MILAGROS DE JESÚS
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I. Teología bíblica

1. Milagro y mensaje

En la obra de Jesús, tal como la refieren los Evangelios, los m. ocupan un lugar cuantitativa y cualitativamente importante. Pero no aparecen allí como simple proliferación de lo maravilloso, al margen del mensaje salvífico, sino que, más bien, ellos mismos son evangelio, mensaje salvífico en acción. Puesto que los sinópticos normalmente designan el m. con la palabra dynámeis (acciones poderosas), deberíamos traducir este concepto por «manifestación del poder». Por lo demás, la palabra poder no insiste en el carácter excepcional de la manifestación o en la afirmación de la intervención trascendente de Dios, sino en la presencia de la salvación, que vence las «virtudes y potestades» del mal. Como signo de la salvación, el -> milagro alcanza su sentido pleno y su realización perfecta en Cristo, plenitud de la presencia salvadora y «sí» definitivo de Dios al hombre, en quien se hacen realidad todas las promesas (2 Cor 1, 20). Todos los grandes temas de los profetas y de la actividad mesiánica de Jesús se prolongan plásticamente en los m.: primacía del reino sobre los cuidados materiales (diezmo sacado de la boca del pez); liberación del pecado (el paralítico bajado por el techo); victoria sobre el demonio (expulsión de demonios); victoria sobre la muerte (Naím, la hija de Jairo); paradoja de la cruz y de la glorificación (el caminar sobre las aguas; tempestad calmada); esterilidad del que rechaza la salvación (higuera seca) y riqueza del que la acepta (pesca milagrosa; Pedro que camina sobre las aguas). Jesús mismo, en la sinagoga de Nazaret, lo mismo que en la respuesta dada a los emisarios de Juan Bautista (Lc 4, 16s; 7, 18-23), une expresamente sus prodigios con las profecías mesiánicas de Isaías, donde cada don físico simboliza la salvación eterna y las riquezas del reino. Todós los m. son así preludio de su propia resurrección, que es el triunfo decisivo del poder de Dios y de la realidad escatológica más allá de todo signo, pero que, para la Iglesia que vive aún en la espera, se anuncia por el sepulcro vacío y las apariciones.

Por lo demás, a su Iglesia en peregrinación le promete el Señor resucitado que los signos la acompañarán hasta el fin de los tiempos (Mc 16, 17; Mt 28, 18). Y esto revela el sentido último de todo m.: ser anticipación y arras de la parusía final, principio y presencia de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Pero la Iglesia no posee aquí un lugar de permanencia, pues ha de continuar su ruta hacia la promesa a través de la historia.

En el Evangelio de Juan está más acentuado todavía el carácter de acción simbólica que tienen los m. Para Jesús mismo los m. forman parte de las «obras (erga) que él realiza»; y nunca las llama «mis obras» (7, 3-8, 16), sino que las llama «obras de aquel que me ha enviado» (5, 36; 9, 3; 10, 25.32). Es, pues, el Padre quien, por estas obras, manifiesta a Cristo como Hijo suyo y se revela a sí mismo como Dios misericordioso. Cuando el evangelista no refiere ya las palabras del Señor, sino que desarrolla sus propias concepciones teológicas, designa el m. con la palabra signo (semeion), que toma en él un sentido muy particular. El semeion es a la vez: garantía de autenticidad del testimonio divino; teofanía de la doxa del Padre en el Hijo; ilustración simbólica de su obra salvadora y de la lucha contra el príncipe de las tinieblas, que es homicida desde el principio (luz para el ciego de nacimiento, resurrección de Lázaro); arquetipo del universo sacramental (vino de Caná, multiplicación de los panes, agua de Betzatá); y símbolo prefigurativo de la consumación y del juicio escatológico (vino de las bodas eternas, agua viva que salta hasta la vida eterna, luz sin sombras, resurrección para la vida eterna). De ahí que Cristo ponga siempre sus m. en relación con su «hora» (p. ej., 7, 3-8) y con el signo definitivo de su exaltación en la cruz y en la 86ga de la resurrección.

2. Milagro y f e

Como testimonio divino, como acción simbólica que se añade al signo de la palabra y lo confirma (Mc 16, 20; Jn 10, 25; Act 2, 4), el m. es uno de los principales lugares de mediación entre el mensaje y la fe. Reconocer el carácter de mensaje del m. no significa todavía tener que creer; significa solamente quedar confrontado con la invitación divina y puesto en situación de decidir (Jn 10, 37-38; 15, 24). El m. es en efecto un signo que invita, pero no fuerza. La terminología de Juan es muy exacta en la distinción de los diversos momentos del encuentro con el signo. Cabe «no ver» el m., es decir, se puede percibir materialmente el hecho prodigioso, pero sin comprender su significación (Jn 6, 26). Al contrario, «ver» el m. es haber comprendido plenamente su sentido salvífico y sentirse por eso mismo llamado a la fe (Juan expresa este «ver», que precede a la fe, con el aoristo 818ev). A esta visión responde el hombre o bien con un acto de fe (kaí epísteusen se repite como un estribillo: 2, 11; 4, 53; 11, 45; 12, 42, etc.) o bien con la negativa a creer (8, 47; 12, 26s, etc.).

