INDULGENCIAS
SaMun

Para tener un firme punto de partida en la cuestión de las i. — cuestión que dogmática, psicológica y pastoralmente es muy dicícil — comenzamos por la doctrina del magisterio de la Iglesia, si bien aquí hemos de tener presente que la mayor parte de tales declaraciones (mejor dicho todas, a excepción del concilio de Trento, que es muy reservado) no son decretos irreformables, y no pocas veces llevan el sello de una teología que no tiene en todos los aspectos un carácter estrictamente obligatorio. Para el concepto de penas del -> pecado, hay que remitir de antemano al artículo que lleva ese título, pues de lo contrario son casi inevitables las malas inteligencias.

I. Doctrina del magisterio

Las i. tienen su más expresa definición dentro del magisterio de la Iglesia en el can 911 del CIC (de manera semejante León x: Dz 740a): «La remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados que ya han sido perdonados en cuanto a la culpa (por lo menos al terminar la obra agraciada con i.: can 925); remisión que la autoridad eclesiástica concede, tomándola del tesoro de la Iglesia, a los vivos a manera de absolución y a los difuntos a manera de sufragio.» Acerca de las i. está definido (sin que esta definición misma se definiera en sus pormenores), contra Wiclef, Hus y los reformadores protestantes, que la Iglesia tiene poder (potestas) de concederlas, que deben conservarse en la Iglesia y que son saludables para los fieles (Tridentino: Dz 989 1471; cf. también Dz 622 676-678 757-762). De las manifestaciones del magisterio se deduce también que, para ganar las i. aparte del estado de justificación (cf Dz 55 676), se requieren otras condiciones: bautismo, exención de excomunión, cumplimiento de la obra prescrita y por lo menos intención general de ganar las i. (CIC can. 925). Las i. alcanzan no sólo a las penas canónicas de la Iglesia, sino también a las penas merecidas ante Dios por el pecado (Dz 759 1540). La Iglesia las concede tomándolas de «su tesoro», que son los merecimientos de Cristo y de los santos (así primeramente Clemente vi [13431: Dz 550ss; cf. 740a 1060 1541 2193). El poder del papa (y, en dependencia suya, de otros superiores eclesiásticos: CIC 912, 239 & 1 n.° 24, 274, n.° 2, 349 $ 2 n.° 2) para conceder i., es designado simplemente como potestas o «poder de las llaves» (Dz 740a); pero esta última noción ha de entenderse indudablemente (i. a los difuntos) en sentido lato. Acerca del sentido de las expresiones empleadas: per modum absolutionis, per modum suffragii, no hay ninguna declaración obligatoria del magisterio. En la interpretación de la primera expresión oscilan los teólogos (antigua referencia a la remisión de las penas eclesiásticas — ahora hipotéticas —, de las que «se quedaba absuelto», «paga» [solutio] de las penas del purgatorio por el tesoro de la Iglesia; absolución directa de la pena, etc.). Sobre la fórmula per modum suffragii cf. Sixto iv: Dz 723a. La práctica de la Iglesia muestra que hay grados en las i., de las que unas están caracterizadas por antiguos vestigios de la penitencia canónica y se llaman «i. parciales» (CIC can 921 $ 2), y las otras se llaman «i. plenarias» (ibid y can. 926). No existe una definición estricta (en sentido lógico) del magisterio de la Iglesia acerca del sentido exacto de esta distinción Entre los teólogos se sigue discutiendo si la i. plenaria es sólo la remisión de todas las penas canónicas con un efecto no determinable en el más allá (así Cayetano y pocos más), o significa el perdón directo (por lo menos intentado) de las penas por el pecado ante Dios (así la mayoría de los teólogos); siendo de notar que el pleno éxito de esta intención queda de todo punto incierto en cada caso particular (cf. CIC can. 926; Gregorio xvi, en Cavallera n.° 1273). Es cierto que las i. ayudan a los difuntos per modum sufragii (Sixto iv [año 14761: Dz 723a; 740a 762 1542; CIC can. 911). Sobre la manera de esta ayuda falta una decisión autoritativa. Para la inteligencia de las i. hay que remitir también a la doctrina sobre las penas temporales por el pecado y sobre el purgatorio. Es doctrina definida por el concilio de Trento que culpa y pena no coinciden y, por tanto, no se borran necesariamente a la vez (Dz 535 807 840 904 922-925). Sobre la naturaleza más exacta de las penas por el pecado no hay una doctrina explícita y clara del magisterio.

