AUTORIDAD
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I. La postura del hombre moderno frente a la autoridad

Por lo común, el hombre moderno adopta una postura ambivalente frente a toda a. Por un lado, tiene una fe extraordinaria en la a. y está enormemente ávido de ella. Esto se ve, p. ej., en la confianza y en las esperanzas que tiene puestas en las posibilidades y la capacidad de los expertos, pero también en su afán de encontrar grandes líderes, que para él, muchas veces tienen más importancia que los programas objetivos, y de los cuales espera un progreso y un bienestar insospechados. La razón de esto está, sin duda alguna, en los colosales progresos y conquistas culturales que se han dado en tantos campos y que hemos de agradecer a los especialistas y a la gran socialización actual, cuyo soporte son las autoridades y sus éxitos. Pero no hay que ignorar que frecuentemente se tiende a hacer de una a. particular una a. total (así, p. ej., cuando se concede un valor excesivo a las declaraciones que los científicos hacen en un campo que no es el suyo).

Por otro lado, con la misma frecuencia nos encontramos con una actitud claramente defensíva y desconfiada frente a la a., especialmente cuando ésta atenta contra la existencia personal. Pero muchas veces es sólo un vago sentimiento de amenaza lo que el hombre percibe frente a la autoridad, la cual entonces aparece como mala y esclavizadora del hombre. Pues el hombre ha acumulado experiencias o conocimientos, frecuentemente traumáticos, acerca del abuso de la a., o ve el enorme crecimiento del poder de casi todas las autoridades y considera que esta fuerza excesiva es algo totalmente desproporcionado. Pero ese crecimiento del poder de la a. está necesariamente condicionado por el desarrollo técnico de nuestra civilización, desarrollo que nos presenta unas posibilidades de mando y unas necesidades de coordinación hasta ahora desconocidas. Estas posibilidades de gobierno se derivan del hecho de que los avances de la biología, de la medicina, de la psicología y de las ciencias sociales, de la -> ciencia en general, y las conquistas de la -->técnica, con sus medios de comunicación y de poder, permiten una manipulación del individuo y de las masas en grado tal, que en ciertas circunstancias puede desaparecer en gran parte incluso el ejercicio de la libertad en la esfera íntima. Las mismas Iglesias, por ejemplo, tienen la posibilidad de manipular masivamente la opinión dentro del ámbito mismo de la -> conciencia. De la creciente multiformidad de nuestra cultura y de la interdependencia cada vez más intensa entre cada uno de los portadores de la cultura, se desprende también la necesidad de una coordinación cada vez mayor de las fuerzas. A eso va unido el hecho de que aumenta constantemente la impotencia del individuo para abarcar el todo y la red de relaciones que éste implica (-> formación). Por eso él depende cada vez más de la autoridad de otros hombres que, o bien le hacen posible la participación en los adelantos de nuestra cultura, o bien, si no están suficientemente capacitados, en ocasiones pueden causarle daños funestos. Además, el hombre tiene el presentimiento de que las mismas autoridades se sienten terriblemente inseguras frente a los problemas del futuro. Con esto podemos comprender ya la . profunda crisis de a. que actualmente se da.

Se intenta poner remedio a esa crisis por diversos caminos, entre otros: concediendo mayor responsabilidad al individuo dentro de la --> sociedad, democratizando toda nuestra vida social, acentuando la mayoría de edad del seglar dentro de la Iglesia y la relación de compañerismo entre el maestro y el educando, así como mediante una concepción nueva del papel de la autoridad en la educación. Toda reflexión que no quiera desviarse de la problemática actual de la a. tiene que tener en cuenta este trasfondo.

II. Concepto

1. La expresión y su contenido proceden del ámbito cultural romano: auctoritas viene de auctor (autor, fomentador, garante, fiador) y de augere (multiplicar, enriquecer, hacer crecer). La autoridad, naturalmente, se ha ejercido en todo tiempo, pero no se debe a una pura casualidad el que este concepto proceda del mundo romano, que era objetivamente sobrio y tenía una visión clara del derecho. En un principio, para el mundo romano auctoritas era un concepto jurídico y significaba garantía por un negocio, responsabilidad por un pupilo, el peso de una decisión, entre otras cosas. Después la a. se convierte en la propiedad permanente del autor y significa prestigio, dignidad, importancia, etcétera, de la persona respectiva. Entre los romanos la a. del senado se convirtió más tarde en institución, de manera que era un deber jurídico escucharla, pero ella no ejerció por sí misma poder de gobierno, el cual residía en el magistrado.

