LITURGIA
SaMun

A) Naturaleza e historia de la liturgia. B) Ciencia litúrgica. C) Lengua litúrgica. D) Movimiento litúrgico.

A) NATURALEZA E HISTORIA DE LA LITURGIA

I. Término y concepto

Por leitourgía se entiende en el griego clásico una actividad (ergon) asumida en interés del pueblo (laós), por ejemplo, armar un barco, preparar una fiesta, y en general todo servicio público.

En la Biblia griega se emplea el término generalmente en sentido cultual, indicando el servicio sagrado que debían desempeñar los sacerdotes y levitas de la Antigua Alianza. En Heb 8, 2 Cristo es llamado leitourgós. La palabra siguió siendo corriente en el cristianismo griego, donde designó en primer lugar el servicio total de los ministros de la Iglesia (p. ej., Did c. 15), y luego en particular el culto; pero ya desde el siglo iv pasó a significar solamente la « -> misa». En este sentido la usan hoy los griegos y los eslavos orientales. En occidente los humanistas del siglo xvi volvieron a ponerla en uso. En el lenguaje oficial de la Iglesia aparece por primera vez desde el siglo xix.

No se da plena unanimidad sobre la definición de la liturgia. Esto se debe a que dentro del conjunto de las instituciones eclesiásticas comprendidas bajo el nombre general de l., se pueden subrayar diferentes elementos. Bajo el nombre de l. se ha querido entender sencillamente las formas externas del culto o el conjunto de prescripciones que regulan el culto de la Iglesia. A esa restricción estética o jurídica se opone, principalmente desde la aparición del movimiento litúrgico (cf. luego en D), la idea de que por l. se ha de entender el culto mismo de la Iglesia (L. Beauduin), concepción que sirve también de base en la encíclica Mediator Dei (1947), donde se equipara la l. con «todo el culto público del cuerpo místico de Cristo, tanto de la cabeza como de los miembros».

Ahora bien, en este culto se puede: o bien destacar especialmente el sacerdocio de Cristo, que es el fundamento de la acción de la Iglesia (R. Stapper), o también la estructura trinitaria del culto eclesial (H. Schmidt); o bien acentuar la obra salvífica que en él se hace presente (O. Casel: cf. teología de los -> misterios); o bien resaltar especialmente, junto con la acción de la Iglesia, la operación santificante de Dios (J. Vagaggini; E.J. Lengeling).

Sin embargo, no parece que sea necesario subrayar tales factores en la definición misma. Bastaría con definir la l. como el culto de la Iglesia, tomando en sentido pleno los conceptos empleados en la definición. Con todo, debemos señalar aquí una importante distinción en el lenguaje del derecho canónico.

Según el CIC (c. 1057), pertenece exclusivamente a la Santa Sede el ordenamiento de la «liturgia». Por primera vez el Vaticano II ha fijado también ciertos derechos de los obispos en este campo. Ahora bien, en una declaración contenida en la Instructio de Musica sacra et de sacra Liturgia (del 3-9-1958), quedó establecido que en el lenguaje de la legislación eclesiástica sólo han de considerarse como «litúrgicas» las acciones que se realizan conforme a los libros aprobados por la Santa Sede; y que, por tanto sólo éstas se hallan sometidas a la reglamentación proveniente de Roma, mientras que todas las demás prácticas devotas (horas santas, procesiones, etc.) son pia exercitia que están bajo la vigilancia del obispo. Así, pues, en el lenguaje jurídico de la Iglesia el concepto reviste un sentido restringido. En una consideración histórica sólo se podría aplicar ese concepto restringido de l. desde que comenzaron a existir Libros aprobados por la Santa Sede y prescritos para toda la Iglesia latina, o sea, desde 1568-1570. En una consideración más general de la l., que debe comprender todo el tiempo desde la fundación de la Iglesia, incluyendo también las regiones de la cristiandad oriental, no seria aplicable el concepto indicado de liturgia.

Mantenemos, pues, esta definición: L. es el culto de la Iglesia, cultus Deo ab Ecclesia praestitus.

Esta definición necesita, sin embargo, una mayor puntualización. La l. no abarca todo lo que es adoración de Dios, sino tan sólo la practicada públicamente por la Iglesia en cuanto tal. Ya en el Nuevo Testamento, juntamente con el culto público en el templo y con la celebración de la -> eucaristía dispuesta por Cristo, se halla la oración personal, para la que uno se retira «a su aposento» (Mt 6, 6; cf. la constitución del Vaticano ii Sobre la liturgia, art. 9).

Sólo se da adoración de Dios por parte de la Iglesia, y por tanto l., cuando una comunidad de fieles legítimamente reunida (parroquia, familia religiosa, institución eclesiástica) celebra el culto divino bajo la dirección de un miembro de la jerarquía. Aquí la Iglesia se hace visible, se hace «evento». Cuando la asamblea eclesial ora y celebra, la -> oración adopta necesariamente una forma digna de tal asamblea; y por esto la l. utiliza también las artes nobles. Además, ese culto muestra con especial fidelidad la esencia de la Iglesia, de la Iglesia que es el pueblo de Dios (pues, en efecto, la Iglesia es la comunidad de los que están redimidos por Cristo y santificados en el Espíritu Santo. De ahí que en ese culto no predominará el «yo», sino el «nosotros», y que se ponga de manifiesto la impronta cristológica y trinitaria de la actitud fundamental de la Iglesia.

Estos rasgos esenciales deberán expresarse en toda legislación litúrgica concreta. Fijar esta legislación concreta es incumbencia de la autoridad: del papa para la Iglesia universal, y del obispo dentro de las normas jurídicas. Que la reglamentación de una acción litúrgica haya sido fijada por el obispo o por la suprema autoridad de la Iglesia, tiene importancia jurídica, pero no cambia en absoluto el valor religioso y teológico del culto. En el primer caso tenemos l. de derecho episcopal con relación a la cual la constitución litúrgica del Vaticano ii ha acuñado la expresión sacra exercitia; en el segundo caso tenemos l. de derecho pontificio, l. universal. El orden litúrgico, puesto que se relaciona con lo -> santo, tiende siempre a formas que delimitan esta realidad santa frente a lo terreno y la manifiestan en su dignidad superior. La l. no puede concebirse sin un ámbito sacral.

En definitiva la liturgia es siempre culto sagrado, que se dirige a Dios. En concreto una oración, un rito, un gesto de adoración puede dirigirse inmediatamente a un santo, a María, a Cristo, pero en definitiva se refiere siempre al Padre de nuestro Señor Jesucristo.

El culto de la Iglesia se realiza en sentido pleno en la celebración de la -> eucaristía, porque en ésta la Iglesia se «reúne» en el pan uno, y es por tanto Iglesia en la forma más intensa. Pues en la eucaristía se actualiza la más íntima ley de la Iglesia y así se ofrece a Dios la suprema glorificación por Cristo y con Cristo.

El concepto de l. se verifica de otra manera en los -> sacramentos.

La celebración de la eucaristía sólo es posible sobre la base de los demás sacramentos, que en cierto modo constituyen su cimentación. El -> bautismo y la -> confirmación preparan el pueblo santo, la penitencia y la -> unción de los enfermos lo purifican, el -> matrimonio santifica la raíz de su prolongación de generación en generación, y las órdenes sagradas disponen a los ministros del altar para el culto divino. Además de esto, los sacramentos van acompañados siempre de aquellas formas de oración que penetran toda la liturgia.

Pero la eucaristía y los sacramentos en general no agotan enteramente el concepto de liturgia. Si es verdad que no sólo los particulares sino también la Iglesia «deben orar en todo tiempo y sin intermisión» (Lc 18, 1), será igualmente verdad que la oración de la Iglesia es necesaria aun fuera de la eucaristía. Y así esa oración existió de hecho en la Iglesia desde los primerísimos tiempos, bien sea como oración asociada a la lectura o al anuncio de la palabra de Dios, o bien como salmodia en forma más o menos autónoma, o bien como oración en diferentes necesidades.

Su manifestación más importante es el rezo de las horas u oficio, con el que se santifican determinadas horas del día, sobre todo de la mañana y del atardecer (-> breviario).

La misma diversidad de las horas en el transcurso de un día parecía exigir que el contenido y la forma de la oración se modificaran en conformidad con la hora. Por otra parte, parecía natural que esa diversidad se estableciera también para lapsos más largos de tiempo. En efecto, dado que la historia de la salvación constituye la base del culto de la Iglesia, era necesario que esa historia se hiciera constantemente presente no sólo en su punto culminante, celebrado en la eucaristía, sino también en todo su desarrollo consignado en la Escritura.

El año eclesiástico se formó con la conmemoración de los más importantes acontecimientos salvíficos, encuadrados en diversas épocas del año, los cuales luego siguieron desarrollándose. A eso se añadió, finalmente, el aniversario de los grandes héroes de la fe.

II. Sinopsis histórica

La l. es necesariamente tan antigua como la Iglesia. Sólo el núcleo más íntimo del culto cristiano fue establecido por Cristo mismo, quedando así sustraído a toda modificación. Todo ulterior desarrollo había de ser obra de la Iglesia y de las nuevas fuerzas que en ella crecen y se modifican de generación en generación. Por otra parte la l., como culto divino, es necesariamente conservadora. Sus formas, una vez fijadas, aparecen como consagradas en cierto modo por Dios; de ahí que se procure conservarlas y transmitirlas en lo posible. La consideración histórica es pues indispensable para la comprensión de la l. cristiana. En los primeros tiempos de la Iglesia el culto divino se reduce a la celebración de la eucaristía. Esta conmemoración del Señor tiene lugar el -> domingo de cada semana. A ese día está asociado el recuerdo de la redención consumada en la resurrección, por lo que ya en el Apocalipsis (20, 7) se le llama día del Señor (kyriaké éméra). A la eucaristía se añadió en determinadas ocasiones un ágape nocturno — una distribución de alimentos a los pobres —, acompañado de salmodia y oración, y presidido por el clero. Aquí se acusa el influjo de tradiciones de la vida del judaísmo devoto (-> Qumrán). La herencia de la sinagoga sigue también actuando en la estilización de las oraciones (introducidas con el saludo Dominus vobiscum; la invitación a la oración; y el Amén final, como confirmación por parte del pueblo).

