BREVIARIO
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I. Delimitación del tema

Ya en la alta edad media encontramos brevemente reunidas en un libro las diversas horas canónicas. Este libro está destinado al uso práctico y tiene varias fuentes (Salterio, sagrada Escritura, antifonario, leccionario, libro de los himnos, sacramentario). Por razón de este libro, todo el oficio, en su conjunto, recibe pronto el nombre de «Breviario».

Aquí vamos a presentar, no tanto la historia y la constitución del rezo del Breviario, cuanto una explicación teológica, en forma de esquema, de la plegaria oficial y canónica de la Iglesia que hoy lleva el nombre de «breviario» y nos reduciremos además a la Iglesia latina.

Dentro de la Iglesia latina el desarrollo histórico, sumamente complejo y en muchos detalles todavía no aclarado, se cierra más o menos con la alta edad media. Todas las partes esenciales, los principios constitutivos y configurativos, en gran parte el texto mismo, e incluso la concepción teológica, fundamentalmente no han cambiado desde entonces. A pesar de la variedad relativamente grande de detalles, se impuso entonces un orden bastante unificado (el de la iglesia francorromana).

El período de reformas que siguió al concilio Tridentino, trajo solamente una restauración (restitución de los oficios votivos), una centralización (1568: Breviarium Romanum, de Pío v) y una sistematización jurídica. Ha sido en los últimos tiempos cuando, debido a las ideas recientemente adquiridas sobre la historia de la liturgia y también a la coacción de un estado de cosas que se había convertido en carga, se ha empezado a reflexionar acerca del papel del rezo de las horas canónicas en la Iglesia en cuanto organismo total, y a la vez ha comenzado una visión crítica de los elementos particulares del b.

Como todavía no se sabe hasta qué grado repercutirán los resultados de esta reflexión en la reforma del rezo del b. exigida por el Vaticano ii (Constitución sobre la Liturgia, ns. 83-101), no se puede hacer una exposición global y sistemática, puesto que podría ser muy pronto superada por las reformas. Por eso, selecionamos sólo algunos temas cuya explicación, independientemente de la forma futura del breviario, es indispensable para una recitación razonada y responsable de una «plegaria oficial de la Iglesia».

II. Estructura

El b. es desde varios puntos de vista una unidad compleja y con muchos estratos. Sus componentes difieren mucho en importancia, tanto por su origen histórico como por su sentido teológico. Esto puede decirse incluso de las diversas unidades de rezo que corresponden a las distintas horas del día. El culto matutino y el vespertino («Laudes» y «Vísperas») deben ser considerados por su origen como un acto litúrgico de toda la Iglesia (local), en el que se reunían el clero y los laicos. Para la antigua Iglesia ese acto era una manifestación inalienable de su vida. La celebración regular de las vigilias nocturnas, por el contrario, no era un culto comunitario; más bien parece haber sido al principio un ejercicio privado de círculos ascéticos, los cuales reproducían el modelo de la vigilia pascual, al principio los domingos y días de fiesta y después todos los días (en este punto la investigación no ha logrado todavía un resultado claro). Estas vigilias fueron ofrecidas a la comunidad para participar en ellas las vísperas de las fiestas de los santos, ante el sepulcro del santo venerado, donde muchas veces se formó para los ascetas devotos un duplex of ficium. Las «horas menores» (tercia, sexta y nona; después prima y completas, como oficios que siguen a Laudes y Vísperas) sin duda agradecen a la iniciativa privada su introducción en el ciclo del rezo de las horas canónicas. Eran ejercicios de piedad de personas devotas que no querían dejar pasar ninguna hora del día sin su correspondiente oración. El que la sinagoga - y quizás incluso el culto del Templo estimulara el rezo de las horas puede ser verdad, pero indudablemente no existe ninguna interrelación causal. Junto al llamado ciclo de horas, tal como finalmente se impuso en la Iglesia occidental, la Iglesia oriental posee otro orden algo distinto. Pero, empalmando con la más antigua tradición común, también aquí el culto matutino y el vespertino (Orthros y Hesperinon) son los dos momentos más fundamentales del rezo oficial.

