ETERNIDAD
SaMun

I. La sagrada Escritura

1. El concepto veterotestamentario de eternidad, `oám, es preferido y usado enfáticamente para caracterizar la existencia de Dios, pero precisamente en cuanto él es superior al hombre y a su existencia. Dios existía ya antes de que fuera creado el mundo de los hombres (Sal 90, 2; 102, 25-29; Job 38, 4; Gén 1, 1). Mil años para él son como un momento (Sal 90,4). Por tanto él es el eterno en el sentido del «Dios antiquísimo» (luego, desde el Deuteroisaías, es explícitamente el eterno en cuanto al pasado y al futuro: 40, 28; 41, 1; 44, 6). Como el primero y el último Dios abarca toda la historia (Is 41, 4; 48, 12); sus años no tienen fin (Sal 102, 26ss); él es el `El `oám (Gén 21, 33), etc. Con ello la concepción de la eternidad, cuando ésta es aplicada a Dios, se orienta intensamente por la experiencia del tiempo finito de los hombres. Por eso pone en primer plano más la duración permanente que la auténtica superioridad sobre el tiempo. De ahí que esa e. tenga también unos componentes marcadamente éticos, por cuanto en ella se resalta el carácter absolutamente fidedigno de Dios, de su -> gracia, de su -> amor, de su designio, etc. La reflexión sobre la diversidad absoluta de esta eternidad frente al tiempo surge por primera vez en el judaísmo tardío. Cuando `ólám se atribuye a realidades distintas de Dios, significa una duración ilimitada de tiempo en comparación con espacios temporales delimitados; la naturaleza de esa duración indeterminada difiere mucho según la realidad de que se trate.

2. El Nuevo Testamento conoce la eternidad como propiedad esencial de Dios (Rom 1, 20; 16, 26; Flp 4, 20, etc.) en el mismo sentido que el AT. La e. es concebida, pues, como concepto contrapuesto al tiempo del mundo, limitado por la --> creación y los novísimos. Pero el adjetivo «eterno» es también en el NT una peculiaridad del auténtico mundo de la salvación, de los bienes escatológicos y de la condenación escatológica (-> escatología). En esa calificación de los bienes escatológicos como eternos junto a Dios y a diferencia de «este» -> eón, repercute ya cierto influjo del helenismo.

3. Lo que distingue los enunciados bíblicos sobre la eternidad de los que hace la metafísica, es la inclusión del tiempo o de la historia, sin mediar la reflexión, en la concepción de la e. Así como Dios en cuanto trino es uno, así también él, en cuanto eterno, «es el que cambia en el distinto de sí mismo» (Rahner, iv 147, nota 3). El punto culminante de este entrelazamiento de los enunciados se da en la -> encarnación, donde no sólo una naturaleza humana es asumida por el Dios «intacto», sino que él mismo, permaneciendo Dios eterno, se hace hombre, de modo que «el hecho ahí afirmado es un suceso de Dios mismo» (ibid.). A partir de él, esta duplicidad y unidad de la e. y el tiempo o la historia remite, no sólo a la historia de la alianza o de la -+ salvación, sino también al hecho de la creación misma. El carácter incomprensible de esto explica por qué una teología orientada metafísicamente, frente al peligro de una ilegítima visión temporal de Dios, da una explicación de la e. donde no aparece o aparece insuficientemente el aspecto de la «historicidad» de Dios.

BIBLIOGRAFIA: H. Sasse, odwv, od6vto5: ThW I 197-209; R. Loewe, Kosmos und Aion. Ein Beitrag zur heilsgeschichtlichen Dialektik des urchristlichen Weltverstdndnisses (Gü 1935); F. H. Brabant, Time and Eternity in Christian Thought (Bampton Lectures 1936) (Boston-Lo 1937); J. Schmidt, Der Ewigkeitsbegriff im AT (Mr 1940); H. Sasse, Aion: RAC I 193-204; O. Cullmann, Cristo y el tiempo (Estela Ba 1968); Th. Boman, Das hebrAische Denken im Vergleich mit dem griechischen (Go 21954); A. Vógtle, Zeit und Zeitüberlegenheit im biblischen Verstgndnis: Freiburger Dies Universitatis VIII (Fr 1961) 99-116; A. Darlap, HThG I 363-368; R. Berlinger, Augustins dialogische Metaphysik (F 1962).

