HOMBRE, FIN DEL
SaMun

 

I. El concepto

El hombre experimenta lo que significa el fin primero por su vivencia interna. En efecto, tiende hacia un bien determinado que él se representa, que él quiere e intenta realizar o alcanzar mediante la elección de medios apropiados (a veces por la coordinación de varias partes en un instrumento o en una máquina). Y así realiza un «fin» (elegido consciente y arbitrariamente).

El hombre reflexiona después sobre el hecho de que a su elección arbitraria de un fin precede en sus «facultades» y estructuras una ley apriorística, la cual predetermina la dirección y los límites de su tender arbitrario hacia determinados fines (dejando abierto un campo de variación). En cuanto esa capacidad de tender (biológicamente, etc.) constituye un sistema plural, éste puede ser entendido (según el modelo de comprensión de una máquina) desde sus realizaciones y, a la inversa, en la estructura del sistema plural puede verse cuál es su finalidad. Este fin «natural» y la finalidad de un sistema «natural» (que aquí significa simplemente: no hecho por el hombre) se esclarecen mutuamente y forman una unidad. La presencia previa del sistema «final» y su posibilidad de acomodarse a las influencias que vienen de fuera y, así, de conservarse a sí mismo, confieren al fin del sistema un cierto carácter de necesidad. Se trata ahí del fin natural como actualización plena de la estructura (de la «esencia») de un sistema (plural) previamente dado.

Desde aquí el ser vivo (y el consciente) es visto como un todo. En cuanto tal -como unidad y totalidad - tiene un «fin natural», que consiste en el pleno desarrollo y actualización de las estructuras de su sistema (plural).

II. La aplicación (formal) del concepto de «fin» (y de finalidad) al hombre

Partiendo de lo que acabamos de expresar se podría ya decir formalmente: El fin («natural») del hombre es la plena actualización de su esencia. En esa descripción el fin, a pesar de la pluralidad en su realidad y a pesar de la experiencia de una desintegración en el hombre (-4 concupiscencia, -> enfermedad, -> muerte), es entendido (con razón) como una unidad que tiende a una actualización en la que esté integrada plenamente la pluralidad del hombre. Este fin es «natural» (sin distinguir de momento entre -4 naturaleza y gracia [sobrenatural]) en cuanto (como las estructuras del hombre mismo) precede a la libre elección de un fin por parte del hombre; y por eso el hecho de no lograrlo debería repercutir necesariamente, de manera destructora, en la realidad previamente dada del hombre y, con ello, también en la libre elección de un fin. Pero ese concepto de fin, logrado a base de un modelo orgánico y técnico, no es suficiente para una determinación formal del concepto de f. del h. Esto se desprende de las siguientes reflexiones.

Tratándose del hombre, al desarrollar el concepto de fin ante todo la unidad peculiar en él entre el fin dado previamente y el fin elegido. Ciertamente el hombre por su ->«esencia» tiene un fin determinado que precede a su conocer y obrar, un «fin» natural, el cual implica una necesidad incluso más radical que un fin técnico u orgánico. Pero el «fin» del hombre libremente elegido (el contenido y la forma bajo los cuales él se quiere «entender» en su unidad total) no puede concebirse simplemente como un caso dentro de la gama de posibilidades que están dadas juntamente con la esencia (entendida técnica u orgánicamente) de cualquier otra realidad, y que en definitiva corresponden todas a la «finalidad de esa esencia». Como autoconciencia personal y --> libertad el hombre se limita a servir a una «máquina» dada previamente, de manera que él a lo sumo pudiera servirla bien o mal, actualizándola o causándole daños, pero ella, por lo demás en sí misma quedara idéntica en su estructura previa, que propiamente sería tan sólo el soporte de su actualidad (de su actus secundus). El hombre dispone de sí mismo y en forma creadora confiere a la esencia su carácter definitivo. La esencia no sólo ha sido dada previamente al hombre, sino que además le ha sido encomendada. Y junto con la esencia se le ha encomendado el fin, que él no sólo realiza, sino que lo elige también libremente como meta concreta. Este «encargo», por un lado, no es la autorización para cualquier cosa puramente arbitraria, la concesión de un espacio ilimitado y vacío de lo posible, pero, por otro lado, tampoco es la programación fija de un proceso donde a lo sumo quedará la duda de si éste corresponderá total o sólo parcialmente a la programación. El encargo faculta precisamente para la libertad, de manera que la infidelidad a tal encargo consiste precisamente en no hacerse cargo de esta libertad. Todo -> «pecado», como contradicción a la finalidad esencial del hombre, es la negativa a asumir en el -> amor a Dios como «bien» infinito toda la gama infinita de las posibilidades de la libertad, es la limitación de esta libertad a un «bien» categorial finito. El fin (natural) dado previamente y el elegido libremente constituyen una interna y mutua unidad de relación.

