CONFIRMACIÓN

I. Cuestiones acerca del método

La mayor parte de los estudios sobre la c. no llegan a convencernos, pues, con harta frecuencia, se abordan los problemas en una perspectiva demasiado estrecha. Desde comienzos de la edad media los teólogos escolásticos se esforzaron en definir la naturaleza propia de la c., en oposición al bautismo y eventualmente también a la eucaristía (a causa del salmo 103, 15: «panis cor hominis confirmat»), por el análisis de los frutos de este sacramento (cf., p. ej., Lynch). Este método se basa en «axiomas» de una teología sacramental excesivamente pobre, en la cual los sacramentos son considerados con demasiada exclusividad como «instrumentos de la gracia» y se acentúa insuficientemente que ellos son «misterios salvíficos de la Iglesia» y, además, se establecen diferencias excesivas entre las gracias llamadas «sacramentales», sin resaltar cómo hay una sola fuente primigenia de toda --> gracia, sea sacramental o no lo sea. Teniendo en cuenta que toda gracia está necesariamente contenida en la presencia salvadora de la Trinidad y, por tanto, ha de ser entendida como una realidad salvífica que desciende del Padre, según la imagen del Ojo y por la virtud perfectiva del Espíritu, la actividad propia de los sacramentos en general y de la c. en particular ha de ser considerada como algo inseparable de esta dinámica amorosa de las tres personas divinas, tal como está atestiguada visiblemente y realizada sacramentalmente en la oración litúrgica de la Iglesia (= celebración del misterio de la salvación).

Hemos de elaborar además una teología de la c. en la que se tome en consideración el hecho de que la c. es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana (los cuales por la consagración y la misión constituyen todos juntos la plenitud de la existencia cristiana) y, en consecuencia, estos tres sacramentos de iniciación, puesto que nos comunican la acción salvífica del Padre en el Hijo por su Espíritu, deben ser estudiados necesariamente en su unidad orgánica. Finalmente, respecto de la confirmación el NT y la tradición, lo mismo litúrgica que teológica, presentan una armonía notable (descuidada a menudo en la reflexión técnica) en relación con el hecho central de que la c. nos confiere ante todo el «don del Espíritu Santo». Esta verdad precisamente debe guiar nuestra reflexión más que ninguna otra y llevarnos a los dominios de una teología sacramental, eclesiástica y trinitaria.

II. Los datos de la revelación

1. La Escritura

Será, por tanto, insuficiente fundar nuestro estudio sobre la c. en los escasos textos de los Hechos que atestiguan probablemente la existencia de un rito todavía muy rudimentario en el tiempo apostólico: oración, imposición de manos, don del Espíritu Santo, atestiguado también por el carácter carismático de la Iglesia primitiva (Act 8, 12-17 y 19, 1-7; Heb 6, 2 es menos seguro). Una teología bíblica de la c. se apoya necesariamente en la teología del dinamismo salvífico del -> Espíritu Santo como don mesiánico (doctrina del AT) del Señor resucitado (Jn 19, 30), comunicado corporativamente a la Iglesia naciente (Act 2, 1-47), universalmente a las naciones (Act 10-11, 18 = pentecostés de los gentiles) e individualmente a cada fiel (p. ej., Act 1, 7-8: tema central del libro de los Hechos). Deberemos seguir la Escritura allí donde se remonta hasta el misterio de la --> encarnación como misión del Padre y tipo de nuestra nueva existencia. En efecto, en el bautismo de Juan, Cristo fue entendido y consagrado como profeta y Mesías; él predicó, hizo milagros y oró, murió (Heb 9, 14) en y por la virtud del Espíritu (cf. sobre todo Lucas). Finalmente, una reflexión teológica sobre estos ricos y múltiples datos bíblicos (con lo cual la «economía» nos introduce en la «teología») nos permite reconocer su faz propia y, por ende, comprender mejor lo que puede significar en el NT la expresión tantas veces repetida de que el Espíritu nos ha sido «dado», ya que él es el don por excelencia del Señor resucitado.

