ESPÍRITU SANTO
SaMun

 

La doctrina acerca del Espíritu Santo se ha desarrollado muy lentamente en la comunidad creyente a base de los datos bíblicos. La pneumatología permaneció siempre en una posición retrasada en comparación con la -> cristología. Esto es tanto más sorprendente por el hecho de que según Pablo la posesión del Espíritu es una nota característica del cristiano justificado, la cual lo distingue de todos los no justificados.

En general la Escritura habla más de las funciones salvíficas que de la naturaleza del Espíritu Santo. La actividad del Espíritu conecta el Antiguo y el Nuevo Testamento en unidad (-->inspiración).

I. Antiguo Testamento

Los testimonios del AT sobre el Espíritu son muy variados y dispares. No se pueden ordenar en un sistema perfecto. La terminología referente al Espíritu que encontramos en el AT es diferente de la del NT. El AT no habla del «Espíritu Santo» como el NT, sino del «Espíritu de Dios» (de Yahveh). Objetivamente esto no significa ninguna diferencia. La razón de la diversidad terminológica podría estar en que el judaísmo posterior tenía la tendencia a evitar el nombre de Dios, substituyéndolo por designaciones relativas a la naturaleza divina. El «espíritu de Dios» es distinto del mundo y por eso es llamado «santo». Aquí la palabra «santo» significa pertenencia a Dios, la trascendencia del espíritu. En el AT, con la palabra «espíritu de Dios» se designa una fuerza divina o, más propiamente, Dios mismo en cuanto actúa en el mundo, en la historia y en la naturaleza. Como la fuerza divina se manifiesta de manera especial por la producción y conservación de la vida, el espíritu de Dios es considerado como fundamento original de la vida (p. ej. Gén 1, 2; 2, 7; 6, 3; Sal 33, 6; 10, 4, 29s; 146, 4; Job 12, 10; 27, 3; 34, 14s; Ez 37, 7-10). Es el espíritu de Dios el que está presente lleno de poder y actúa en la historia (p. ej. Éx 33, 14-17). Según la mayoría de los textos, el espíritu se comunica a algunos hombres particularmente elegidos que reciben el encargo de llevar adelante la historia: así José, Abraham, Moisés, Gedeón, etc. (Gén 41, 38; Núm 11, 17; Ex 31, 1-5; Jue 6, 34; 14, 6), y en concreto los profetas (1 Sam 10, 6; 16, 14; 1 Re 17-19; 22, 22ss; Miq 2, 7; 3, 8; Os 9, 7; Ez 2, 2; 3, 12ss; 8, 3; 11, 1ss; Sap 1, 4s; 7, 7; 9, 17). Con frecuencia el espíritu es ensalzado como fundamento de salvación de todos los pertenecientes al pueblo de Dios (Sal 51, 12s; 143, 10). Al principio el espíritu es esperado en orden a una extraordinaria acción heroica especial; pero luego él es puesto cada vez más en relación con la dimensión religiosa. El espíritu desempeña una función especial en la descripción del futuro Mesías, del príncipe de la paz (Is 11, ls; 32, 15-18; 41, lss; 42, lss). En el tiempo iniciado por él la posesión del espíritu será un don concedido a todos (Ez 11, 19; 36, 27; 37, 14; 39, 29; Jer 31, 33; Is 32, 15; 35, 5-10; 44, 3; Jl 2, 28s; Zac 12, 10). El espíritu de Dios presenta al pueblo de Israel las más elevadas exigencias, pero viene asimismo como bendición a Israel (Is 44, 3). La fidelidad a la alianza de Dios queda garantizada por la promesa de su espíritu (Is 59, 21). Porque el Espíritu de Dios está en medio del pueblo, no hay nada que temer (Ag 2, 5); cf. esperanza del --> Mesías. En los rabinos y en el Targum el espíritu de Dios aparece sobre todo como espíritu de profecía. En estos textos muchas veces es caracterizado como el garante de la -> resurrección de la carne.

En Joel (3, 1-5) aparece la alusión más clara al nuevo tiempo mesiánico. Por la efusión del espíritu sobre todos queda garantizada la salvación. La profecía de Joel no significa, como lo muestran los textos neotestamentarios, que el espíritu se da a todo hombre, sino que se confiere a todos los creyentes dentro de la comunidad de fe.