II. La Escritura

Como luego se verá más claramente, no se puede sacar una verdadera prueba bíblica de Mt 16 y 18. Pues estos pasajes (como textos clásicos para el sacramento de la penitencia), de probar algo en favor de las i., demostrarían que en el sacramento de la -> penitencia pueden perdonarse judicialmente todas las penas por el pecado, lo cual es una herejía. Hay que decir más bien: a) Para la Escritura es cosa obvia que la superación de todo el alejamiento culpable del hombre respecto de Dios (del hombre con sus múltiples estratos) puede ser un proceso moral muy largo (buscar al Señor, hacer larga penitencia, liturgia penitencial, remisión de toda la «culpa» en función de la conducta posterior); tanto más por el hecho de que la culpa a veces tiene consecuencias que no se borran simplemente por la conversión al Dios misericordioso, de forma que la seriedad de la penitencia en ocasiones habrá de consistir precisamente en la clara y humilde aceptación del juicio (1 Cor 5, 5; 1 Tim 1, 20; 1 Cor 11, 32; Ap 2, 22s), al que no se escapa simplemente por la conversión, hasta tal punto que ésta puede ser consecuencia del mismo (ThW rv 983). Si, según la Escritura, hay consecuencias penales del pecado impuestas por Dios, las cuales no se suprimen con la remisión de la culpa (Gén 3, 17ss con Sab 10, 2; Núm 20, 12 con 27, 13s; 2 Sam 12, 10-14), en consecuencia no puede ser una norma general del obrar misericordioso o indulgente de Dios que una remisión de la culpa implique siempre eo ipso una extinción de las consecuencias de la culpa y, por ende, de las penas por el pecado.

b) La Iglesia puede ayudar, por medio de la oración, a este largo proceso de reconciliación, como lo atestiguan ya las oraciones del AT, y puede hacerlo incluso con relación a los difuntos (2 Mac 12, 43-46). Lo mismo está atestiguado en el NT (Mt 6, 12; 1 Jn 3, 20ss; 5, 16; 2 Tim 1, 18; Sant 5, 16 etc.

c) Una oración de la Iglesia como comunidad santa de la misericordia victoriosa de Dios en el nombre de Jesús tiene firme promesa de ser oída (Mt 18, 19s; Mc 11, 24; Jn 15, 16; 1 Jn 5, 15; Sant 5, 16 etc.). Su eficacia no tiene, consiguientemente, más barrera que la esencia de Dios, que escucha a su manera inapelable, y la disposición receptiva de aquel por quien se ora.

IIL La tradición

Comoquiera que la esencia de las i. no es una realidad simple e inmutable, sino que se ha ido formando históricamente de factores o ingredientes diversos, hay que considerar primeramente cómo fueron entendidas (y no sólo descubiertas) las i. en el curso de la historia.

1. La tradición en lo relativo a los presupuestos de las i. La más antigua teología penitencial de la Iglesia está convencida de que:

a) la remisión posbautismal de los pecados no es simplemente un «perdón», como en el caso del bautismo, sino que presupone dura penitencia subjetiva del pecador, aun cuando esta penitencia (como lo ve claramente Agustín) también tiene que estar sostenida necesariamente por la gracia de Cristo. Si bien terminológicamente no se distinguía aún entre culpa y pena debida a la culpa, se dio ya un primer paso en este sentido, pues no se dudaba de la salvación del hombre desde el primer momento de su conversión y, sin embargo, se tenía por necesaria una larga penitencia (la distinción vuelve a presentarse en la misma diferencia protestante entre -> justificación y santificación). Desde el momento en que la Iglesia, por lo menos a partir del siglo ii, tomó bajo su inspección esta penitencia subjetiva del pecador y la reguló según la gravedad de la culpa, muy pronto adquirió con toda naturalidad la persuasión de que podía imponer (en forma individual o general) obras de penitencia y acomodarlas a los pecadores particulares. Las graves penitencias generales impuestas por determinados pecados en la confesión, que se hizo más frecuente desde la alta edad media, forzaron como contrapartida la práctica de las redenciones en casos particulares.

b) Este proceso de purificación puede ser ayudado por la oración de la Iglesia (ya en una forma más oficial). Esa intercesión se realiza en una forma regulada por la liturgia oficial (obispo y pueblo) y está segura, en cuanto de ella depende, de que será oída. Tal intercesión es (en primer término), no la «forma», como tal, del sacramento de la penitencia (forma que consiste en la reconciliación con la Iglesia y, por ende, con Dios), sino una ayuda a los esfuerzos subjetivos penitenciales del pecador.