Es evidente que, para el NT, la actividad propia del Espíritu sostiene y mueve toda existencia cristiana desde el nacimiento de la fe. I. de la Potterie, recogiendo una tradición muy antigua, ha hecho ver que la «unción» del cristiano (2 Cor 1, 21s; cf. Ef 1, 13; 1 Jn 2, 20 27) no tiene significación ritual, sino espiritual, guardando una relación de analogía con la unción de los profetas en el AT y la unción profética de Cristo (Lc 4, 18; Act 4, 27; 10, 38; Heb 1, 9). Pablo la considera en su relación con el sello del bautismo, mientras Juan descubre su influencia en todo el desenvolvimiento de la vida cristiana por la fe que precede (1 Jn 5, 6), acompaña (Jn 19, 34-35) y sigue (3, 5) a la recepción del bautismo cristiano. «Esta unción divina significa la acción de Dios que suscita la fe en los corazones de los que oyen la palabra de la verdad» (I. de la Potterie, 120). Esta fe es «confirmada» por el Espíritu. No estará de más notar de pasada que la idea de gratia ad robur no es del todo extraña a la tradición apostólica y postapostólica, sin que por ello sea exclusivamente atribuida al Espíritu (1 Cor 1, 6ss; 2 Cor 1, 21s, Col 2, 7; Fil 1, 7; 1 Clem 1, 1, 2; IgnMagn 13, 1; PolyK 1, 2). Si es menester renacer por el agua del bautismo, también hemos de renacer por el Espíritu, es decir, por la fe en la palabra (Jn 3, 5; 19, 35; 1 Jn 5, 6-8). Esta doctrina corresponde perfectamente a la de los sinópticos sobre la necesidad de la fe para la salvación eterna.

El Espíritu es también la fuente de nuestra caridad (Rom 5, 5; 1 Cor 13). Anima nuestra oración (Rom 8, 16; Gál 4, 6). Es la fuente de los carismas (1 Cor 12, 4-12) por los que «edifica» la Iglesia (1 Cor 14, 4; 12 26) y la consagra como templo de Dios (1 Cor 3, 16; Ef 2, 22) en la «comunidad» (Ef 4, 3; Fil 2, 1). Él es verdaderamente el alma de toda existencia cristiana (Gál 5, 25; 6, 9; Rom 8, 9, 13; Ef 4, 30). Por la fe está ya presente en el bautismo (1 Cor 6, 11; 2 Cor 1, 22; Tit 3, 5) y en la eucaristía (1 Cor 12, 13 ), tradición que la Iglesia antigua conservó en la práctica de la epíclesis.

Esta doctrina muy rica y matizada no impide al NT distinguir el bautismo de la c. El bautismo está puesto en relación únicamente con la salvación, la remisión de los pecados, la nueva creación, la entrada en la Iglesia (circuncisión) y, sobre todo, con la pertenencia a Cristo. La c., por lo contrario, está referida únicamente al «don del Espíritu», cuya naturaleza queda definida ante todo por la experiencia del primer pentecostés: Sería, sin embargo, equivocado querer separar estos sacramentos como dos entidades distintas. Es evidente que, para la Iglesia primitiva, forman juntos un solo rito de iniciación (Act 10, 44-48). Teológicamente, dependen ambos del misterio inicial del bautismo de Cristo en el Jordán (Jn 1, 19-34).

Por lo demás, sobre todo para Pablo, la vida cristiana es inseparablemente vida en Cristo y en el Espíritu.

2. La liturgia

a) La confirmación como parte integrante del rito de iniciación. Durante los 11 primeros siglos, la c. forma parte, con el bautismo, del rito solemne de iniciación celebrado la noche de pascua y de pentecostés. No siempre es fácil ni, probablemente, tampoco justificado, determinar a cuál de los dos sacramentos se refiere un rito particular (p. ej., la discusión sobre la segunda unción). Los principales ritos de la c. son la imposición de manos con la epíclesis, la unción y la consignación sobre la frente con el signo de la cruz (alusión al signo Tau de Ez 9, 4).

La Traditio Apostolica, de Hipólito de Roma, nos atestigua la importancia central de la imposición de manos en la Iglesia romana (y quizá también en la alejandrina) del s. III. Hacia esta época, la imposición de manos es reemplazada en oriente por la unción con el óleo perfumado y sagrado (myron), excepto en Egipto. El mismo fenómeno se da en Italia del Norte, en las Galias y en Irlanda. La imposición de manos parece mencionarse raras veces en África y España. Cuando la liturgia romana se difunde por Europa (época de los «sacramentarios» y « ordines»), la unción parece predominar a veces sobre la imposición de manos (influencia franca), si bien, en el s. xi, puede identificarse una restauración pasajera del rito antiguo (imposición de manos sobre todos en general o en particular, tocando al confirmando). El origen de la unción como rito de la c. es desconocido. Es probable que contribuyera a su introducción la interpretación ritual de los textos antes discutidos. Tal vez para los pueblos de Europa la imposición de manos fuera un gesto menos expresivo. En este contexto, la unción prebautismal de la antigua Iglesia siria (inmediatamente cercana a la de Palestina) no era considerada como un exorcismo, sino probablemente como una consagración del catécúmeno por el Espíritu de la fe.