También hoy día se aplica este término, de forma análoga, a aquellas personalidades que, debido a sus conocimientos o capacidades especiales, debido a su prestigio, a su importancia o a su función oficial en la sociedad, son reconocidas como los guías o modelos a seguir. Según esto, hay una distinción entre a. personal y subjetiva y a, objetiva por el oficio.

2. Es propio de la a. personal que el sujeto de la misma la haga patente en forma directa a través de su superioridad personal, de cualquier clase que ésta sea, y al mismo que él incite connaturalmente al reconocimiento de dicha superioridad por parte de los demás. Consecuentemente, quien posee a. sólo la tiene en cuanto otros la aceptan en virtud de una real o supuesta superioridad y respetan la exigencia que ella implica. Naturalmente, esto no incluye que el hombre se doblega espontáneamente ante ésta con fe, obediencia y otras actitudes semejantes. Para esto se requiere más bien una decisión moral propia, la cual, de todos modos, presupone el reconocimiento de la a. en cuanto tal.

3. La autoridad oficial es la potestad que se le atribuye a una persona, no por su propia importancia, sino a causa de una función comunitaria que la sociedad le ha encomendado o, por lo menos, reconoce con respeto. Naturalmente, es de desear que el sujeto de la a. oficial goce también de a. personal, pero lo característico de la a. por el oficio consiste precisamente en el hecho de que ella está basada en una función oficial para bien de la sociedad. Y, por tanto, la extensión y los límites de su poder se derivan de las exigencias del cargo, y no de una superioridad personal. Así es posible el caso de que un cargo que está sancionado por la sociedad y que es por tanto legal, pueda ser desempeñado obligatoria y en consecuencia autoritativamente por un hombre incapaz e indigno. Y, en general, las acciones oficiales sólo pueden realizarse y exigir reconocimiento dentro de los márgenes de la función social.

4. Solamente por la relación a la a. personal o a la oficial cabe hablar de una a. inherente a ciertas cosas, p. ej., cuando se atribuye autoridad a un libro, a una institución, a leyes, a símbolos, etc. Estas cosas reciben su dignidad, valor, e importancia de su relación con la autoridad personal, de la cual son expresión o signo, o de la que dan testimonio. A través de las obras se pone de relieve y se tributa honor al autor. Pero si alguna vez -especialmente en el círculo cultural americano - se concede más respeto a los símbolos que a los sujetos investidos de a., sin duda esto se debe al miedo a caer en un culto injustificado a la persona.

III. Esencia

1. Según esto la esencia formal de la a. se puede caracterizar como superioridad personal, subjetiva u objetiva, que implica un carácter de obligatoriedad en los otros. La a. acredita por sí misma su valor ante los hombres que conviven con los sujetos investidos de a. Vista ontológicamente, tiene valor en cuanto participa, en cada caso de una manera distinta, de la plenitud del ser divino. Y, por su propia perfección óntica, la a. está en condiciones de ayudar a los que están en relación con ella en la consecución de su perfeccionamiento humano, mediante la participación en el ser inherente a la misma a. Se puede decir en este sentido que toda a. viene de Dios y que ella sólo justifica su existencia en la medida en que tiene perfección y la proporciona, esclareciendo así la exigencia divina de que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto.

2. Sólo se puede tener a. frente a seres dotados de espíritu, pues por la a. se apela a la razón y a la -> libertad del hombre. La a. se dirige al -> hombre, en cuanto persona autónoma, y reclama su libre asentimiento espiritual. Pues su cometido es ayudar al hombre a que se perfeccione exigiéndole su acción autónoma. Por tanto, la a. en todas sus dimensiones, debería integrarse claramente y sin reservas en la libre decisión del que está sujeto a ella.

Según esto, la libertad se distingue del -> poder y de la coacción. Poder es la capacidad de ejercitar la libertad propia sin el asentimiento antecedente de aquel otro con quien se comparte un espacio común de libertad y, con ello, la capacidad de influir, sin asentimiento precedente del otro, en las condiciones previas de sus decisiones libres. Coacción, violencia, es, además de esto, la imposición de la voluntad propia a otro contra la voluntad de éste. Así, el saber otorga a., en cuanto uno, debido a su saber, puede contar con ser oído. El saber confiere poder en cuanto lleva en sí la posibilidad de intervenir en la situación del otro sin su asentimiento, y de crear unas condiciones previas de pensamiento que ya no permiten al otro entender un problema a la manera tradicional o en la forma que él quería.