2. En el período de transición de la penitencia pública a la privada (siglos vi-x): a) la reconciliación se traslada poco a poco al comienzo del proceso de la penitencia sacramental eclesiástica y, sin embargo, se exige una penitencia subjetiva cronológicamente posterior a la reconciliación, que debió favorecer la distinción entre culpa y pena; b) se asegura al pecador la intercesión de la Iglesia, aun independientemente del verdadero proceso penitencial, en formas solemnes, pero no propiamente jurisdiccionales (sentido originario de las absolutiones desde Gregorio Magno); c) por la práctica de conmutaciones y redenciones de la penitencia canónica eclesiástica (tarifa o arancel penitencial), que tendía al perdón de la pena por parte de Dios y no era una simple medida disciplinar, hubo de acrecentarse la conciencia de que los distintos modos de favorecer el proceso de curación y santificación podían sustituirse unos por otros.

3. Así, por la unión de estos elementos tradicionales, en el siglo xr (primeramente en Francia) surgen en la práctica, al principio sin reflexión teológica, las primeras i. propiamente dichas. La Iglesia (obispos, papas) promete y asegura a los fieles en forma solemne y general su intercesión; por eso, mediante un acto jurisdiccional, perdona al creyente en cuestión una parte (o la totalidad) de su penitencia canónica eclesiástica (que ya no es sustituida propiamente por otra obra penitencial [aunque se imponga una obra benignamente tasada] ), como sucedía en las i. penitenciales de los peregrinos de Roma en el siglo 1x, las cuales han de considerarse aún como redenciones; más bien la obra a la que van ligadas las i. ahora ha de considerarse solamente como fundamento de la especial absolutio intercesora. El perdón se da fuera del sacramento de la penitencia por una oferta general, y se está persuadido de que el efecto de la oración intercesora es el mismo en orden a la santificación del pecador y al perdón de sus pecados que el alcanzado por su propia realización de la debida penitencia. En este sentido, las primeras i. auténticas fueron realmente un acto jurisdiccional (dispensa de la penitencia canónica real), y, sin embargo (por razón de la petición de absolución, ligada a ese acto jurisdiccional) fueron consideradas desde el principio como una eficaz posibilidad extrasacramental de borrar la pena temporal merecida ante Dios por el pecado. Desde el punto de vista de la evolución histórica, la unión de los dos actos constituye la esencia de las i. El nexo de las i. con la oración intercesora del sacerdote en el sacramento de la penitencia y con las redenciones y conmutaciones explica que, por de pronto, las i. no se consideraran reservadas al papa, sino que fueran concedidas por obispos y confesores en cumplimiento de su oficio o ministerio. La lenta transición de las redenciones impuestas con gran benignidad a las i. hace comprender por qué, de una parte, se insistió siempre en una obra de penitencia como condición indispensable y, por otra, hasta el siglo XIII, se vio en las i. una condescendencia para con los imperfectos, que no debían pretender los cristianos mejores. En el período de transición no siempre se puede distinguir dónde hay una redención benévola y dónde una i. Una vez que los distintos elementos de las i. se funden en un concepto firme, no puede esperarse ya que se reflexione muy expresamente sobre la absolución intercesora. Se da simplemente la conciencia de que se pueden perdonar las penas del pecado, sin pararse a reflexionar mucho sobre la manera como eso se hace concretamente.

