CONSTANTINO, ERA DE

La discusión en torno a la inteligencia de la Iglesia en la historia plantea con predilección el problema de la época constantiniana. Trátase no tanto de un período de la historia de la Iglesia cuanto de una calificación de aquel encuentro entre Iglesia y Estado que inauguró el emperador C. (hacia 285337), con efecto duradero, y que imprimió su sello durante siglos a la imagen pública de la Iglesia cristiana y todavía la determina. Esta envoltura de un juicio valorativo, por lo general negativo, en categorías históricas explica el carácter cambiante del modo de hablar de la era constantiniana.

Si se intenta llegar a una regulación uniforme del lenguaje, en este caso, por analogía con el vocabulario sobre la época de Augusto o de Justiniano, es obvia una limitación al reinado de C. el Grande, que duró sus tres buenos decenios al comienzo del s. lv. Con ello se le señala a la investigación histórica un marco claro, en medio del cual debe esclarecerse la importancia de este emperador para la historia universal. En cambio, si se amplía el concepto, como, p. ej., cuando en la actualidad se habla del fin de la era constantiniana, en tal caso resultan problemáticos tanto los límites del periodo de historia eclesiástica así designado, corvó la insistencia en un determinado matiz de la política de la Iglesia. De hecho, ya en la época precedente se observa por parte de la Iglesia una clara preparación de esta evolución, y, de otro lado, no ha de olvidarse la participación de un Teodosio z (379-395) o Justiniano (527-565) en todo ello. La ósmosis de Iglesia y estado que fue iniciada por el emperador C., halló su expresión universal en la res publica christiana medieval y bajo múltiples formas opera todavía en la actualidad; esta ósmosis no nació en pocos años, sino en un largo proceso que sólo se abre en su carácter complejo mediante un especializado análisis histórico. Pero en tal análisis se ve claramente que la fusión entre cristianismo e imperio, bajo la forma como se produjo en la primera mitad del s. Iv, tuvo consecuencias de largo alcance; éstas deben ser investigadas también, a pesar de la renuncia a una manera global de pensar.

I. Visión histórica del problema

Las múltiples vertientes de la era constantiniana se ponen de manifiesto por el mero hecho de que desde el principio el emperador C. ha constituido un punto de discusión entre los historiadores y filósofos de la historia. Panegíricos y críticas se suceden mutuamente, no siendo raro que esta figura se convierta en exponente y símbolo, o de la responsabilidad cristiana de un monarca, o de la corrupción eclesiástica.

La base para un enjuiciamiento positivo de este monarca la puso indudablemente Eusebio de Cesarea (j' 339) en su Vita Constantini; él cristalizó la antigua idea del emperador y marcó así la imagen de C. para la posteridad. En su Ciudad de Dios (v 24s), Agustín descubrió igualmente en C. el ideal de un buen emperador y ejerció así un influjo innegable en la edad media. O. Treitinger ha puesto de relieve de manera convincente la repercusión de este ideal de soberano en la época bizantina. Pero también en occidente se quiso continuar el ideal constantiniano; la coronación imperial de Carlomagno implicaba la recepción de esta tradición. C. representaba el modelo de un monarca cristiano y como tal dio forma al ideal occidental del emperador. Es significativo que los reformadores protestantes apenas rechazaran la imagen del «buen emperador Constantino» (Lutero).

Durante siglos, este monarca y su imperio cristiano estuvieron como modelos en la conciencia de amplios sectores de oriente y occidente; cierto que no fue aprobado su culto en occidente, pero su concepción ha influido hasta la actualidad, aunque no dejaron de notarse sus lados de sombra.

Sin embargo, con la imponente fuerza de irradiación de C. contrasta una crítica siempre vigorosa. La cuestión de principio fue planteada ya por el sectario africano Donato, que replicó a los enviados del vencedor de Roma: «¿Qué tiene que ver el emperador con la Iglesia?» (OPTATO DE MILEVE, Contra Parm. Don., in, 3). Por lo demás, ni siquiera el panegirista Eusebio cerró los ojos a las malas consecuencias de la política de favor; sin lisonja alguna constata también él que gentiles y herejes secretos «se infiltraban en la Iglesia por temor a las amenazas del emperador» (Vita Const., 777, 66). La ausencia de una auténtica decisión por la fe era evidentemente sentida por los contemporáneos mismos como problema, y no nos equivocamos al suponer que con la alegría se mezclaba la desazón por la política religiosa favorable al cristianismo.