II. Nuevo Testamento

En armonía con estas profecías, en el Nuevo Testamento hallamos la convicción de que por el E.S. se constituye la comunidad salvífica (-->Iglesia). En primer lugar Juan Bautista asume la profecía veterotestamentaria acerca del E.S. El se distingue de los profetas anteriores por el hecho de que ha visto ya al Mesías (Jn 1, 26) como el portador del Espíritu y el que lo comunica a todos. El Hijo de Dios hecho hombre es concebido por obra del E.S., que desciende nuevamente sobre él en el bautismo. El Espíritu lo conduce al desierto para trabar la primera batalla decisiva con Satán. El alienta toda la actividad de Cristo. La resistencia de los hombres contra el E.S. es calificada por Cristo de pecado imperdonable (Mt 12, 31s; Lc 12, 10; Mc 3, 29s). Según los Hechos de los Apóstoles, Cristo prometió a los suyos el Espíritu para el tiempo de su ausencia (Act 1, 8). Por la fuerza de este Espíritu ellos deben ser testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra. De acuerdo con esta promesa, la comunicación fundamental del Espíritu se produjo en la primera fiesta de pentecostés. Los fenómenos milagrosos que acompañaron este hecho manifiestan cómo la acción salvífica de Dios penetra indeteniblemente en el mundo y se desarrolla en él (Act 2, 1 hasta 11). Los que lo han recibido tienen la persuasión de que ha llegado definitivamente la salvación. Pedro interpreta este acontecimiento como el cumplimiento de las promesas veterotestamentarias. La efusión del Espíritu en Pentecostés es el principio de una comunicación del mismo que se prosigue a través de todos los tiempos. El Espíritu guía y conduce a la Iglesia hacia adelante y mueve a cada uno. El escoge a Pablo para la predicación entre los gentiles (Act 13, 2ss). Es el guía invisible en la actividad misional de los apóstoles. De los campos de trabajo de Asia lleva al apóstol a cosechar en Europa (Act 16, 6s). El le predice los sufrimientos de la prisión (Act 20, 22s; 21, l0s). El Espíritu inspirará a los fieles en tiempos de persecución lo que ellos han de aducir en su propia defensa y la manera de decirlo, de modo que no deben preocuparse por este problema (Mc 13, 11; Mt 10, 19s; 3.c 10, lls). Porque la comunidad salvífica está dirigida por el E.S., la mentira de Ananías y de Safira es un pecado contra el Espíritu y recibe un grave castigo (Act 5, 3.9).

El testimonio más amplio y profundo sobre el E.S. se halla en el cuerpo de escritos paulinos (cf. teología de ->Pablo). La palabra tiene allí una amplitud, y no permite una definición clara de lo que Pablo designa como espíritu (nve 5 cc). Las funciones que el apóstol atribuye al pneuma son muy opuestas. No han sido inventadas por Pablo, sino que fueron experimentadas dentro de las comunidades. Lo nuevo y revolucionario consistía en que los bautizados experimentaban efectos que ostentaban el sello de su origen divino. Pablo trata de describir y ordenar la plenitud y la variedad. Para la interpretación de las representaciones de Pablo acerca del Espíritu parece lo más oportuno partir con O. Kuss de los fenómenos más sorprendentes, para poder captar así el conjunto de su pensamiento. La experiencia más sobrecogedora y extraordinaria del Espíritu es la glosolalia, el don de lenguas, un balbucear ininteligible que procede del entusiasmo de la -4 fe y que tiende a ensalzar a Dios. En principio Pablo enjuicia positivamente ese fenómeno, pero exige su integración en el orden de la comunidad. Tal exigencia presupone que el Espíritu no domina a los que se hallan bajo su acción, sino que éstos pueden oponerse libremente a su actividad. Pero con ello surge el peligro de que la actividad del Espíritu quede imposibilitada a causa de la resistencia humana. La preocupación por ese peligro y la experiencia de que algunas comunidades habían caído en él provocaron la exhortación de Pablo: «¡No extingáis el Espíritu! » (1 Tes 2, 6). Mejores que las incomprensibles exclamaciones entusiásticas en la asamblea de la comunidad son otras operaciones del Espíritu (-,. carismas), especialmente la profecía, es decir, la interpretación de la ->palabra de Dios. Tales operaciones alcanzan en más alto grado y con mayor facilidad lo que todas las funciones del Espíritu debe conseguir: la edificación de la comunidad. Por mucho que le interese al apóstol que no se ponga impedimento al Espíritu en las comunidades, sin embargo, ante la confusión producida por las operaciones de éste en la comunidad de Corinto, Pablo resalta con energía que el Espíritu tiende a la unidad y al orden. En ese contexto Pablo desarrolla su doctrina peculiar acerca de la Iglesia como cuerpo de Cristo, creado por el E.S. y penetrado por él como su principio vital. El interés del apóstol tiene un doble objetivo. En efecto, él impugna tanto un puritanismo anticarísmático como un caos carismático, y anuncia la plenitud en la unidad.