4. Sólo en el siglo XII se inicia la reflexión teológica de la edad media sobre la práctica de las i. Por de pronto rechazándola: Abelardo niega a los obispos el derecho de conceder i. El sínodo de Sens lo censura por motivos no del todo claros. La misma actitud negativa hallamos en Pedro de Poitiers y otros teólogos de la alta escolástica. Desde fines del siglo xii la posición de los teólogos poco a poco se va haciendo positiva. Su argumento capital es la praxis misma. En Huguccio (f 1210) aparecen por vez primera las i. como acto jurisdiccional en relación con las penas merecidas ante Dios por el pecado. Por mucho tiempo queda aún oscuro por qué los sufragios de la Iglesia .pueden substituir los efectos que en el otro mundo tiene la penitencia dispensada por ella, y qué función ejerce en el efecto la obra buena requerida para la i. ¿Hay que considerarla como redención o sólo como mera condición de un efecto que, en cuanto tal, procede exclusivamente del poder de las llaves? Parece que antes de la escolástica propiamente dicha dominó la opinión de que la i. no surte su efecto transcendente a causa de una potestad directa de absolución por parte de la Iglesia, sino que lo obtiene sólo per modum suffragii. Con el desarrollo explícito de la doctrina sobre el tesoro de la Iglesia (ya en Hugo de StCher, 1230), comienza una nueva fase en la doctrina acerca de las i. Ahora se podía indicar más claramente dónde halla su sustitución la penitencia dispensada. Cuando luego se añadió aún que la Iglesia posee un título jurídico y jurisdiccional sobre ese tesoro suyo, parecieron resueltas todas las anteriores dificultades y pudo desarrollarse la doctrina acerca de las i. que se ha hecho usual hasta nuestros días. El perdón de las penas temporales por el pecado, que hasta entonces sólo había sido suplicado en virtud de la oración de la Iglesia (gracias a la cual se dispensó de la imposición de una penitencia eclesiástica), pudo atribuirse a un acto jurisdiccional, que dispone autoritativamente — como un propietario sobre su fortuna — y, por ende, con infalible efecto, del tesoro de la Iglesia (Alberto, Buenaventura, Tomás).

Una vez que se había ido tan lejos, podía atenuarse cada vez más la referencia de las i. a la exención de la penitencia eclesiástica, hasta tal punto que por lo menos algunos teólogos (como Billot) excluyen totalmente esa referencia de la esencia de las i. Por las mismas razones, la concesión de i. se hizo (desde Tomás) cada vez más independiente del sacramento de la penitencia y se impuso una reserva papal, pues sólo el papa (o el autorizado por él) puede disponer jurídicamente del tesoro de la Iglesia. En cambio antes, cuando se trataba esencialmente (no solamente) de la dispensa de una penitencia eclesiástica, podían conceder i. por propia autoridad todos los que imponían aquella penitencia (confesores o por lo menos obispos).

Por otra parte (si la Iglesia puede disponer en forma jurídica de su «tesoro»), se hace más difícil la cuestión de por qué y en qué medida es necesaria para la i. una obra buena; necesidad que, en el fondo, sólo se comprende en las antiguas conmutaciones y redenciones penitenciales, pero no en la nueva teoría jurisdiccional.

5. El posterior desarrollo de la praxis en la alta y baja edad media está caracterizado por las siguientes notas: a) Una acumulación de i. en obras cada vez menos importantes; aunque se sostenía que éstas eran una condición necesaria por parte de la Iglesia, pero de tal forma que bastaba cualquier fundamento racional (TOMÁS, Suppl. q. 25 a. 2); b) la aparición de la i. «plenaria». Hacia fines del siglo xi, la Iglesia comienza a prometer a los cruzados plena remisión de las penas (Urbano II; Mansi xx 816), y así nacen las i. plenarias (Bonifacio vrii: primer jubileo de i. plenaria el año 1300). c) Como a partir del siglo XIII teólogos y canonistas enseñan la posibilidad de aplicar las i. a los difuntos (cf. p. ej., TOMÁS, In IV libr. Sent. dist. 45 q. 2 a. 2 sol. 2; Suppl. q. 71 a. 10), desde mediados del siglo xv los papas conceden efectivamente i. a los difuntos. d) El uso fiscal de las i. Si nada hay que objetar contra la limosna como obra premiada con i., dada la alabanza bíblica y tradicional de la limosna, de hecho, sin embargo, en la baja edad media se multiplican desmedidamente las limosnas indulgenciales (que existieron ya desde el siglo xi) por razón de su provecho material para fines eclesiásticos. Las i. eran consideradas como fuente universal y cómoda de dinero, que fue explotada simoníacamente con ligerezas y exageraciones teológicas por los predicadores de i., como afirma expresamente el concilio de Trento (Mansi xxxiii 193s; cf. también Dz 983).

