ESPÍRITU
SaMun

 

I. Nota previa

E. es un concepto fundamental de la historia del pensamiento, que por ello se llama también historia del e. Si se quiere entender este concepto en la extensión y profundidad de su significación, hay que renunciar a encerrarlo en una simple definición. Dada la actual conciencia del problema, la inteligencia del concepto de e. sólo es posible mediante una reflexión sobre la historicidad (como propiedad esencial) y la historia (como realización esencial) del mismo e. (---> historia e historicidad). Aquí topamos con una estructura hermenéutica circular, pues el e. es a la vez el que entiende y lo entendido. Por esta razón se exponen aquí primeramente los rasgos capitales de la cambiante inteligencia del concepto en el curso de la historia del espíritu.

II. Interpretación histórica del concepto

Filosóficamente, el concepto de e. se formó en la filosofía griega, siendo de notar que no hay en griego equivalente exacto del término moderno. Mientras que pneuma (fuera del uso religioso y poético) nunca perdió del todo su significación etimológica de origen físico-vital, por la evolución semántica de nous se llegó a la elaboración del concepto de e. específicamente griego, con tanta eficacia en occidente. Si Anaxágoras vio en el nous el principio ordenador del universo, habíale precedido Parménides con su tesis fundamental, que determinaría todo el filosofar venidero, de la correspondencia entre ser y e. (noein como «percibir» y «comprender»). En la evolución del pensamiento platónico el e. es, de una parte, la facultad que capacita al hombre para la contemplación de las ideas atemporales y eternas, y, de otra, en el Platón tardío, la potencia cósmica de la razón del ser y del mundo. Aristóteles concibe el noüs como la énergeia que distingue al hombre, la cual, como autorrealización específicamente humana, apunta ya en cierto modo a la ratio posterior (como «determinación» de toda la realidad por las fuerzas propias del hombre. En la famosa concepción de que el e. en cuanto tal viene «de fuera», se echa de ver cómo en Aristóteles la relación del e. con el ser y con Dios es pensada en manera puramente exterior y objetiva. Así, el e. «en» y «por encima» del hombre viene a ser la imagen directriz de la -->metafísica occidental: el e. experimentado e interpretado como sustraído al -> mundo (espacio, tiempo, movimiento) y abierto sólo al -> ser (como presencia perpetua sin espacio, tiempo ni movimiento). Respecto de la evolución posterior es de notar que el concepto de e. sufre decisiva transformación por obra del cristianismo, siquiera el origen griego siga siendo determinante. La plenitud de sentido que hallamos hoy en ese concepto sólo puede entenderse a la luz del encuentro, que no cuajó nunca en síntesis plena, entre la experiencia griega y la bíblico-cristiana de la existencia (el «destino de occidente»: Max Müller). En Agustín, el e. (mens, animus) no es simplemente el noüs griego, sino, en cuanto acies mentis, el punto personal y dinámico de contacto y encuentro entre el hombre y Dios. Sin embargo, la experiencia cristiana de la existencia todavía se cruza en él con la poderosa metafísica platónica de las ideae aeternae immutabilesque.

En Tomás de Aquino, el e. (mens, spiritus) es entendido en su dimensión antropológica como substancialidad individual: el e. es alma espiritual y como tal forma del cuerpo (el e. es pensado aquí desde el -> hilemorfismo, tomado de Aristóteles, pero interpretado escolásticamente). Sin embargo, más allá de este aspecto antropológico, Tomás interpreta el e. dentro de la totalidad mayor de una metafísica jerárquica del ser y de la doctrina cristiana sobre la creación. E. y ser de algún modo son equivalentes en él; en Dios se identifican plenamente; y también el e. humano es todas las cosas, aunque sólo en cierta manera (quodammodo omnia). Los entes sólo pueden ser entendidos en el e., esa luz (lumen) en que se funda la excelencia del ser humano. Esta luz remite al hombre a la «luz increada», cuya huella (impressio), revelación (manífestatio) y semejanza (similitudo) es el e. humano. De acuerdo con la distinción entre orden natural y sobrenatural, esa luz tiene una dimensión natural y otra sobrenatural.