Según Pablo, también fuera de la asamblea el Espíritu mantiene despierta en los creyentes la conciencia de su pertenencia a Dios y los impulsa a una realización de su vida en conformidad con Cristo. Los mueve de tal modo que ellos prorrumpan en palabras ininteligibles de alegría y de gratitud a Dios (Rom 8, 26s), y sobre todo de tal modo que invoquen a Dios como Padre (Gál 4, 6). Sin embargo el Espíritu no opera solamente estos dones extraordinarios. Está presente asimismo en la vida cotidiana de los cristianos. £1 es el fundamento de una existencia y una actividad totalmente transformadas. Los bautizados son templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en ellos (1 Cor 3, 16). Tanto la totalidad de la Iglesia como los individuos son templos del E.S. que habita en ellos (1 Cor 6, 19). El Espíritu es una fuerza que no sólo actúa en los pasajeros momentos de éxtasis, sino en todas partes y constantemente en la vida de los bautizados. Él es primicia, arras, anticipo y garantía de la consumación escatológica. Él mueve y dirige a los predicadores del mensaje de salvación y a todos los demás creyentes. También Pablo considera la posesión del Espíritu como el cumplimiento de las promesas veterotestamentarias. La idea de que el Espíritu es ya el anticipo de la salvación consumada, tiene tanta mayor importancia en Pablo cuanto más claramente aparece cómo la -> resurrección de Jesús experimentada por los discípulos no se identifica con su - parusía, cómo entre la resurrección y la parusía, que ha de traer la consumación universal, se extiende un amplio período intermedio. En la comunicación del Espíritu por lo menos se ha dado comienzo a la consumación.

En la vida de los creyentes el Espíritu produce todos los anhelados bienes salvíficos. Él da la vida (Rom 8, 10). La vida es comunicada con la tensión dialéctica entre presente y futuro (Gál 6, 8; Rom 1, 17; 2, 7; 5, 17s; 8, lis). El Espíritu vivifica, pero sólo el futuro traerá la plenitud de la vida (Rom 6, 4.11.13; 2 Cor 3, 6).

El Espíritu produce libertad, la liberación de la esclavitud bajo la ley, el pecado y la muerte, la libertad escatológica (Rom 8, 2; Gál 5, 15; 2 Cor 3, 17), la libertad de los hijos de Dios.

El es fuente de santidad (2 Tes 2, 13) y nos lleva a pensar las «cosas de Dios». El creyente vive en el ámbito del Espíritu, al que se opone el de la aápl. El que vive en este ámbito, piensa en las «cosas de la carne», es decir, del mundo. El creyente se encuentra en el campo de acción del Espíritu, que habita en él (Rom 8, 11). Pero también en el creyente hay dimensiones carnales, pues él se encuentra en el campo de acción de ambas potencias. Sin embargo el Espíritu es la energía dominante, y es tan sólo cuestión de tiempo la eliminación definitiva de la a&pJ.

El hecho de que los creyentes son impulsados por el Espíritu, de que toda la comunidad salvífica es constituida por el Espíritu como su principio vital, se pone de manifiesto en la conducta. Hay criterios éticos para juzgar sobre la posesión del Espíritu (Gál 5, 19-31; Rom 11, 17; Gál 5, 19; especialmente 1 Cor 13). Signo de la nueva vida es la nueva moralidad (Rom 8, 6 hasta 11; 1 Cor 6, 9ss; 15, 9ss; Gál 1, 13-16; 5, 9 hasta 23; Ef 1, 17ss; 1 Tim 1, 12-16).

Indudablemente los dones del Espíritu son un regalo inesperado, celestial, prodigioso, que irrumpe súbitamente en la vida. Pero ellos deben ser aceptados, realizados y completados por el hombre. No cumplirían su sentido si no impulsaran al hombre a una acción adecuada a ellos. El Espíritu, según su naturaleza más íntima, es un espíritu de alegría, de amor, de servicio. Es un rasgo característico de Pablo la frecuente síntesis entre enunciado y exigencia, entre indicativo e imperativo (Gál 5, 25; 2 Tes 2, 13-17). En relación con la doctrina paulina sobre el Espíritu surgen dos cuestiones: ¿qué relación guarda el Espíritu con Cristo?; ¿hay que entenderlo en forma personal o impersonal?

