METAFÍSICA
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I. El origen antiguo

Tà metà physikà fue por de pronto un rótulo de biblioteca. Bajo este título hizo seguir Andrónico de Rodas en su ordenación del Corpus Aristotelicum «después de los escritos físicos» aquellos 14 libros en que Aristóteles trataba de explicar una «ciencia primera» (próte philosophía), destacada de todas las otras ciencias. Probablemente, esta ordenación estaba ya motivada temática y pedagógicamente, en el sentido de que los temas y soluciones de esta ciencia suprema sólo podían darse y medirse una vez tratada la temática de las ciencias naturales. Lo cierto es que ya muy pronto la «metafísica» tuvo la significación de una ciencia que en la marcha del pensamiento sigue temporalmente a las investigaciones de los múltiples dominios de la naturaleza, porque tiene por objeto lo que está más allá de los dominios de la naturaleza como elemento que los une; pero, en cuanto constituye el elemento originario de unión, es lo objetivamente antecedente y primero, y por tanto la ciencia acerca de esto es la «filosofía primera». Por eso las ciencias naturales como «filosofías segundas» están ya en sí mismas remitidas a esta filosofía primera; y toda actitud científica ante los múltiples elementos de la naturaleza sólo es posible por una primera percepción precientífica de aquello que la mantiene unida.

Ahora bien, todo saber científico, a diferencia del mero conocimiento perceptivo de lo sensible, sometido al tiempo y a la mutación, es un saber de las causas y los principios permanentes, y un saber «por razón de sí mismo» y no por ciertas utilidades como el conocimiento artesano y artístico de causas y principios. Pero «la primera filosofía» es en sí misma el saber más lleno de sentido acerca de las «primeras causas y los primeros principios» del ente, a saber, no del ente en un ámbito particular de la naturaleza, sino en el sentido más universal del «ente como ente». La cuestión sobre el ente como tal impulsa hacia un ente supremo, y la cuestión sobre las varias causas «primeras» lleva igualmente a una causa suprema: lo divino como el pensamiento que, en pura theoría, se piensa felizmente a sí mismo. Así, pues, en esta ciencia de Aristóteles titulada m. están unidas la teología y la ontología en una unidad originaria, aun cuando el nombre de «-> ontología» no apareciera hasta más tarde (en el siglo xvii).

En cuanto la m. onto-teológica trata de elevar expresamente a ciencia las determinaciones universales del ente, a saber, lo que, como percibido ya primeramente y siempre, posibilita en principio el encuentro efectivo con este o el otro ente, la m. puede considerarse ya en su punto de partida en Aristóteles como trascendental, aunque este carácter trascendental del filosofar sólo se destacó más fuertemente en la edad moderna con la creciente reflexión metodológica y a decir verdad se modificó también decisivamente (-> filosofía trascendental). Si, finalmente, el pensar trascendental ontológico-teológico transciende el ente que se da en los campos particulares de fenómenos de la naturaleza hacia las determinaciones universales del ente como tal — y consecuentemente transciende también el saber parcial de las ciencias naturales, de la «física», hacia la m. como saber universal del ser —, por otro lado, la m. permanece ligada al ente de la naturaleza y también al saber científico del mismo, y así es la m. de la física. Y, a la inversa, el saber científico-natural está previamente referido a su base metafísica que lo posibilita, o sea, está orientado metafísicamente. Por eso, la «ciencia natural», que la m. aristotélica concibe desde sí misma y hacia sí misma, en la concepción de Aristóteles presenta un sentido muy distinto del que tiene en las modernas ciencias naturales. La ciencia natural aristotélica no reduce los fenómenos del ente natural, sin intervención de ninguna m., a unas leyes fenoménicas inmanentes, matemáticamente captables, sino que las reduce ontológica y teológicamente a las leyes de la esencia y del ser (cf., p. ej., la explicación aristotélica del curso circular del cielo estrellado o de la ascensión de cuerpos ligeros).