La Iglesia, por lo menos la del siglo II, celebraba anualmente la pascua, como solemnidad nocturna, en la que se recordaba el tránsito de la pasión del Señor al júbilo de la resurrección. También el bautismo de los neófitos tenia lugar en la noche pascual. Así se expresaba adecuadamente la resurrección de los bautizandos con Cristo, para participar en su vida divina. Y en realidad la -> pascua se consideraba como continuación y consumación de la del Antiguo Testamento. Por esta razón se procuraba fijar la fecha de pascua conforme al calendario lunar de los judíos, aunque tras algunas vacilaciones, ya hacia el año 200, se impuso en general la norma de celebrar la pascua un domingo.

Así el pensamiento pascual penetra la vida de la cristiandad primitiva y la fortifica en los sufrimientos de las persecuciones.

Entonces no existían todavía textos litúrgicos fijos. En el modelo de formulario para la celebración de la eucaristía, redactado hacia el 215 por Hipólito de Roma, el cual ha llegado hasta nosotros, se hace notar expresamente que si un obispo quiere hacer uso de él no tiene necesidad de seguirlo textualmente. En la tradición manuscrita de ese documento se borró algunos siglos después el «no» de esta advertencia, quedando así el texto establecido como norma. A partir del siglo iv fueron afirmándose cada vez más como regla los textos fijos, cosa que era sin duda necesaria al irse extendiendo más y más la Iglesia y al disminuir el entusiasmo. Lo mismo se puede decir del local litúrgico.

La Iglesia primitiva no tenía predilección por determinados lugares del culto, y menos aún por templos como los que poseían los paganos y el pueblo judío, construcciones fastuosas que encerraban un minúsculo santuario inaccesible. Por el contrario, la misma comunidad de los creyentes se consideraba como templo vivo. Para su culto necesitaba únicamente un local suficiente de reunión, que en un principio halló en las viviendas de miembros acomodados de la comunidad. Con la libertad otorgada por Constantino (cf. era de -> Constantino) y con su magnánimo apoyo comienzan a surgir edificios cultuales propiamente dichos. A este objeto se tomó como modelo la «basílica» (palacio, lonja) creada por la arquitectura romana.

En este periodo la civilización del mundo helenístico ejerce también en otros sentidos importante influjo en la configuración de la L cristiana. Más aún: la l. ha conservado desde entonces no pocas formas propias de aquella cultura. Esto puede decirse de las vestiduras litúrgicas, que no sólo en la l. romana, sino también en los ritos orientales representan una forma ligeramente evolucionada de la indumentaria festiva de la tardía antigüedad romana (túnica con cíngulo; paenula, que se convirtió en casulla); a esto se añadieron en las vestiduras del obispo algunos distintivos propios de los altos funcionarios del Estado de entonces (manípulo, estola, pallium, calzado pontifical).

En la l. se adoptaron también las formas del ceremonial de la corte. Así del derecho que tenían los más altos dignatarios a aparecer solemnemente en público precedidos de antorchas y braseros, surgió la práctica de acompañar al obispo (y más tarde a todo celebrante en la l. solemne) con cirios e incienso; dos elementos de solemnidad litúrgica que más tarde se introdujeron ventajosamente sobre todo en el culto inmediato de adoración.

De la cultura sacral clásica, por el contrario, la l. cristiana sólo tomó elementos periféricos. Aparecieron en cambio instituciones litúrgicas de signo contrario a las paganas con sentido de protesta. Tal es el caso del origen de la fiesta de navidad. A la fiesta en honor del Sol invictus, elevada hacia fines del siglo iv al rango de fiesta estatal, se opuso la fiesta de la natividad de aquel que había aparecido como verdadero sol del mundo. En el culto de los difuntos, en cambio, por lo que se refiere a la elección de determinados días, perviven en el cristianismo costumbres firmemente enraizadas en la vida del pueblo pagano. Existía la costumbre de honrar a los difuntos, además del día del sepelio, en los días 3, 7 (u 8) y 30 (ó 40) después de su muerte, y de socorrerles con sacrificios y banquetes fúnebres. Por influjo de esta costumbre se han destacado hasta hoy en la l. romana los días 3, 7 y 30 como preferidos para las misas de difuntos, y en oriente los días 3, 9 y 40.

Los siglos iv-v son la época en que la l., hasta entonces fundamentalmente una, aunque diferenciada localmente, se ramificó intensamente en liturgias que todavía subsisten. Una diferenciación lingüística se dio con toda naturalidad desde el principio. El culto divino se celebró sin vacilación en el respectivo idioma del pueblo (cf. luego en C). Pero, teniendo en cuenta que debía incluirse necesariamente la sagrada Escritura, se presuponía que había de tratarse de una lengua en cierto modo formada, literariamente utilizable; un principio que más tarde, p. ej., a comienzos de la misión de China, dejó de aplicarse (-> acomodación).

En el cristianismo primitivo merecían tomarse en consideración principalmente las tres lenguas de la inscripción de la cruz: hebreo (siríaco), griego y latín. Eran las lenguas más usuales en el mundo de entonces. En oriente, fuera de los límites del imperio romano, la base era el siríaco. En ese idioma perdura hoy la l. siríaca oriental (nestoriana; designada como caldea dentro de la Iglesia católica. En la India es la siromalabar). En el imperio romano dominaba el griego en su mitad oriental. En occidente, desde que comenzó a intensificarse el elemento latino en las comunidades cristianas (siglo III), dominó el latín.

Desde el siglo iv se destacaron dentro del área griega diversos centros que procedieron independientemente en la determinación de su orden litúrgico. Por una parte estaba Alejandría, que llevaba la dirección en el ámbito egipcio y constituyó una l. designada con el nombre de l. de san Marcos. Por otra parte estaba Antioquía, que dominaba el área helenizada de Siria occidental. Mas en el campo litúrgico pronto debió ceder la primacía a Jerusalén, que empezó a florecer de nuevo desde Constantino. La l. que evolucionó allí lleva el nombre del apóstol Santiago.

Como tercer centro destacó pronto la nueva ciudad imperial situada en el Bósforo. Siguiendo las líneas de la l. antioquena desarrollóse allí la l. bizantina. Ésta, apoyada por el poder político, durante la edad media se impuso en todas las regiones que se habían mantenido griegas, tanto en el área de Alejandría como en la de Antioquía y finalmente, a consecuencia de la misión bizantina, también en todo el ámbito eslavo oriental. En esta última región (entre los rusos, servios y búlgaros) la l. se celebra en lengua paleoeslava (eslavo eclesiástico), y en otros pueblos se celebra en su respectivo idioma. También la población, al principio griega, de las zonas de Antioquía y Alejandría que había permanecido ligada al Imperio bizantino y a la Iglesia católica, y a la que, por su estrecha vinculación con la corte imperial, los sirios daban el nombre de los «melquitas» («los imperiales»); después del triunfo de los árabes adoptó para su liturgia (bizantina) la lengua árabe. En cambio, los sirios occidentales, que en la Antioquía posterior después del concilio de Calcedonia (451) se habían hecho cada vez más independientes de la influencia bizantina y a la vez habían desarrollado su conciencia nacional, siguieron conservando la l. jacobita, pero poco a poco pasaron al siríaco como lengua litúrgica (jacobitas, maronitas).

Lo mismo sucedió en el ámbito egipcio, donde de la l. griega de san Marcos surgieron la copta y la etiópica, celebradas en sus respectivas lenguas. Luego, bajo los influjos conjuntos del griego y del siríaco, se formó una especial l. armenia, que desde el siglo v se celebra en lengua armenia, configurada entre tanto como lengua escrita.

Todos estos ordenamientos, que perviven en nuestros días, se comprenden bajo la denominación de l. oriental. Ostentan una peculiaridad común, especialmente marcada en el rito bizantino: la especial extensión de la parte introductoria de la misa y, en general, una mayor solemnidad, basada en la idea de participación en la l. celeste de los ángeles. Y emplean diferentes formas del ceremonial bizantino de la corte, p. ej., la proskynésis.

Son características las dos procesiones de la l. eucarística. En solemne procesión se llevan al recinto del altar primero el libro sagrado y luego las ofrendas (pequeña y gran procesión). Una misa celebrada en privado por un solo sacerdote, allí donde hay varios sacerdotes es extraña al oriente. En este caso la celebración se realiza en común (concelebración), sin que (a excepción del área rusa y de las Iglesias unidas) tenga que pronunciar cada uno las palabras de la consagración.

La actitud de distancia adorante frente a la divina majestad y de profunda sumisión se acentúa todavía más por el hecho de que, a consecuencia de la lucha defensiva contra el -> arrianismo, pasó muy a segundo término la idea de la mediación de Cristo. Ésta es reconocida en la obra salvífica del Señor considerada como acontecimiento histórico, pero, por temor a falsas interpretaciones, ya no se atiende a la función de mediador que sigue ejerciendo Cristo en su humanidad a la diestra del Padre. Así, normalmente, la oración no se dirige a Dios «por Cristo», como en la plegaria litúrgica de los siglos precedentes y en la l. romana de hoy, sino a Cristo mismo o al Dios trino, cuya alabanza resuena en las doxologías con que se concluye toda oración. Este oscurecimiento de la mediación de Cristo está en cierto modo compensado por la marcada nota mariana que revisten especialmente numerosos cánticos (teotokias).

A la orientación trinitaria corresponde también la solemne invocación del Espíritu Santo sobre las ofrendas (epiklesis), que sigue a las palabras de la institución de la eucaristía. Un sentimiento de piadoso estremecimiento frente a los divinos misterios se expresa mediante la ocultación del santuario y en particular mediante la marcada separación que se establece entre el recinto del altar y la nave de la iglesia. Las primitivas rejas se han convertido con el transcurso del tiempo en un alto tabique con imágenes (iconos) que oculta el altar a las miradas de los fieles, de modo que sólo la voz del celebrante mantiene la comunicación.

