MAL
SaMun

I. El problema

Entre las cuestiones más angustiosas para la teología se cuenta la del mal. Éste no puede concebirse en sí mismo, pues sólo hay m. como negación del -> bien. Dios, siendo el santo, es también bueno, y esto por sí mismo, no por participación de un bien que se halle fuera de él, o que sea anterior a él y mayor que él. Dios es el principio, la fuente pura del bien, el bien por antonomasia. Así, resulta imposible que él sea el autor del m.: no puede quererlo, ni cae sobre él sombra alguna de mal. ¿Pero cómo puede haber o acontecer algo que sea contrario a Dios y a su bondad? El bien incluye el poderío del bien, sin el cual no sería totalmente bueno. Por consiguiente Dios sólo es incondicionalmente bueno si su bondad es también incondicionalmente poderosa, si él en cuanto bien es omnipotente. O, bajo otra perspectiva, si Dios es verdaderamente Dios, la facticidad antidivina del m. apunta hacia fuera de Dios y a la vez remite a él. El m. no puede radicar en Dios, pero indudablemente Dios debe interesarse por aquello en que radica el mal. El m. es malo ante Dios; ¿pero cómo Dios es Dios ante el mal? Propiamente, una justificación de Dios ante el m. no agota todavía el problema, y ni siquiera da en su núcleo. La explicación del fundamento de su posibilidad es teológicamente necesaria en cuanto que se precisa una justificación intelectual de la -› santidad de Dios. El esclarecimiento de la santidad de Dios con nuestro pensamiento es una preparación del camino para la llegada de su reino (-> reino de Dios). De este reino se trata en la teología. Así la pregunta retrospectiva por el fundamento de la posibilidad del mal queda completada y superada por la pregunta relativa al lugar y al «fin» superador del m. en el reino de Dios, en su voluntad salvífica para con el hombre y el mundo que se ha revelado y realizado en Jesucristo.

Klaus Hemmerle

II. Historia del problema

El pesimismo desplaza el problema del m. al negar todo -> sentido de la realidad. Dentro de esta línea el más radical es Schopenhauer, según el cual el -> mundo surge de un impulso ciego. Ahora bien, lo absurdo y carente de sentido ni siquiera puede abordarse con ninguna pregunta. En cambio, el pensamiento racionalista y el panteísta han querido disolver el problema del m. en una visión optimista del mundo. Así para Espinosa no existe ningún m., pues todo lo finito es modificación necesaria de la única substancia divina. Y para Hegel, que da una versión dinámica de la concepción de Espinosa e interpreta la -> historia universal como autodesarrollo dialéctico del -> espíritu absoluto, el m. sólo es lo que no debe permanecer, pero no lo que no debe ser.

Los sistemas dualistas (-> dualismo) — desde el parsismo pasando por la -> gnosis y el -> maniqueísmo hasta J. Böhme y el Schelling tardío — establecen de manera distinta el bien y el m. (o el fundamento de su posibilidad) como principios originarios, ya sea como esencias divinas que se combaten, ya sea como tensión y escisión en el seno mismo de la única divinidad.

La doctrina bíblica de la -> creación considera al Dios santo y todopoderoso como autor de la luz y de las tinieblas, como el señor de la gracia y del endurecimiento (->predestinación). Es la desobediencia libre y culpable del hombre la que destruye la armonía del estado originario, aunque el hombre es ya tentado por un poder maligno cuyo origen permanece oscuro. Con todo, este poder está bajo la autoridad y el juicio de Dios.