III. Elementos particulares

Las diversas partes constitutivas de las horas tienen una importancia y un origen diferentes. Pero, por desgracia, precisamente la recitación que se ha hecho usual en occidente reduce a un mismo nivel los distintos componentes del oficio. En él hemos de distinguir los siguientes géneros: invocaciones directas a Dios (Deus, in adiutorium...), oraciones del sacerdote a modo de colecta, recitación meditada de salmos a himnos de alabanza, plegaria de súplica (por desgracia, casi sólo como rudimentos de letanía), lecturas doctrinales tomadas de la Escritura y de los padres (las últimas quizás como substitución de la predicación), y finalmente, una proclamación solemne tomada de los escritos neotestamentarios, principalmente del Evangelio (como ocurre todavía ahora en la oración matutina y la vespertina, aunque aquí se reduce el canto antifonario de los himnos Lc 1, 6879 [Benedictus] y Lc 1, 45-55 [Magníficat]). Así, el culto monacal y el de la comunidad - y quizás incluso la tradición de la sinagoga- han creado una pieza litúrgica sumamente artificiosa y rica. No es superfluo recordar en la actualidad que la mayoría de los elementos citados están concebidos como cantos, y que todos desempeñan su función sólo como partes de un culto comunitario. Para la comprensión y la recitación adecuada del b. es necesario conocer la naturaleza peculiar de cada uno de sus componentes. Y esto, no sólo para ver la índole comunitaria del b., sino también porque sólo así se encuentra la actitud conveniente que los diversos elementos requieren y pretenden suscitar. P. ej., recogimiento, atención, deseo de aprender, reflexión sobre la acción salvadora de jesús al oír las narraciones de los acontecimientos salvíficos del A y del NT, elevación entusiástica del corazón al cantar los himnos, entrega a la oración de petición por la Iglesia y por las necesidades del mundo en medio del cual vive el orante. Y finalmente la recitación adecuada del b. requiere la entrega del orante al misterio, que es «esta oración de la Iglesia» misma.

IV. Rezo de salmos

Entre los elementos particulares el rezo de los salmos exige una atención particular, no sólo por su importancia cuantitativa, sino también, y especialmente, por su origen bíblico y por el sentido que les dio la antigua Iglesia. En efecto, en las canciones de los salmos se halló desde el principio un compendio del AT, en cuanto éste es recuerdo y preparación del acontecer salvífico, y hallóse sobre todo la oración vocal proféticamente pronunciada, la que pronunció el Espíritu inspirador de Dios a través de las personas que, como figuras previas de jesús (p. ej., ¡David!), dirigían al antiguo pueblo de la alianza. Y, de esa manera, en tal grado apuntaba el Espíritu hacia el Mesías, que los salinos son su más propia y peculiar oración. El salterio sólo es recitado rectamente cuando se le entiende como oración de Jesús (al Padre), como oración de jesús que la Iglesia repite (dirigiéndola junto con él al Padre y también al mismo Cristo, que es la imagen del Dios invisible aparecida en la historia y la cabeza divina de la Iglesia).

Para fundamentar teológicamente esta concepción basta con recordar aquí que Jesucristo ha sido desde siempre la única salvación que existe; incluso las acciones salvíficas «anteriores a Cristo» son parte de la salvación que procede de jesucristo, así como toda salvación posterior a él sólo se da como anamnesis actualizadora del misterio de Cristo.

Sobre la base de esta unidad de salvación, la primitiva Iglesia (y la de hoy también), no dudó en rezar el salterio con un sentido cristológico en las horas canónicas. Éste fue uno de los motivos principales por los que se puso interés en que el tiempo salvífico del día o por lo menos el de la semana estuviera acompañado por la palabra salvífica de todo el Salterio.

V. Teologumenos de la tradición

La oración del Oficio como anamnesis del misterio de Cristo se refleja, además, en una concepción que considera las diversas horas como recuerdo de las diferentes fases de la obra de la salvación (p. ej., Laudes: el misterio pascual de Cristo [tránsito hacia la resurrección]; tercia: misión del Espíritu Santo o crucifixión; nona: muerte de Jesús en la cruz). La motivación de cada hora concreta puede variar, pero en rasgos generales el pensamiento cristológico aquí indicado es tan antiguo (¡se encuentra ya en Tertuliano, siglo ii! ), que parece constitutivo para la concepción del rezo de las horas canónicas. Y probablemente es más primitiva todavía la idea de que sólo mediante una oración de algún modo constante, sólo mediante una oración que en cierto modo se extiende a todas las horas del día, se cumple el precepto del Señor y de los apóstoles de orar sin desfallecer (Lc 18, 1; cf. 21, 36; 1 Tes 5, 17; cf. Ef 6, 18; Col 4, 2; véase también la Constitución sobre la liturgia, n. 86). En este punto, ya los apóstoles fueron fieles a una práctica de la sinagoga («oración de la hora nona [en el templo]»: Act 3, 1; 10, 30).