Por otra parte, en todas las l. orientales se da el ministerio especial del diácono, que, además de asistir al lado del celebrante en diferentes momentos de la l., incluso en el culto extraeucarístico, entona letanías, a cuyas invocaciones va respondiendo el pueblo. El Kyrie eleison, común a todos los ritos, es una de las más antiguas formas de esas aclamaciones del pueblo. Con ello se asegura — aunque a cierta distancia del núcleo de la acción litúrgica — una intensa participación del pueblo en la liturgia. Esta participación ha contribuido mucho a que la l. echara raíces en la vida del pueblo y a que el cristianismo se conservara bajo una milenaria presión hostil.

A pesar de todas las concesiones en lo relativo a la lengua, en general no se aspira a una inteligencia más exacta de los diferentes elementos verbales de la l. y a una comprensión del significado propio y primitivo de cada uno de los ritos. En vez de esa preocupación se prefiere desde el siglo v la interpretación alegórica (álla ágorúein, es decir, introducir un sentido distinto en el rito existente).

La l. se interpreta como proyección terrestre de la l. celeste, o como representación de los hechos decisivos de la obra salvífica de Cristo, encarnación, pasión, sepulcro, resurrección.

Es además característico de todas las l. orientales, contrariamente al uso occidental, que en la l. de la misa y en el oficio las oraciones del sacerdote son independientes del año litúrgico. Sólo las lecturas y los cantos se rigen por el ciclo del año y por los tiempos festivos. Sin embargo, se procura alguna variación por otro camino: para la parte principal de la misa que sigue a la l. de la palabra, la anáfora (oblación), existen diversos formularios, en los cuales se desarrollan en formas variadas la oración solemne y las que la acompañan. Pero en la l. bizantina sólo existen dos de estos formularios, la llamada l. de san Juan Crisóstomo y la de san Basilio.

En la l. siríaca oriental, lo mismo que en la copta, hay tres formularios; y en la armenia hay algunos más. En cambio, de la l. etiópica se han dado a conocer 17 formularios de anáfora. En la siríaca occidental éstos ascienden a unos 80, de los cuales sólo se usan hoy unos cuantos.

También en occidente, partiendo de un plan fundamental común, que sin duda procede de Roma, se produjo ya hacia fines de la antigüedad cristiana una pluralidad de liturgias. El plan fundamental común prescindiendo del mantenimiento de la lengua latina en todas partes, se observa en el hecho de que en estas l. aun las oraciones del sacerdote se rigen por las fiestas y los tiempos del año.

Junto a la l. romana, con la que tiene gran afinidad la del norte de África (en cuanto nos es conocida, principalmente por Agustín), hay que señalar un tipo galo de l., que a la vez se ramifica en la antigua l. hispana, la milanesa (o ambrosiana), la galicana y la céltica. Por lo demás, estas dos últimas l. representan más bien un concepto colectivo para designar ciertos textos en alguna manera relacionados entre sí, y muy esporádicamente conservados, de la región de las Galias y de las Islas Británicas. En cambio, de la antigua l. hispana se han conservado libros litúrgicos enteros. La milanesa, aunque influida por elementos romanos más recientes, pervive todavía en nuestros días. Finalmente, la l. romana fue la única vigente a lo largo de la edad media en el ámbito occidental, a pesar de que Roma no ejerció, en general, ninguna especial presión, si se prescinde de la intervención de Gregorio vii en España.

En las Islas Británicas la l. romana entró con los misioneros romanos que Gregorio Magno había enviado a los anglosajones, aunque sólo varios siglos después pudo penetrar también en la cristiandad céltica. En las Galias las formas litúrgicas propiamente dichas, por razón de su estructura oscilante de una localidad a otra y por estar sujetas a todos los influjos del exterior — incluso del oriente —, con la consecuente falta de un verdadero orden, habían perdido la estima del propio clero. Por eso los soberanos carolingios Pipino y Carlomagno, que se interesaron por un ordenamiento eclesiástico homogéneo en sus dominios, lograron sin gran dificultad acabar completamente con aquellas formas en favor de la bien ordenada liturgia romana (-> reforma carolingia). En cambio, la antigua Iglesia española había logrado en los siglos vi-vii una rica l. plenamente desarrollada, pero la invasión arábiga, al destruir el reino visigótico, ahogó también el florecimiento de la Iglesia española. La reconquista que avanzaba desde el norte trajo también a España la l. romana. Sólo en las regiones que quedaron bajo dominio árabe se mantuvo la l. hispana hasta el final de la edad media, por lo cual aquélla recibió el nombre de l. «mozárabe», es decir, l. de la población católica arabizada.

La antigua l. hispana se distingue además por una especial característica. La Iglesia española, en aquella época en que su l. estaba en plena evolución, se hallaba en dura polémica con el arrianismo visigótico. La lucha contra la negación de la verdadera divinidad de Cristo condujo consiguientemente en esta l. a resultados muy parecidos a los que hemos visto en oriente. Y la fuerte irradiación de la vida eclesiástica (entonces floreciente) de España en Irlanda y, mediatamente, en los anglosajones y por fin en el reino de los carolingios, hizo que el sello antiarriano de la piedad cristiana española viniera a ser un elemento esencial de la cultura religiosa de la edad media.

En adelante podemos ya centrar nuestra atención en la l. romana. Sólo pudo formarse una l. romana en lengua latina cuando se hizo suficientemente fuerte la parte latina de los cristianos de Roma, frente al elemento griego que anteriormente era predominante.

Pero esta l. latina de Roma no aparece en pleno desarrollo y en libros litúrgicos completos hasta los siglos vi-vii. Los testimonios escritos son en su mayor parte de los siglos VIII-IX, época en que los escritorios francos ocupaban numerosas manos para aclimatar la l. romana en el país. Lo que quedó fijado en Roma en los últimos siglos de la antigüedad se conserva todavía casi sin excepción en la l. romana actual, aunque mezclado en parte con elementos que se añadieron después en terreno franco-germano.

Los más antiguos libros de la l. romana no estaban divididos como hoy según las diferentes formas del culto a que habían de servir (misales, rituales y breviarios), sino, más bien, conforme a los ministros de las diferentes acciones litúrgicas. El sacramentarlo contenía las oraciones del papa y del obispo en la misa, en la administración de los sacramentos y en el oficio. Los cantos estaban reunidos para los cantores en el Liber antiphonarius (con relación a la misa), o en el Liber responsorialis (con relación al oficio). Para las lecturas había leccionarios. Mas para la lectura de los Evangelios, que por lo regular se tomaba de un códice completo de los mismos, era suficiente el capitular o índice de los capítulos que se habían de leer en cada caso. Finalmente, para el clérigo que a manera de maestro de ceremonias había de cuidar del orden externo, existía además el Ordo.

En un principio, antes de que estos libros estuvieran ordenados totalmente conforme al ciclo anual, se suplía esa deficiencia con libelli separados: libritos con textos reunidos en un formulario apto para cada caso.

Esto se puede observar todavía hoy con toda claridad en el sacramentario. Conocemos tres sacramentarios romanos. El más antiguo, el Sacramentarium Leonianum, no es en efecto otra cosa que una colección sin gran orden, dispuesta para todo el año, de cierto número de tales libelli de los siglos v-vi. Uno de ellos, por ejemplo, daba a elegir diversos formularios de oraciones para la fiesta de un apóstol. Otro contenía textos para el tiempo pascual o para un determinado grupo de funciones, como, por ejemplo, para conferir las órdenes mayores.

Otro sacramentario es el llamado Gelasiano, que presenta ya un orden más riguroso para todo el año eclesiástico. Como el anterior surgió el siglo vi en Roma; pero luego fue modificado en Francia, donde recibió un fuerte tinte galicano y se ha conservado con esa modificación.

El tercero es el Sacramentario Gregoriano, que se remonta a Gregorio Magno (t 604). En él se basan también muchos textos de oraciones de nuestro misal actual.

Algo más tarde que los sacramentarios se formaron los libros de cantos y de lecturas para todo el año litúrgico. Del siglo vir son también los más antiguos Ordines romanos, en los que se describen ritos más complicados, como las funciones de las estaciones, las de cuaresma y pascua, los ritos del bautismo y de las órdenes, según el orden externo de su ejecución.

Estos libros fueron buscados con solicitud cada vez mayor a partir del siglo VIII por los clérigos y los obispos francos, que los utilizaron como base del culto reorganizado. Como no podía menos de suceder, en las iglesias del imperio carolingio no se practicó el rito romano puro, sino que éste fue interpretado en sentido de la propia tradición, mezclándose con diferentes elementos de los anteriores usos nativos y siendo también tergiversado en diferentes puntos. Esto era casi inevitable, pues sólo se disponía de las indicaciones con frecuencia bastante imprecisas de los libros, que sólo imperfectamente podían ser completadas por el testimonio ocular de los escasos peregrinos que iban a Roma. Además, sobre todo en los Ordines, dichas indicaciones se referían casi exclusivamente al gran culto solemne y sólo con dificultad se podían aplicar al culto ordinario del pueblo. Dio lugar a una nueva interpretación el hecho de que muchos de los ritos piadosos recibidos de tiempos pasados no respondían ya a las nuevas circunstancias, y el de que en ese nuevo ámbito la población (tanto la germánica como la latina) no entendía ya la lengua. La l. vino a ser l. del clero. La larga serie de ritos con que los candidatos adultos se habían preparado en otro tiempo durante la cuaresma para el bautismo pascual, se fundieron en una sola función y, finalmente, con el bautismo mismo, a pesar de que carecían de sentido en el bautismo de párvulos, único que existía entonces.

El rezo del oficio, que en otro tiempo se practicaba a diario juntamente con el pueblo, la oración de la mañana (los actuales laudes; la misa cotidiana no era corriente todavía) y las vísperas todavía se celebraban con asistencia del pueblo, pero en tales actos sólo participaba activamente el clero, que había hecho de ellos el pleno ciclo cotidiano de las horas canónicas (breviario). Bajo el fortificante influjo del monacato, principalmente desde los tiempos de Chrodegang de Metz (t 766) y de Benedicto de Aniane (1- 821), el clero había adoptado en gran escala no sólo la vida en común, sino también la forma monástica de la oración comunitaria desplegada en las siete horas del oficio. Pero este oficio resultaba entonces para los fieles un mundo extraño. Por esa razón en la edad media tardía el coro en que se rezaba quedó en muchos lugares completamente separado de la nave, y a veces se trasladó simplemente a la «sala capitular».

