más y más, de modo que él se ve tentado en su fe y esperanza ante el panorama de sus hermanos incrédulos, puede sacar de lo dicho serenidad y fuerza para la objetividad. Su saber acerca del cristianismo implícito de ningún modo lo dispensa de la preocupación y del esfuerzo por aquellos que todavía no conocen la verdad única y necesaria en la explicitud del mensaje evangélico, ni lo dispensa del esfuerzo por la «gloria» del amor redentor de Dios, la cual tiene derecho a ser «conocida» y «realizada».

Sería por tanto una necedad el creer que la idea del «cristianismo implícito» tiene que disminuir la importancia de las m., de la predicación de la palabra divina, del bautismo, etc. Más bien esta doctrina libera al cristiano para el servicio misional, pues lo preserva del pánico y lo capacita para aquel amor activo y paciente que, según las palabras del Señor, salva la vida, la del cristiano y la de sus hermanos. Pero la gracia a la que aquí nos referimos no sólo se da para la observancia honesta de la ley moral natural. Esto se desprende de una observación del Decreto sobre las m. (n.° 7), donde se dice explícitamente que Dios, «por los caminos desconocidos de su gracia», puede dar la fe - sin la cual no hay salvación — también a los hombres que todavía no han oído el evangelio.

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Karl Rahner