b) La confirmación como rito separado. Hacia el s. xi se forma una liturgia propia para la c., sobre todo en occidente, donde el obispo sigue siendo su ministro ordinario. La multiplicación de las parroquias dificulta la unión de la c. con el bautismo, sobre todo en el bautismo de niños. Entretanto, la unción de la frente con el santo crisma y la «consignación» se habían fusionado en un solo gesto ritual, unido a veces a la imposición de la mano (así en Alcuino: Dz 419, 450). En un esfuerzo de unificación litúrgica, Inocencio vtir impuso en 1485 el pontifical de Durando de Mende (entre el 1293 y el 1295), ya ampliamente difundido. Después de la edición de este pontifical el año 1497, desaparece totalmente la imposición de manos; esta práctica queda confirmada por el concilio de Florencia (Dz 697) y por la reforma tridentina. En occidente se hace general el rito de la «alapa», que probablemente tiene origen germánico. En 1752, Benedicto xtv introduce nuevamente la imposición de manos en el momento de la unción (apéndice de su pontifical). León xiii y la editio typica del pontifical de 1929 describen el rito de manera muy clara: «per manus impositionem cum unctione chrismatis in fronte» (CIC can. 780). La imposición de la mano parece ser considerada actualmente como rito principal (AAS 27 [1935], p. 16). El concilio Vaticano ii ordena la restauración de la liturgia de la c. como rito de iniciación cristiana y permite administrarla durante la misa (Const. lit., 71).

El testimonio dogmático de la liturgia queda manifestado sobre todo en sus oraciones, expresión, según el Aquinate y toda la tradición medieval, de la fe de la Iglesia. La liturgia antigua describía el sentido de la c. particularmente en la epíclesis. Is 11, 2 fue citado desde los primeros siglos. El oriente ha permanecido fiel a una fórmula consecratoria que data del s. iv: Eqppayís BWpéoaQ nveú~t«Tos 'Aytov. 'A[.~v. Al principio el occidente conoció fórmulas similares. Hacia el s. x se difundió la fórmula sacramental usada hasta hoy: «Signo te signo crucis (antigua consignación) et confirmo te charismate salutis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.» Diversas oraciones, algunas de ellas muy antiguas, exponen la doctrina del don del Espíritu Santo.

3. La evolución doctrinal

Sin querer defender con G. Dix y L. Bouyer una ruptura entre la patrística y la escolástica, no podemos negar que la teología de la c. presenta en estas dos épocas y por razones diversas rasgos bastante diferentes. Los padres exponen generalmente su doctrina en el curso de las grandes catequesis, preparatorias a la noche pascual, cuya unidad litúrgica respetan con toda naturalidad. Su intención es pastoral y espiritual. La verdad central de que la c. nos da el Espíritu les basta, tanto más cuanto que su teología respeta más la peculiaridad de las personas divinas. En ricas alegorías sobre los textos bíblicos que mencionan el Jrisma o la sfragis, elaboran una amplia doctrina acerca de la presencia y actividad del Espíritu en las almas. La escolástica incipiente, al abordar por vez primera el tema de la c. se encuentra un tanto desamparada. Todo su esfuerzo de reflexión teológica parece centrarse en la especificación de la gracia sacramental propia de la c., en oposición al bautismo y a la eucaristía. El círculo en torno al PsMelquiades tiende a resaltar en demasía la importancia de un aspecto secundario de la tradición antigua, la famosa gratia ad robur, cuando no se conforman con un simple augmentum gratiae. Y por desgracia son precisamente estos dos aspectos los que el Maestro de las sentencias resume en su IV Sent. d. 7. Sin embargo, sería falso e injusto reducir a estos pobres datos toda la teología escolástica sobre la c. La tradición acerca de «la plenitud del Espíritu» (Is 11, 2), conservada especialmente en la liturgia, sigue irradiando con la misma fuerza. La doctrina del carácter permite a la alta escolástica profundizar el aspecto eclesiológico y cultual de la c. Los grandes temas patrísticos sobre el sacerdocio real (1 Pe 2, 5) y sobre la analogía entre la unción de Cristo, la venida del Espíritu Santo en pentecostés y la unción de los fieles al recibir la c., tantas veces ausentes de la «teología escolar», se han puesto de relieve cada vez más, sobre todo en los últimos cincuenta años, aun cuando esto se deba a motivos de la época (-> acción católica, emancipación de los laicos, etc.).

