GÉNEROS LITERARIOS
SaMun

I. Concepto

1. El problema

El problema del g.l. de un escrito no es exclusivo de la ->exégesis. Por ej., en la literatura francesa de los siglos xvii y xviii la teoría de los g.l. ocupaba un lugar importante. Se distinguían los géneros: lírico, dramático, épico, cómico y trágico, a los que los «clásicos» pretendían señalar reglas precisas (contra la protesta de los románticos). Hoy día se intenta esclarecer el fenómeno literario desde el «fenómeno social». En el g.l. se ve «una forma colectiva de pensar, sentir y expresarse en relación con una determinada época cultural» (A. Robert). El g.l. podría compararse con el estilo de las artes plásticas, que depende de todo un conjunto de circunstancias (materiales, concepción reinante, etc.), y que el arquitecto, o el pintor, o el escultor ha de tener necesariamente en cuenta para hacerse entender en su generación. En consecuencia el g.1., estrechamente ligado a la forma de pensar, evoluciona en consonancia con la respectiva situación cultural. Síguese que cuanto más diferente de la nuestra es la civilización a que pertenece la obra estudiada, tanto más peligroso es juzgarla en función de los g.l. que nos son familiares, y tanto más importante se hace la tarea de determinar con precisión las leyes del género usado.

2. Historia de la cuestión de los géneros literarios en la exégesis bíblica

Ningún exegeta ha puesto nunca en duda la existencia de varios g.l. en la Biblia: lírico, didáctico, histórico, etc.; nadie ha negado tampoco que la verdad de una composición poética, de una parábola o de una alegoría es muy distinta de la de un relato histórico. Muchos han trabajado por determinar las leyes de estos géneros diferentes, tal como existen entre los antiguos semitas. Se ha comprobado, p. ej., que la colección de los salmos contiene cantos de naturaleza muy diversa, los cuales obedecen a reglas de estilo, composición y contenido que se hallan más o menos en todo el oriente. Igualmente, los textos legislativos, las fórmulas de alianza y la predicación de los profetas siguen normas más o menos fijas, cuyo estudio es indispensable para la exégesis. Cierto que la predicación bíblica rompe a menudo este marco; pero precisamente la comparación de las formas bíblicas con las otras pone de manifiesto la originalidad de las primeras (cf. J. HARVEY, 195), tanto más por el hecho de que «intenciones muy distintas pueden manifestarse bajo formas iguales» o, quizá mejor, pueden ocultarse bajo «formas casi iguales» (ROBERT-FEUILLET, I, p. 138).

II. El magisterio eclesiástico

1. Antes de la encíclica «Divino afflante Spiritu»

De hecho, entre los católicos, la cuestión se planteó principal, si no exclusivamente, a propósito de los libros que la Biblia presenta bajo la forma de relatos históricos. Como ciertos exegetas invocaban el g.l. para reducir muchos relatos bíblicos a -> «mitos», en el sentido en que entonces se entendía generalmente este término, o a fábulas desprovistas de todo valor histórico, el magisterio eclesiástico se mostró por de pronto muy reservado. Sin embargo, ya la encíclica Providentissimus de León xiii (1893) promulgaba el principio que debía dirigir la exégesis católica y que ya mucho antes había formulado Agustín.

A propósito de la manera como la Biblia habla de la «figura del cielo», Agustín dice que los autores sagrados no tratan este problema, pues ellos «no enseñan cosas inútiles para la vida eterna». Más exactamente: Agustín presupone que los hagiógrafos conocían tales materias, «pero el Espíritu de Dios que hablaba a través de ellos no quiso enseñar a los hombres cosas cuyo conocimiento ningún provecho había de traerles para su salvación eterna» (De Gen. ad lit. 2,9,20; PL 34,270; EnchB 121, citado en Div. af fl. Sp.: EnchB 539, y en el Vaticano II, Dei verbum, c. 3, n.<> 11, nota 5). Lo importante aquí no es tanto la aplicación particular, cuanto la razón invocada. Según la fórmula más clara todavía de Tomás, «el Espíritu Santo no quiso darnos por los autores inspirados otra verdad que la provechosa para nuestra salvación» (De ver., q. 12 a. 2; cf. también el Vaticano II, ibid.). No se trata ciertamente, como se ha pretendido a veces, de restringir la -» inspiración a ciertas partes privilegiadas de la Biblia, sino de precisar el fin que Dios se proponía al inspirar a los hagiógrafos y, por tanto, el sentido de la Escritura entera. En términos aristotélicotomistas: «el objeto formal de la revelación determina el objeto material enseñado por la Escritura» (P. Grelot). Con esto se señalaba una de las características esenciales de toda la Escritura inspirada en cuanto tal, y se definía en cierto modo lo que podría llamarse, si la expresión no fuera equívoca, el «género literario inspirado» (la fórmula es de L. BILLOT, De inspiratione Sacrae Scripturae theologica disquisitio, R 41929, p. 166, que quería impedir así todo recurso a los g.l. para interpretar los relatos de la Biblia).