Es comprensible que la reacción pagana, sobre todo por parte del emperador Juliano (+ 363) y del historiador bizantino Zósimo (s. v), denostara la memoria de C. (p. ej., por su crueldad). Sin embargo, ya jerónimo trazó el plan de una obra histórica, que desgraciadamente no se llevó a cabo, fijándose en el aspecto de la decadencia. «Porque me he propuesto escribir la historia, si el Señor me da vida y si mis vituperadores me dejan por lo menos en paz después de huir y encerrarme, desde la venida del Salvador a nuestra edad, es decir, desde los apóstoles hasta la hez de nuestro tiempo, mostrando cómo y por quiénes nació y creció la Iglesia de Cristo, cómo creció por las persecuciones y fue coronada por los martirios, y cómo después de recibir en su seno a los príncipes cristianos, se hizo ciertamente mayor en riquezas, pero menor en virtudes» (Vita Malchi, 1). Aquí ya tropezamos, pues, con aquella imagen de la historia que ve en C. (sin mencionar su nombre) el viraje en la evolución histórica de la Iglesia y atribuye, por ende, a su era una importancia especial. Si a esto añadimos que en Sócrates (+ después del 439) se alza la queja de un Ellénidson jristianismós (Hist. Eccl., I, 22), tenemos ya indicados los elementos característicos de la polémica posterior.

A pesar de toda la alta estima de C. durante la edad media, también en esta época hallamos una reserva crítica con relación a C. y a su concepción de la política religiosa. Precisamente en los movimientos de entusiasmo religioso de esta época, la repulsa a la Iglesia católica iba unida con la condenación de aquella unidad por cuyo autor se tenía al primer emperador cristiano. Albigenses y valdenses, espirituales franciscanos y husitas ponían en la picota este modelo de Iglesia y argumentaban remitiéndose a la «ecclesia primitiva» contra la Iglesia de la actualidad. Hasta qué punto estaba arraigada esta mentalidad, lo revela el triple «ay» del ángel sobre la Künc Constantin en Walther von der Vogelweide o la queja de Dante:

«Ahi, Constantin, di quanto mal fu matre,
non la tua conversion, ma quella dote
che da te prese il primo ricco patre! »

(Inferno xix, 115ss).

En la discusión posterior a la reforma el motivo constantiniano adquirió nuevamente peso, pues con ayuda de la teoría de la decadencia se aspiraba a una justificación histórica. Así los centuriadores magdeburgenses compusieron su obra histórica desde este punto de vista. G. Arnold (t 1714) recogió estas tesis en su Unpartheyische Kirchenund Ketxer-Historie («Historia imparcial de las Iglesias y de los herejes», F 1699-1700) y diseñó a C. con la silueta de un anticristo. La falta fundamental de C. habría consistido en dejar abiertas las compuertas del mundo para que éste entrara en la Iglesia; y en este sentido, «se había acabado de todo punto la pureza primera del cristianismo. Y entonces C. quería unir, las dos cosas contradictorias, el gobierno de Dios y el del demonio; Cristo y Belial tenían que hacerse buenos amigos» (Ibid. i, 145). Si en Arnold ocupan tan ancho espacio las disquisiciones sobre este tema, es evidente el papel agravante que atribuye a la e. de C. Salta a la vista el influjo de Arnold en las más diversas corrientes religiosas, sobre todo en los círculos del --> pietismo. La polémica contra la Iglesia y sus estructuras se concentra en cierto modo sobre el emperador C. como autor de la depravación.

Así, pues, antes de que J. Burckhardt compusiera su influyente obra Die Zeit Constantins des Grossen («El tiempo de C. el Grande», primera edición, Bas 1853) desde el mismo punto de vista, había ya una larga tradición en torno al juicio negativo sobre este soberano. Ciertamente en la actualidad se ha impuesto de nuevo un juicio más positivo, a base de una cuidadosa interpretación de las fuentes (J. Vogt, H. Di;rries, H. Kraft, K. Aland). Pero la visión histórica del problema confirma en todo caso que el primer emperador cristiano es una figura clave para la interpretación de la Iglesia en la historia. Tratándose de una figura simbólica, sin duda la valoración de C. estuvo con frecuencia más sometida a una decisión precientífica que a un objetivo análisis histórico. No fueron menores en el curso de los siglos las objeciones contra el modelo constantiniano de un imperio cristiano; y en nuestros días, al reflexionarse con ahínco sobre la verdadera naturaleza de la Iglesia, esas objeciones alcanzan nueva actualidad.