En la comprensión formal y en la determinación material del f. del h. (y también de la «finalidad» moralmente importante de cada momento esencial del mismo), debe tenerse en cuenta desde el principio su «intencionalidad» en el conocer y en el querer. Esa intencionalidad lleva consigo una crítica del modelo orgánico y técnico de inteligencia, y sólo en virtud de ella puede aquietarse la cuestión del fin (o meta, o sentido), sin que la pregunta sobre el sentido del todo de un ser deba necesariamente declararse absurda, limitándose a mostrar la interdependencia por la función o el condicionamiento en determinadas unidades parciales (esto es útil para el fin de lo otro, si se presupone que lo otro tiene que ser). El «fin» de un ente esencialmente intencional sólo puede ser determinado a partir del «hacia dónde» de su intencionalidad. Si, además, esta intencionalidad es ilimitada en conocimiento y libertad, la posesión intencional de la realidad por excelencia (en un sentido muy «real») constituye el «fin» de este ente, el cual es quodammodo omnia. O sea el f. del h. es la posesión de la plenitud ilimitada de la realidad, es decir, de «Dios» mismo, sin que por ello este fin se comporte como algo extrínseco y como una estructura terminada ya antes del movimiento hacia la meta. Si, con ello, el ser y la posesión del ser tienen «sentido pleno» en el estar en sí (conocimiento) y en el amor (y como tales son afirmados en todo acto con necesidad transcendental), es decir, son un fin que no sirve de manera meramente funcional a otra finalidad posterior (arbitrariamente elegida), entonces la cuestión del fin llega a aquietarse legítimamente.

En el hombre (a diferencia de una finalidad biológica y del modelo de representación que en ella se funda) hay que tener en cuenta el carácter transcendental del fin concreto. Sólo este carácter confiere al fin un rasgo de absoluta necesidad (obligatoriedad) y puede poner de manifiesto cómo la consecución del fin es salvación en el estricto sentido teológico. Esto quiere decir: porque - y sólo en cuanto - la orientación de la persona espiritual al fin también es afirmada implícitamente en el acto de alejamiento libre de él, este fin (y la orientación del hombre hacia él) no sólo es un «hecho» (como los fines infrahumanos, los cuales permanecen siempre condicionados), sino también una meta necesariamente afirmada y en consecuencia moralmente obligatoria (el bonum honestum necessarium por antonomasia). De ahí recibe su dignidad y obligación todo otro deber (como medio y realización parcial del fin absoluto). Ya aquí hay que acentuar que también el fin «sobrenatural» (libremente establecido por Dios) del hombre tiene este carácter de necesidad transcendental, pues, por la comunicación de ->Dios mismo en la ->gracia, está siempre establecido en la esencia de cada hombre previamente a la decisión humana (-a existencial sobrenatural), y así existe en el hombre o en el modo de aceptación (-> fe -> amor) o en el de negativa (->pecado). Por eso el fin sobrenatural nunca puede ser algo meramente mandado desde fuera, algo que pudiera dejar a la libertad en la indiferencia y que se hallara fuera del movimiento hacia el fin.