En 1905 la comisión bíblica toma en consideración una posible aplicación a la historia: «Hay ciertos casos, raros, que sólo han de admitirse en virtud de sólidos argumentos, en que el hagiógrafo no quería relatar una historia verdadera y propiamente dicha, sino, bajo forma y apariencia de historia, referir una parábola, una alegoría, o proponer un sentido que se aleja de la significación propiamente literal o histórica de las palabras» (EnchB 161). Y en 1909 admite, p. ej., que en el relato de la creación el autor sagrado no había presentado una enseñanza científica, como lo suponían las explicaciones concordistas, sino más bien una descripción popular (notitiam popularem), acomodada a la inteligencia de los hombres del tiempo (EnchB 432).

La expresión g.l. no se usaba aún. Aparece por primera vez en la enc. Spiritus paraclitus de Benedicto xv (1920). Sin duda el pasaje se propone directamente excluir «los g.l1 incompatibles con la entera y perfecta verdad de la palabra divina». Pero la encíclica sólo condena un «abuso»; cuando reconoce «la rectitud de los principios, con tal que se mantengan dentro de ciertos límites», parece que también se refiere al principio de los g.l. (EnchB 461).

2. Pío XII y la «Divino afflante Spiritu»

Toda la cuestión estaba en saber cuáles eran estos límites y, señaladamente, en qué medida el exegeta católico podía recurrir al g.l. para interpretar un relato histórico. Éste es el problema que aborda explícitamente la encíclica de Pío xii (1943). Las traducciones oficiales incluso introducen el pasaje con un subtítulo significativo: «Importancia del g.l., sobre todo en las obras históricas.»

Después de explicar a manera de introducción que la «norma suprema de toda interpretación» es «conocer y definir lo que el escritor quería decir», la encíclica declara: «Para determinar lo que los antiguos autores orientales quisieron decir con sus palabras», no basta consultar «las leyes de la gramática, de la filología o del simple contexto». «Es absolutamente necesario que el intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del oriente, para que, ayudado convenientemente por los recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras disciplinas, conozca y distinga qué géneros literarios quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella antiquísima edad» (EnchB 558). La razón es indicada a renglón seguido: «Porque los antiguos orientales no empleaban siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que nosotros hoy, sino, más bien, aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los hombres de sus tiempos y países. El exegeta no puede establecer de antemano cuáles fueron éstas, sino que ha de averiguarlas mediante la escrupulosa indagación de la antigua literatura del oriente.» Ahora bien, la encíclica precisa que no quiere hablar sólo de «descripciones poéticas» o del «establecimiento de leyes y normas de vida», sino también «de la narración de hechos y acontecimientos» (EnchB 558). Es más, la encíclica no vacila en hacer de esta «investigación del g.l. empleado por el hagiógrafo» una de las tareas más importantes, «que no puede descuidarse sin detrimento de la exégesis católica» (EnchB 560).

3. De la «Divino afflante Spiritu» al Vaticano II

Esta orientación, que puede calificarse como «una de las más innovadoras de la encíclica» (J. Levie), se limitaba, sin embargo, a establecer el principio. En 1948, la comisión bíblica hizo una primera aplicación a dos problemas cruciales, de los más discutidos por entonces: la autenticidad mosaica del --> Pentateuco y la historicidad de los once primeros capítulos del -> Génesis, recogiendo con ello y precisando las respuestas dadas en 1909, que atañían sólo a los tres primeros capítulos. Así declara que «estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los g.l1 grecolatinos o modernos. No es posible, consiguientemente, negar ni afirmar en bloque la historicidad de estos capítulos, a no ser aplicándoles indebidamente las normas de un g.l. bajo el cual no pueden clasificarse» (EnchB 581).