Mediante la conjugación de las afirmaciones reveladas con el caudal del pensamiento griego, sobre todo con el platónico, tanto Orígenes como Agustín desarrollaron la doctrina que luego se hizo patrimonio común de la escolástica: el mal consiste, no en algo positivo, sino en algo negativo, en la carencia de una perfección propiamente exigida a un ente libre y espiritual, carencia que toma su origen en la desviación responsable de la voluntad finita del espíritu. Mientras que Orígenes sitúa este principio en un estadio anterior y concibe nuestro mundo como lugar de castigo de las almas preexistentes que se han hecho culpables al tiempo que acepta la -> apocatástasis universal (p. ej., mediante la cremación del mundo en el -> infierno), Agustín concibe el pecado de acuerdo con la Escritura y enseña la posibilidad e incluso realidad de un endurecimiento de la -> decisión mala, hasta el punto de hacerse absolutamente definitiva (el núcleo de su concepto del m. no gira sobre la negación filosófica de su existencia positiva, sino sobre la doctrina de la -> predestinación, que, rechazada por la teología católica, sólo vuelve a adquirir vigencia con la -> reforma protestante). Pero aun cuando no se conceda al m. una entidad propia, ni se lo relacione directamente con Dios, sino sólo a través del hombre, no por eso se ha dado ya una respuesta positiva a la cuestión de su sentido. Los intentos de armonización (a partir, p. ej., de una estética del orden, que lo debe contener «todo») desconocen la contradicción absoluta e irreconciliable del m., así como la pretensión absoluta y total en la reclamación humana de un sentido, y la exigencia de totalidad que implica lo bueno y santo en sí. Esta tensión permanente (no resuelta, sino, a lo sumo, mostrada y soportada en la teología con mayor conocimiento) entre el absurdo del m. y el sentido del mundo, que se impone pese a todo, convierte el problema del m. en un misterio.

Jörg Splett

III. El fenómeno del mal

1. Su oposición al bien

El rasgo fundamental y más sorprendentemente del m. es su oposición al bien. El m. no se concibe sin el bien, mientras que el bien, para ser bueno, no necesita del mal. El m. existe merced al bien, no a la inversa. La mera negación del bien, su ausencia, la carencia o participación insuficiente del mismo, no revelan toda la agudeza de su oposición al bien, que convierte al m. en mal. El m. es «más» que lo moralmente malo, que la aplicación del concepto de lo «malo», de lo «no bueno», al ámbito de la voluntad ética. A diferencia de lo malo, el m. significa la oposición intencionada, el «no» resuelto al bien. El m. es un concepto más restringido (aunque más fundamental) que lo malo. En el m. alcanza su auténtica naturaleza la negación del bien. La maldad de lo malo nunca es un hecho pasivo, sino que se mide en su oposición activa al bien. Un m. inculpable carecería de maldad. Por esto la maldad está en una determinación de la –» voluntad o, derivadamente, del ser de un ente dominado por una dirección de la voluntad. La relación al bien que con ello se adopta es esencia de la voluntad y de su -> libertad. Así, una mera flaqueza de la voluntad no alcanza el centro del m.; pero es mala en la medida en que la voluntad débil se identifica con su debilidad y la convierte en una relación interna y libre con el bien.

2. Contradictorio en sí mismo

Así, el m. no es sólo oposición al bien, sino que además como tal oposición, es contradictorio en sí mismo. Por un lado, es algo «positivo»: es puesto, realizado y afirmado, lo que le da la apariencia peculiar de realidad densa y coherente. Por otra parte, lo puesto, realizado y afirmado es negativo: el «no» al bien, su ausencia; de ahí el «vacío» interno del mal. El «no» dado así al bien descubre en su interior otra oposición más: la oposición del bien a sí mismo dentro de su negación puesta por la voluntad. La mala voluntad — y aquí radica su maldad — impugna el bien que conoce como tal y presenta al mismo tiempo como bien lo puesto en esta impugnación. Y ciertamente no puede hacer otra cosa: lo que la voluntad quiere, lo afirma por eso mismo como bueno. «Bien» significa: «¡así debe ser!» Y «querer» equivale a poner algo como debe ser según la visión del que quiere. Incluso el que quiere ser malo sólo por serlo encuentra que es bueno romper con todo, en otras palabras, ser precisamente malo. Y quien sólo a disgusto se deja vencer por el m., en realidad quiere estar tranquilo, pues sufre con la resistencia, y en consecuencia tiene la calma aparente que el m. le trae (e indirectamente el propio m. en su realización), por mejor, es decir, por buena. O sea que el m. es un conflicto del bien con el bien en la voluntad. Algo presente a la voluntad como bueno, como lo que debe ser, es suprimido por ella, colocando en su lugar otra cosa como buena, como lo que debe ser. La fórmula de la buena voluntad es: «Porque esto es bueno, lo quiero»; la de la mala: «¡esto es bueno porque yo lo quiero!»