VI. «Oración de la Iglesia»

Frente a estas interpretaciones antiguas, la característica especial del b. se cifra en que él es «oración (oficial) de la Iglesia». En tiempos antiguos no se resaltaba este aspecto de una forma tan expresa y acentuada. Por esto, hay que examinar serenamente esta característica, si no queremos que un falso misticismo desacredite la misma oración litúrgica. Lo cierto es que la Iglesia, el protosacramento de los signos salvíficos de Cristo, realiza un aspecto clave de su vida aceptando la oración de Cristo a su amado Padre y ofreciéndose ella también como su propia oración (Constitución sobre la liturgia, número 83-85). Puesto que la Iglesia es visible, ha de mostrarse visiblemente como Iglesia orante. Donde quiera que la Iglesia como tal pretenda haber encontrado de algún modo su propia forma (diócesis, parroquia), o donde se deba manifestar en forma especialmente explícita un rasgo esencial de la Iglesia (clero como portador del oficio apostólico; monjes, etc.), la comunidad orante habrá de formar parte del testimonio eclesiástico. La forma que debe tomar esta liturgia de la oración apenas se puede determinar partiendo de reflexiones teóricas. En todo caso, en ella han de cultivarse las actitudes básicas que la llamada de Dios en Cristo y la gracia, que es comunicada precisamente en la comunidad eclesial, exigen del hombre atento y dócil a la palabra divina: perseverar y esperar, percibir y contestar, agradecer, alabar y rogar, y todo esto como un recuerdo de la salvación, que es Cristo mismo. (Aquí no hace falta discutir hasta qué punto la oración penetra en muchos estratos del hombre y, por tanto, es algo más que un simple «pensar en Dios» o que un mero pronunciar palabras de súplica y alabanza.) La estructuración del Oficio está determinada en concreto por las formas que el medio ambiente ofrece a la Iglesia, las cuales, naturalmente, son formas de los hombres de la Iglesia. Éstas vienen dadas por la tradición y la autoridad eclesiástica las regula con sus prescripciones (cosa que la Iglesia latina, especialmente desde la fundación de la congregación de ritos [ 1588 ], ha hecho en manera excesivamente formalista y centralista). La forma usual del rezo de las horas sólo se hace problemática cuando los presupuestos y la modalidad actuales de la oración «privada» y de la piedad popular difieren de la oración «litúrgica». Pero aun entonces la «plegaria oficial» tiene el rango de un signo constitutivo: es la plegaria de una Iglesia (personal o local), de tal manera que sin ese signo la Iglesia en cuestión no puede ser lo que necesariamente debe ser, y, por tanto, sin él, no llega a su plenitud necesaria. De cada uno de los miembros de la Iglesia esta -> liturgia exige, consecuentemente, el rezo en comunidad de esta oración (o que en principio estén dispuestos a rezarla en comunidad), pues solamente así podrán contarse como miembros de esta Iglesia y sólo así podrán vivir en ella en calidad de tales. Aunque con ello se exija también a cada uno la apropiación personal de esta plegaria - llamada no muy afortunadamente- «oficial» (cf. Constitución sobre la liturgia, n. 90), sin embargo, eso no quiere decir en absoluto que este signo visible de la oración de la Iglesia pueda o deba absorber toda oración personal del cristiano, la cual continúa teniendo su razón de ser y sigue siendo necesaria (cf. Constitución sobre la liturgia, n. 12). Según esto, entre la recitación de las «horas» como oración de la Iglesia y la plegaria particular hecha en la «cámara», rige la misma relación que hay entre sacramento y fe: ambas oraciones llevan a la salvación, pero no por separado. Ni tampoco la una cosa es mejor o más segura que la otra. Hemos de decir, más bien, que los sacramentos, en cuanto acciones cultuales, son signos de salvación puestos por la Iglesia, por la Iglesia en que Cristo está presente sin interrupción, y lo son en tal grado que en circunstancias normales la fe sólo es fidedigna y, con ello, legítima ante Dios, cuando va vinculada a estos signos. Igualmente un cristiano que de todo corazón cree en la Iglesia, sólo reza en consonancia con su fe, cuando ora con la Iglesia y convierte la oración de ésta en su propia plegaria.

Con estos presupuestos, a la cuestión del valor espiritual del rezo del b. se puede responder sencillamente: así como la recepción frecuente de los sacramentos no aumenta sin más la gracia y no glorifica más a Dios si no le acompaña una profunda entrega de fe por parte del que los recibe, asimismo el rezo del b. como tal no es «mejor» simplemente porque se trate de la «plegaria de la Iglesia» y se realice por «encargo oficial», sino sólo (pero en tal caso siempre) si esta oración se convierte en el signo de una entrega más profunda al Señor, el cual busca para sí una Iglesia orante (y no sólo orantes particulares). Y, a la inversa, se desea urgentemente la participación numerosa y consciente de aquellos que no están obligados por el derecho eclesiástico al rezo de las horas (cf. Constitución sobre la liturgia, n. 100), no precisamente con el fin de que su oración sea así «mejor», sino con el fin de que la Iglesia se muestre como la Iglesia orante en el mayor número posible de miembros y sea así un signo más fuerte de la presencia salvífica de Cristo.