IV. Interpretación teológica de la esencia de las indulgencias

Se puede dudar de que esta interpretación se haya logrado plenamente. Esto no debe sorprendernos, pues aquí la práctica se adelantó a la teoría y se trata de una realidad compleja.

1. Negativamente puede decirse, contra la mayoría hasta hoy dominante de los teólogos, que la potestad de la Iglesia para conceder i. (aun por los vivos) no representa un poder jurisdiccional en sentido estricto en lo relativo a las «penas temporales merecidas ante Dios por el pecado», y, por tanto, no cabe referirse razonablemente a Mt 16. De lo contrario, la Iglesia podría más fuera del sacramento de la penitencia y del poder judicial del mismo que dentro de él en lo que se refiere a la remisión de la pena del pecado, la cual es también fin del sacramento mismo. No se vería por qué no puede unir ambos poderes para perdonar completamente en todo acto sacramental la culpa y la pena. Ahora bien, esto va contra la tradición y contra la doctrina del concilio tridentino. Y de otro modo serían distintas en su esencia las i. por los vivos y las i. por los difuntos. Con ello no se impugna que, originariamente, se dio en la i. un acto jurisdiccional: la dispensa de la penitencia canónica que, a la verdad, hoy es sólo hipotética y únicamente sirve para expresar la variable intensidad con que la Iglesia garantiza su intercesión. De la teoría jurisdiccional se sigue también que la remisión de las penas del pecado sería en el sacramento de la penitencia de menor extensión, de menor seguridad y de condiciones más difíciles que en las i., lo cual va contra la dignidad del sacramento y contra el hecho de que, históricamente, la i. no es en el sacramento sino lo que la Iglesia puede hacer extrasacramentalmente, dando así a esta acción una estructura propia. Además, en la teoría que rechazamos habría que cargar con lo desagradable e inverosímil de que un poder (ex supposito) independiente y jurisdiccional de la Iglesia que le viene de Cristo (cf. Dz 989), no habría sido ejercido durante mil años, pues la regulación y la mitigación de la penitencia canónica, que se dio siempre, no son concesiones de i. Finalmente, hay que considerar también lo siguiente: para un solo y mismo efecto no puede haber dos causas formal y totalmente distintas. Ahora bien, no cabe duda (y así se vio también siempre en la teología) que una caridad perfecta en todos los aspectos, la cual no sólo se dé en la intención originaria, sino que integre todo el complejo ser y querer del hombre (caridad que, por tanto, no está necesariamente presente en la muerte de todo justificado), borra también todas las penas temporales del pecado. Ahora bien, si el principio que acabamos de formular es exacto, la i. no puede ser otra cosa que una ayuda (muy importante) al pecador penitente para que alcance este amor que lo borra todo, una ayuda (o intercesión) para obtener aquella gracia que se necesita para tal caridad. Sólo así pierde la i. el carácter de un acto jurídico, que sería total o casi totalmente independiente de la madurez espiritual y santa del hombre y supondría así una relación parcial con Dios, que, como tal, sería regulada con total independencia del amor a Dios, siendo así que, en realidad, la caridad determina todo lo referente a la relación con Dios. Cómo por esa integración de las i. en el proceso uno del hombre entero (y, por ende, multidimensional), en el único proceso de la relación del hombre con Dios por la fe y la caridad, no se disminuye la importancia de las i., es un punto que aclararemos seguidamente. Ahora bien, por esa interpretación desaparecen los reparos justificados que con razón siente el hombre moderno contra la doctrina teológica hoy día corriente sobre las i. (y contra una práctica, derivada de ella, de las i., a menudo muy masiva y cuantitativamente calculadora). También se ve claro (cosa que no acaece en la teoría usual, a pesar de la buena voluntad de respetar este punto) cómo las i. no merman el auténtico espíritu y acción penitencial, sino que la ayuda de la Iglesia tiende precisamente a fomentarlo, pues la integración de toda la realidad del hombre en la caridad, que sólo así se hace perfecta, implica necesariamente la penitencia en el pecador.