Según esto, la a. comienza cuando su potestad es reconocida libremente y termina allí donde ella se transforma en poder. De eso se deduce claramente que lo típico de la a. consiste en el hecho de que apela a la libertad. Esto significa que con relación a niños y menores de edad sólo se puede hablar de a. en cuanto éstos son capaces de ejercitar la razón y la libertad. Frente a los animales o los locos no se puede ejercer ninguna a. De esto se sigue, además, que la a. no se puede obtener con violencia, sino que sólo puede irradiar por su fuerza persuasiva. Por consiguiente, la a. siempre va dirigida al comportamiento moral del hombre. Sólo puede ser ejercida en la medida en que aquellos a quienes se dirige son capaces de obrar moralmente. Pero puesto que el hombre, por su imperfección radicada en muy diversos motivos, no es capaz de obrar moralmente más que de una forma limitada (--> acto moral), a veces es absolutamente necesario y justificado influir sobre los demás por medio del poder y de la coacción; pero este modo de proceder no es precisamente un acto de a. Dominar, guiar, educar, ejercer poder y ser o poseer a. no es simplemente la misma cosa. Todas estas actitudes guardan entre sí una mutua relación dialéctica, y deberían transformarse en a. de dominio, de gobierno, etc.; pero hay que tener en cuenta que, en nuestra constitución terrena y pecadora, no se puede alcanzar totalmente esta meta y que, por tanto, es necesario recurrir a un uso complementario de esos procedimientos.

A esto se debe el que la a. oficial, la cual siempre va rodeada de derechos, privilegios y poder, de suyo sólo mediatamente habla a la libertad del hombre particular, mientras su propósito inmediato es el de exigir el reconocimiento de la legitimidad o incluso necesidad de que el grupo en cuestión exista; y, como consecuencia, mediatamente invita también al reconocimiento del oficio y de las acciones oficiales que están a servicio de una determinada organización, pues el fundamento inmediato de la importancia de la a. oficial es la preponderancia de la sociedad frente al hombre particular. Así, cualquier cargo y su a. deben ser entendidos siempre desde la sociedad, y no a la inversa. Esto significa que la a. oficial va tan lejos como lo requieren las exigencias de la sociedad, y que no puede pretender que la reconozcan más allá de ese límite. Según que una persona pertenezca libremente a una organización determinada o que obligatoriamente sea miembro de la sociedad, ella reconocerá voluntariamente la a. o por lo menos la respetará necesariamente. Mas sólo se trata de verdadera autoridad, a diferencia del mero poder o de la coacción, en la medida en que los sometidos a la a. afirman voluntariamente el orden necesario de la sociedad. En oposición a los que espontáneamente se doblegan ante la necesaria a. oficial, el anarquista no reconoce la existencia de ninguna a. oficial, por la razón de que él no admite un encauzamiento de su libertad por parte de la sociedad. Por consiguiente, de la a. oficial también se puede decir, aunque de manera diferente, que habla a la libertad del hombre.

3. Del hecho de que la a. habla a la libertad de los hombres se deriva una tercera característica de la a. Está siempre al servicio de los otros hombres y de la libertad de éstos. Expresado de otra manera: tiene siempre como fin la realización de los valores humanos y debe ayudar a los hombres subordinados a ella a que realicen su ser humano en una forma más plena. Pues la a. transmite siempre la llamada de una meta a la cual ella misma está subordinada y hacia la cual orienta a sus súbditos. Pero esta meta es siempre un fin adecuado al hombre en cuanto tal y, por esto, tiene en sí un valor personal. Precisamente de aquí recibe la a. su dignidad y su valor. Así la a. de la razón transmite la llamada de la verdad, a la cual nosotros tendemos por ella misma, y está a su servicio en cuanto intenta fundamentarla. Y la a. paterna actúa al servicio de las exigencias del hombre adulto, del hombre que autónomamente sabe llevar a cabo sus distintos cometidos. Y así la a. paterna sirve a una meta educativa, a saber, en cuanto arranca al niño de su aprisionamiento en las tendencias, de su ignorancia y de su torpeza, lo educa para hacerlo un hombre maduro y autónomo.