Adolf Darlap

II. Concepto general

 

Prescindiendo del concepto vago de e. como «duración muy larga» que aparece en la Escritura, cabe distinguir tres modalidades en la concepción de la misma: 1) e. como tiempo ilimitado; así es imaginada la e. de Dios por la conciencia popular. Pero también en algunos filósofos (Descartes, Lequier) se encuentra esta interpretación, que constituye una tentación constante para el pensamiento filosófico. 2) e. como atemporalidad («las verdades eternas»). Se trata de una e. de la abstracción, la cual no está sometida al ->tiempo por el hecho de que no lo está al ser; es una «e. de la muerte». 3) e. como duración real, que es trascendente al tiempo en cuanto niega su carácter esencial, su división en momentos. Este es el concepto decisivo de e., que fue definido perfectamente por Boecio: Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio (De cons. phil. v, 6: PL 63, 858).

Interminabilis excluye la idea de un ->«principio y fin» y conserva así el momento positivo de la concepción vulgar. Vitae possessio prohíbe conformarse con la delimitación negativa («atemporalidad») frente al tiempo, como lo hace la concepción abstracta. El elemento esencial es tota simul; con ello se excluye toda diferencia y distinción entre momentos particulares discretos del tiempo. La e. no es una duración que se extiende sin fin, sino, por así decir, una duración que con toda su longitud está como resumida en un solo «momento», en un momento que es constante, por identificarse con el ser, que es un nunc stans en contraposición al instante huidizo de nuestra experiencia (nunc fluens). En este sentido, e. es otro nombre para designar la inmutabilidad divina (Dz 391, 428, 1782). En un sentido más profundo la e. significa que el ser absoluto es trascendente al orden de los entes y en su infinita intensidad vital excluye todo límite, división y medida. Si en un ser, aunque esté exento de toda mutación interna, pueden distinguirse un antes y un después por la relación real a los entes que cambian, él es igual a los seres mutables. Y en tal caso no es realmente inmutable, pues las relaciones pueden cambiarse. Tratándose de una conciencia, sería contradictorio suponer que ella puede durar en la forma del antes y del después sin cambiarse. El momento B, simplemente porque llega después de A, no puede experimentarse de igual manera que el anterior. La inmutabilidad perfecta implica que en una determinada conciencia no se dé ningún tránsito del «todavía no» al «ya no». Un ser perfectamente inmutable sólo conoce el presente.

La idea de e. difícilmente puede aprehenderse como concepto. La superación del tiempo parece más misteriosa que la del espacio, que nosotros superamos cuando unimos lo espacialmente distinto. Pero la eternidad penetra nuestro pensamiento en una forma esencialmente más profunda, de modo que nosotros sólo podemos pensar la e. por un acto puesto en el tiempo. Cuando se dice que la duración divina es tota simul, aparentemente lo significado es que sus diversos momentos se realizan en el mismo instante, pues así definimos la simultaneidad en nuestras categorías de pensamiento. Pero eso sería una contradicción, ya que con ello la eternidad quedaría interpretada en manera temporal. La idea de e. - y el concepto de los restantes atributos de -> Dios - sólo es accesible a nuestro entendimiento en forma negativa. Y, por tanto, cabe preguntar si llegamos verdaderamente a ella. La percepción y el enjuiciamiento del tiempo sólo son posibles mediante un acto de trascendencia respecto de aquél. Ya lo vivido actualmente no es un punto simple; más bien, un determinado trecho temporal queda resumido en la conciencia, que lo vive en forma de tota simul. Pero la simultaneidad del presente es subjetiva e ilusoria, pues el ser del hombre está inmerso en el tiempo e incluye -consciente o inconscientemente el pasado y el futuro. La conciencia divina es el ser mismo, su subjetividad es verdad. Por eso es realmente tota simul en un momento que abarca toda posible duración.