Por lo que respecta a la primera cuestión, el Espíritu es llamado tanto Espíritu de Dios como Espíritu de Cristo. En Gál 4, 6 leemos: «Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!» Las dimensiones «Espíritu de Dios» y «Espíritu de Cristo» son permutables (como lo muestra Rom 8, 9ss).

Cristo es el principio de vida para los bautizados en cuanto les comunica el Espíritu (Ef 4, 11-16). Se discute el sentido de la fórmula paulina: «El Señor es el Espíritu» (2 Cor 3, 17). Tal como suena ese texto, parece que en él se identifica a Cristo con el Espíritu. Pero como normalmente Pablo distingue entre Cristo y el Espíritu (p. ej., 2 Cor 13, 13; Rom 5, 1-5; 1 Cor 13), sin duda hemos de ver afirmada en esta fórmula una identidad dinámica y no ontológica, en el sentido de que Cristo actúa por medio del Espíritu Santo, y así Cristo y el Espíritu no se distinguen como dos principios de actividad, sino que se unen constituyendo un solo principio.

Cristo ha llevado a cabo su obra salvífica en el «Espíritu» y está presente en la Iglesia actuando salvíficamente en el Espíritu. En la resurrección él mismo se hizo espiritual.

Por lo que respecta a la cuestión de la personalidad del Espíritu Santo, evidentemente Pablo desconoce el aparato conceptual desarrollado posteriormente en la Iglesia y la teología. Él se esfuerza una y otra vez por describir el Espíritu bajo aspectos siempre nuevos, pero fijándose primariamente en su función y no en su esencia. Sin embargo, de las funciones del Espíritu se puede llegar por conclusión a su naturaleza, sobre todo con ayuda de aquellos textos paulinos en los que el Espíritu es mencionado como un tercer principio junto al Padre y al Hijo, y así se insinúa la estructura trinitaria de la vida divina (especialmente 1 Cor 12, 4-11; 2 Cor 13, 13). En todo caso, la teología paulina contiene los gérmenes a partir de los cuales pudo desarrollarse la doctrina eclesiástica sobre el E.S. como tercera «persona» divina. Y así la visión paulina está en armonía con la fórmula bautismal transmitida por Mateo (Mt 26, 28), que sitúa al E.S. en tercer lugar junto al Padre y al Hijo. En la primera carta de Pedro (p. ej., 1 Pe 1, ls) encontramos un eco de la doctrina paulina acerca del Espíritu (-> Trinidad).

En Juan aparece con más claridad la personalidad del E.S. Según Juan, en el discurso de despedida, Cristo promete a los suyos «otro intercesor», que le representará durante el tiempo de su ausencia. 181 permanecerá entre los discípulos hasta el fin de los tiempos y los introducirá en la obra y en la palabra de Cristo (Jn 14, 16s, 25s). 1;1 hará consciente al mundo de que hay un pecado, una justicia y un juicio (Jn 16, 5-11). El Espíritu da testimonio de Cristo, mantiene presente su acción y la interpreta (1 Jn 2, 1; cf. teología de -> Juan).

III. Tradición

En la época patrística el Espíritu es mencionado junto con el Padre y el Hijo en la fórmula bautismal. Y cuando se trata de rebatir la acusación de que los cristianos son ateos, se hace mención del E.S. lo mismo que del Padre y del Hijo. También la pneumatología de la era patrística se caracteriza por su matiz dinámico. Citemos como ejemplo a Ireneo (Contra las herejías, iii 6, 4): «Señor, único y verdadero Dios, por encima del cual no hay otro Dios, haz que por nuestro Señor Jesucristo reine en nosotros el Espíritu Santo.» De manera semejante en la Demostración de la enseñanza apostólica (1, 1, 6s) explica: «El tercer artículo fundamental es el Espíritu Santo, por el que los profetas vaticinaron, los padres aprendieron las cosas divinas y los justos progresaron en el camino de la justicia, que en la plenitud de los tiempos fue de nuevo infundido sobre la humanidad en toda la tierra para crear nuevamente los hombres para Dios. Por eso en nuestra regeneración el bautismo se administra según esos tres artículos, pues el padre nos agracia para nuestro nuevo nacimiento por su Hijo en el Espíritu Santo. Aquellos que reciben y llevan en sí al E.S. son conducidos a la Palabra, es decir, al Hijo. A su vez el Hijo los conduce al Padre, y el Padre los hace partícipes de lo imperecedero. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver la Palabra de Dios, y sin el Hijo nadie puede llegar al Padre. Pues el conocimiento del Padre es el Hijo. Pero el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el E.S. Y, según el beneplácito paterno, el Espíritu es comunicado por el Hijo a aquellos a quienes el Padre quiere y como el Padre quiere.» A causa de la unidad de operación entre la Palabra y el Espíritu, no puede sorprendernos el hecho de que se produjeran ciertas inseguridades cuando la doctrina trinitaria no estaba desarrollada todavía y así, p. ej., Teófilo identificara el Espíritu con la Palabra o con la sabiduría de Dios (Ad Autolycum, 1 10, II 15).