VII. Situación actual

Después de lo expuesto, se puede ver fácilmente cuán serio y grave es el hecho de que en el cristianismo de occidente, debido a una falsa evolución que ha durado varios siglos, se haya perdido la conciencia de la necesidad de que las diversas Iglesias locales se manifiesten visiblemente como una serie de comunidades que oran regularmente. Todavía a principios de la edad media era normal que en cada iglesia (catedral, parroquia, iglesia conventual, santuario de peregrinaciones) existiera el rezo de las horas canónicas. Pero ya entonces este rezo se había convertido en un oficio casi exclusivo del clero. Ni siquiera las vísperas pudieron continuar como celebración regular y común del clero y del pueblo. En los últimos tiempos, incluso las formas sustitutivas, las «devociones» de la tarde, están frecuentemente amenazadas por las (sin duda alguna justificadas) misas vespertinas. Así, a pesar de algunos intentos en sentido contrario, en la Iglesia católica el rezo de las horas de hecho se ha convertido en asunto casi exclusivo del clero y de algunas órdenes religiosas (¡no todas!). Además, en el clero la obligación ha pasado por lo común a la persona (a partir del subdiaconado). Se ha perdido la conciencia de que la obligación radica primariamente en la Iglesia local y sólo secundariamente en los responsables del testimonio de esta Iglesia. Con ello, el rezo de las horas se ha convertido totalmente en liturgia del clero. Sin embargo, de esta forma se mantuvo el principio de que nadie puede ser miembro directivo en la Iglesia, si no reza aquella oración que es el signo de la Iglesia orante. Tampoco las comunidades eclesiales de la reforma han conseguido corregir la clericalización del oficio divino. Algunos intentos que se hicieron quedaron reducidos a devociones domésticas de los piadosos. Sólo la Iglesia anglicana, en el culto matutino y vespertino - concebido en forma nueva - del Book of Common Prayer pudo crear un orden de oración habitual de toda la Iglesia.

VIII. Rezo de las horas como celebración de los misterios

Pero nos quedaría por decir algo esencial respecto al Oficio, si no mencionáramos -para acabar- su carácter de misterio; en cuanto él es un «signo» de la Iglesia, pertenece al orden sacramental. Toda salvación es sólo «anamnesis» actualizadora del misterio que es jesucristo (esto queda en pie independientemente de su detallada interpretación teológica). La Iglesia tiene el cometido de santificar todos los ámbitos de la existencia humana mediante esta actualización que se da en la celebración litúrgica (cf. Constitución sobre la liturgia, n. 2, 7, etc.). O sea, tiene la misión de procurar que Cristo, de tal modo se haga presente en todos esos ámbitos, que por la fe y el testimonio de los suyos se transmita la salvación al mundo. En cuanto eso es tarea de la liturgia, ésta la cumple en forma muy principal - con relación al orden del tiempo - en el rezo de las horas. El b. es una parte fundamental de la celebración de las fiestas del -> año eclesiástico (actualizando en la unidad anual del tiempo el recuerdo de la salvación). Y además él da fuerza salvífica a la sucesión de días y horas de la semana junto con el -> domingo. Pero la unidad de tiempo donde el b. injerta principalmente el recuerdo de la salvación es el día, convirtiendo así la más primitiva unidad temporal, la más inmediatamente accesible a la experiencia humana, en una oferta de salvación. Aparte de la (no necesariamente cotidiana) celebración de la eucaristía e independientemente de su valor como preparación para el misterio eucarístico, el rezo de las horas canónicas constituye por sí mismo una celebración peculiar de la única salvación, que es Jesucristo. Históricamente este pensamiento quedó expresado en el hecho de que a cada hora se le asignara el recuerdo de una determinada acción salvífica de Cristo. Pueden y deben cambiar detalles en la forma históricamente condicionada del b., así como en las posiciones de la autoridad eclesiástica a este respecto. Pero la Iglesia deberá vivir siempre (y vivirá realmente debido a la promesa de la presencia permanente de Cristo) en el recuerdo cotidiano de su Señor, en oración constante, en un incesante oír y responder, hasta que la salvación manifiesta suplante el signo transitorio del recuerdo litúrgico, el cual ha encontrado una de sus formas en el «breviario».

Angelus Häubling