El f. del h. debe ser considerado todavía bajo otro punto de vista, para que los modelos usuales de representación no oculten su verdadera esencia. Ciertamente, por la transcentalidad ilimitada del hombre y por la gratuita comunicación de Dios mismo al hombre, aquél es el fin (intencional) de éste; y ese fin, en cuanto antecede a la libre realización de todo fin, está dado previamente, y no es aquello que el hombre se propone y produce como meta. Pero con ello (hablando en términos escolásticos, cf. después iii) hemos afirmado el f inis qui como dado previamente, pero no el f inis quo, la «posesión» de Dios en su realidad concreta, quien además (aquí hay que reflexionar sobre el misterio de la ->encarnación, y sobre la realidad de que Dios es no sólo fundamento transcendental, sino también portador de la ->historia de la salvación, que le califica a él mismo) asume este finis quo como su propia determinación. Tanto el fin realizado (o que debe realizarse) con libertad, como el dado previamente, que realiza este mismo fin (como finis quo), es un fin puesto o que debe ponerse en forma creadora, con -> libertad y -> esperanza, el cual no puede concebirse simplemente como actualización de una potencia, tal como esto se produce también fuera de la historia de la libertad, no es una mera explicación evolutiva de lo que se da siempre. Este fin de la libertad, aun siendo Dios mismo el fin y el futuro absoluto (por lo menos como finis quo), es elegido libremente entre las muchas metas imaginables y proyectado en forma creadora, es el nuevo fin que sobrepuja el pasado (también en cuanto potencia) como un -> futuro sustraído a los cálculos, a partir del cual el hombre se entiende de modo creativo. Por consiguiente allí donde se trata de la libertad histórica, el fin no puede ser entendido como una actualización que desarrolla la potencialidad del pasado, como «retorno al paraíso», como un alcanzar el pasado o la «esencia» (-> principio y fin). Y esto tanto más por el hecho de que: precisamente la «nueva tierra» pertenece al futuro absoluto (Cf. RAHNER viii 580-592); reino de Dios debe ser entendido necesariamente como perfección de la historia misma (y no sólo como una recompensa secundaria por la historia pasada); y Dios mismo (-> encarnación) alcanza la plenitud de su propia historia en la consumación de la historia. El fin de la historia de la libertad del hombre no es simplemente el fin alcanzado o que debe alcanzarse, sino el proyectado en forma creadora. Si el hombre tiene una «naturaleza» dada previamente, ésta se halla constituida también por la «esencia» de la libertad personal e histórica, la cual no añade una determinación meramente «accidental» a un sujeto existente ya de antemano y completo en sí, sino que instaura a ese sujeto en su propia realidad. Es más, en cuanto toda causalidad distinta de la libertad personal tan sólo pone fenómenos siempre transitorios, que en todo momento pueden quedar suplantados y superados por otros fenómenos, y, por tanto, la libertad es la única fuerza que produce algo definitivo y dotado de sentido, consecuentemente, la libre realización del fin es incluso la única que realmente puede crear un «fin» en el auténtico y estricto sentido de la palabra (->. historia e historicidad).

III. Distinciones y axiomas

Ya se ha hablado de la distinción entre finis qui y finis quo. A estos dos conceptos se añade con frecuencia el finis cui, el sujeto para el que algo es fin, para el que el fin significa la actualización total. No hay dificultad en la idea de que un fin todavía deba producirse o alcanzarse (finis ef f iciendus, finis obtinendus), ni en la distinción entre el fin último, que significa la plena actualización del ente respectivo, y el fin particular, el cual es un medio o momento para el más amplio fin último. El fin de un agente (finis operantis) no debe necesariamente identificarse por completo con la finalidad de lo hecho por él (finis operis). En la escolástica se acentúa también que Dios no puede tener un fin distinto de él mismo que pueda mover la acción divina como causa externa (causa finalis). Mas por ello Dios no es «egoísta», pues en su acción creadora e impartidora de la gracia se quiere a sí mismo como la bondad desprendida que puede comunicarse. El fin ejerce una verdadera causalidad, no es solamente el resultado (alcanzado o que debe alcanzarse) de una acción o de un proceso, sino que se comporta como motor de esta acción misma. Y esto ante todo donde se da una acción consciente e intencional. En cambio, los procesos «teológicos» de tipo inconsciente deben interpretarse como realizaciones deficientes del ser, del mismo modo que un ente que no tiene ningún «ser en sí» es «todavía» ente, pero está limitado y determinado en su ser por una negatividad real.