La misa, cuyo texto literal apenas era ya accesible al pueblo, en el reino franco se estructuró luego atendiendo a su aspecto visible, se amplió con elementos dramáticos y fue interpretado alegóricamente. La misa solemne con participación de todo el clero predomina durante largo tiempo. Se inciensa el altar en todo su alrededor al comienzo de la misa y al comienzo de la acción sacrifical. Se acentúa la diferencia de las lecturas según su rango; el lado del evangelio se distingue del de la epístola; y el Evangelio es proclamado en medio de un solemne ceremonial. Todo movimiento de los asistentes o del sacerdote recibe ahora su significado especial en la explicación alegórica de la l., que desarrolla sistemáticamente Amalario de Metz. Las grandes líneas de la historia de la -> salvación se reproducen en las ceremonias de la misa, comenzando por el llamamiento de los patriarcas del Antiguo Testamento en el canto del «introito» y de los kyries, siguiendo con el nacimiento del Salvador en el «gloria», hasta llegar a la última bendición, que representaba la bendición del Señor a los apóstoles antes de la ascensión. El pueblo viene, pues, a ser espectador respetuoso. La desvinculación entre el altar y el pueblo se refleja en el hecho de que, en los lugares de la l. donde había acciones sin palabras, se introdujeron oraciones que rezaban el sacerdote solo. Así sucedió p. ej., al comienzo, durante la preparación de los dones, antes de (y durante) la comunión y al final. Además la oración eucarística, el canon, se interpretaba como un santuario en el que sólo podía entrar el sacerdote y cuyas palabras él había de pronunciar, por tanto, en voz baja.

El prefacio se interpretó, entendiendo falsamente su nombre, como prólogo del canon (en lugar de entenderlo como la primera parte de la oración sacerdotal, que se ha de pronunciar en voz alta «ante» el pueblo y ante Dios: praefatio = praedicatio).

Así configurada, la l. romana, que en realidad se había transformado en una l. franco-romana, volvió a Roma desde el siglo x. En aquel «siglo de hierro», el orden tradicional eclesiástico y litúrgico estaba en Italia y en Roma en trance de disolución y desintegración. Así, cuando los monarcas germanos a partir de Otón i, se presentaron en Roma acompañados de muchos prelados y como emperadores romanos se preocuparon de crear un nuevo orden, el ordenamiento y los libros litúrgicos traídos del norte dieron desde entonces la pauta para la celebración del culto en el centro de la cristiandad. En el mismo sentido actuaron los monjes venidos de Cluny, de los que en el siglo xr partió la renovación interna de la Iglesia (-> reforma cluniacense).

Pero no hay que pensar que se llegara con eso a lograr un orden firme, riguroso y homogéneo. Cierto que durante toda la edad media las Iglesias particulares debían regirse por la metrópoli de las respectivas provincias eclesiásticas; pero, no sólo las provincias eclesiásticas, sino también las diferentes iglesias episcopales y conventuales tenían con frecuencia su orden particular. Los libros litúrgicos (que se confeccionaban de uno en uno por copias manuscritas), especialmente en sus elementos más recientes procedentes del periodo carolingio, estaban sujetos a constante ampliación y transformación. Sólo algunos centros prestigiosos y ciertas familias monásticas florecientes procuraban por su parte crear un orden obligatorio.

De aquel tiempo proceden las formas especiales del rito franco-romano, que perviven todavía hoy entre los cartujos y los premonstratenses, y en las provincias eclesiásticas de Lyón en Francia y de Braga en Portugal. En cambio otras formas especiales (fijadas también entonces) de los cistercienses, de diferentes abadías benedictinas, de las Iglesias de Colonia, Tréveris, Maguncia, Lieja y otras, fueron abandonadas después del concilio de Trento para atenerse a la reforma postridentina.

Sólo hubo una importante modificación que se convirtió en uso general a partir del siglo xiii: la elevación de las especies en el momento de la consagración dentro del canon de la misa. Con ello se creó un claro punto cumbre para el afán de ver del hombre medieval, el cual con esta visión quedaba en cierto modo compensado por su alejamiento de la comunión sacramental, raras veces permitida y todavía más raramente practicada. El período final de la edad media fue un tiempo no sólo de gran variedad de formas litúrgicas, sino también de múltiples abusos y supersticiones. El violento empuje de la reforma protestante, que con el principio de «la Escritura sola» repudió no sólo abusos notorios, sino incluso el canon de la misa, dio pie a la reforma católica de la l., reclamada por el concilio de Trento y llevada a cabo por los papas siguientes, comenzando por Pío v en sus ediciones del Breviario y del Misal (1568 y 1570; cf. -> reforma católica y contrarreforma).

Al mismo tiempo se fijó el principio que más tarde fue formulado expresamente por el CIC (c. 1257), a saber, que en la Iglesia latina sólo la Santa Sede es competente en lo relativo al ordenamiento litúrgico. La estricta uniformidad de la práctica litúrgica, facilitada entonces por la imprenta y vigilada por la Congregación de ritos, creada por Sixto v en 1588, se ha mantenido eficazmente en vigor hasta el siglo xx.

Pío x, que mediante sus decretos sobre la comunión restauró la antigua práctica cristiana de la comunión frecuente, ordenó de nuevo el canto gregoriano y en el Breviario creó un nuevo orden de los salmos, hizo las primeras intervenciones dignas de mención en el orden litúrgico, que en cierto modo estaba petrificado. Por otra parte, el movimiento litúrgico (cf. luego en D) indujo a superar en la l. el abismo cada vez mayor entre el altar y el pueblo. Una reforma a fondo se inició bajo el pontificado de Pío xii con el nuevo ordenamiento de la vigilia pascual (1951) y la semana santa (1955). El concilio Vaticano II (Constitutio de sacra -Liturgia, del 4-12-1963) ha extendido la reforma a todo el campo de la liturgia. Con los decretos de ejecución (Instructio del 26-9-1964; e Instructio altera del 4-5-1967) se han configurado nuevamente amplios campos de la l. romana.

Dado que los diferentes campos parciales de la l. se han de tratar en artículos especiales, nos limitaremos aquí a añadir algo sobre las leyes estructurales y los principales elementos constitutivos de la liturgia.

III. Leyes estructurales

El núcleo de la l. lo constituyen las acciones sacramentales, y su punto culminante es la celebración de la eucaristía. Evidentemente, siendo esto así, la configuración de la l. sólo puede ser una ampliación del signo sacramental: preliminares para la administración del mismo, ayuda para su comprensión, garantía de la disposición del que lo recibe, la oración por la eficacia sacramental y sus frutos posteriores. Algo análogo se puede decir de las diferentes bendiciones. En cambio, cuando el culto consiste solamente en la oración no hay un orden fijo previamente establecido. Entonces ese culto ha de mostrar simplemente su propia esencia. En cada reunión para la oración habrá de reflejarse la relación en que se halla la Iglesia frente a Dios gracias a la economía cristiana de la salvación.

Para que esta relación se realice plenamente, se ha de comenzar por la -> palabra de Dios, bien en forma de lectura, bien en forma de predicación que la proclama. Pues, en efecto, Dios es quien congrega la comunidad. Y sólo cuando hemos sido llamados por la palabra de Dios, podemos nosotros dar nuestra respuesta.

La palabra de Dios debe luego tener resonancia en los corazones. Esto puede obtenerse mediante una pausa silenciosa. Sin embargo, en la asamblea eclesial, el eco de la palabra en los corazones buscará una manifestación exterior y tratará de expresarse en el canto. Al canto seguirá la oración; y como es una comunidad la que se ha reunido para orar, la comunidad misma será la que se exprese, ya en el recogimiento de la oración interior de cada uno, ya en una invocación común y, sobre todo, en oraciones alternadas.

Pero el acto habrá de culminar en la oración formal, en la colecta, por la que el ministro de la función eclesiástica «reúne» el ruego de todos y lo presenta a Dios.

De hecho este orden se halla más o menos claramente en todas las l., y sobre todo en la l. romana. Aquí domina la segunda parte de las horas canónicas, pues cada una comprende un capitulum y una breve lectura de la Escritura, a la que sigue un himno y un responsorio. Se concluye con la oración del oficiante, que todavía hoy en determinados casos — como sucedía regularmente en otros tiempos — va precedida por las oraciones alternadas de la comunidad.

Cuando había que llenar con oración un tiempo relativamente largo, como sucedía en la vigilia plena de la antigua l., podía reiterarse repetidas veces el mismo proceso. Así lo hallamos repetido seis veces en la parte introductoria de la misa del sábado de témporas, y doce veces en la l. del sábado santo, la cual estuvo en uso hasta el año 1955 y correspondía a la vigilia pascual. En ambos casos se introduce siempre la oración litúrgica con una plegaria en silencio de los particulares, a la que se invita con el flectamus genua.

Cierto que la palabra de Dios en forma de lectura de la Escritura tiene su lugar más distinguido en la misa; pero esta lectura sólo pudo imponerse con mayor amplitud en el rezo de las horas. Mientras que en algunos monasterios de la edad media cada año se leía por entero la sagrada Escritura, en el ordenamiento actual ciertamente se hace un recorrido anual de la Escritura, pero no en una sucesión mecánica, sino de tal forma que durante los dos ciclos festivos se han de leer determinados libros.

Por lo que hace al canto, ya en la Iglesia de la antigüedad cristiana, tras un breve período de floreciente himnodia, se dio la preferencia al Salterio. Desde entonces éste no ha cesado de ser el primer libro de canto de la Iglesia. Es palabra de la boca de Dios y, en este sentido, superior a toda creación humana. Aun cuando su contenido veterotestamentario no respondía siempre a la índole del pueblo neotestamentario, sin embargo, no pareció difícil leer las oscuras alusiones a la luz de su realización y entender las palabras del salmista como voz de Cristo o como voz de la Iglesia redimida, aunque a veces fueron usadas como llamadas hacia Cristo mismo.