Aristóteles imprimió este cuño al pensar metafísico, dándose la mano con la tradición presocrática y señaladamente con la versión platónica de los problemas planteados en esa tradición, a la vez que la discutía y transformaba. Después del paso dado ya por los presocráticos desde el «mito al logos», desde la verdad salvífica de la religión transmitida siempre de una manera exclusivamente histórica a la verdad del puro saber, que se evidencia por sí misma, la poderosa aportación de Platón fue la diferenciación decidida entre percepción y pensamiento, entre ente sensiblemente perceptible en su aparición cambiante, en su génesis y evolución, de una parte, y ente que sólo por el pensamiento puede conocerse en su permanente esencia suprasensible, de otra. Lo que aparece in fieri es ente, pero también no ente. Sólo el ente en su esencia suprasensible tiene verdadera entidad; y lo más esencial de todas las esencias es el ser como el -> bien. El ser como bien es simultáneamente la luz. Permite al ente por medio de las esencias participar en él, y esto significa a la vez estar iluminado y ser consiguientemente cognoscible para el pensamiento. Y como la luz del, sol posibilita al ojo la percepción de los fenómenos, así la luz del ser posibilita al pensamiento como «vista espiritual» el conocimiento del ente en su ser esencial. Desde Platón, toda m. es m. de la luz y (con más o menos insistencia) m. de la -> participación.

Cierto que Aristóteles completó «etiológica» y «arqueológicamente» y en gran parte transformó la doctrina de Platón sobre la methexis y su teleología; pero también en aquél el ente supremo y más esencial sigue siendo lo èrómenon de todas las cosas, y esta relación sólo puede entenderse en todo caso partiendo del pensamiento platónico de la participación. Aristóteles contrapuso además la aphairesis a la anamnesis platónica para resolver el problema del conocimiento, y él introdujo también (si bien apoyándose una vez más en Platón) la distinción entre conceptos categoriales unívocos y conceptos transcendentales analógicos (-> analogía del ser). Más consecuencias que estos y otros pasos del pensamiento que completaban a Platón y hasta se desviaban de él, los cuales llevaron a un desdoblamiento de la tradición metafísica, tuvo el hecho de que Aristóteles interpretara ahora decididamente el ente supremo y más esencial (que para Platón era el bien), como pensamiento, razón o -> espíritu, de suerte que, partiendo de aquí, las esencias que transmiten el ser podían ser concebidas como los pensamientos manifestados y sumergidos en el ente sensible (el cual así «es» en absoluto, y no sólo «no» es). Esa interpretación tuvo tanto mayores consecuencias cuanto que penetró en las dos corrientes de la tradición (así, particularmente durante la edad media, en el -> agustinismo platónico y en el -> tomismo aristotélico), aunque éstas no puedan caracterizarse con elementos solamente platónicos o solamente aristotélicos, tanto mema por el hecho de que Aristóteles mismo no puede ser entendido sin la base platónica presente en él. De todos modos, desde Aristóteles toda m. es decididamente m. del espíritu, en el sentido de que el -> ser de todo ente es entendido como realidad espiritual, como realidad pensante o pensada (cf. también -> aristotelismo).

II. Características del pensamiento metafísico

La m. está fundamentalmente determinada por su doble origen platónico-aristotélico, de forma que, partiendo de este origen, se marca la dirección a las posteriores configuraciones que recibe en las diversas épocas. Pero esta determinación fundamental no significa que las siguientes formas del pensamiento metafísico no hayan sido otra cosa que una ejecución y corrección, o un perfeccionamiento de lo anterior, o que puedan en su totalidad deducirse del punto de partida griego. La relación del pensamiento metafísico sistemático con su propia tradición histórica, o sea, la relación entre sistema e historia, parece a la verdad, si ello constituye en absoluto problema para la m. misma, no admitir otra posibilidad de interpretación que la de un «mejoramiento» progresivo (cf., p. ej., LEIBNIZ, De primae philosophiae emendatione...) o incluso de una evolución necesaria desde el comienzo (así en la dialéctica de Hegel como identidad de sistema e historia).

Esta consideración de la relación entre sistema metafísico e historia de la m. (predecidida por la distinción m. entre ser esencial supratemporal y realización accidental temporal en la naturaleza y, consecuentemente, entre verdad supratemporal perfecta y hallazgo temporal de la verdad imperfecta en la historia) debe en todo caso aparecer como insuficiente, cuando precisamente una nueva experiencia de la historia (y de la naturaleza) no permite ya sin más, o por lo menos hace problemática, la fundamental distinción m. entre ser esencial, de una parte, y realidad de las muchas cosas, de otra, entre la verdad divina y el acontecer de la verdad humana, o cuando dicha experiencia hace igualmente problemática la superación de tal distinción en una unidad superior. Pero en ese caso queda también vedada la posibilidad de ofrecer un concepto plenamente acabado — o una simple anticipación programática — de la m., pues ésta es siempre sólo la m. en la historia que hasta hoy ha tenido fuerza operante. Por eso, las características del pensar metafísico no pueden ser más que aproximaciones, las cuales, sin su peculiar despliegue concreto en cada época histórica, tienen que ser extrínsecas a la m. real. Con esta reserva expondremos el tema.