La reflexión teológica se orientó hacia el E.S. en el siglo iv y, por cierto, en relación con las repercusiones del -> Arrianismo. Éste fue condenado en el concilio de Nicea (325; Dz 125s [54]). Desarrollando con plena lógica sus opiniones acerca del Hijo de Dios, los arrianos enseñaban que el Espíritu es una criatura del Hijo. Contra esta afirmación se alzó Atanasio en sus cuatro cartas al obispo Serapión de Thmuis. Igualmente fue rechazada la teoría subordinacionista acerca del Espíritu por los padres capadocios, especialmente Basilio, y por Ambrosio. Los representantes más importantes de la falsa doctrina eran el obispo Macedonio de Constantinopla (t 362) y posteriormente el obispo Maratonio de Nicomedia. La más decidida condenación vino del concilio de Constantinopla (381), que subrayó la verdadera divinidad del, Espíritu y la importancia de esta verdad para la vida de gracia del hombre: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y, dador de vida, que procede del Padre. A quien adoramos y glorificamos juntamente con el Padre y el Hijo. Él habló a través de los profetas» (Dz 150 [86]; cf. 152-177 [58 hasta 82], 151 [85]). Un sínodo romano, celebrado bajo el papa Dámaso i el año 382, hizo una exposición detallada de la doctrina eclesiástica, elaborando más la divinidad del E.S. que su función salvífica. De este modo el sínodo contribuyó a dar un matiz metafísico a la concepción del Espíritu (Dz 178 [83]). Posteriores declaraciones del magisterio eclesiástico trajeron todavía una importante modificación, pues se introdujo la fórmula filioque en el símbolo constantinopolitano; lo cual originó una grave diferencia doctrinal entre la Iglesia oriental y la occidental que no ha sido superada todavía (Dz 527 [277], cf. 188 [19], 566 [294], 573 [296]). Esa interpolación tuvo lugar en el siglo vi en España (sínodo de Braga 675). Desde allí se extendió a Francia e Italia. Cuando el año 808 los monjes del convento franciscano del Monte de los Olivos cantaban en el Credo el Filioque, ellos se hicieron sospechosos de herejía para los monjes griegos. El papa León III explicó que la procesión del E.S. también del Hijo, ciertamente debía ser un contenido de la predicación, pero que la incorporación de la fórmula al Credo era superflua. A ruegos del emperador Enrique II, el papa Benedicto viii en el año 1014 introdujo la fórmula también en el Credo romano.

El patriarca griego Focio (t 1078) hizo de la procesión del Espíritu Santo sólo del Padre el dogma capital de la Iglesia griega. Y de este modo fundamentaba con especulaciones teológicas la separación entre la Iglesia oriental y la romana, separación que se debía más bien a razones de política eclesiástica. Sobre el hecho de que el E.S. procede también del Hijo, la definición hecha el año 1742 por el papa Benedícto xiv (bula Etsi pastoralis) se expresa en los siguientes términos: «Incluso los griegos están obligados a creer que el E.S. procede también del Hijo, pero ellos no están obligados a profesarlo en el símbolo. Sin embargo, los albaneses de rito griego aceptaron laudablemente la costumbre contraria. Deseamos que los albaneses y las demás Iglesias en que ella existe, la conserven.»