La evolución del concepto de e. en la edad moderna está caracterizada por la tendencia a la subjetivación. La riqueza de sentido que ha ido acumulándose históricamente en el concepto de e., impulsa a un uso múltiple de la palabra. Así Descartes habla de res cogitans, Leibniz de «mónada», Kant de la «conciencia transcendental», Fichte del «yo», etc. Esta evolución alcanza su punto culminante en el -> idealismo alemán, que pretende articular toda la historia del e. por la dialéctica absoluta de ser y e. De ahí que, para Hegel, el e. sea el «concepto más sublime», «la suprema definición del absoluto». El e. es para Hegel lo único verdadero y real, el movimiento del oponerse y reconciliarse, la unidad dialéctica de todos los contrarios. Por eso, en la configuración progresiva del e. todas las determinaciones se hacen «espirituales» y «fluidas», es decir, se integran en el retorno del e. hacia sí mismo, el cual alcanza su consumación en el concepto del saber absoluto, es decir, de la libertad absoluta que tiene conciencia de sí misma (->dialéctica).

Al ser abandonado el sistema hegeliano del e. absoluto, la concepción del e. se desarrolla en una triple dirección, según la fuente de donde procede la crítica contra Hegel. Kierkegaard vuelve a desarrollar el fondo bíblico-cristiano (cf. luego), Marx y el materialismo dialéctico conciben el e. como reflejo de la naturaleza material; Dilthey comprende en su método y peculiaridad las formas concretas de la vida espiritual frente a todo lo que es naturaleza («ciencias del e.»).

En la actualidad, el concepto de e. se usa en múltiple sentido, según la escuela y tradición a que cada uno se liga. Dos temas despiertan particular atención: el primero, nacido de la «conciencia histórica» del siglo xix, se refiere a la historicidad de la existencia humana y con eso, indirectamente, la historicidad del pensamiento humano (cf. luego); y el segundo, que lleva el cuño de la imagen «evolutiva» del mundo de las ciencias naturales, se refiere al puesto del hombre y, por ende, del e. en el cosmos (cf. Teilhard de Chardin).

III. Ensayo de interpretación

1. Si se intenta interpretar el concepto de e. a partir de la problemática actual, se tropieza con una peculiar dificultad. Precisamente aquella tendencia de la filosofía actual que, siguiendo a Heidegger, se plantea más radicalmente la cuestión del ser y de la historicidad del pensamiento, evita total o parcialmente el empleo del concepto de e. por razón de su origen en la metafísica griega y occidental. Sin embargo, la justificada crítica a la metafísica griega y occidental, que no reflexiona sobre el tiempo y la historia, no puede ignorar cómo la experiencia bíblico-cristiana de la existencia ha influido decisivamente en la transformación del concepto griego de e. Sin detenernos ahora en Agustín (cf. antes), hemos de citar aquí a S. Kierkegaard como representante de una concepción del e. que no es puramente griega. Partiendo del suelo bíblico y cristiano, él ve en el e. una referencia esencial al tiempo y a la libertad. Su observación de que «los griegos no entendieron el e. en su sentido más profundo» apunta a la tarea de pensar el parentesco entre e. e historia, desde la experiencia cristiana de la temporalidad.

2. El concepto de e. se funda en la experiencia original del hombre y es una interpretación de la misma. E. es aquello que caracteriza al hombre entre todos los otros entes, haciéndose cada vez más presente en el devenir histórico. En virtud de esa caracterización, el hombre no es un ente entre otros, sino que constituye aquel ente en que por primera vez aparece el sentido del ser a través de la múltiple predicación concreta del «es». Con ello el hombre experimenta su trascendencia por encima de todo ente hacia el ser. En la apertura al ser previamente experimentada y transmitida siempre históricamente, la cual es la base de toda transcendencia, llega el hombre a aquella primigenia relación a sí mismo en que se funda su distancia cognoscitiva y volitiva respecto de todo ente y, como consecuencia de eso, alcanza la libertad originaria.