IV. Fin «natural» y «sobrenatural»

En cuanto la a visión de Dios, el futuro absoluto, que es Dios mismo en su donación inmediata al hombre, lo mismo que la ordenación del hombre por la -> gracia a este futuro definitivo, es «sobrenatural», o sea, es acción libre e indebida de Dios no sólo respecto del hombre pensado (que ha de ser creado «libremente») sino también con relación al hombre realmente existente (ya con anterioridad a la culpa humana), y, en cuanto por otro lado, este futuro es por ello «obligatorio», de modo que sin él el hombre fracasa y está «perdido», el fin (real) del hombre debe ser designado como «sobrenatural», es decir, como indebido (DS 3005: fnis supernaturalis; DS 3891). El concepto de «fin sobrenatural» es usual desde el siglo xrir. Con todo, la expresión «fin natural» del hombre debe usarse con extrema precaución. Una naturaleza pura verdaderamente realizada habría tenido un fin natural (que material y formalmente habría sido muy distinto del que realmente se da ahora). Y en la realidad y acción del hombre fáctico hay momentos que, en el caso de haberse verificado esa suposición irreal, pertenecerían a dicho «fin natural». Mas esto no es motivo para hablar de un «fin natural» del hombre real. Tomás de Aquino no lo hizo en el sentido de una alternativa frente al fin sobrenatural. La expresión se presta a confusiones, como si el hombre pudiera a su antojo dirigirse al uno o al otro fin. Sólo puede llamarse fin (último) en sentido auténtico el que se da de manera concreta previamente a la libertad del hombre, el que éste debe realizar por su libertad, el que, de no conseguirse, hace fracasar al hombre entero. Y ese fin es el «sobrenatural». Este fin puede entenderse plenamente como «sobrenatural» sin dejar de ser fin interno si se piensa que la «naturaleza» del hombre es intencional y, en cuanto tal, está ilimitadamente abierta a la libre disposición de Dios (-potencia obediencial), y si la orientación del hombre hacia el fin no es concebida orgánica, técnica y estáticamente, sino que se entiende de antemano en el marco de una relación dialogística entre la libertad divina y la humana, las cuales ponen un fin, de manera que la «naturaleza» del hombre es sólo un diseño formal y permanente de esta relación, precisamente, pero no es algo que por sí mismo dispone ya de ese fin, y si, finalmente, se comprende que la comunicación de -> Dios mismo (gracia), a pesar de su carácter sobrenatural, es lo más «íntimo» del hombre.

V. El fin sobrenatural del hombre

El hombre tiene un «fin». Esta fundamental persuasión cristiana es lo primero que hemos de afirmar. Sobre todo hoy, semejante persuasión no es evidente. Pues el hombre actual fácilmente experimenta la «historia» del mundo y, ante todo, de la humanidad como producto de causas que se unen casualmente. Muchos encadenamientos parciales de causas presentan también un carácter casual,

es decir, su resultado no puede reconocerse como aquello que ha determinado la coordinación de las causas del devenir (darwinismo). Pero incluso el -a marxismo, con su -> materialismo dialéctico, ocultamente atribuye a la «evolución» un claro sentido de su dirección, y proclama sus fines como una necesidad que se impondrá con toda certeza; la liberación del hombre de su alienación es para el marxismo el fin real (no el resultado casual) que ya está diseñado previamente en la «sabiduría» dialéctica de la «materia». Para un teísmo (con su doctrina de la ~>providencia), según el cual hay una única causa originaria de toda realidad (el Dios que existe en su infinita autoposesión espiritual y su acción libre), el mundo tiene necesariamente un fin. Pues con una acción espiritual y personal se da necesariamente un fin. La «casualidad» y sus resultados se pueden referir sólo a una combinación particular de causas; es aquí expresión de la materialidad, la cual aporta un momento de indeterminación y con ello de fracaso fáctico al transcurso y al juego conjunto de las causas. La orientación al fin es percibida (por lo menos en su esencia formal) mediante la experiencia transcendental en el conocimiento humano y (sobre todo) en la libertad. En efecto, allí el hombre se experimenta como el ser responsable que necesariamente se determina a sí mismo desde el ->futuro, como el ser que debe obrar libremente y, en este obrar, siempre sobrepuja críticamente su actualidad. Pero donde no hubiera auténtico futuro, auténtico fin, donde se corriera hacia el vacío (cf. Fip 2, 16), se tendría el derecho de hacer lo que no se puede hacer, a saber, aferrarse a lo presente como si fuera definitivo, o bien (lo que en último término sería lo mismo) protestar contra el absurdo de la existencia, que obliga a uno a correr sabiendo que jamás llegará a ningún sitio, o aceptar como -> «sentido» (Sant 3, 6) el correr mismo, el girar eterno de la rueda del cambio.