4. La evolución doctrinal en los textos del magisterio eclesiástico

a) Doctrina general. El magisterio eclesiástico confirmó la doctrina teológica en el concilio de Florencia, en el decreto de unión con los armenios (Dz 695, 697, que constituye un resumen del tratado De fide et sacramentis de Tomás de Aquino), y en el concilio de Trento (Dz 844, 852, 871ss); el CIC, can. 780-800 ofrece un resumen de dicha doctrina. La c. es uno de los siete sacramentos (Dz 52d, 98, 419, 424, 465, 669, 697, 871).

Como el bautismo y el orden, imprime carácter sacramental (Dz 695, 852, 960, 996).

b) El ministro. En oriente, el presbítero es el ministro ordinario desde el s. iv, pero la consagración del myron sigue reservada al obispo, preferentemente al patriarca. Entre los s. iv y viir hallamos en occidente testimonios de donde se desprende la posibilidad de una delegación a un presbítero, pero sólo en caso de necesidad o por decisión especial (Mansi iv, 1002, ix, 856). La Iglesia de Roma ha considerado al obispo como el ministro ordinario, y prescribió esta práctica primero para las diócesis suburbicarias (Inocencio i: Dz 98; Gregorio i: PL 77, 677, 696; Gelacio i: PL 59, 51), y más tarde para todo el occidente, en parte bajo el influjo de falsas decretales. Esta disciplina se hizo tan común (gracias al Decreto de Graciano y a P. Lombardo), que pronto se planteó la cuestión de la necesidad de una delegación pontificia para la licitud y hasta para la validez de una c. administrada por un simple sacerdote. Desde el s. xIII (misiones de Asia) hasta Pío xti (ASS 38 [1946], p. 349-358: delegación del párroco en caso de peligro de muerte), los pontífices romanos han mantenido este privilegio (confirmado por el concilio de Florencia: Dz 573, 697 ). Después del concilio de Trento los teólogos llegaron a plantearse la cuestión de si era válida la c. administrada en oriente por un sacerdote. Se la creyó inválida, sobre todo para las regiones con relación a las cuales se suponía que no existía una delegación pontificia (Dz 1459, nota 2), como en el caso de los ítalo-griegos (Dz 1086, nota 1; Dz 1458). Benedicto xiv reconoció la validez de las c. orientales en los otros países de oriente «ob tacitum privilegium a Sede Apostolica illis concessum» (De syn. disquis. vii, 9), cosa admitida hoy generalmente por los teólogos (cf. p. ej., las discusiones preparatorias al Vaticano r: Mansi 49, 1115, 1127, 1162, 1165), y ratificada ahora por el Vaticano rz (De Oecumenismo n. 16; De Eccl. orient. n. 13). En el mismo decreto se atribuye a los sacerdotes de rito latino la facultad de administrar la c. a los fieles de rito oriental guardando las normas del derecho (De Eccl. orient. n. 14; CIC, can. 872, S 4; SC Orient., decreto de 1-5-1948).

c) El sujeto es todo cristiano bautizado en estado de gracia (CIC can. 786). La cuestión pastoral más discutida es la de la edad en que ha de administrarse la c. No existe uso común en la Iglesia universal. El oriente administra el bautismo, la eucaristía y la confirmación apenas nace el niño, ateniéndose con ello a la unidad y estructura del rito de iniciación. En España, Portugal y sus antiguas colonias la c. se administra algunos años después del bautismo. La edad media la retardó a veces hasta los 15 años (Dz 437), uso mantenido después del concilio de Trento (entre los 7 y los 11 años). Después de la revolución francesa algunos países de Europa retrasaron la c. hasta los 12 años; y, a partir del decreto de Pío x de 1910 sobre la comunión hacia los 7 años, la unieron con la llamada «comunión solemne». Roma se esfuerza prudentemente, a través de diversas instrucciones de las congregaciones romanas, por restablecer el antiguo orden de la iniciación y poner la c. hacia los 7 años (CIC c. 788). Se trata únicamente de una cuestión de pastoral litúrgico y sacramental. Sin género de duda es importante restaurar el orden de la iniciación, y, sobre todo, reservar a la eucaristía la consumación de la iniciación en la unidad del pueblo de Dios en torno a su Señor. Pero es también cierto que en algunos países existen razones graves de pastoral para retardar la c. hasta el principio de la edad adulta. El Vaticano ri se abstuvo prudentemente de dar una ley general.