Dos años más tarde, haciendo referencia a esas mismas declaraciones, el magisterio se pronuncia con mayor claridad todavía bajo la modalidad de una encíclica (Humani generis, 1950). Con relación a los 11 primeros capítulos del Génesis, dicha encíclica afirma: a) que no responden de manera rigurosa al concepto de historia de los grandes escritores grecolatinos, ni al de los historiadores de nuestro tiempo; b) que, sin embargo, «pertenecen en cierto sentido verdadero al género histórico»; c) que «este sentido todavía debe ser investigado y determinado más ampliamente por los exegetas» (EnchB 618).

Así, para el AT quedaba virtualmente resuelta por lo menos la cuestión de principio y una de sus aplicaciones más delicadas. Pero, hasta ahora, no se había hecho aún oficialmente aplicación alguna al NT, y muchos incluso negaban que se le pudiera aplicar este principio. De ahí que la instrucción de la Comisión bíblica, de 14 de mayo de 1964, titulada De historica evangeliorum veritate, comience recordando el deber del exegeta católico con relación al «examen del g.l. empleado por el escritor sagrado»; esta advertencia de Pío xix - se precisa - «enuncia una regla general de hermenéutica, con cuya ayuda han de interpretarse tanto los libros del AT como los del NT, dado que, al redactarlos, los hagiógrafos emplearon el modo de pensar y escribir usual entre sus contemporáneos». La instrucción aplica seguidamente los resultados positivos que la exégesis había obtenido utilizando, con la prudencia requerida, el método llamado de la historia de las -> formas; y muestra en particular cómo en cada una de las tres etapas de la transmisión del mensaje evangélico hay que tener en cuenta el g.l. «El Señor mismo, cuando exponía oralmente su doctrina, seguía los modos de pensamiento y expresión propios de su tiempo, y así se acomodaba a la mente de sus oyentes.» Los apóstoles, a su vez, «dieron testimonio de Jesús y expusieron fielmente su vida y sus palabras; y, en la manera de predicar tuvieron en cuenta las circunstancias en que se hallaban sus oyentes...; pero enseñaban con una más plena inteligencia, que recibieron por los acontecimientos de la resurrección y por la luz del Espíritu de la verdad.» Además ellos, como Cristo, en su manera de predicar tuvieron en cuenta las condiciones de sus oyentes e «interpretaron las palabras y hechos del mismo Cristo según lo pedían las necesidades de aquéllos». Así, precisa la instrucción, recurrieron a modos varios de expresión (varius dicendi modis), algunos de los cuales enumera: «catequesis, narraciones, testimonios, himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias por el estilo que la sagrada Escritura y los hombres del tiempo acostumbraban a emplear». Finalmente, en una tercera etapa, «esta primigenia predicación, transmitida primero de palabra y luego por escrito, para bien de la Iglesia fue consignada en los cuatro Evangelios, por el método acomodado al fin peculiar que cada uno se proponía». Porque «la doctrina y vida de Jesús no fueron simplemente referidas con el solo fin de conservarlas en la memoria, sino predicadas para dar a la Iglesia el fundamento de su fe y costumbres».

Eso supuesto, la tarea del exegeta es la siguiente: «investigar la mente del evangelista al narrar un dicho o un hecho de este o del otro modo, o bien al ponerlo en un determinado contexto, pues, efectivamente el sentido de un enunciado depende también del contexto en que se halla... » Difícilmente podía expresarse más claramente la importancia del estudio del g.l1 para la interpretación exacta de los Evangelios.

4. El Vaticano II y la constitución «Dei verbum»

El concilio ha roborado esta doctrina en su Constitución dogmática sobre la revelación, concretamente en el capítulo tercero (sobre la inspiración e interpretación de la Escritura) y en el capítulo quinto (sobre la historicidad de los Evangelios).