Pero esta determinación del fin es fruto de una historia personal y libre (por parte de Dios y por parte del hombre), ya por la simple razón de que sólo así puede darse un fin auténtico y definitivo. Por ello este movimiento hacia el fin no debe tergiversarse a base de una representación orgánica como si se tratara de un desarrollo evolutivo de lo que potencialmente se da siempre.

Este fin definitivo del hombre (y de su mundo), la consumación, no puede pensarse como última etapa de una «evolución», como una realidad instaurada dentro del mundo (y con ello planificable) mediante la conjugación de las múltiples causas intramundanas. El -> reino de Dios es don divino, suprime la historia y no es un tiempo terrestre que, lleno de felicidad terrena, se extienda ilimitadamente. Esto no significa que el fin como final se añada externamente al movimiento histórico. El Dios que es la consumación y que se da a sí mismo como futuro absoluto, es el Dios que por su propia comunicación en la ->gracia (y en la ->encarnación) constituye ya el principio más íntimo del movimiento hacia el fin. Por esto el fin puede considerarse lo mismo como el don libre de Dios en su poder exclusivo, que como el resultado, el fruto de la historia misma. Y esto tanto más por el hecho de que la «colaboración» entre la libertad de Dios y la del hombre en la historia no puede ser concebida como un «sinergismo» externo, que convierta a Dios y al hombre en causas parciales, sino que la libre gracia de Dios libera precisamente la libertad del hombre para su posibilidad más alta, la de lograr ella misma el fin (como -> salvación). Puesto que esta acción de la salvación siempre implica necesariamente una mediación a través del cumplimiento de un cometido intramundano (incluso allí donde éste consiste en la renuncia, la ascesis y la «huida del mundo», que por sí solas nunca constituyen la totalidad de la existencia humana y, además, ejercen una función auténtica de cara al así llamado «servicio al mundo»), puesto que, dicho sencillamente, el amor a Dios (como aspiración al fin escatológico) no puede existir sin concretarse en el -> amor al prójimo, el cual asimismo no se puede limitar a un ámbito privado; en consecuencia el hecho de que el fin escatológico sea producido por Dios no disminuye la importancia, la seriedad y la obligación de la intervención del hombre en los fines intramundanos (particulares, transitorios) dentro de todos los ámbitos de la existencia humana (cf. Vaticano ii, Gaudium et spes, n." 43).

Por lo que se refiere al «contenido» del fin, remitimos a muchos otros artículos, que no podemos repetir aquí, los cuales recogen las fuentes positivas de la revelación: -> reino de Dios, -> salvación, -a visión de Dios, -> eternidad, -> resurrección de la carne, -> escatología, -> novísimos. Al determinar el contenido del «fin» del hombre a través de la ->fe cristiana y su -> esperanza, se pone de manifiesto que el -> cristianismo introduce en la consumación todas las peculiaridades, dimensiones, etc., del hombre (a pesar de Mt 22, 30), o sea, no excluye de la consumación (desvirtuándolas) dimensiones del hombre que ahora son esenciales para su existencia (y así afirma tanto la resurrección de la carne, la tierra nueva, la -> comunión eterna de los santos después de un juicio universal, etc., como la visión de Dios en un culto después de un «juicio particular» de cada uno). Todos los momentos (no sólo algunos) de esta consumación final, separados de nuestra experiencia actual por la frontera de la ->muerte, son arrojados al interior del ->misterio superior a toda representación, misterio que es Dios mismo, en quien está el futuro absoluto, el fin. Este Dios del misterio incomprensible, por su llegada y su inmediatez escatológica respecto de la criatura, no consume a ésta, pero confiere su propia incomprensibilidad a la consumación de todas sus dimensiones (cf., p. ej., también el concilio Vaticano ii, Gaudium et spes, número 39).