II. El encuentro entre la Iglesia y el Estado bajo Constantino

La primera mitad del s. iv sin duda trajo un gran cambio para el cristianismo, cambio que esencialmente se remonta a la iniciativa del emperador C. y que consistió en el encuentro entre la Iglesia y el estado romano, con lo cual se inició un proceso sumamente importante incluso para la historia universal.

A la verdad hay que considerar primeramente que el encuentro del cristianismo con el imperio tiene antecedentes. No obstante todas las durezas de la época de persecución, las acciones anticristianas del Estado se realizaban por lo general esporádicamente o en intervalos que permitían a la Iglesia consolidarse más y más (-> persecuciones cristianas). No sin razón las tranquilas décadas anteriores a la persecución de Diocleciano son designadas como «paz menor» de la Iglesia, gracias a la cual ésta pudo formarse como una especie de «Estado en el Estado» (j. Vogt). Sin embargo, se da el hecho sumamente sorprendente de que los cristianos adoptaron una postura en gran parte positiva frente al imperio. Cierto que no falta la crítica negativa de tipo apocalíptico; pero desde Pablo (Rom 13, 1-7), pasando por Melitón de Sardes (EusEBio, Hist. eccl., zv, 26) y Orígenes (Contra Celsum, ii, 30; viri, 69), hasta Eusebio de Cesarea hay una línea sorprendente de apertura al Estado que hace aparecer el giro constantiniano en política religiosa casi como una maduración de lo anterior. Influida por el pensamiento unitario de la antigüedad, la Iglesia se declara pronta a una cooperación armónica con el Estado, y la deposición del obispo de Samosata, Pablo, con ayuda de la autoridad imperial (EusEBio, Hist. eccl., vii, 30), demuestra hasta qué punto había prosperado esa cooperación ya antes de C. Las persecuciones no interrumpían simplemente todos los contactos entre Iglesia y Estado; precisamente las apologías de este período confirman cómo se buscaba el diálogo y se preparaba así el clima para el cambio a comienzos del s. iv. C., que rompió el sistema de la tetrarquía introducido por Diocleciano (285-305) para el gobierno del imperio, tras la muerte de su padre Constancio Cloro (306) llegó al poder en la parte noroeste del imperio. Respecto de los cristianos continuó la política tolerante de su padre, que fue favorecida evidentemente en el orden religioso y espiritual por una creciente inclinación a un monoteísmo oscilante (Sol invictus). El camino de C. hacia el cristianismo atraviesa diversos estadios; este cambio y el grado de su pureza se hacen visibles en una serie de medidas y edictos.

Respecto de la renuncia a la hostilidad del Estado frente a los cristianos, el año 311 constituye una piedra miliaria. El emperador del oriente, Galerio, había llegado a la intuición de que la persecución contra los cristianos prácticamente había fracasado y dio un edicto de tolerancia con relación a los cristianos (LACTANCIO, Mort. pers., 34; EusEslo, Hist. eccl., vIII, 17, 3-10). Con este edicto que lleva también la firma de C., el Estado romano encauzó su política religiosa por nuevos carriles; no sin razón lo ha calificado J. Vogt de «ley fundamental para el cristianismo en el imperio».

La manera distinta de proceder en el oriente y en el occidente con relación al cristianismo quedó por de pronto eliminada; sin embargo, Maximino pronto volvió otra vez a las medidas de violencia. En occidente se abría igualmente paso una nueva evolución, por cuanto C., sin duda guiado por móviles políticos y no cristianos, iniciaba la guerra contra Majencio. Sin embargo, en esta campaña del año 312 se dio el paso decisivo hacia el cristianismo, paso que la tradición pone en relación con la supuesta visión de la cruz (LACTANCIO, Mort. pers., 44; EUSEBIO, Vita Const., I, 27-32). Aun cuando la interpretación de este acontecimiento ofrece dificultades sobre todo por razón de la diferencia de los relatos, la conducta del agresor después de su victoria junto al puente Milvio (28.10.312) demuestra, sin embargo, que se sentía obligado al Dios de los cristianos. Ahora comienza el favor oficial a los creyentes y el fomento del culto cristiano; así, p. ej., la domus Faustae, área de la basílica laterana, es entregada al obispo de Roma, y ya antes de fin de año se dirige el vencedor a Maximino invitándole a que suspenda las persecuciones cristianas encendidas de nuevo. En África no sólo llega la instrucción de que se devuelvan los bienes de la Iglesia, sino que se destina también dinero para los clérigos «del culto católico legítimo y santísimo» (EUSEBIO, Hist. eccl., x, 6, 1-5). Estas medidas nacían de la convicción de que las prohibiciones del culto cristiano sólo daños habían acarreado al imperio, su fomento, empero, bendiciones; la inteligencia jurídicamente orientada de la religión romana (do ut des) apoya evidentemente esta concepción.