A causa de esta experiencia de la historicidad, que por primera vez en nuestro tiempo ha sido sometida a una reflexión explícita, una inteligencia real del e. ya no puede lograrse con categorías elaboradas a base de un ser ajeno al tiempo y a la historia. En efecto, el ser ya no es experimentado simplemente como una realidad permanente que se aprehende y expresa mediante conceptos objetivos, sino como un «evento» que brota y brilla desde sí mismo, y fundamenta todo sentido e historia (pero aquí ha de evitarse la tergiversación de esta frase en el sentido de un «actualismo» ontológico). Desde este punto de vista el e. ha de definirse como apertura al ser o, más profundamente, como aquel «centro» o «lugar» en que acontece la propia comunicación del ser experimentado como acontecimiento, de su sentido y de su exigencia incondicional. E. es así la autopresencia del ser, que es originariamente histórica (o sea, que emite libremente historía). Esta autopresencia ha de entenderse cabalmente como el abismo del ser que abre el espacio de la verdad y la libertad, es decir, como el misterio mismo del que no se puede disponer. Sólo partiendo de este ser o misterio que se muestra históricamente (es decir, que funda historia) y a la vez se sustrae al manejo del hombre, es posible experimentar al Dios que se revela personalmente como «espíritu absoluto» (-> potencia obediencial), y como aquel que ha sido experimentado siempre en su acción histórico-salvífica (cf. historia de la -* salvación, --+ gracia, -a naturaleza y gracia). Así, pues, «espíritu absoluto» significa no un óntico y objetivo «ser en sí», perennemente igual y sustraído al mundo y a la historia, sino aquel «primer origen personal», impensable de antemano, al que el e. finito humano se siente siempre referido y bajo cuya exigencia se halla en la historia de su pensamiento y libertad.

En este sentido (y no a la manera de una visión de Dios objetiva e inmediata en el sentido del ontologismo), puede entenderse además el e. humano como la inmediatez de finitud e infinitud, de condicionado e incondicional, de tiempo y eternidad, es decir, concretamente: como referencia inmediata a Dios. Pero esta inmediatez (o referencia inmediata a Dios) no significa una «interioridad» encerrada en sí, sino que es ya siempre y en todo momento nueva comunicación de sí mismo como historia (Max Müller). El e. en cuanto inmediatez (en cuanto referencia inmediata a Dios) es la primigenia historicidad misma, de la cual brota la historia como de su primerísima fuente, o sea, es historia como relación dialéctica del hombre consigo mismo y con las cosas que se realiza en el tiempo. Hay que atender a la peculiar relación que aquí impera entre el e. como tal inmediatez y la mediación consigo a través de su historia, pues, precisamente por la diversa determinación de esta relación, la concepción aquí se aparta radicalmente de la dialéctica absoluta del e. en Hegel. Así, pues, el e., como referenecia inmediata a Dios no produce su propia mediación dentro de la historia en el sentido de la autosupresión (Selbstaufhebung) hegeliana, sino en el sentido de que él se realiza a sí mismo en forma permanente e indeleble, y así desarrolla la mediación en la relación con Dios. Por tanto, en contraste con Hegel, el e. es entendido aquí radicalmente como e. personal, de donde también surge luego el problema de la intersubjetividad.

3. El e. así interpretado es «más grande» que el hombre (cf. Pascal: L'homme passe infiniment ¡'honre), pero no en el sentido de que sea extraño o exterior al hombre, sino en el de que sólo por este «ser mayor» es el hombre lo que es. Precisamente lo más propio del hombre no es una subjetividad cerrada en sí misma, sino el estar siempre abierto más allá de sí mismo como el «ahí» o la presencia del ser que se muestra históricamente como el misterio. Las diferentes interpretaciones históricas del e. (expuestas en 2) quedan asumidas en esta inteligencia del e. lograda desde la experiencia de la historicidad.