2. Positivamente. La esencia de las i. consiste, según lo dicho, en la oración particular de la Iglesia por la plena expiación de sus miembros, que ella hace siempre en su propia acción litúrgica y en la plegaria de éstos mismos, y que en las i. aplica solemnemente y de manera especial a un miembro determinado. En cuanto esta oración procede de la santa Iglesia como tal y tiende a un bien que está claramente conforme con la voluntad de Dios, está segura de ser oída (a diferencia de la oración del hombre particular, pecador, que no sabe si pide realmente lo que debe), y no tiene otros límites que la receptividad del hombre por quien se ofrece (la cual es un verdadero limite). Si se piensa que también una «oración» (p. ej., la de la —> unción de enfermos) puede ser un opus operatum, que en las i. sólo se piden gracias «actuales» y que todo opus operatum tiene su límite en la disposición del receptor, nada se opone en la teoría aquí expuesta a que se reconozca a la i. el carácter de un opus operatum (no de un sacramento), cosa que hoy día es muy usual en la teología.

En esta teoría se da también una diferencia entre i. por los vivos e i. por los difuntos, pues estos últimos no sólo están sustraídos a la jurisdicción de la Iglesia, sino que se hallan también en una situación especial, en virtud de la cual la intercesión oficial expiatoria de la Iglesia no tiene la misma eficacia cuando se refiere a los difuntos y cuando se refiere a los vivos (tratándose de aquéllos sólo la tiene indirectamente, por la disposición del fiel vivo que gana las i., y por la disposición que el difunto alcanzó en su vida, la cual ya no puede aumentarse en orden a estas i.; cf. Sixto iv en Dz 723a).

3. Desde nuestra posición se comprende también en qué sentido interviene en las i. el tesoro de la Iglesia. Si se pensara que este tesoro se emplea por un acto jurisdiccional, tal empleo se reduciría a un «pago a plazos» de los reatos particulares de pena mediante otras tantas satisfacciones parciales, concebidas como cantidades sumables (cf. Billot); idea que, pensada con detención, es imposible y por eso se rechaza actualmente (p. ej., Galtier). Pero cuando la -> Iglesia intercede, lo hace con necesidad esencial como cuerpo de Cristo, en solidaridad con la dignidad y el sacrificio de su cabeza, y como Iglesia santa en todos sus santos. Es decir, lo hace apelando al «tesoro de la Iglesia», pero a un tesoro con el que nada se paga en sentido auténtico, sino que es invocado simplemente en su totalidad, y, por eso, a causa de tal invocación crece en lugar de disminuir. De ahí que Galtier note con razón cómo en todo perdón de pecado y de pena interviene el «tesoro de la Iglesia», y por tanto no hay nada que sea peculiar de las i. exclusivamente. Esto significa que el tesoro de la Iglesia no es otra cosa que la —> voluntad salvífica de Dios (en —> salvación) o que su pleno amor a cada hombre, el cual incluye también precisamente la expiación y extinción de las penas por el pecado, en cuanto esta voluntad salvadora existe con miras a la —> redención de Cristo y a la santidad de toda la Iglesia (que depende de dicha redención pero se da realmente); santidad que implica una dinámica hacia el amor pleno de cada uno de los miembros de la Iglesia, el cual supera todas las consecuencias del pecado.

4. Cómo haya de pensarse esta oración de intercesión de la Iglesia por la remisión de las consecuencias penales del pecado, y cómo haya de considerarse más exactamente la seguridad de la eficacia de las i., son cuestiones que dependen esencialmente de la idea concreta que uno se forme acerca de las «penas del —> pecado». Si éstas son concebidas como meras penas vindicativas que, sin tener importancia como tales para la purificación y perfección moral del hombre, la justicia divina impone propiamente en cuanto castigo, en tal caso hay que concebir su extinción como pura renuncia de Dios a imponerlas efectivamente; lo cual significaría, con relación a la eficacia de las i., que para ganarlas sólo se requiere como condición previa en el sujeto la desaparición de la adhesión actual al pecado. Pero, con ello, las i. serían un medio más fácil y seguro para el perdón de las penas por el pecado que la penitencia y la progresiva santificación personal.