En febrero de 313, C. y Licinio toman acuerdos en Milán que favorecen al cristianismo más que el mismo edicto de Galerio. Si es cierto que en ellos se pone de relieve la libertad religiosa (LACTANCIO, Mort. pers., 48, 2 5 6), también lo es que aquí impera indudablemente la iniciativa del vencedor, que había puesto su confianza en el signo cristiano de salvación. Pero en el fondo C. había ido en su política de favor más lejos de lo expresado en el programa de libertad religiosa, llevado por la persuasión muy romana de que el recto culto, aplicado aquí al Dios de los cristianos, garantiza la existencia del Estado. No es sólo la estructura organizada de la Iglesia y su autoridad moral la que hace de ella un factor determinante en la política religiosa del emperador, sino también su función religiosa y cultual. Esta tendencia aseguró al cristianismo en la e. de C. la preeminencia como religión, si bien la decisión por la fe quedó muchas veces en estado fluctuante.

Por parte de la Iglesia se saludó con júbilo el cambio de política religiosa. Eusebio expresa ciertamente el sentir de los cristianos, cuando dice triunfalmente: «Pero sobre todo nosotros, que habíamos puesto nuestra esperanza en el ungido de Dios quedamos llenos de inefable alegría, y una especie de bienaventuranza divina brillaba en el rostro de todos» (Hist. eccl., x, 2). Precisamente el recuerdo de la dura persecución bajo Diocleciano hace comprender este júbilo.

El político C. supo consolidar en lo sucesivo su dominio, para lo que le dio lugar el acuerdo con Licinio que, como vencedor sobre Maximino, dominaba ahora todo el oriente. Sin embargo, su programa de política religiosa le acarreó dificultades con el donatismo; fracasaron los esfuerzos por la unidad religiosa, ora apelando a un arbitraje eclesiástico, ora empleando medios de violencia, de forma que el emperador con su conciencia de enviado hubo de conocer los límites de su actividad.

Pero el evidente favor al cristianismo no restringió por de pronto en modo alguno al paganismo. Tanto en el concepto que de sí mismo tenia en cuanto soberano, como en el cuidado del culto civil - como es sabido sólo el emperador Graciano depuso, el año 379, el título de Pontifex Maximus -, C. se mostraba ligado a las tradiciones paganas. Hasta qué punto el mundo de representaciones del imperio estaba aún determinado por los dioses antiguos, ilústranlo sobre todo las acuñaciones de moneda, y las cautas formulaciones de C. mismo atestiguan con creces que no se quería descartar simplemente el mundo tradicional de ideas. El periodo de transición está caracterizado por una convivencia con igualdad de derechos. Si es cierto que el emperador, por convicción personal, se inclinaba más y más al cristianismo y dio expresión a esta tendencia en privilegios o en una legislación cristianizada, también lo es que la libertad de los paganos estuvo todavía plenamente garantizada.

Licinio volvió en oriente a su política anticristiana y ello dio a C. la posibilidad de motivar también religiosamente su lucha por el dominio único (324 ). Su victoria lo llevó al imperio universal y, con ello, a una política religiosa uniforme en todo el imperio. La experiencia de su ascensión política bajo el signo de la cruz salvadora fortaleció en él la conciencia de enviado para completar el camino emprendido. Así se continuó el engranaje de Iglesia e imperio por la encomienda de altos cargos a cristianos y por la compenetración de la idea imperial con ideas cristianas. Este engranaje no se mostró menos en la solícita influencia del emperador en asuntos eclesiásticos. Al asumir el poder en oriente, C. se vio súbitamente enfrentado con la disputa arriana, cuya composición acometió por propia iniciativa a pesar de las experiencias desalentadoras con los donatistas (-> arrianismo); la convocación del concilio de Nicea (325) pone de manifiesto su corresponsabilidad, que nacía de la conciencia de que la prosperidad del imperio estaba indisolublemente vinculada a la unidad de la Iglesia. La función del emperador en este concilio imperial correspondió ya a la idea que él tenía de sí mismo como vicarius Christi. Como tal buscaba también C. aclarar las confusiones arrianas, a la verdad más con el fin de garantizar el recto culto a Dios que por entender de distinciones teológicas. De hecho, en la era de la paz constantiniana se inician las grandes discusiones teológicas y se despierta a la vez la resistencia eclesiástica contra la tutela estatal. Hacia fuera, sin embargo, una poderosa actividad constructora demostraba el cambio y, por cierto, no sólo en la recién fundada Constantinopla; gracias a la munificencia imperial, la Iglesia ostentaba esplendor victorioso.