La Iglesia toma como razón para afirmar que el E.S. procede del Padre y del Hijo la unión del Espíritu con las otras dos personas en la economía salvífica. El hecho de que el E.S. sea enviado por el Padre y el Hijo prueba que él procede de ambos dentro de la divinidad misma. La teología griega enseña que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo, pero entendiendo que el Hijo no es un mero conducto, sino también un principio activo. No se puede ver una oposición realmente objetiva entre ambas fórmulas. Las dos expresan el mismo pensamiento fundamental con diversas acentuaciones. La fórmula latina, que objetivamente -aunque no formalmente- se remonta a Agustín, expresa que el Padre y el Hijo constituyen un principio unitario; pero no pretende excluir que el Hijo ha recibido - y sigue recibiendo siempre- del Padre su acción peculiar como origen del E.S. La fórmula griega resalta que el Padre es el origen de las otras dos personas. Pero no trata de excluir la unidad del Padre y del Hijo en la espiración del Espíritu. Agustín, a pesar de su concepción fundamentalmente latina, tiene en cuenta la concepción griega cuando ocasionalmente dice que el E.S. debe su origen principaliter al Padre. En la fórmula latina se halla en primer plano la unidad, y la fórmula griega pone de manifiesto, sobre todo, la diferencia de las personas.

IV. Teología sistemática

En la teología trinitaria de Agustín se logró una caracterización más concreta del E.S. Recurriendo a la vida del espíritu y del alma humana, e incitado también por algunas insinuaciones de la Escritura, Agustín llegó al pensamiento de que el E.S. es el ->amor, que une entre sí al Padre y al Hijo, y de que, por tanto, él tiene su origen en un movimiento de amor entre el Padre y el Hijo. La teología medieval siguió desarrollando, muchas veces con alarde de sutileza, ese pensamiento fundamental de Agustín. A este respecto se fue perfilando cada vez más la cuestión de si el amor por el que se produce la espiración del E.S. es el que se da en el movimiento mutuo entre el Padre y el Hijo, o el único amor del Padre y del Hijo que va dirigido hacia la esencia.

La teología del E.S. se sitúa nuevamente en la dimensión salvífica al plantearse en la edad media y la moderna la cuestión de su relación a la -> gracia. Esta pregunta está indisolublemente unida con el problema de la concepción objetiva y personal de la gracia. Pedro Lombardo identificó la gracia con el Espíritu Santo. En los siglos XIII y xiv esta tesis fue motivo de incesantes discusiones. En general fue rechazada. Pero aportó a la doctrina de la gracia, es decir, de la comunicación gratuita de Dios a los hombres por la gracia, un aspecto que jamás volvió a caer en olvido y que muchas veces ha sido objeto de intensos debates. En la teología escolástica ese aspecto aparece bajo el lema «proprium» o «appropriatio». Basándose en el dogma de la unidad de la acción divina ad extra, la teología escolástica afirma que la inhabitación en el hombre atribuida al E.S. por la Escritura es una mera apropiación. Sin embargo podemos preguntarnos si el indicado dogma lleva necesariamente a esa tesis. Desde el siglo XVIII muchos teólogos, concretamente los que tenían una forma de pensar histórica, p. ej., D. Petavius, L. Thomassin, C. Passaglia, Th. de Régnon, J.M. Scheeben, subrayaron que las divinas personas toman posesión del hombre en gracia según su propia peculiaridad personal. El Espíritu Santo aprehende al justificado y le concede así la participación de la naturaleza divina, que se identifica con cada una de las personas divinas. En el E.S. el justificado se une con el Padre a través de Cristo. Por consiguiente, el Espíritu Santo se posesiona del hombre sólo para llevarlo al Hijo y al Padre. Ésta es la razón más profunda por la que su unión con el hombre no llega a ser una unión hipostática. La función santificadora del Espíritu es afirmada también cuando tanto la teología griega como la latina lo caracterizan como «don» y, por cierto, no de cara a la esfera intradivina, sino de cara a la economía salvífica. Según Agustín, el Espíritu desde la eternidad es don de Dios a la creación, por la razón de que él siempre es «donable» (donabile). Aunque Agustín no reflexione sobre ello, parece que su interpretación del Espíritu implica una cercanía inmanente a Dios con relación a la criatura, especialmente con relación a la historia. Cuando la eterna ordenación a la -> creación que según Agustín es constitutiva del E.S., se realizó por su misión al mundo y, especialmente a la Iglesia, él se revistió de una historicidad semejante a la del Logos encarnado, ya que es el principio vital del pueblo de Dios. Como fuerza escatológica y como elemento evolutivo, el Espíritu mueve al pueblo de Dios y, a través de él, toda la historia humana hacia la consumación (historia de la -> salvación). Su fuerza propulsora seguirá operando aun después de llegar al estadio de la consumación, pues el diálogo cada vez más activo con Dios se produce a través de Cristo en el Espíritu Santo.

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Michael Schmaus