1. La m., desde sus orígenes en la antigüedad, es la forma fundamental del filosofar (-> filosofía). Todos los reiterados intentos de fundar una filosofía ametafísica, cuyo prototipo puede verse en el -> positivismo, se mueven aun actualmente dentro del círculo mágico de la metafísica. Esto se ve por el hecho de que sólo pudieron aspirar a semejante fundación contraponiéndose al pensar metafísico del tiempo respectivo, y en tal contraposición llevaban tanta adherencia m. que no resulta dificil (incluso en el caso del positivismo más extremo) desenmascarar sus propios presupuestos «criptometafísicos».

2. Como forma fundamental del filosofar en esta historia, la m. es «idealismo» en el sentido lato, el cual abarca las diversas desviaciones de los idealismos metafísicos respecto de los realismos igualmente metafísicos. Pues en ambos casos se trata cabalmente de una definición distinta de lo mismo, a saber, de la relación del ser neoético ideal con los muchos fenómenos estética o sensiblemente «reales», y, no obstante la diferencia de modalidades conceptuales, permanece común la preeminencia de aquél sobre éstos. La múltiple realidad fenoménica está bajo la medida unificante del ser esencial.

3. En la ascensión ideal desde lo sensible, mudable y particular, hacia el fundamento suprasensible, permanente y universal, la m. es la ciencia fundamental y universal, aunque ella sabe con Aristóteles que conocerlo todo universalmente y por su fundamento no significa lo mismo que «conocerlo todo en particular».

En Kant repercute todavía esta distinción entre una ciencia universal como filosofía «primera» (en Kant filosofía «pura») que lo funda todo, y las filosofías segundas (en Kant «aplicadas») referidas a la primera, que son las ciencias particulares, así como la clasificación de estas ciencias particulares como ciencias de la naturaleza, de forma que tampoco Kant pudo llegar a una ciencia independiente de la historia. Pero aquí para Kant la naturaleza como objeto de las ciencias es, ya no una naturaleza fenoménica que de antemano esté referida a la esencia y a las leyes del ser, sino una naturaleza que se apoya únicamente en la relación de los fenómenos según leyes, tal como vino a ser campo de investigación de las modernas ciencias naturales de tipo matemático que desde Kepler, Galileo y Newton se habían desarrollado como ciencia empírica ajena a la metafísica. Así, en Kant, la meta-ciencia universal de estas ciencias, limitadas enteramente al espacio experimental, no es ya la ontología ni., sino la fenomenología transcendental de tipo lógico, la cual, en lugar de dar el paso de los fenómenos a los fundamentos de la esencia y del ser, retrocede desde los fenómenos objetivos hacia las condiciones subjetivas de su posibilidad. Junto a la correspondencia formal de la m. kantiana, que es fenomenología transcendental, con la m. tradicional, que es ontología transcendente, la inclusión de Kant en la historia del pensamiento metafísico y su dependencia de él se ve en que este filósofo, con su separación entre ser en sí y ser fenoménico, entre ser, por una parte, y percepción — pensamiento (ser percibido - ser conocido), por otra, al menos como concepto límite tiene por posible e intelectualmente necesaria la distinción entre ser esencial y conocimiento metafísico del mismo, aunque este ser no sea accesible «para nosotros».

Hegel superó de forma nueva esta separación (y otras antítesis) y trató de perfeccionar la m. en la forma de saber que se da en la absoluta unidad de fundamentación de sí misma y de las ciencias naturales (lo mismo que de las ciencias de la historia y de todas las formas del saber en general). Sin embargo, la marcha del moderno saber científico-natural, y de la posterior ciencia histórica, no muestra en sf misma referencia objetiva de estos modos de conocimiento a fundamentaciones científicas meta-empíricas.