En la Iglesia ha habido también otro modo de recitar los Salmos: en los tiempos primitivos predominó la forma de responsorio, en la que uno cantaba el Salmo y la comunidad respondía después de cada versículo o de varios versículos con un estribillo que se indicaba al comienzo del Salino. De esto se conservan huellas en los llamados responsorios, en los que se ha acortado el texto primitivo y, en cambio, se ha enriquecido la melodía. Pero ya desde la temprana edad media predominó la forma antifonaria, en la que las dos partes del coro cantan alternativamente los versículos, quedando reservado para el comienzo y el fin un versículo llamado antífona, más rico en melodía y que sirve de marco al Salmo.

Por lo demás, la historia primitiva de este modo de cantar los Salinos, que comienza en el siglo iv, e incluso el sentido primitivo de la palabra «antífona», todavía se discuten actualmente entre los historiadores de la música. Mientras que en el rezo de las horas del rito bizantino el canto de los Salmos ya muy pronto fue de nuevo suplantado casi totalmente por una rica himnodia, en occidente el himno ha tenido que superar fuertes resistencias. En la l. deja ciudad de Roma sólo hacia el siglo xii logró imponerse debido a influjos del norte.

No es necesario demostrar que, sobre todo en el culto en lengua popular, se debe reconocer al cántico religioso absolutamente la misma función que al himno latino. Pero hemos de tener presente que en gran parte de las creaciones de los últimos siglos que han llegado hasta nosotros, la riqueza del pensamiento religioso queda reducida a pequeños trozos, los cuales por lo demás, tienden a dar satisfacción a la sensibilidad subjetiva; por eso será necesaria una rigurosa selección. En cuanto a la ejecución y a la forma musical del canto, existe una variedad grandísima, desde el canto a una voz hasta la más rica polifonía, con o sin instrumentos. Sin embargo, hay que sostener que donde no haya una razón suprema que recomiende o exija un despliegue de esplendor artístico, el canto del pueblo responde mejor a la naturaleza de la Iglesia.

En cuanto a la oración del pueblo, lo más indicado es, como ya hemos dicho, la forma alternada, en la que la comunidad responde con breves invocaciones a las palabras del que dirige la oración. El caso típico lo hallamos en la oración de intercesión. Puede servir de modelo la forma más antigua de las letanías de los santos, en las que el pueblo responde con el «te rogamos, óyenos» a las súplicas pronunciadas por el que dirige la oración. Una tradición todavía más antigua empleó en el mismo sentido el Kyrie eleison.

Otras formas de oración popular se dieron en las llamadas «preces», que en determinados lugares del oficio divino preceden a la «oración» y antiguamente la precedían casi siempre.

Dentro de una invitación a la oración dirigida a la comunidad se formula esta intención: «Oremos por los hermanos ausentes»; a lo que se responde preferentemente con un versículo del Salmo: «Ven, Dios mío, en auxilio de tus siervos que esperan en ti» (Sal 85, 2). Para las comunidades de tiempos anteriores, conocedores de la Escritura, estas palabras parecían con razón especialmente apropiadas, aun cuando así sólo se expresara imperfectamente lo que se quería decir. Ese conocimiento de la Biblia que entonces se presuponía, no se puede dar por supuesto en el común de los fieles de hoy día. Se hallan ulteriores formas evolucionadas de este género de oración (en las que, desde luego, está en primer término la invocación reverente de nombres sagrados con sus títulos honoríficos) en las letanías, que han venido a ser oraciones autónomas aprobadas por la Iglesia.

En la oración del sacerdote (o del que dirige la asamblea litúrgica) la oración de la Iglesia halla su plenitud y a la vez su más perfecta expresión. Según antiquísima tradición cristiana, esa oración comienza con el saludo a la comunidad, la respuesta de ésta y la invitación a orar. Tiene dos formas fundamentales según el motivo: el prefacio cuando se trata de una acción de gracias; y la oración cuando se trata de implorar algo. En el caso de una acción de gracias, la invitación suena así: Gratias agamus Domino, Deo nostro. El primer lugar de todas las oraciones de acción de gracias lo ocupa la «eucaristía» propiamente dicha, la oración sacerdotal de la misa con su prefacio. Pero la forma de prefacio se emplea también en otras acciones importantes de bendición o consagración. Se emplea en la consagración de personas: diácono, sacerdote, obispo, abad, abadesa; y en la consagración o bendición de cosas: crisma, agua bautismal, cirio pascual, iglesia, altar, cementerio. Comienza con una alabanza de la obra salvífica divina y luego, con un igitur o quapropter, pasa a la petición misma, en la que se implora la bendición de Dios para la persona o cosa de que se trata.

En la oración de petición la invitación por lo regular es sencillamente: Oremus. Sin embargo, en muchos casos, p. ej., en las oraciones del viernes santo, se indica el objeto inmediato de la petición. En nuestra l. romana la oración misma suele quedar bien destacada por un lenguaje conciso y henchido de contenido. Especialmente cuando el objeto de la petición se ha expuesto ya en la invitación o en las preces que anteceden, es efectivamente característico el hecho de que la oración con que el sacerdote, como portavoz nato del pueblo, se presenta ante Dios, no se pierda en palabrerías retóricas ni en pura poesía, sino que expresa lo esencial con pocas palabras bien dispuestas, como se observa en la estructura tradicional de las oraciones romanas. Aquí no se trata ya de exponer por extenso nuestros intereses humanos, sino de que nuestra oración desemboque en los grandes planes divinos. Por eso la oración no se dirige a algunos de los poderes celestes, p. ej., a los santos de los respectivos días festivos, sino a Dios mismo. Y por lo regular termina dirigiendo la mirada a Cristo, «por quien tenemos acceso al Padre» (Rom 5, 2). Se responde con el «amén» del pueblo que la confirma.

GESTOS/LITURGIA A los elementos constitutivos de todas las l. pertenece siempre juntamente con la palabra el rito externo, el gesto, el movimiento ordenado. Ante un superior se está de pie.

Por esa razón en la oración hasta muy entrada la edad media la posición predominante fue la erecta. Y, sobre todo en tiempos antiguos, dicha posición se justificaba así: Hemos resucitado con Cristo, por eso estamos de pie. De ahí que en días con clima pascual (domingo, tiempo pascual) se prescriba esta actitud como la única apropiada para la oración. En tiempos antiguos se insistía además en que se mirara a oriente, hacia el lugar por donde sale el sol, también en memoria de Cristo, en cuya resurrección se levantó el sol para nosotros. También hoy día se prefiere siempre a ser posible esta orientación en la construcción de las iglesias. Para la oración prevaleció más tarde cada vez más el arrodillarse. En esa postura se expresa la sumisión. En la oración de petición esta actitud fue usual desde el principio (cf. Flectamus genua).

También como expresión característica de adoración se practica desde antiguo la postración ante la majestad de Dios; sobre todo cuando Dios se nos acerca con proximidad estremecedora en el misterio de la encarnación (Et Verbum caro factum est; et incarnatus est; el arrodillarse ante el santísimo sacramento). El sentarse como actitud de reposo está en uso cuando se trata de oír con atención; por tanto, en las lecturas, excepto en la del Evangelio, y cuando se predica; además en momentos de pausa durante la acción litúrgica, como en los cantos prolongados. También en la salmodia ha venido a ser corriente el sentarse, para evitar la fatiga, dada su larga duración.

La oración exige también una adecuada posición de las manos. En la antigüedad cristiana se acostumbraba a levantarlas, en postura de ofrecer o de recibir. Tal es la actitud de los orantes, que nos es conocida por las pinturas de las catacumbas y que todavía hoy observa el sacerdote en todas las oraciones de la misa que provienen de antigua tradición.

El uso germánico prefería tener las manos juntas. En el derecho feudal el súbdito ponía las manos juntas en las manos del señor feudal, como signo de sumisión y de obediencia. Actualmente todavía hacen eso los sacerdotes recién ordenados al prometer obediencia al obispo. Esta actitud se introdujo también en la l. a fines del primer milenio bajo el influjo de los países nórdicos. Las manos o se entrelazan, o también, como lo hace el sacerdote en el altar, se juntan por las palmas.

La imposición de las manos es un símbolo importante en la l., incluso en las acciones sacramentales. Sirve ante todo para expresar la transmisión de poderes (en las órdenes mayores), y también la comunicación de la gracia (la mano elevada en el sacramento de la penitencia) y la bendición.

Sin embargo, en época más reciente, la señal de la cruz ha venido a ser el símbolo predominante de la bendición: tanto la señal de la cruz que hace el sacerdote sobre personas y cosas, como el signarse uno mismo al recibir la bendición y al comenzar la oración o una acción sagrada.

BIBLIOGRAFIA: Eisenhofer; J. Lechner, Liturgik des römischen Ritus (Fr 1953); A.-G. Martimort, La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia (Herder Ba 1967); H. A. P. Schmidt, Introductio in liturgiam occidentalem (R 1960); Radó; J. A. Jungmann, Der Gottesdienst der Kirche (I 31962). — PARA EL ORIENTE: Hanssens; Raes. — SOBRE EL DESARROLLO HISTÓRICO: A. Baumstark, Vom geschichtlichen Werden der L. (Fr 1923); Th. Klauser, Kleine Abendländische L. geschichte (1943, Bo 51965); J. A. Jungmann, Liturgie der christlichen Frühzeit (Fri 1967).

Josef Andreas Jungmann

B) CIENCIA LITÚRGICA

La ciencia litúrgica puede entenderse en primer lugar como un estudio, realizado con finalidad puramente teorética, acerca de las diferentes formas de culto que se han ido practicando a través de múltiples transformaciones en el cristianismo desde sus orígenes hasta nuestros días. Restringida a esa finalidad esta ciencia sería sencillamente una sección de la historia y de la ciencia de la cultura. Pero con ello no quedaría suficientemente descrita su aparición fáctica como ciencia eclesiástica. Esta ciencia, por más que se preocupe del conjunto de las formas históricas, quiere en definitiva servir a la interpretación de la l. usada en el presente.