¿Pero qué es lo verdaderamente bueno, lo que verdaderamente debe ser? Todo lo que es ha recibido la existencia, y debe ser en virtud de la voluntad originaria que le permite existir. El ser mismo significa deber ser, de modo que ser y bien son la misma cosa (->. trascendentales). Con ello el ser no se concibe como mera existencia, como pura facticidad, sino como lo siempre afirmado y otorgado en la existencia del ente, como el «don» propio de todo lo que existe en cuanto que es, don pretendido siempre por el ser del ente, de cara al cual existe éste. Así el bien por antonomasia es la plenitud que envuelve y supera todo ente, el origen que todo lo otorga y llena, y que por ello se mantiene unido consigo mismo. Pero la voluntad finita es ser «dejado» por este origen incondicional para que sea ella misma. En cuanto ser «dejado» está arrojada a la existencia, y por su parte debe afirmar esta condición. En efecto, la voluntad puede realizar activamente como suyo propio el movimiento originario por el que se le concede el ser. Decidiéndose y configurando así su propio ser y el ajeno, es origen de su asentimiento al origen incondicional y de su conformidad con él. La realización de la voluntad finita implica necesariamente una duplicidad: es origen que emite ser, centro desde el que se decide la propia entidad y la del mundo como imagen suya; pero es solamente origen segundo, centro accesorio, y por eso, antes de determinarse a sf mismo y de configurar todas las cosas, debe sintonizar primeramente con el origen que determina la voluntad finita y todas las cosas. O sea, ésta ha de hacer por sí misma que sea bueno aquello que previamente se le ha otorgado como bueno.

Para la voluntad finita el bien consiste en la coincidencia del propio criterio de bondad con el criterio incondicional de Dios, en la obediencia conformadora, la cual, sin embargo, no es una copia, sino que consiste en un dejar aparecer y dar forma en el mundo a la voluntad divina, en una interpretación activa de la misma. Esa coincidencia es afirmada por la voluntad finita en cada caso. En efecto, cuando ella quiere no dice solamente: «Por mi parte debe ser así»; sino que dice sin más: «verdaderamente debe ser así». Pues en cuanto voluntad aspira a que sea como ella quiere, aspira al ser que sólo se le ha dado en parte, y afirma la conformidad con él tal como es. Pero la afirmación de la conformidad no es todavía la garantía de la misma, queda aún la posibilidad de discordancia, la cual lleva consigo la posibilidad del mal.

3. Discordancia del bien

En cuanto la voluntad finita quiere algo, lo quiere siempre como ente, como lo que debe ser, o sea, como algo bueno. Por ello, el m. no puede tener un contenido óntico. ¿Qué es, entonces, el m. en cuanto a su contenido? La mala voluntad niega el bien, elimina un bien, destruye, deforma o desfigura un contenido bueno. Al mismo tiempo afirma y pone algo, es decir, un contenido como bueno. En realidad la mala voluntad quiere siempre un bien, aunque sólo sea su propia capacidad volitiva, que, como tal, es buena. Incluso la autodestrucción pone como buena la fuerza con la que puede destruirse, una energía que por su ser y su origen es buena. Así que la maldad del mal no es un contenido, sino la desunión del bien mismo, la discordancia del bien en la voluntad. Por el hecho de ser, todo es bueno; pero es bueno referido al bien incondicionado y sólo a partir de él. Un ente sólo está en conformidad consigo mismo si está en conformidad con el todo, y en consecuencia con lo absoluto. El bien es lo que coordina todos los entes en su orden; orden que precede siempre al momento de la decisión finita y que, sin embargo, ha de hallarse y realizarse siempre de nuevo. El m. es la discordancia del ente respecto de sí mismo y de lo absoluto. Con ello es igualmente discordancia de la voluntad respecto de sí misma y de lo absoluto y, en definitiva, respecto de lo querido mismo, que en virtud de su origen absoluto no es como lo afirma y quiere la mala voluntad.

