CONSEJOS EVANGÉLICOS

El derecho canónico de 1918 (can. 497) podría dar la impresión de que los c.e. son solamente para las religiosos y de que los «seglares», por lo contrario, han de atenerse únicamente a los mandamientos. Pero los religiosos, por su parte, ¿reconocen bajo los tres votos reducidos a un mínimo obligatorio «el consejo» en su sentido original, el cual ha sido impuesto, pero no como una obligación? Antes de abordar el triple consejo (II) y el estado fundado en los c. (111), veamos en la Biblia el sentido de los c.e. y su valor pastoral para todos los bautizados, afirmado abiertamente en la constitución Lumen gentium (LG, 39).

I. Doctrina bíblica acerca de los c.e.

En la Biblia, la vida moralmente recta exige a todos una generosidad que va más allá de la observancia exacta de un código de obligaciones. Así, en la ley divina se va abriendo paso más y más el ideal de un libre servicio de «todo corazón», plenamente encarnado en jesús, el cual solamente puede designarse con «cierta propiedad» (LG, 59) mediante el término «consejo». La naturaleza de los c. se desprende del doble carácter que según la revelación reviste la vida moralmente buena, a saber, es una vida atada siempre a Dios, pero él se revela a] hombre como ->amor y a la vez le pide amor como respuesta. En realidad, la vida moralmente bueno presupone desde el principio la presencia de Dios: «Anda delante de mí y sé perfecto» (Gén 17, 1). Esa idea ha alcanzado su sentido pleno en el NT: toda acción buena debe su valor a una moción del amor que Dios da al hombre y por el que habita en él la Trinidad (1 Cor 15; Jn 14, 15-23; Ef 5, 2; Rom 13, 10). Por eso la irradiación de] Señor en la < ley» y en toda acción buena es un pensamiento claramente contenido en la revelación bíblica e inseparable de ella (cf. LG 42a). Ya en el AT Yahveh es un Dios que se alía gratuitamente con su pueblo, por un amor personal e íntimo, caracterizado pronto como amor esponsal, el cual pide a su vez la respuesta de un amor concedido con libertad, así como una entrega moral que va más lejos de lo estrictamente obligatorio: «Amarás con todo tu corazón» (Dt 6, 4). El israelita ha de imitar a Dios: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 19, 2). El cristiano responde «a la bondad... y al amor» de jesús (Tit 3, 4), imita y sigue al Hijo. La amistad de Dios invita y urge, pero no fuerza. Es un llamamiento al amor a manera de una «ley» (iugum meum: Mt 11, 29) que expresa *la tendencia a lo mejor, el «consejo» (Dt 6, 4-13; Jn 14, 21-24; Flp 1, 10). «A los súbditos se les da mandatos, a los amigos consejos» (Ambrosio, De viduis, 12, PL 16, 256).

De ahí se desprende la importancia pastoral del c. Hay que hacer ver a Cristo, su imagen y su amor a través de la «ley» (lex Christi: Gál 6, 2), descubriendo en ella la llamada a lo mejor; y, en las obligaciones graves (que no podemos olvidar), hemos de hallar también su verdadero sentido de un «amor necesario»: «No permitas que me separe de ti» (misa). La sensación de peso que se tiene al principio quedará superada por la mirada a la benevolencia divina como fuente de todas las manifestaciones de la voluntad de Dios. El c. es esencialmente libre: el amor misericordioso de Dios quiere vencer nuestros cálculos de seguridad. Pero el c. no implica ningún rigorismo. Un bautizado aprecia todos los c., pero escoge libremente los que atañen a su situación providencial (S. Fr. de Sales, Tratado del amor de Dios, 8, 9. Cf. LG 42c). Una fidelidad filial, que actúe con paz interna y magnanimidad, con creciente libertad (libertas a servitute, Agustín), se convertirá en el fundamento auténtico para el cumplimiento de los mandatos graves o leves, que nunca pueden ser olvidados ni puestos en tela de juicio: « El amor perfecto echa fuera el temor» (1 Jn 4, 18 ). No se niega que la perfección cristiana esté «del lado de los preceptos» (Tomás, De Perfect. vitae spir., 14), es decir, del lado de los dos preceptos del amor, que no conocen límites. Pero el c. constituye speciali modo (LG 42c) su realización y su signo. Así, en el «Hijo muy amado» (Mt 17, 5) recibimos el llamamiento a la gracia sobrenatural, cuyo imperativo obliga actualmente también en el plano humano del trabajo, de la economía y de la moral.