Su finalidad así planteada tiene gran importancia, dado que la l., por su naturaleza misma, tiende a conservar las formas una vez elegidas y a seguir aferrada a ellas aun cuando no sean ya comprendidas en un ambiente muy diverso. Mientras que los cultos no cristianos con frecuencia han renunciado deliberadamente a ser comprendidos, como lo muestra la historia de las -» religiones; en cambio, la l. cristiana, siendo un culto«en espíritu y en verdad», no puede a la larga contentarse con esta renuncia.

Las formas existentes deben hacerse comprensibles en cuanto sea posible. Al mismo tiempo, por la vuelta a las formas y los principios fundamentales, hay que establecer las premisas sobre las que pueda basarse una renovación o adaptación siempre que se crea necesaria.

La Iglesia primitiva no tenía necesidad de ciencia litúrgica. Las formas del culto estaban tomadas de la civilización contemporánea y la l. se celebraba en un lenguaje comprensible para la comunidad que participaba en ella.

Sin embargo, ya en el siglo iv hallamos algunas explicaciones de la l. Se trata de -> catequesis sobre el bautismo, la confirmación y la eucaristía, con las que el obispo instruía en la octava de pascua a los recién bautizados; y es significativo que lo hiciera precisamente una vez que éstos ya habían recibido dichos sacramentos en la vigilia pascual. Se suponía, pues que sin explicación especial se entendían en su sentido inmediato las palabras y el rito, y sólo posteriormente se daba una interpretación religiosa más profunda. Las más importantes catequesis de este género que han llegado hasta nosotros, y que contienen notables detalles litúrgicos, son las de Ambrosio de Milán, de Cirilo (o Juan) de Jerusalén y de Teodoro de Mopsuestia.

Ya en la temprana edad media se sintió la necesidad de explicar formas transmitidas desde antiguo por tradición. Pero esta explicación no se hace destacando el sentido que tales formas tenían primitivamente, sino por el procedimiento de la alegoría. No se pone de relieve el sentido real, sino que se añade un nuevo sentido. Las explicaciones alegóricas de la l. comienzan con Isidoro de Sevilla, alcanzan un primer punto culminante con Amalario de Metz y dominan luego toda la edad media. En vano luchó contra ellas Alberto Magno. De aquella época conocemos muy pocos intentos de una explicación sobria y objetiva. Podemos mencionar a Floro de Lyón, adversario de Amalario, a Walafrido Strabo, abad de Reichenau (t 849), cuya obra lleva el título significativo: De exordiis et incrementis quarundam in observationibus ecclesiasticis rerum, y también el escrito del año 1085 de Bernoldo de Constanza, el llamado Micrologus.

El estudio propiamente científico de la l. sólo comenzó cuando, gracias a los humanistas, se despertó el sentido de la -> historia y cuando, a consecuencia de la reforma, la l. vino a ser objeto de controversias.

Con vistas a la defensa del viejo patrimonio, por la imprenta comenzaron a hacerse asequibles algunas fuentes importantes. Jacob Pamelius, arcediano de Brujas, fue el primero que, en 1565, presentó en dos tomos antiguos textos litúrgicos: sacramentario, antifonario y leccionario.

Melchor Hittorp, canónigo de Colonia, editó en 1568 una selección de explicaciones litúrgicas de la temprana edad media, junto con una colección de Ordines romanos y un Pontifical, acerca del cual M. Andrieu demostró en 1931 que era el Pontifical romano-germánico compuesto en 950. Este texto se hizo normativo en tiempos posteriores.

En un segundo período de la l. descuellan los trabajos de diferentes miembros de la congregación benedictina francesa de St. Maur (los «maurinos»), que comenzaron a reunir sistemáticamente manuscritos litúrgicos y a editarlos acompañados de penetrantes investigaciones. Entre ellos merecen especial mención Hugues Ménard (t 1644; edición de un Sacramentario gregoriano); Jean Morin (t 1639; estudios y textos sobre la l. penitencial y sobre la l. de las órdenes), Jean Mabillon (t 1707; Ordines romanos, antigua l. galicana), y sobre todo Edmond Martne (t 1739), cuyos cuatro tomos De antiquis Ecclesiae ritibus son todavía hoy una mina para el conocimiento de las variadas formas litúrgicas al norte de los Alpes en la edad media. En sentido análogo trabajaron también entre otros el abad cisterciense Giovanni Bona, el cultísimo L.A. Muratori y el abad de St. Blasien, Martin Gerbert (t 1793); trabajaron sobre los ritos orientales Eusébe Renaudot (t 1720) y los hermanos Assemani.

La época de la ilustración, poco propensa a la historia, no fue favorable a la l. Un tercer período, que se extiende hasta nuestros días, comienza a mediados del siglo xix. Fue favorecido por un esencial cambio de clima, al que contribuyó, además de la incipiente renovación de la teología, sobre todo el auge de los estudios patrísticos y de la —> arqueología cristiana. Ahora contamos con importantes exposiciones de conjunto, ya sobre la historia de la l. en general, como las de Ferdinand Probst en Breslau (+ 1922) y las del historiador de la Iglesia Louis Duchesne (+1922), ya sobre algunos puntos concretos, como el estudio sobre el breviario hecho por Suitbert Bäumer O.S.D. (+ 1894), y la investigación sobre la misa en la edad media y sobre las bendiciones realizada .por Adolf Franz (+ 1916).

Además se van reuniendo sistemáticamente las fuentes. Así lo hacen Adalbert Ebner (+ 1898) en Italia y Victor Leroquais (+ 1946) en Francia. Por la parte protestante, en Inglaterra la Henry Bradshaw Society lleva adelante desde 1880 una ambiciosa publicación de fuentes litúrgicas de origen inglés y continental.

El estudio de las l. orientales fue promovido considerablemente por Anton Baumstark (t 1948). Franz Joseph Dölger y su escuela han dedicado notables estudios a la transición de la antigüedad clásica al cristianismo, tan importante especialmente para la liturgia.

En el siglo xix comienza también una serie de descubrimientos básicos de fuentes litúrgicas de la antigüedad cristiana (Did; Euchologium de Serapión; Itinerario de Eteria; Testamentum Domini). Con el estudio de las -> constituciones de la Iglesia primitiva en oriente pudo descubrirse y restablecerse en lo sustancial la Tradición Apostólica de Hipólito (escrita en Roma hacia el año 215), que daba ya una idea de conjunto de la práctica litúrgica de la comunidad romana de entonces.

Gran importancia han alcanzado las investigaciones comenzadas en 1918 por la abadía de Maria Laach y su abad Ildefons Herwegen (t 1946): las dos colecciones (más tarde unificadas) Liturgiegeschichtliche Quellen y Liturgiegeschichtliche Forschungen, y el Jahrbuch für Liturgiewissenschaft (desde 1921), dirigido después principalmente por Odo Casel (t 1948) y reanudado desde 1950 con el nombre de Archiv für Liturgiewissenschaft.

Odo Casel fue también quien por primera vez y conscientemente asoció cuestiones teológicas al estudio histórico de la liturgia. Él formuló la tesis, después tan discutida, de la presencia de los misterios, según la cual en el culto, y más concretamente en los sacramentos, se hace presente y accesible a los fieles la históricamente singular acción salvífica de Cristo, de modo que éstos pueden participar en la realización de dicha acción y en el fruto de la salvación (cf. teología de los -> misterios). Si bien esta tesis ha tenido ya marcado influjo en la teología de los –> sacramentos, sin embargo no se ha logrado todavía una doctrina plenamente unánime en torno a ella.

Con todo, entre tanto se ha extendido la convicción más general de que la l. no se circunscribe a la consideración histórica, sino que también ha de ser tratada desde el punto de vista teológico. De un modo implícito tal consideración teológica ya existía antes, sobre todo desde que las aspiraciones del movimiento litúrgico (cf. luego en D) obligaron a la reflexión sobre la naturaleza de la liturgia. Una verdadera premisa de dicho movimiento fue la reflexión sobre la naturaleza de la -> Iglesia como comunidad de los fieles (en contraste con el concepto puramente jerárquico de Iglesia), iniciada por J.S. Möhler (+ 1838; cf. escuela de -> Tubinga), y llevada adelante principalmente por la teología alemana.

Sin embargo, sólo en 1957 apareció una exposición completa de esta orientación con el libro del benedictino romano Cipriano Vagaggini que lleva el titulo Ii seno teologico della liturgia. La l. aparece aquí como continuación de la historia de la -> salvación: la Iglesia, que Dios santifica por Cristo en el Espíritu Santo, responde ofreciendo su culto por medio de Cristo.

Las ulteriores cuestiones teológicas que debe tratar la l. han de girar sobre todo en torno a este tema: naturaleza del culto cristiano, posición de Cristo como sumo sacerdote, comunidad eclesial y culto, desarrollo del signo sacramental. Como tema central aparece el carácter comunitario de la liturgia. En efecto, de aquí surge una primera cuestión teológica: ¿en qué grado se identifica o puede identificarse la l. con la vida misma de piedad dentro de la Iglesia, y hasta qué punto se requiere o es indispensable la vida religiosa personal de los individuos? La segunda cuestión es: ¿de qué manera se puede o se debe desarrollar dentro de la l. la vida comunitaria? Esta última cuestión debería inducir a un examen más profundo de todos los temas de la pastoral litúrgica y de la pastoral en general, que en las publicaciones de los últimos decenios han ido cobrando cada vez mayor amplitud. Mencionemos concretamente la participación activa del pueblo, la posición de los seglares en la Iglesia, el lenguaje de la l., la función de la música sagrada y del arte sagrado, las devociones populares y su relación con la l., el derecho del obispo y de los obispos en el marco de un ordenamiento litúrgico dirigido desde Roma.

Estas cuestiones tienen una inmediata importancia práctica, pero, además reclaman un esclarecimiento teórico. Por otra parte, muchos de esos problemas sólo pueden esclarecerse por vía histórica. En la l. debe darse una constante interacción entre historia y teología.