4. La m. es ontología y teología en una unidad temática, donde en el punto de partida se decide ya qué sea el ente en su totalidad, el -> mundo, y qué sea el ente que puede conocerlo todo, el ente capaz de m., el hombre. Cierto que en el curso de la disociación en distintas «disciplinas» filosóficas — plenamente cumplida por vez primera en Ch. v. Wolff (metaphysica generalis = ontología; metaphysica specialis = teología racional [ -> teología natural], cosmología [filosofía de la -> naturaleza], -> antropología) —, esta unidad corrió peligro de romperse. pero nunca quedó totalmente destruida. Esa unidad se mantiene en cuanto que, en el ente supremo y primero, al que conduce la ascensión metafísica, en la identidad de «ser» y «pensar» (razón, espíritu), se consuma esencial e ilimitadamente el sentido de la «realidad» y de la «verdad». Desde el punto de vista de esta identidad absoluta — que es a la vez una identidad de la más extrema universalidad y de la más extrema particularidad — todo ente no absoluto sólo «es» en la medida de una relación (entiéndase ésta más precisamente como se quiera), y sólo en esa medida es también cognoscible; a su «ser», por tanto, como meramente relativo, pertenece también el no ser y la incognoscibilidad; su particularidad implica el no ser tan único y singular como lo absoluto; a su identidad, va inherente el no ser él mismo en igual grado que lo absolutamente idéntico.

Así, desde el principio, el pensar metafísico está en una peculiar tensión con la multiplicidad individual del mundo, la cual, de un lado, es reconocida por aquél en su insuprimible subsistencia no absoluta; pero, de otro lado, sólo es reconocida como abocada hacia la nada, como vacío frente a la plenitud absoluta: platónicamente, el espacio; aristotélicamente, la materia; todavía en Descartes, la «extensión», como radicalmente distinta del pensamiento. Sólo en Leibniz y de modo completo en Hegel se resuelve esta tensión por la identificación de la nada (y, por ende, del ser) de lo relativo con el mero pensamiento de la -> nada (y del ser): lo singular relativo no «es» en verdad, es sólo un «supuesto» ente. Lo universal, donde lo llamado particular sólo es un momento que emerge necesariamente, pero que desaparece con la misma necesidad, es en sí mismo lo único concreto.

Partiendo de la absoluta identidad metafísica entre ser y pensar (razón, espíritu), finalmente el hombre es concebido como el ente cuya realidad «real» es desde luego singular y relativa, pero cuya posibilidad «real» (véase, p. ej., la teoría aristotélico-tomista del intellectus agens et passibilis) es absoluta y universal, de modo que su intención de ser y conocer tiende, más allá de toda finitud (materialidad) de las cosas y de sí mismo (de su sensibilidad), a hacerse de hecho tan espiritualmente absoluto como ya es en principio. Sólo mirando a esta identidad absoluta mantienen su significación las fundamentales diferenciaciones metafísicas entre esencia y ser permanente en su idea, de una parte, y el fenómeno sensible y mutable, de otra, entre lo suprasensible espiritual (pensamiento) y lo sensible (percepción), y con ello, entre eternidad y tiempo. El mundo es así manifestación de Dios; y Dios no es él mismo como eterno, sino en su aparición temporal. Y el hombre, como conocedor de todo y ente que en el conocer llega a serlo todo, no sólo es microcosmos, sino también microtheos.

En esto se funda la superioridad no descrita de la teoría sobre la praxis y poiesis, pues, desde el punto de vista metafísico, éstas están al servicio de aquélla, ya que la teoría como producción (fundamento) de sí mismo y como acción (determinación) emanada de sí misma llena el sentido de la poiesis y praxis ( -> teoría y práctica). Toda realidad está ordenada en su esencia y ser al acontecer de la verdad. A su vez la verdad en general está bajo el módulo de la -> verdad conceptual, científica. Y toda verdad científica tiende a la comprensión sin limites. El fin de cualquier obrar es el puro saber (divino), que determina todo obrar, y por tanto, al menos aproximativamente, la deificatio hominis en la reducción del tiempo a la eternidad, de la sensibilidad a la espiritualidad, de los fenómenos a la -> esencia y al ser.