El acto de fe es, pues, más que un simple conocimiento de la auténtica referencia del signo; creer es más bien entregarse a la persona significada y a su acción salvadora. Una vez que el hombre ha dado su asentimiento, la fe llega a una visión totalmente nueva del m.: a una contemplación, por el signo, de la gloria de Dios revelada en Cristo (Juan expresa esta visión con el perfecto eóraka: 9, 37; 14, 7.9; 19, 35; 20, 29). El m. pierde entonces su función de invitar a la fe y se convierte para el creyente en acicate para una vida en el Pneuma, pasa a ser un elemento de su diálogo confidencial con el Padre en Cristo. La negativa a creer puede presentar muchos matices y proceder de diversos motivos: embotamiento espiritual (Jn 6, 15. 26; Lc 17, 11-19); respeto humano (Jn 12, 42); cálculo político (Jn 11, 48.53); orgullo legalista (cura en sábado: Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-16; Jn 5, 10; 9, 16); envidia clerical (Jn 12, 11), etc. Se llega incluso a invertir el sentido de los signos y atribuirlos a Beelzebub (Mt 12, 24-28). Y, sobre todo, se querrá que Dios acepte nuestras condiciones y subordinar la fe a «un signo del cielo» (Mt 12, 38-39; Mc 8, 11; Jn 2, 18), a un hecho prodigioso sin relación interna con el mensaje, el cual se imponga por la fuerza de lo sensacional y esté al servicio de sueños políticos y de un reino con poder temporal. Esto es precisamente todo lo contrario del signo en Juan. Jesús se niega a conceder ese signo que los judíos piden con tanta insistencia (hasta tal punto que Pablo los caracteriza por su «afán de signos»: 1 Cor 1, 22), pues su sed de prodigios procede de la negativa previa a creer.

La fe suscitada por el m. de ningún modo es la más perfecta. Como la palabra, el signo milagroso es una semilla, que fructificaría según el terreno en que se siembre: la fe versátil de las turbas; la fe vacilante de Nicodemo; y, al contrario, la fe anhelada o profesada antes de que se produzca el signo (el paralítico bajado por el tejado; el padre del joven epiléptico Mc 9, 24), que el Señor halla sobre todo en extranjeros (la cananea, el centurión). Así se comprende que, para Jesús, el m. no sea el camino único de la fe, ni siquiera el más perfecto (Jn 4, 48). Es sólo el ruedo de su vestido. Mucho más eficaz es el encuentro con su doctrina, y sobre todo con su persona. Muchos de los que se le adhirieron más fielmente — los primeros discípulos, Mateo, María de Magdala, Zaqueo y tantos otros, su madre señaladamente — llegaron a él por un camino distinto del de los signos milagrosos: «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20, 29).

II. Apologética

Si no se excluye a priori la posibilidad de milagros en general, de todo lo que precede se desprende que no es posible eliminar los m. del evangelio o desmitizarlos sin lesionar la sustancia misma del mensaje. Indudablemente, no es posible comprobar cada perícopa a la luz de la historia de las -~ formas para determinar con precisión su núcleo histórico, desprendiéndolo de los retoques y añadiduras posteriores, como las amplificaciones catequéticas o litúrgicas. Pero, en conjunto, la historicidad de los m. de Jesús está garantizada por la naturaleza misma del testimonio apostólico. Todos los autores del NT insisten, en efecto, sobre el hecho de que la acción salvadora de Dios en Cristo se realiza y manifiesta en la historia; realización que ellos atestiguan expresamente como histórica (Lc 1, 1-4; 1 Jn 1, 1-4; 2 Pe 1, 16-20). Los m. no pueden tener valor de signo si no se presentan al mismo nivel histórico que la persona de Cristo y su enseñanza; y también para los m. los evangelistas se presentan insistentemente como testigos oculares. La referencia a m. de Cristo no se reduce a los relatos, sino que se halla también en cierto número de logia que por su antigüedad en general son considerados como palabras auténticas del Señor. Por lo demás, no parece que los enemigos mismos de Cristo negaran la materialidad de los hechos prodigiosos; no se halla rastro de esta negación ni en los Evangelios ni en la polémica judeorrabínica de los primeros siglos.

Los m. de Jesús se acreditan por su comparación con los relatos de los apócrifos, y con los m. atribuidos a los taumaturgos paganos (p. ej., Apolonio de Tiana), con la Legenda aurea o las mitologías, que en principio tienden a apoyar su autenticidad religiosa e histórica. La notable sobriedad, la ausencia de exageraciones y la sencillez, de un lado, contrastan con el exhibicionismo y las voces de mercado, de otro lado; la dignidad, la seriedad, el olvido de sí en Jesús y el contexto de oración en sus milagros contrastan con los trances, las fantasmagorías, los trampantojos y el espíritu de lucha de los taumaturgos. En los Evangelios ningún m. es inútil, carente de importancia, dudoso en sus intenciones, como sucede frecuentemente en los m. mitológicos. Tampoco hay en ellos ningún m. punitivo, ni sed desenfrenada de lo maravilloso. No se produce ningún m. durante la infancia ni durante la pasión. A una figura tan poderosa como Juan Bautista no se le atribuye m. alguno. Y en el libro de los Hechos (14, 20; 20, 10; 28, 5) se halla una interpretación puramente histórica de ciertos acontecimientos que parecían destinados a engendrar leyendas. En los relatos de milagros se encuentran muchos pormenores que nada tienen de tendenciosos, y así no engendran la sospecha de haber sido inventados, y, por otro lado, son tan naturales y humanos que delatan al testigo ocular. Esos relatos concuerdan perfectamente con la persona del Señor, con su mensaje y su obra salvífica, con el simbolismo de los sacramentos y el lenguaje de las parábolas.

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Louis Monden