Sobre este fondo pueden destacarse más claramente los objetivos futuros de la l. Bajo el aspecto histórico deben explorarse las fuentes y publicarse ediciones críticas de textos importantes, utilizando cuando sea necesario las correspondientes ciencias auxiliares (paleografía, filología, etc.) y las técnicas adecuadas (p. ej., la fotografía de palimpsestos). En el ámbito occidental se ha hecho ya lo más esencial a este respecto, pero en algunas regiones (concretamente en Alemania) la investigación de las fuentes es todavía muy imperfecta. En cuanto al oriente, fuera del sector bizantino, la l. eucarística es casi la única accesible en lenguas europeas. Aquí las investigaciones deben aceptar la ayuda de diversas ciencias afines, sobre todo: la ciencia bíblica, la ciencia de las religiones, la patrística, la arqueología cristiana, la historia de la civilización clásica, la orientalística, la historia de los dogmas, del kerygma y de la piedad, la historia del arte, la iconografía, la historia de la música... Se necesitan además exposiciones de conjunto para que la vida litúrgica pueda beneficiarse del resultado de los estudios, haciendo patente el sentido y la posibilidad de ulteriores reformas. Convendrá sobre todo que la problemática teológica acompañe casi siempre a las exposiciones de conjunto.

Salta a la vista que aun las mismas reformas llevadas a cabo en nuestro siglo, desde la renovación del canto gregoriano por Pío x a base de los estudios de Solesmes, hasta la restauración de la vigilia pascual, han sido posibles tan sólo gracias a los trabajos de la ciencia litúrgica.

También la nueva comprensión de los ritos orientales y el abandono de todos los conatos niveladores de latinización se han producido como un fruto de los estudios litúrgicos.

E igualmente, un sano desarrollo ulterior del culto de la Iglesia sólo será posible si la ciencia litúrgica continúa desempeñando sumisión. Las premisas para ello han mejorado considerablemente en los últimos años, gracias a la erección de los Institutos litúrgicos, como el Institut Catholique de Paris y el de san Anselmo en Roma, y gracias también a la introducción de la ciencia litúrgica por el concilio Vaticano 11 entre las disciplinas principales de las facultades teológicas.

BIBLIOGRAFIA: Los datos bibliográficos para los textos y estudios citados en su marco histórico, pueden consultarse en los manuales y léxicos de -> liturgia. — PARA LA PARTE TEOLÓGICA: C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia (Ed Católica, BAC, Ma 1962); 0. Casel, Das christliche Kultmysterium (Rb 41960); J. A. Jungmann, Die Stellung Christi im liturgischen Gebet (Mr 21962); G. Dix, The Shape of the Liturgy (1945, Lo 41949) ; G.M. Brasó, Liturgia y espiritualidad (Montserrat 1956); C. Sánchez Aliseda, Historia y liturgia de la Misa (Ba 1955); L. Fendt, Einführung in die L. (B 1958); A: G. Martimort (dir.), La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia (Herder Ba 1967); C. Jean-Nesmy, Espiritualidad del año litúrgico (Herder Ba 1965); Th. Filthaut, La formación litúrgica (Herder Ba 21965).

Josef Andreas Jungmann

 

C) LENGUA LITÚRGICA

I. Historia de las religiones

Las religiones conocen ordinariamente una lengua sagrada y ritual, en que se transmiten Las doctrinas y se ejecutan los ritos santos. Aunque se use en el culto la lengua literaria o escrita, que en muchos casos se distingue fuertemente de la hablada, las lenguas propiamente rituales son de ordinario estadios anteriores de idiomas aún vivos (así entre los romanos). Y a menudo son lenguas de una cultura precedente que entre tanto han quedado recubiertas por idiomas más «modernos» (p. ej., en los judíos después del destierro el hebreo en relación con el arameo). Y con frecuencia ya no son inteligibles al sacerdote mismo (p. ej., entre los romanos). Como motivos para el uso de un lenguaje sagrado podemos mencionar: la creencia de que, como lengua de la divinidad («o de los dioses»; así entre los germanos), es el único camino para llegar a ésta; el cuidado de no profanar lo santo con el lenguaje diario e incurrir así en la ira divina; el temor ante lo tremendo y misterioso, ámbito, al que sólo es lícito acercarse por la palabra extraordinaria; el sentimiento de algo especial y solemne que despiertan las lenguas sagradas; la reverencia por la forma lingüística en que tuvo lugar un acontecimiento salvífico, la cual debe mantenerse (el hebreo como lengua del AT). Común a tales lenguas sagradas es su «carácter estatuario», que ignora el cambio histórico y quiere expresar cómo lo dicho y lo que está por decir se halla sustraído al tiempo; o sea, en ellas se quiere proteger y representar la eternidad de lo divino y el misterio insondable de lo appeton, de lo inefable. El fundamento de eso es la idea de que a la divinidad sólo puede hablársele a la manera «divina» y de que frente al ser diferente de Dios, frente a su santidad, la palabra humana es un pecado (cf. el «silencio sagrado»). La lengua cultual atestigua ya como tal una determinada idea de Dios; su problemática es por tanto teológica, y no meramente litúrgica y rubricista.

II. Lenguas litúrgicas en el cristianismo

También la l. de la Iglesia emplea hoy día lenguas cultuales, p. ej.: el latín en occidente; las «lenguas eclesiásticas» de los ritos orientales, que, prescindiendo de excepciones sin importancia, no son idiomas corrientes; e incluso en las comunidades nacidas de la reforma se advierte la tendencia a conceder un rango sagrado a ciertos tipos de lenguaje (el alemán de la Biblia de Lutero, el inglés del Book of Common Prayer). Especialmente la Iglesia católica ha tenido en alta estima el latín como «lengua eclesiástica», y lo ha defendido hasta la actualidad como imprescindible, hasta tal punto que este idioma parecía pertenecer a la concepción que la Iglesia latina tiene d~ sí misma. Sin embargo, la Iglesia siempre quiso que por lo menos al celebrante le fuera familiar el sentido literal (de ahí la autorización en 1949, que reiteraba la de 1615, para introducir el alto chino [¡no el de la conversación corriente!] en el misal). La lengua litúrgica latina nunca fue un idioma puramente extraño.

III. Orientación teológica

La discusión critica de una lengua ritual cristiana ha de partir de los siguientes principios. Jesucristo es la -> palabra insuperable y definitiva que Dios dirige a la humanidad. Ciertamente esa palabra está preparada y prometida en un determinado espacio histórico, pero lo supera de tal forma que, en conformidad con la universal voluntad salvífica de Dios y con la consagración de todo lo humano en la encarnación y resurrección, ya no son obligatorias las formas históricas del mundo judeo-helenístico (y menos todavía las de otras culturas). Más bien, a este respecto se exige una decisión humana renovada siempre de nuevo. Pues, siendo Cristo la última palabra que Dios nos dirige, sólo en él y en conformidad con él es posible una respuesta válida (por tanto, a la manera «humana» y ya no «divina»). De ahí que en Cristo quede integrado y superado todo culto posible. Para toda la duración de la historia, esa palabra y esa respuesta han recibido la Iglesia fundada como templo único en que se edifica el nuevo pueblo de Dios, llamado sin distinción de lenguas, en permanente diversidad (cf. Act 2, 4-11). Este pueblo celebra el -> culto de la adoración en espíritu y en verdad, que es Cristo mismo, aceptando y agradeciendo (eucaristía) su obra de salvación. Allí el hombre está capacitado para la audición y obediencia en su propia lengua materna. Ello quiere decir que ya no hay lenguas cultuales propiamente dichas, ni «lenguas» específicamente «sagradas», que se limiten a la palabra de Dios y a la respuesta del hombre. Toda lengua humana es ahora potencialmente litúrgica, en cuanto en ella se anuncia el mensaje y halla forma la decisión de la fe. Pero, evidentemente, el contenido y la seriedad del lenguaje litúrgico le darán un cuño propio (p. ej., el «latín cristiano»), que lo distanciará de la lengua corriente, del mismo modo que las declaraciones y decisiones últimas de los filósofos y poetas, puestas en palabras, dejan tras sí el hablar que no tiene más meta que la utilidad inmediata.

IV. Historia

De hecho la Iglesia antigua, separándose claramente de las otras religiones, empleó sin reparo las lenguas maternas en el culto: arameo, griego (incluso en Roma hasta el siglo Iv y en las Galias mismas [Lyón]), latín (sin duda por primera vez en Africa). La palabra litúrgica espontáneamente formulada de la primitiva Iglesia, lo mismo la carismática de la glosolalia que la «oficial» de la anáfora libremente expresada, sólo se concibe en la lengua materna, pues el testimonio de Dios dado por los cristianos en el culto es sine monitore, quia de pectore (TERTULIANO, Apol. 30). Pero ya los Evangelios, como una especie de confesión del camino de salvación históricamente dado, conocen «marcas de su origen» (Abba: Mc 14, 36; Eloi Eloi, lamma sabacthani: Mc 15, 34, cf. Mt 27, 46; etc.); y de manera semejante el culto de la Iglesia dejó intactas ciertas «marcas de su origen»: Amen, Hosanna, Alleluia, tomados de la liturgia del templo, Maranatha (arameo) de la primitiva comunidad palestinense (1 Cor 16, 22; Did 10, 6), el griego Kyrie eleison.

El hecho de que, a pesar de todo, nacieran lenguas propias del culto y de la Iglesia, tiene causas que están fuera del campo de la liturgia. Con las invasiones de los bárbaros, la civilización fue aceptada por naciones que veían en la antigua y nueva Roma la norma de toda actividad cultural, aun de la religiosa; la anexión a estos centros culturales y misionales era lo más natural del mundo. En cambio Bizancio no transmitió su idioma como lengua eclesiástica, en contraste con Roma, cuyo latín vino a ser lengua litúrgica de las nuevas iglesias. Indudablemente, a pesar de usar un idioma extraño, la l. romana fue un modelo sublime de culto solemne y una herencia a la que el occidente no podía renunciar. Y el problema de la lengua extraña en la l. permaneció oculto hasta nuestra época, durante todo el tiempo en que el latín fue el idioma del mundo sabio. Anteriores opiniones sobre la latina miseria del pueblo cristiano (así los camaldulenses italianos Giustiniani y Quirini en 1513 a León x) hubieron de quedarse en voces aisladas, tanto más por el hecho de que, como reacción contra la tesis de la lengua vulgar litúrgica que sostuvieron todos los innovadores de los siglos xiii-xvi (cátanos, valdenses, husitas, protestantes), el latín recibió un carácter francamente dogmático. Sin embargo, el concilio de Trento sólo pudo decidirse por una confirmación del latín como lengua litúrgica en un sentido relativo (y en cierto modo negativo). Aunque la l. tiende a la instrucción del pueblo de Dios, sin embargo, ha de reconocerse la posibilidad de la lengua latina (Dz 946 956: fórmula significativa en comparación con anteriores esquemas).