III. Problemas actuales

Todos los empeños por fundamentar y configurar una nueva m. que responda a la actualidad se enfrentan con problemas que no pueden insertarse sin más en el pensamiento metafísico «general» (si bien es muy difícil decir que sea éste en general). En todo caso tales empeños habrán de provocar en la historia de la m. una ruptura más decisiva que los anteriores cambios en cada época de dicha historia; y sin duda permitirán una valoración más justa de cuestiones planteadas ya con anterioridad, las cuales, sin embargo, no llegaron a un desarrollo pleno y, quizá, ni siquiera fueron formuladas rectamente (así, p. ej., el -> nominalismo y el -> voluntarismo que se inician ya en la edad media). Tales problemas surgen, entre otros factores, por causa de las modernas ciencias naturales; no tanto por sus tesis sobre la naturaleza como objeto, cuanto por el hecho de que esas ciencias para proceder con seguridad ya no necesitan de ninguna fundamentación metafísica (ni ontológica ni lógico-transcendental), pues ellas mismas se procuran los necesarios supuestos, las definiciones de conceptos fundamentales, la revisión de sus conclusiones y, por ende, las progresivas correcciones. El conocimiento científico-natural en su conjunto se presenta primariamente como problema de la reflexión filosófica, no en sus bases cognoscitivas, sino en su significación y en su repercusión -> técnica para las relaciones del hombre en su convivencia humana dentro de la naturaleza.

En cambio, los problemas filosóficos de la historia consisten sobre todo en que el pasado se presenta cada vez menos como «tradición» y es transmitido cada vez más por la ciencia histórica, y en que la visión de las convulsiones acaecidas en el curso del pasado históricamente cognoscible ha conmovido en gran parte la hipótesis de leyes esenciales independientes de la historia ( -> historicismo) y exige una nueva reflexión sobre normatividad y facticidad, sobre pretensión de validez «eterna» y limitación «temporal»; reflexión para la que no puede bastar ya la distinción entre substancialidad (ser y esencia) y accidentalidad (aparición; -> historia e historicidad).

Los problemas filosóficos del -> lenguaje conducen además a la cuestión de si la lengua es sólo un medio, en principio intercambiable y a la postre inadecuado, aunque para nosotros inevitable, de exposición exterior del concepto inmutable, de si la palabra es sólo realidad exterior del pensamiento como su esencia, o si, a la inversa, no habrá que entender todo pensar comprensivo en su esencia como un fenómeno radicalmente lingüístico. Habrá que preguntarse seriamente si el -> conocimiento intelectual en su intención esencial es conocimiento «comprensivo», si la verdad en sentido supremo es consiguientemente verdad del concepto, de suerte que toda otra comunicación de verdad (p. ej., la de la contemplación artística o de la fe religiosa) sólo haya de mirarse como una forma provisional e imperfecta de conocimiento, la cual apunta más allá de sí misma hacia un perfeccionamiento en la cumbre del saber conceptual; o si, por el contrario, no hay formas de verdad igualmente primigenias, con su peculiar universalidad, evidencia y criterio, las cuales no pueden ponerse en juego para impugnarse mutuamente. En ese caso el entender científico, particularmente el filosófico-metafísico, debería definirse en forma nueva y determinar en correspondencia su carácter de saber «fundamental» y «universal».

Finalmente, partiendo de ahí se plantea de nuevo la cuestión sobre la esencia del hombre: ¿Hay que buscar lo humano del hombre, su «ser», en su racionalidad como facultad de saber y comprender? En caso afirmativo la sensibilidad del hombre es el medio (que, desde luego, también entra en su ser, pero como dimensión ónticamente inferior) de su realización, el cual lo mismo la posibilita que la impide. O bien, ¿no hay que ver la relación entre sensibilidad y espiritualidad (y, por ende, entre obrar, que mira siempre a lo particular, y conocer, que tiende a lo universal, entre aparición y ser, entre realidad y esencia, entre cambio histórico y determinación permanente, etc.) de una manera diferente, aunque no precisamente inversa? Por mucho que estos problemas, cuya formulación buscaron filósofos del pasado y del presente (entre otros, Kierkegaard y Marx, Nietzsche y Heidegger), requieran una nueva orientación filosófica, sin embargo esa reflexión filosófica no podrá producirse sin un consciente retorno simultáneo al origen primigenio de la m. y a los impulsos que en cada circunstancia se añaden a dicho origen.

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Alois Halder