Este fin es absolutamente obligatorio (cf. antes ii). Esa obligatoriedad va aneja a la comunicación absoluta de Dios mismo, la cual, en cuanto -> amor pleno y personal de Dios, constituye la obligación más alta que pueda concebirse. Frente a esto, en la voluntad legisladora de Dios como el Señor creador se trata solamente de una formulación derivada, la cual, sin la vinculación a la auténtica esencia de todo deber, con facilidad podría entenderse falsamente como expresión de un querer que sólo por el castigo con que amenaza crea en el hombre una obligación, y que solamente se impone por la coacción y la fuerza.

Por ello, este fin por su esencia es tal que su posible pérdida (->pecado) significa una desgracia absoluta (->infierno). La orientación transcendental del hombre (-> existencial sobrenatural) a ese fin hace que aquél, al perderlo, exista en contradicción radical y definitiva consigo mismo y no pueda eliminar esta situación renunciando a dicho fin; lo afirma todavía en el no definitivo de su libertad. Y precisamente esto constituye la esencia peculiar de la condenación.

La relación entre el fin (o la consumación) de los muchos individuos y el de la humanidad en cuanto tal (->reino de Dios) ha de pensarse en armonía en la relación entre -> persona individual y -a comunidad de personas, en virtud de la cual ni el hombre particular es un mero momento al servicio de una comunidad o sociedad, ni la sociedad de todos los hombres, la humanidad, es la suma de todos los hombres particulares.

El fin alcanzado del hombre y de la humanidad tiene un doble aspecto: la -> «gloria de Dios» y la «felicidad» del hombre. La creación consumada, llegada a su fin, es un espejo de la realidad de Dios (gloria objetiva), y sabe y reconoce esto a través de los hombres (y -> ángeles) espirituales y personales que pertenecen a ella, mediante los cuales la realidad creada es referida expresamente a Dios con conocimiento, amor y adoración (gloria formal de Dios; Dz 1805). Pero la creación glorifica perfectamente a Dios porque y en cuanto ella misma está consumada, ha llegado a su fin, y así se halla glorificada y es feliz. De este único finis operis de la realidad creada con sus dos aspectos inseparables hay que distinguir el «fin» de Dios (finis operantis), que él mismo «persigue» en la -> creación del mundo. Este fin es Dios mismo como bondad que se comunica libremente (Dz 1783).

BIBLIOGRAFÍA: Cf. VER hombre, antropología, amor, sentido, libertad, comunicación de , Dios, orden sobrenatural, visión de Dios, escatología. - Rahner 1 327-350, II 217-232, III 47-60, IV 139-158 215-244, V 181-246; J. Delfaro: Gr 38 (1957) 5-50, 39 (1958) 222-270, 41 (1960) 5-29; idem, Cath 17 (1962) 20-37; K. Rahner, Oyente de la palabra (Herder Ba 1967); Barth KD 111/2 (Der Mensch in seiner Bestimmung zu Gottes Bundesgenossen); R. Guardini, Freiheit, Gnade, Schicksal (Mn 41956); J. B. Metz, Freiheit als philosophischtheologisches Grenzproblem: Rahner GW 1 287314; H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit I-IV (Ei 1961 ss); P. Wust, Ungewißheit und Wagnis (Mn 71962); Rahner VI 210-232 (Teología de la libertad); MySal II; P. Tillich, Systematische Theologie III (St 1966); B. Welte, Heilsverstindnis (Fr 1966); Rahner VIII 43-65 (Teología y antropología), 593-609 (Inmanente y trascendente consumación del mundo); J. Ratzinger, Einführung in das Christentum (Mn 1968); tr. cast.: Introducción al cristianismo (Salamanca 1971).

Karl Rahner