d) El signo sacramental. Para la unción, la Iglesia occidental emplea el santo crisma, que se compone de aceite de olivas y bálsamo (Dz 419, 450, 697, 872, 1458); en cambio, la Iglesia oriental mezcla a veces en el myron hasta 40 substancias aromáticas. El santo crisma es consagrado, únicamente por el obispo (Dz 93, 98, 450, 571, 697, 1088). Anteriormente hemos visto la evolución de los ritos de la imposición de manos (Dz 424, 1963) y de la unción (Dz 419, 450, 697 ), así como de las palabras sacramentales en oriente y en occidente.

e) Carácter y gracia peculiar de la confirmación. El magisterio eclesiástico no ha querido precisar la doctrina sobre el carácter. Respecto de la gracia, ha seguido las fluctuaciones doctrinales de los teólogos. La c. da el Espíritu (Dz 98, 450), es un nuevo pentecostés (Dz 697) y perfecciona el bautismo (Dz 52d, 695). En la edad media el magisterio acentuó más que nada el aumento de la gracia y la gratia ad robur (Dz 419, 695) para confesar la fe (Dz 697). Cabe concluir que el magisterio deja ancho espacio a los teólogos en la interpretación especulativa de la esencia de este sacramento.

III. Teología de la confirmación

1. Las dimensiones salvífícas de la c.

Ya hemos subrayado los aspectos fundamentales de la c. Es el «don del Espíritu Santo», y, por ello, un nuevo pentecostés. Como sacramento de la consagración en la iniciación cristiana, acaba el bautimo y prepara normalmente para la plena comunión eclesiástica en la -> eucaristía. Toda teología de la c. debe esclarecer y fundamentar estos tres elementos constitutivos.

El Espíritu se reveló a sí mismo al constituir en pentecostés la Iglesia primitiva, la cual es esencialmente «Iglesia del principio» y, por eso, imagen ejemplar para el futuro. En la experiencia de pentecostés el Espíritu manifestó la naturaleza de su misión salvífica, como «promesa del Padre» y «don del Cristo muerto y resucitado», y con ello dio a conocer implícitamente la peculiaridad intratrinitaria de su persona. En efecto, una persona divina no puede manifestarse en su misión salvífica sin mostrar en cierto modo su fisonomía propia en el misterio de la Trinidad. Al revelar en su obra lo que ella es «para nosotros», no puede menos de dejar entrever lo que es «en sí» y «para sí». Si anteriormente los teólogos hablaron con excesiva precisión sobre el «en sí» de las personas divinas, hoy caemos en la tentación de considerar únicamente su «para nosotros». Ambos aspectos guardan entre sí una dialéctica que debe mantenerse plenamente.

En la Iglesia apostólica el Espíritu Santo no posee una obra que le sea exclusivamente propia, él consuma la obra del Padre en Cristo. Pero ¿cuáles son las dimensiones de esta consumación? La primera es sacarnos fuera de nosotros mismos en el testimonio, uno de los aspectos mejor conservados en la tradición teológica. Esta fuerza de testimonio va más allá de las técnicas de apostolado, gobierno y organización. Lleva consigo toda la amplitud de aquel acontecimiento (consuelo, paz, persuasión, amor, etc.) que libera a la persona humana para su propia esencia y para una profunda solidaridad con los demás. Estas relaciones interpersonales quedan purificadas, intensificadas y, a la vez, completamente renovadas (dialéctica entre lo natural y lo sobrenatural) por el impulso del Espíritu que nos une a todos en su « comunidad». Pero esa dimensión «para los demás» es dialécticamente inseparable de nuestro «en sí». El Espíritu nos lleva, pues, al interior de nosotros mismos. Él perfecciona nuestra participación en la existencia del Hijo y nos dirige así al Padre, fuente transcendente e inmanente de vida divina y de salvación. Por la gracia el «en sí» y «para sí» de cada uno se encuentra realmente «en Dios», fuente interior que vivifica continuamente el misterio de nuestra persona y de su comunidad con los otros. En suma, la gracia del Espíritu consiste en una interiorización cada vez más profunda y en una exteriorización a través del testimonio y de la profecía, dos aspectos por los que se realiza nuestra participación en la existencia de Cristo y nuestro encuentro con el Padre. Así descubrimos cómo la c. consuma el bautismo. El bautismo en efecto nos une a Cristo, comunicándonos la gracia fundamental de ser «los siervos en el Siervo y los hijos adoptivos en el Hijo». La c. realiza y perfecciona este acto salvífico en la dialéctica de la unión mística y del testimonio.