En un profundo sentido el espíritu trasciende el tiempo por el hecho de que tiene la capacidad de pensarlo y juzgarlo, y de que intenta liberarse de él, abriéndose a las verdades y los valores que el tiempo no puede destruir. Los filósofos racionalistas e idealistas han tratado este tema una y otra vez. Se ha hablado de la experiencia de la e. (Espinosa), de la presencia eterna (Lavelle), etc. La e. aparece entonces como nota característica de la suprema actividad espiritual. En estas formas de hablar hay mucha retórica escondida, y no exenta de peligro. La e. queda degradada tan pronto como ella es situada en el ámbito de la inmanencia.

Pero ahí se resalta acertadamente que la autorrealización del espíritu, aun cuando esté anclada en el tiempo, sin embargo tiene una dimensión vertical, una apertura a lo eterno, la cual da impulso y valor al desarrollo horizontal que transcurre en el tiempo. Nosotros no somos eternos, pero hay en nosotros algo que apunta hacia lo eterno y nos hace posible pensarlo en una forma que no es meramente negativa.

III. Eternidad y tiempo

Desde la perspectiva de un --> dualismo radical, entre la e. y el tiempo no hay ninguna relación. Sólo la doctrina de la --> creación y -> participación puede unirlos, pues ve en la e. el origen, el fundamento y la medida del tiempo. El tiempo está contenido en la e., pero no como en un tiempo más largo (a la manera del mes en el año), sino como en algo de donde recibe su ser y su unidad. Sobre todo aquí hay que guardarse de introducir una relación temporal. La e. no está «al principio» o «al final» del tiempo; ella es simultáneamente lo que fundamenta el tiempo, la fuente desde donde éste mana incesantemente y lo que le da sentido. Igualmente, la presencia de cada uno de nuestros momentos en (o si queremos la «simultaneidad» con) la e. no es un estar en el mismo tiempo, como si ambos trechos temporales estuvieran contenidos en una duración común. Consiste en que todo el orden del tiempo y de sus momentos recibe el ser gracias al acto eterno. No hay aquí ninguna interrupción temporal ni simultaneidad temporal. De ahí se sigue que desde la e. las cosas están presentes ante Dios en su temporalidad. Ésta es la doctrina de Tomás (ST, i, q. 14 a. 13) y de su escuela, en oposición a pensadores como Alberto Magno, Escoto y Suárez, que sólo admiten una presencia eterna objetiva (en la omnisciencia divina). Para Tomás, aun siendo verdad que las cosas existen porque Dios las conoce (y quiere), este conocimiento es una visión eterna porque las cosas mismas están eternamente en su presencia. Esto solamente parecerá absurdo si la e. se mide subrepticiamente en el tiempo.

IV. Consecuencias

1. El verdadero sentido de la e. excluye la representación de un Dios que estaba solitario antes de llamar la creación a la vida. Pues, o bien concebiríamos que un observador comprueba cómo en un determinado momento existe Dios solo, o bien nos imaginaríamos que Dios en cierto instante temporal de la duración eterna advierte cómo las cosas comienzan a existir, lo cual implicaría una mutación en la conciencia divina, o bien, finalmente, pensaríamos que Dios en la e. ve la duración de las cosas y considera esta duración solamente como un trecho de la suya propia, con lo cual la e. quedaría situada en un plano paralelo al tiempo. El mundo ha comenzado, pero no en un determinado momento de la e. (que no tiene momentos), y Dios nunca estuvo sin el mundo, pues no hay nada temporal antes del tiempo.

2. Tampoco se debería preguntar cómo Dios prevé las acciones libres; él no prevé, sino que ve. Dios no conoce el futuro en sus causas (lo cual con relación a los actos libres sólo daría un conocimiento probable), sino que conoce en su presencia eterna lo que para nosotros es futuro. Las estructuras de antes y después -como todas las demás que pertenecen a la constitución de lo creado- sólo tienen validez en el campo de la realidad creada. Con ello no queda resuelta la pregunta de lo condicionalmente futuro.

3. La presencia eterna de las cosas ante Dios, posibilita la esperanza de la redención, de la restauración del tiempo. La vida «eterna» no sólo se llama así porque jamás terminará, sino también porque en la ->visión de Dios el hombre de alguna manera está inmerso en la manera de ver de Dios, al que conoce como es y, por tanto, comprende de forma nueva en su suprema verdad todo el orden del tiempo. En este sentido se puede hablar también de una participación real de la creación en la e. de Dios.

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Joseph de Finance