II. El «sequere me» y el triple consejo

1) Durante los tres primeros siglos se enseñaba siulplemente el seguimiento de Cristo (lo cual no'significa que siempre se practicara idealmente lo enseñado). La moral consistía en el sencillo principio: Christus sola lex. Se «anunciaba la buena nueva de Jesús» (Act 5, 42); y así se permanecía en el ámbito de los c. Desde los comienzos se sabía que el c. es libre (Act 5, 4; virginidad y matrimonio: 1 Cor 7, 25), pero a todos se les inculcaba la comunidad eucarística, esencialmente fraternal, en la agape (Act 4, 32), en la xoevcavt« o solidaridad mutua (Act 2, 42-44; Heb 13, 16), que pronto recibió el nombre de «vida apostólica». No se trataba de un comunismo sin propiedad privada (Act 5, 7), sino de una disposición operante a compartir los propios bienes. Todos los bienes proceden del Padre común. Era norma que no se podía permitir la existencia de necesitados (Act 4, 34); había una «caja común» (cf. BthWB: xosvwvta; cf. Rom 15, 26; 2 Cor 8, 4). En el s. Iv existía una secta, los «apostólicos», a la que se le echaba en cara que del c. hacía un mandato. La misma sequela Cristi, predicada a todos, dio origen a una más estrecha koinonia entre pequeños grupos, la cual se manifestaba en la virginidad (Act 4, 32; Justino, Apol. 10, 16; 1 Cor 7, 10) y en la distribución de todos los bienes. La koinonia así matizada fue considerada como criterio decisivo de la fe (Justino, Ireneo, Tertuliano; cf. R. CARPENTIER, La «vie apostolique» mystére de lo¡, 44, 54). Cabe concluir que la comunidad única de los tres primeros siglos se mantuvo fiel a la enseñanza del «consejo» para todos. El mismo -> matrimonio cristiano estaba penetrado por esa enseñanza, y era considerado como una forma especial de -> virginidad.

2) De esta comunidad única se desprende en el s. Iv un grupo que pronto se hará numeroso. Históricamente, el eremita o «cristiano del desierto» no tiene otra intención - y toda la Iglesia lo juzga así - que la de continuar la vita apostolica, muy difícil ya para la generalidad de los cristianos, ocupados en las tareas terrestres (L. BOUYER, La vie de S. Antoine, 53, 175, et passim). Por tanto, la existencia del eremita no debía ser otra cosa que una vita apostolica vivida más radicalmente. La -> obediencia al pater spiritualis) nace espontáneamente del modelo de los doce alrededor de Jesús. Ese aislamiento no suscitó ningún problema teológico. La llamada «al desierto» era de índole carismática, se consideraba como una substitución del --> martirio y no constituía ninguna innovación. Era profundamente cristiana y eclesiástica: «Respirad a Cristo» (san Antonio). Todo este fenómeno se explica plenamente por la vida y las circunstancias de la comunidad cristiana de aquella época, y no puede derivarse de las comunidades judías o de la mística pagana (cf. Bouyer, o.c. 51). El problema de la jurisdicción no vamos a tratarlo aquí. La Iglesia protegió constantemente a las comunidades que querían practicar con mayor intensidad los c.e. (cf. iii; cf. R. CARPENTIER, L'évéque et la vie religieuse (411-425). En el s. xii se impuso el ternario -> pobreza, -> virginidad y -> obediencia, fijando así definitivamente la sequela Christi realizada como signo (Vaticano ii, LG 43; Perfectae caritatis 2a).