Respecto de este e. que, sobrepasando infinitamente al hombre, es precisamente lo más propio y más profundo del hombre, cabe preguntar cómo haya de entenderse su estructura concreta que se manifiesta en la variedad de sus factores. Los diversos actos por los que el hombre se realiza a sí mismo apuntan hacia dos facultades espirituales fundamentales: razón-entendimiento y voluntad. Brotan del e. como de su hontanar primario (ya Tomás de Aquino llamaba a este proceso resultatio, emanatio). Ahora bien, en cuanto el e. se actualiza en estas potencias, incluye algo así como una dualidad unitaria, una doble intencionalidad o un doble sentido de su dirección entre dos polos, en los que «tiene que latir como en dos pulsaciones» (W. Kern). Mientras que el conocimiento representa el factor de la presencia perceptiva, el factor de la entrega del e. hacia fuera ostenta su propia faz en el amor. Estas funciones del e., que cabe separar entre sí por la reflexión, son, sin embargo, modos compenetrados de una sola y total intencionalidad fundamental del e., y lo son tanto más cuanto más concretamente llegan a su esencia.

4. El e. humano sólo llega a su última realidad concreta en medio de su vinculación al cuerpo, el cual, sin embargo, debe concebirse, no como un mero medio o instrumento externo, sino como su «ahí», como su «expresión». En ese «ahí» concreto se pone de manifiesto la finitud específicamente humana del e. Apuntemos de pasada en este contexto que, partiendo de nuestra tesis de la historicidad del e., cabe pensar más radical y bíblicamente la esencia de los ->ángeles (de los llamados «espíritus puros»), sobre todo en su referencia (de otro tipo, desde luego, pero esencial) «al mundo y a la historia» (K. Rahner); con ello se superaría una angelología elaborada con categorías griegas.

5. El e. como inmediatez de la autopresencia del ser que produce su propia mediación, también implica siempre una referencia esencial al cosmos material. Puesto que el e., en cuanto tal autopresencia del ser como un todo ilimitado, no tiene ni puede tener nada «fuera» de sí, y puesto que él sólo puede realizarse por la mediación de las cosas materiales, síguese en consecuencia que el cosmos está incluido siempre en la dialéctica del e. como «una prolongación de su corporalidad».

Por eso la historia del e. y la evolución del cosmos, lejos de irse distanciando más y más, se compenetran en forma cada vez más íntima. Aunque el e. humano sólo aparezca dentro del cosmos y de su -> evolución y, por tanto, le preceda e incluso supere (en cierto sentido) la historia cósmica; sin embargo, eso no significa que el e. sea un mero producto inmanente del proceso evolutivo de la materia, ni que su esencia sea extraña al cosmos. Pues, si el e. humano es entendido, no como una «cosa» cualquiera entre los muchos objetos del cosmos, sino, esencialmente, como la presencia del ser que abre el sentido y la historia, resulta evidente que él abarca siempre la historia del cosmos, concretamente por el hecho de que él es capaz de interpretarla en su totalidad (incluso hacia atrás). Para el cosmos, empero, eso no significa un proceso exterior o indiferente, pues sólo por la interpretación del e. se habla al cosmos como cosmos, es decir, éste sólo adquiere conciencia de sí mismo en el e. Así la historia del cosmos está siempre abierta al e. y culmina en él, y, «en el fondo, es siempre historia del e.» (K. Rahner). Ahora bien, si el e. no puede entenderse nunca como mero producto de la evolución material (como afirma el materialismo dialéctico con desconocimiento radical de la esencia del e.), consecuentemente la singular historia entre e. y cosmos sólo puede hacerse comprensible en su unidad por un acto que los envuelva a ambos, a saber, por el acto creador de Dios (-> creación).

 

BIBLIOGRAFÍA: P. Wust, Dialektik des Geistes (Au 1928); M. Müller, Sein und Geist (T 1940); A. Willwoll, Seele und Geist (Fr 21953); W. Cramer, Grundlegung einer Theorie des Geistes (F 1957); K. Rahner, Espíritu en el mundo (Herder Ba 1963); A. Marc, L'étre et l'esprit (Lv 1958); P. Teilhard de Chardin, El fenómeno humano (Taurus Ma 1963); K. Rahner, La unidad de espíritu y materia en la comprensión de la fe cristiana: Escritos VI 181-209, W. Kern, Einheit-in-Mannigfaltigkeit. Fragmenta rische Überlegungen zur Metaphysik des Geistes: Rahner GW 1207-239; M. Müller, Ende der Metaphysik?: PhJ 72 (1964) 1-48.

Lourencino Bruno Puntel