La apologética y también ciertas manifestaciones del magisterio han tratado en diversos tiempos de defender, con gran despliegue de razones, la lengua litúrgica latina. Pero esas razones (entre las que aparecen todas las expuestas en 1, p. ej., ya Gregorio vii en 1080 al rey eslavo Vratislao: Mansi xx 296s) son insuficientes (el latín como vinculum unitatis ecclesiae; cf. Act 2, 4-11) o inexactas (custodia de la doctrina mediante el latín invariable; compárese, p. ej., el latín del Missale Romanum con el de la alta escolástica); no convencen. El concilio Vaticano II ha recogido también aquí la insinuación de Trento, y ha reconocido a la lengua materna no sólo una función auxiliar y sustitutiva (como decía aún la Instructio de la Congregación de ritos del 3-9-1958: H. SCHMIDT IL 213ss), sino una función plena en la l. (Constitución sobre la liturgia, art. 36 63, junto con 14 26 y otros). Con ello se concede al mismo tiempo no sólo que se puede aspirar a buenas traducciones de lo anterior, sino también que la lengua materna, como antaño el latín, únicamente tiene razón de ser dentro del conjunto de una l. que sea moderna en el mejor sentido de la palabra, en una l. donde el pueblo de Dios pueda también hoy sentirse llamado por la acción salvífica de Dios y expresar su obediencia creyente. Esta l. a la verdad, sólo se hallará y celebrará a fuerza de mucha paciencia y de constante reflexión sobre la esencia de la salvación cristiana tal como la ha guardado la tradición de la Iglesia. También su lengua es una permanente tarea de la Iglesia.

BIBLIOGRAFIA: MD n. 11 (1947), n. 53 (1958) (diversas colaboraciones), n. 86 (1960) 184-194; J. A. Jungmann, El sacrificio de la Misa (Ed. Católica BAC Ma 41965); C. Korolevskij, Liturgie en langue vivante (P 1955); Ch. Mohrmann, Die Rolle des Lateins in der Kirche des Westens: ThRv 52 (1956) 1-18 (bibl.); ideen, Étude sur le Latin des chrétiens I (R 21961), II (1961); Schmidt IL 209-227; H.-J. Schulz, Kirchensprachen: LThK2 VI 257-260; Rahner V 403-458 (Sobre el latín como lengua de la Iglesia); LuM 37 (1965) (diversas colaboraciones); Liturgiereform im Streit der Meinungen (Wtl 1968). — Ver los comentarios a la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Vaticano II, espec. los art. 36 y 63.

Angelus HäuBling

D) MOVIMIENTO LITÚRGICO

El movimiento litúrgico designa ese conjunto de anhelos que se han abierto camino en la Iglesia de nuestros días para volver hacer de una l. ya bastante petrificada un culto divino lleno de vida en el pueblo de Dios. La l. romana, fundamentada hasta el siglo vi y desarrollada (no siempre orgánicamente) durante la edad media, con la reforma promovida por el concilio de Trento quedó sometida a una norma definitiva, después de practicarse algunas supresiones; con ello se impidió consecuentemente su ulterior desarrollo. Las Iglesias particulares no podían ya modificar nada de la l., y Roma se limitó principalmente a conservar lo ya existente (1588: creación de la Congregación de ritos, con función de vigilancia; CIC c. 1257). Entre tanto el mundo se ha transformado esencialmente. También ha ido cambiando la mentalidad religiosa. La lengua latina de la l. se ha hecho extraña al pueblo incluso en los países latinos. Por eso la l. se había convertido en cosa exclusiva del clero, en un conjunto de funciones misteriosas que el pueblo cristiano ya sólo podía seguir de lejos. La anomalía se sentía más vivamente a medida que se veía en peligro la fe del pueblo y se iba avanzando en el conocimiento científico de la antigüedad cristiana y de su viva piedad litúrgica.

Esto se advirtió por primera vez cuando los benedictinos de St. Maur (cf. ciencia litúrgica, antes en B) publicaron varios tomos acerca de fuentes litúrgicas. Sobre esta base fueron apareciendo en Francia nuevos breviarios y misales muy modificados, que sin aprobación de Roma, y en un principio sin su protesta, sustituyeron a los anteriores. En la misa, p. ej., se introdujeron respuestas del pueblo. La -> ilustración suscitó en Alemania una nueva oleada de conatos de reforma. Se buscaba la participación del pueblo principalmente mediante cantos religiosos en alemán, introducidos también en la misa; pero a mediados del siglo xIx la restauración reprimió otras aspiraciones que tendían a la sencillez y al contacto con el pueblo. En Francia la misma restauración, con los escritos del abate Próspero Guéranger (1805-1875), descartó los conatos «neogalicanos» de reforma y acentuó de nuevo las formas puramente romanas. Por otra parte, la renovación monástica suscitada precisamente por Guéranger, con su especial fomento de la l. y del canto gregoriano, trajo consigo los gérmenes del movimiento litúrgico del siglo xx.

Este movimiento adquirió conciencia como tal con la actuación de Lambert Beauduin (1873-1960, primeramente sacerdote secular, luego, desde 1906, monje de Mont-César) en el día de los católicos celebrado en Malinas (23-9-1909). El movimiento reclamó que se hiciera accesible al pueblo la oración de la Iglesia en un mundo amenazado por una progresiva descristianización; mas por el momento se contentó con difundir traducciones en lengua vulgar de los textos de las misas dominicales y de las vísperas. Desde 1918 Maria Laach se convirtió cada vez más en centro del movimiento, dando principalmente una base científica a sus aspiraciones. La persuasión obvia de que las exigencias de la l., por ser ésta asunto de la comunidad, no se satisfacen por el mero hecho de que los fieles lean simultáneamente los textos, dio como resultado la misa comunitaria o dialogada en lengua vernácula (cf. entre otros Guardini, 1920). La innovación fue propuesta a la Congregación de ritos, que en 1922 contestó con ciertas reservas, aunque añadiendo que «de suyo» (per se) está permitido que el pueblo responda en la misa. El movimiento tuvo en seguida gran auge en las regiones de habla alemana, primeramente entre la juventud estudiantil (movimiento de la juventud católica). Desde 1930 se extendió progresivamente a la vida parroquial; fueron pioneros, entre otros, Pius Parsch con sus escritos populares y pequeños cuadernos de textos, y Ludwig Wolker, director de las grandes asociaciones juveniles católicas. Surgieron resistencias (incluso en forma literaria), pero fueron superadas cuando el episcopado, estableciendo la conferencia litúrgica y la comisión litúrgica, asumió en 1940 la dirección, y cuando en 1943 un decreto romano dejó amplia libertad. La encíclica Mediator Dei de Pío xii (1947) significó el reconocimiento definitivo por parte de la autoridad eclesiástica.

Entre tanto el movimiento se había impuesto también en Francia, donde trabaja activamente desde 1943 el Centre de Pastorale liturgique de París. En Alemania existe un centro similar desde 1947, que es el Instituto litúrgico de Tréveris. En otros países se fueron creando centros análogos de trabajo. De gran importancia han sido las asambleas internacionales de estudios litúrgicos que desde 1951 tienen lugar gracias a la labor de conjunto de los centros de Paris y de Tréveris. Un momento culminante fue a todas luces el congreso internacional de liturgia pastoral de Asís (1956), promovido también por autoridades romanas.

Los frutos del movimiento comenzaron a madurar en las normas («directorios») episcopales para la estructuración del culto parroquial, que se publicaron en diferentes países, y también en la Instructio romana de 1958. Otro fruto importante fueron los rituales en lengua vulgar que pudieron publicarse en todas partes, pero el principal fue la restauración de la vigilia pascual ordenada por Roma (1951) y la reforma de la semana santa (1955). Las aspiraciones del movimiento litúrgico han quedado coronadas con la reforma general decretada por el concilio Vaticano II el 4-12-1963.

Su pleno éxito presupone en todo caso que las formas que ahora se han de crear alcancen en la Iglesia universal y en las diferentes naciones la altura de la diseñada imagen ideal; y presupone además que el clero y el pueblo, con renovada convicción de fe, les ofrezcan un campo propicio donde puedan echar raíces.

BIBLIOGRAFIA: W. Trapp, Vorgeschichte und Ursprung der Liturgischen Bewegung (Rb 1940); Th. Bogler (dir.), Liturgische Erneuerung in aller Welt (miscelánea) (Maria Laach 1950); E. B. Koenker, The Liturgical Renaissance in the Roman Catholic Church (Ch 1954); J. Hofinger - J. Kellner, Liturgische Erneuerung in der Weltmission (1 1957); J. Hofinger (dir.), Mission und Liturgie. Der Kongreß von Nijmegen 1959 (Mz 1960); Schmidt IL 164-208 742-785 (bibl.); W. Birnbaum, Das Kultusproblem und die liturgischen Bewegungen des 20. Jh., I: Die deutsche katholische liturgische Bewegung (T 1966); J. M. Patino, Criterios conciliares de renovación liturgica (Ma 1966); L. Bouyer, Liturgia renovada (V Divino Estella 1967); Davis, Liturgia y doctrina (Herder Ba 1968); A. Hamman, Liturgia y apostolado (Herder Ba 1967); l. Hund, La Biblia y la liturgia (S Terrae Sant 1967); Klauser, Historia de la liturgia occidental (J Flors Ba 1968); A. Laurentin, Liturgia en construcción (Marova Ma 1967); Liturgia y mundo actual (Marova Ma 1967); H. Schmidt, La constitución sobre la sagrada liturgia (Herder Ba 1967); A. Verheul, Introducción a la liturgia (Herder Ba 1967).

Josef Andreas Jungmann