En medio de los preparativos para la guerra contra los persas murió C. el año 337, después de recibir poco antes el bautismo. Su sepelio en el mausoleo de la iglesia de los apóstoles de Bizancio lo mostraba aún en la muerte como igual a los apóstoles y proclamaba así el programa de su vida.

III. Estructuras y consecuencias

El imperio de C. el Grande trajo indudablemente un viraje en la historia universal, en particular para el desenvolvimiento del cristianismo. Sin embargo, la imagen de la Iglesia preconstantiniana nos previene contra una exageración de este «viraje» y, por tanto, contra una precipitada repulsa a la era constantiniana. Partiendo de los presupuestos de la antigüedad, el encuentro entre Iglesia y Estado demostró su fecundidad histórica y, en este sentido, su legitimación; sin embargo, las estructuras de este cosmos cristiano e imperial da ocasión a interrogantes.

1) Sostenida por la idea antigua de la unidad, la política religiosa de C. condujo a una identificación de Iglesia y Estado que despertaba la apariencia de una anticipación del reino escatológico de Cristo. En el cosmos universal de la cristiandad medieval experimentó esta concepción una realización impresionante. Esta amalgama de Ecclesia et Imperium, personificada en los monarcas cristianos por la gracia de Dios, hacía desde luego echar de menos en muchos casos la diferencia entre las dos magnitudes, de suerte que la Iglesia vino a caer en la resaca del Estado (Iglesia estatal) o del mundo.

2) La asimilación entre Iglesia y Estado favoreció fuertemente la aceptación de estructuras profanas por parte del cristianismo. Las formas de organización y el feudalismo o el ceremonial cortesano marcaban de tal modo la imagen de la Iglesia, que muchas veces quedaba oscurecida su misión espiritual en la historia.

3) Estrechamente unido con ello está la inserción de los intereses de orden espiritual y religioso en el orden político o geográfico. Indudablemente, bajo C. se abrieron a la Iglesia insospechadas posibilidades para su actuación eficaz; mas, por otra parte, esta armonía precisamente le atrajo muchas veces el descrédito e impidió el veto profético. A la verdad, mientras el ciudadano pudo identificarse con el cristiano, el problema quedó más o menos latente; pero ya la equiparación del infiel con el enemigo del Estado acarreó fatales consecuencias.

4) El favor otorgado a la religión cristiana por parte de la autoridad estatal condujo a conversiones en las que, frecuentemente, la oportunidad era factor más fuerte que la fe. Así se produjo el fenómeno de la Iglesia popular y surgió el peligro de un cristianismo pagano, que no podía conjurarse completamente ni siquiera por la institución del catecumenado. Posteriormente la ley de los < muchos» determinó en gran parte el trabajo misional de la Iglesia, mientras el monacato se retraía.

5) A consecuencia de esta evolución, se impuso dentro del pueblo de Dios una diferencia sociológica, entre clérigos y laicos. Por la adaptación de la jerarquía eclesiástica al rango de los honores civiles, por los privilegios y títulos de nobleza, el alto clero se separó abiertamente del pueblo, situación que fue subrayada arquitectónicamente en la construcción de las iglesias por la contraposición de coro y nave. La originaria tensión entre Iglesia y mundo quedó substituida por la diferencia entre «-> clero y laicos». En adelante se tiene por < espiritual» precisamente al clérigo - a quien está reservada la instrucción- y ya no simplemente al bautizado.

6) El vínculo unificante de la concepción constantiniana del imperio era la fe cristiana. En su programa de política religiosa, Eusebio redujo este hecho a la siguiente fórmula: Un Dios - un emperador; un imperio - una fe (credo). Henchidos de una conciencia de misión universal, los monarcas cristianos intervienen naturalmente en el diálogo teológico, con lo cual en muchos casos coartan la libertad de la Iglesia. Con ello se preparaba una transformación de la fe en -> ideología, fenómeno que se repite una y otra vez al formarse estados «cristianos» y que pone en peligro la verdadera decisión por la acción salvadora de Dios.

Peter Stoekmeier