En el plano de la historia de la salvación, el bautismo hace operantes para nosotros la muerte y la resurrección del Señor, y la c. nos comunica la gracia de Pentecostés. En el fondo, la necesidad de la c. estriba en la necesidad de la venida del Espíritu Santo en relación con la acción salvífica de Cristo. En otros términos, las relaciones entre el bautismo y la confirmación derivan de las relaciones entre resurrección y pentecostés en el plano de la historia de la salvación. Así, el bautismo y la c. son verdaderamente misterios y actos salvíficos de Dios, manifestados y realizados sacramentalmente en la Iglesia, y hechos operantes con relación a una determinada persona, la cual queda incorporada con ello a la comunidad del pueblo de Dios. Por eso se los puede llamar sacramentos constitutivos, ya que por la consagración y la misión «constituyen» a un hombre en miembro de la comunidad salvífica, formada por Cristo y su Espíritu.

Aquí se inserta la doctrina sobre el carácter sacramental. Acerca de este punto existen diversas sentencias entre los teólogos. La doctrina tomista de la ordinatio ad cultum conserva su valor. Se ha olvidado que el carácter (sacramentum et res) poseía primitivamente como «signo» un aspecto visible. Tal vez se han exagerado sus estructuras ontológicas. Nosotros preferimos devolver al carácter sacramental su antiguo aspecto de signo. Existencialmente el carácter se funda en la fidelidad divina (razón fundamental de que el sacramento no pueda repetirse), manifestada visiblemente y atestiguada a la vez por la Iglesia en el acto sacramental. En el hombre, este carácter implica tres dimensiones en un orden de interioridad creciente: en el plano de la Iglesia visible, un complejo de derechos y deberes; en el plano de la Iglesia sacerdotal (la idea de culto), una misión determinada por la que se participa de la misión sacerdotal de Cristo; y en el plano de la Iglesia espiritual, una consagración a Dios. Estos tres aspectos están ligados unos a otros y finalmente a la gracia sacramental por la dialéctica del símbolo y su realización (sacramentum et res). Así la c. nos concede ante todo la plenitud de derechos de un miembro de la Iglesia. Este estado jurídico significa y realiza una misión real por la que se participa del sacerdocio de Cristo (sacerdocio real de los fieles). Esa misión significa y realiza una consagración (la unión del Espíritu). Y la consagración significa y realiza nuestra santificación por la gracia del Espíritu. Sobre todo bajo este aspecto sería funesto separar totalmente la c. del bautismo. Los dos juntos forman la totalidad de nuestra iniciación cristiana en la única salvación «en Cristo» y «en el Espíritu» operada por el Padre.

2. Comparación con las opiniones teológicas conocidas

La tradición teológica ha mantenido esta verdad, aunque a menudo en una formulación demasiado estrecha y «cosista». En el contexto más amplio de una sana teología «del don del Espíritu», comprendemos mejor cómo la c. puede «aumentar» la gracia del bautismo y conferirnos una gratia ad robur in protestatione fidei. Algunos definen la c. como el sacramento de la madurez cristiana. Esta definición es válida si no la entendemos en un sentido inconscientemente biológico o psicológico, sino dogmático, como plenitud cristiana en el Espíritu. En el mismo orden de ideas comprendemos la importancia de la c. para la emancipación espiritual de los laicos. La c., en efecto, perfecciona la consagración del bautizado para el sacerdocio real de los fieles. Y es igualmente importante para los sacerdotes y obispos, que siguen siendo esencialmente «fieles». Pues el orden no es un sacramento constitutivo como el bautismo y la c., sino que él confiere a determinados fieles dentro del pueblo de Dios una consagración y misión funcional con autoridad profética y santificación ministerial. Un sacerdote no queda «constituido» en un estado superior al de los fieles, sino que está ordenado para el servicio de la comunidad y de Cristo.

Piet Fransen