El primer pasaje trata explícitamente de los g.l. en la Biblia con fórmulas muy claras. Después de recordar la doctrina tradicional sobre la «verdad consignada en la sagrada Escritura para nuestra salvación», la Constitución enuncia el principio que la enc. Divino af flante Spiritu llamó «la ley suprema de toda interpretación» y del que se deriva precisamente la necesidad de considerar el g.l.: «Ahora bien, como quiera que en la sagrada Escritura Dios habló por medio de hombres y en forma humana, el intérprete de la sagrada Escritura, si quiere ver con claridad qué quiso comunicarnos Dios mismo, debe investigar atentamente qué pretendieron decir los hagiógrafos y qué quiso manifestar Dios a través de las palabras de éstos» (n .o 12). «Y para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a los g1.». No sólo está claro que «la verdad se expone de modo distinto según se trate de un relato histórico, de una profecía o de una poesía», sino que además la Constitución habla explícitamente de «textos históricos en diverso sentido» (textibus vario modo historícis), y con ello confirma que un acontecimiento «histórico» puede marcarse en formas distintas, es decir, que hay diferentes g.l. históricos. En consecuencia carece ya de objeto la controversia que durante largo tiempo mantuvo dividida la exégesis católica.

«Es menester, por tanto, que el intérprete inquiera el sentido que el hagiógrafo, en determinadas circunstancias, dada la condición de su tiempo y de su cultura, quiso expresar y expresó con ayuda de los g.l. a la sazón en uso.» Y la razón se indica a renglón seguido: «Para entender rectamente lo que el autor sagrado afirma por escrito, hay que atender debidamente tanto a los usuales modos nativos de sentir, decir y narrar que estaban vigentes en tiempos del hagiógrafo, como a los que en aquella época se solían emplear en el trato cotidiano entre los hombres.» El párrafo final (nº 13) descubre el fundamento último de esa doctrina, que es corolario del misterio mismo de la encarnación del Verbo de Dios en la naturaleza humana y en palabras humanas: «Las palabras de Dios, expresadas en lenguaje humano, se han acomodado a la manera de hablar de los hombres, del mismo modo que un día el Verbo del Padre eterno, ál asumir la flaqueza humana de la carne, se hizo semejante a los hombres.»

En el capítulo quinto la Constitución aplica estos principios a los Evangelios, recogiendo lo esencial de la instrucción de la comisión bíblica (que hemos resumido antes) sobre la historicidad de los mismos. El concilio afirma claramente su historicidad, pero a la vez explica el sentido de este término. Los evangelistas no se contentaron con relatar meros hechos, sino que se propusieron también explicar su significación, que la mayoría de las veces ellos habían percibido a la luz del acontecimiento pascual: «Indudablemente, después de la ascensión del Señor, los apóstoles transmitieron a sus oyentes lo que él había dicho y hecho, con aquella más plena inteligencia de que gozaban por la experiencia de la glorificación de Cristo y por la iluminación del Espíritu de verdad» (n° 19). Además, «seleccionaron algunas cosas de entre las muchas que ya se habían transmitido oralmente o por escrito, las resumieron de otro modo, o las explicaron de acuerdo con el estado de las Iglesias, pero siempre de tal modo que transmitieran un relato auténtico sobre la persona de Jesús». El concilio define así en cierta medida las características esenciales del g.l. de los Evangelios.

5. Resumen

Así, pues, aun abordando el estudio de los g.l. principalmente en función de la inerrancia de la Escritura (n° 12) o de la historicidad de los Evangelios (n° 19), la constitución Dei Verbum va más allá del punto de vista apologético, que anteriormente prevaleció en este problema. Efectivamente, el exegeta no recurre a los g.l. únicamente para resolver las dificultades que pueden presentar ciertos relatos históricos de la Biblia. En realidad, el estudio de los g.l. es importante para la exégesis de la Biblia entera, para la de los Salmos, p. ej., que fue precisamente la ocasión de las investigaciones de un Gunkel, y también para la de los libros proféticos y sapienciales, así como de los textos legislativos del Pentateuco, y lo es particularmente para la del Cantar de los cantares. Además, un mismo libro generalmente no ofrece un solo g.l, sino que está compuesto de elementos propios de g.l. muy varios, cada uno de los cuales ha de ser objeto de un estudio particular.

Si es, pues, cierto, como lo van poniendo de manifiesto las investigaciones recientes, que el sentido de las palabras o de las fórmulas está siempre más o menos condicionado por el g.l. del pasaje, se comprende que el exegeta, para entender exactamente lo que Dios ha querido decirnos por medio del escritor inspirado, considere el estudio del g.1. como uno de sus primeros deberes (cf. EnchB 560).

La fe en la inspiración de la Escritura, que es palabra de Dios, lejos de apartar al exegeta de esta tarea, se la impone con mayor apremio.

Stanislas Lyonnet