En cambio, si las penas por el pecado son concebidas como estados internos y externos del hombre, producidos por aquél, los cuales no se borran y extinguen ya con la primera conversión del pecador (como se borra el reato de culpa), y si, en su discrepancia del todo de la realidad objetiva creada por Dios (como agente externo del castigo), son vindicativas y (de suyo) dolores medicinales aquí y después de la muerte, entonces hay que entender la remisión de las penas por el pecado como posibilidad que Dios concede de una más rápida y feliz superación del reato «real» de pena así entendido. Esta superación, como íntima purificación total (que no implica necesariamente un aumento de méritos y de gracia, sino solamente su efecto sobre la totalidad del hombre, y que puede, por ende, producirse también en el purgatorio: SCHMAUS D IV 2, 160-173; F. SCHMID, Die Seelenliiuterung im Jenseits, Brixen 1907), depende en la segunda concepción de más condiciones que en la primera. Las i. sólo se hacen efectivas allí donde se da y en la medida en que se da una disposición para una purificación santificadora, cada vez más honda, del hombre entero, más allá de la mera eliminación del reato de culpa estrictamente como tal. En esta concepción se ve además con claridad por qué las i. y la penitencia personal no se dañan mutuamente, pues así las i. pasan a ser una ayuda de la Iglesia para una penitencia más intensa y, por tanto, más rápida y feliz, y no son un substitutivo de la penitencia que la haga menos necesaria.

V. Consecuencias pastorales

1. Hay que empezar por ver serenamente el hecho de que el interés religioso por las i. está desapareciendo en la Iglesia, incluso en sectores religiosamente vivos. Las formas de la auténtica preocupación religiosa del individuo por la salvación han experimentado cambios profundos; se han desplazado a la celebración de la -> eucaristía, a la —> oración personal y a la superación cristiana de la dureza de la existencia profana. A ello se añade que al hombre de hoy (por el moderno individualismo) le resulta difícil sentirse responsable de la salvación eterna de sus allegados (cf. K. RAHNER, Verehrung der Heiligen: GuL 37 [1964] 325-340). No es de esperar que esta situación cambiara por recomendaciones oficiales o por nuevas concesiones de indulgencias.

2. Pero si, según la doctrina del concilio de Trento, las i. han de conservarse no sólo oficial, sino realmente, hay que considerar lo siguiente:

a) Este ensayo sólo debe hacerse en medida discreta, pues de lo contrario se malgastaría mucho esfuerzo pastoral, que hoy es más necesario en otros terrenos.

Las formas concretas de la concesión de i. (su frecuencia, su empleo para recomendar otros fines secundarios, como determinadas devociones, etc.; y en particular la frecuencia de i. plenarias, etc.) necesitan de una reforma valiente y a la vez discreta. Cabría preguntarse tranquilamente si no es hora de suprimir la distinción entre i. plenaria e i. parcial. La graduación exacta de las i. parciales sin duda carece de importancia religiosa en la actualidad; pero se maneja todavía en forma caprichosa sin basarla en un principio. Las i. «plenarias», si así han de llamarse, en todo caso deberían enlazarse con un acontecimiento religioso que correspondiera realmente a la importancia de semejante concesión.

b) Hay que predicar una doctrina sobre la ->comunión de los santos, sobre el culto a los santos, sobre las «penas del -> pecado», sobre la necesidad y los bienes de la -> penitencia personal, y sobre las i. mismas, que han de insertarse en la totalidad de la vida cristiana, de tal forma que esta doctrina sea realmente inteligible y «realizable». Una concepción jurídica y formalista de las i. no se presta para ello.

c) Debieran crearse formas y ejercicios (oraciones de intercesión, funciones penitenciales, etc.) que hicieran sentir concretamente a los creyentes que la Iglesia, como cuerpo de Cristo y comunión de los que buscan su salvación eterna, intercede siempre por cada uno de sus miembros que corre peligro en su bienaventuranza eterna y se esfuerza por alcanzarla. Si el cristiano siente concretamente esta función de la Iglesia, que es también la suya, podrá apropiarse a su vez el sentido y la bendición de lo que la Iglesia, en su preocupación salvífica, le aplica precisamente a él de una manera especial intercediendo en lo que llamamos indulgencia.

La nueva regulación general de las i. en virtud de la constitución apostólica Indulgentiarum Doctrina, que fue publicada el 1.0 de enero de 1967, se ha dado a conocer después de la composición de este artículo. Por tanto, esa regulación ha de leerse en su propio texto. Aquí sólo podemos decir que ella colma muchos de los deseos pastorales que hemos expresado. Por lo que se refiere a la concepción teórica de las i. contenida en la constitución, creemos que no es de todo punto inconciliable con la expuesta aquí, pues la «mediación de la Iglesia», por la que se produce la remisión de penas temporales del pecado, admite diversas interpretaciones.

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Karl Rahner