IV. El mal en el mundo

La dependencia interna del m. respecto del bien excluye una interpretación «dualista» del -> mundo (-> dualismo, -> maniqueísmo), una igualdad de origen para el bien y para el mal como dos principios entitativos o que al menos repercuten constitutivamente en los entes. «El mal» no es una entidad con poder propio, no es algo que exista por sí, sino que existe siempre en la voluntad que «es», y, por tanto, en principio en la voluntad buena. Al proceder el m. del interior de la voluntad, de su propio querer, no es un poder supraindividual, sino que tiene su lugar en cada voluntad. Pero dada la naturaleza de la voluntad, que se refiere siempre al todo, este todo queda perturbado a causa de la voluntad mala; y así el m. posee un poder de irradiación que es capaz de perturbar el mundo mismo y de ejercer un influjo seductor sobre otras voluntades. En virtud de este poder tentador y perturbador sobre el mundo, y por la concurrencia de muchas voluntades malas en un querer maligno, el m. logra una cierta «independencia», sin duda secundaria y sólo aparente, pero eficaz.

V. Fundamento de la posibilidad del mal

Por ello resulta tanto más angustioso el interrogante de cómo es posible el m., cuando en realidad sólo es posible aquello que la omnipotencia del Dios bueno puede hacer. El análisis del m. da por sí mismo la respuesta. En cuanto que la voluntad finita existe, es por esencia simplemente «lo mismo» que el bien: todo lo que permite superarse a sí mismo y en medio de ello ser uno consigo mismo. Pero como voluntad finita no es necesariamente lo que es; su existencia está en la tensión de lo que sobreviene a su esencia. Realizándose a sí misma, es decir, realizando su esencia, la voluntad debe hacer por sí misma aquello que ya es sin ella. Su cosa más propia, su esencia, es su «otro»; y ella debe realizar su «otro» como cosa propia, es decir, por sí misma. En consecuencia, cuanto hace lo realiza necesariamente como bueno; pero lo que realiza como bueno lo hace por sí misma, es decir, no necesariamente. Ahí está incluida ónticamente la posibilidad de una diferencia en la realización, de una discordancia, o sea, del m. Éste acontece sólo por la voluntad finita, llamada a suprimir por sí misma la diferencia de lo añadido a la voluntad divina, para ser así «como Dios», no desde sí misma, sino desde Dios, para ser una con él y a la vez totalmente distinta de él. El designio de Dios de dejar su imagen, su «esencia», en una imitación creada comporta el riesgo de que esta imitación se desfigure. El ser del espíritu finito es el fundamento de la posibilidad del mal.

VI. Superación del mal

Si el m, es la discordancia del mundo respecto de sí mismo y de Dios por la discordancia que introduce la voluntad finita con su gloria propia, la muerte de Jesús y su -> resurrección son la superación del m. por la decisión libre del origen que determina con su omnipotencia. Al hacerse Jesús «obediente hasta la muerte», realiza el acuerdo radical con la voluntad del Padre, y por consiguiente el «no» al m. juzgándolo. Con ello realiza a la vez la aceptación amorosa del -> pecado y de la culpa del mundo (cf. también -> pecado original), con el cual, como su imagen perfecta, «coincide» en la cruz. La solidaridad de Jesús con la humanidad pecadora es al mismo tiempo solidaridad de obediencia amorosa del Hijo con el Padre. Esta nueva conformidad entre Dios y el mundo se revela como nacimiento del hombre nuevo y principio de la nueva creación, y queda confirmada en la resurrección pascual. La muerte y la resurrección de Jesús se le ofrecen al hombre como la buena nueva para la conversión de su voluntad mala y soberbia hacia la conformidad en la fe, la esperanza y el amor con la acción de Dios en Jesús. La superación del m. se produce como -> amor de Dios que, entrega a su Hijo para la reconciliación, y como amor del Hijo que en el único gesto de su entrega soporta a la vez al Padre y a los pecadores, y así vuelve a reunirlos. El espíritu del Hijo obra en los redimidos ese mismo amor, que supera la tensión de la voluntad finita entre la necesidad de determinarse a sí misma y la obligación de dejarse determinar. En efecto, el amor quiere como cosa propia, «por sí mismo», lo que quiere el amado; es una unidad sin brechas, rectilínea, del hombre con Dios y con su normativa emisión de ser, consigo mismo y con el mundo, al que la voluntad amorosa de Dios ha dado una entidad propia.

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Klaus Hemmerle