3) El hecho de que el c., especialmente la koinonia, cayera en olvido en el mensaje general, de un lado se explica por el desplazamiento del acento en la predicación, que sólo exigía un mínimo de disposición, a saber, la confesión de los pecados, para asegurar la propia salvación; y de otro lado, por el alejamiento de la comunidad evangélica respecto a los laicos en general. Pero, en realidad, esta separación debía despertar en todos la aspiración a una mayor perfección en el ágape (como se exige también en LG 12b; 13 c; 44c; 46b; y en Perfectae caritatis 24a).

III. La comunidad eclesiástica de los c.e. (cf. LG 4.4)

1. Necesidad de la institución eclesiástica de los consejos. La fe de pentecostés (Act 1, 6) constituyó el pueblo de las promesas, que se caracteriza por su naturaleza religiosa y social a la vez (koinonia). Esta «humanidad nueva», cuya ley suprema es el amor, se distingue radicalmente de la comunidad jurídica, que el hombre necesita para regular la convivencia. Precisamente ante esa diferencia, que explica la contraposición - de suyo extraña - entre la justicia y el amor, muestra su peculiaridad el imperativo social del evangelio. Y de aquí nace para la Iglesia (LG 45a) la necesidad de organizar «pública y jurídicamente» los «consejos», a fin de manifestarse ante sí misma y ante el mundo como comunidad del amor, de la gloria de Dios y de la salvación humana (LG 44c, 46b). Los obispos primero y luego los papas aseguraron una experiencia de siglos por medio de la «exención» (LG 45b), que no tiende a limitar el poder de las autoridades locales, sino a garantizar el testimonio del carácter social de los c., (cf. R. CARPENTIER, L'évéque et la vie religieuse). Del mismo modo se explican los restantes institutos eclesiásticos institutos seculares), que también tienen como base los c.

2. Su carácter legal. Bien comprendido, no puede ofrecer dificultad. Cierto que el c., expresión de amistad y de amor, excluye todo legalismo. Pero el amor mismo de Cristo exige la construcción pública y jurídica del cuerpo místico (-> Iglesia). El orden social del evangelio, del reino de Dios, tiene que concretarse. Su programa de total unidad debe encarnarse en la ley exterior, en organizaciones peculiares (LG 45c).

3. Sería injurioso para el estado creado por los c.e. el que interpretáramos su obligatoriedad legal sin tener en cuenta el sentido y la forma del c. Lo mismo debe decirse de toda la moral cristiana (cf. i). El único c.e. es Cristo, amado y seguido por razón de él mismo. El triple voto -interpretando los c. como adoración perfecta- consagra la existencia entera, y no sólo un mínimo reducido a tres obligaciones (LG 44a). Además, el voto es solamente el presupuesto para la apropiación definitiva del espíritu del c.; él tiende a la «libertad», que sobrepuja la ley (Pablo), a la alegría victoriosa (Agustín), a la connaturalidad de la -> virtud (Tomás).

4. Resumen. Por estar tentado contra la ley divina, el hombre se siente «obligado». É1 debe aprender cada vez más a actuar por un amor que le lleve a amar más a Dios que a sí mismo: «Caridad en el amor» (Ef 5, 2). Sólo Cristo puede capacitarlo para esto; él lo atrae y le da la gracia. El don de Cristo exige una actitud por la que el hombre reconoce los deberes y mandatos, se libera más y más de la tentación al pecado y tiende al cumplimiento magnánimo de los c.e. El estado eclesiástico basado en los c.e. constituyen un testimonio constante del amor gratuito, encarnado en la comunidad fraternal. La pastoral ha de estar penetrada por este testimonio, para transmitirlo al mundo (LG 44c; 46a; Perfectae caritatis 24a).

René Carpentier