El fundamento propiamente antropológico de esta estructura de la a. radica en el hecho de que el hombre, como ser creado y libre, no sólo es persona, sino que al mismo tiempo, en cuanto ser dotado de posibilidades ilimitadas a lo largo de su desarrollo histórico ha de convertirse en personalidad. Como el hombre desde su raíz es en igual medida un ser individual y social, él está en principio orientado a conseguir su perfección en dependencia de otros, y esto sucede de tal manera que, a través de las funciones mutuamente complementarias de la dirección y la sumisión, se va logrando aquel perfeccionamiento que el hombre, como ser bipolar, sólo puede conseguir dentro de la sociedad. Sin embargo, no hemos de perder de vista que la a., puesto que también ella yerra y peca, no siempre lleva automáticamente a la perfección, tal como algunas interpretaciones clásicas de la a. solían suponer con excesiva precipitación.

4. Puesto que toda perfección humana tiene su norma decisiva y su valor en la subordinación a Dios, una a. es tanto más perfecta cuanto más logra la subordinación de sí misma y de sus súbditos a Dios. Mas a este respecto hay que tener en cuenta cómo, dada la relativa autonomía de las realidades terrestres, esa subordinación a Dios ha de producirse en conformidad con la ley propia del concreto y limitado campo de acción de la a. respectiva. Una acentuación exagerada de la relación que las a. terrenas dicen a la transcendencia, conduciría a un pseudosacralismo de las mismas, y constituiría una amenaza contra el desarrollo de la a. en conformidad con sus tareas específicas dentro del mundo. Por otro lado, si las a. terrenas y sus súbditos no quedaran subordinados a Dios, eso conduciría a que ellas se revistieran de un carácter absoluto y a que manipularan arbitrariamente a sus subordinados en nombre de valores contingentes, pero elevados a un rango supremo en virtud de una decisión positiva. No se puede determinar a priori cómo debe realizarse concretamente esta subordinación de las a. a Dios, puesto que sólo a posteriori cabe precisar si y hasta qué punto una a. colabora a la perfección del hombre y, en consecuencia, representa la voluntad de Dios. Esto se debe a que los respectivos cometidos reales de la a. dependen de unas posibilidades que varían constantemente. Por otro lado, ese cambio continuo de las posibilidades está condicionado por la -->historia y la historicidad del hombre, que se desarrolla libremente.

5. De la misión de la a., que es ayudar a los hombres a conseguir su perfección, se deduce una doble función de la misma:

a) La a. ejerce un papel substitutivo, representativo, y en este sentido, realiza una función inauténtica, pues se trata de una tarea de tipo tutelar. Esa función entra en acción cuando la a., con su dirección y servicio, preserva a hombres que bajo algún aspecto son impotentes o menores de edad o no tienen autonomía de que, a causa de su deficiente autosuficiencia, dejen de alcanzar aquel fin a cuyo servicio está la a. y que los necesitados de auxilio no pueden conseguir en la forma deseable para ellos y en la medida necesaria, simplemente por la razón de que les falta la autonomía necesaria, pues si la tuvieran sería superflua la intervención de la a. P. ej., mientras los niños no puedan tomar en sus propias manos las riendas de su destino y en la medida en que no puedan tomarlas, tienen que hacerlo por ellos los padres, precisamente para que de esta manera lleguen a su independencia y no perezcan. O bien, mientras los hombres no estén en condiciones de realizar por su cuenta sus derechos fundamentales, p. ej., los relativos a la salud, al trabajo y a la formación, en el grado necesario para la conservación del individuo dentro de la civilización y de la sociedad concretas, el estado puede y debe en la medida de lo congruente dictar e imponer leyes, por ejemplo, acerca de la escolaridad obligatoria, de la seguridad social y de la vejez, contra el alcoholismo, etc.; pues de otro modo los súbditos de la a. destruirían con su conducta las condiciones previas para su propio desarrollo autónomo. Esta a. intenta convencer y a la vez amenaza en bien de los que están confiados a ella e incluso, manteniéndose en el límite de lo necesario, recurre a la fuerza.

Esta función representativa de la a., en interés de su propio fin, ha de tender a hacerse innecesaria. Así los educadores deben procurar hacerse innecesarios por amor al fin de la educación, y el estado, como toda otra a., ha de conceder desde el principio tanta libertad como sea posible y fomentar su progresivo desarrollo. Pero, por otra parte, debe recurrir a la coacción tanto como sea necesario, mas a la vez dejando el mayor margen posible de libertad dentro de la coacción, para ser justo con el fin y con los hombres a los que se quiere servir. En este sentido, la función representativa de la a. sólo impropiamente es un cometido suyo, ya que ella ha de tender a hacerse innecesaria, y, además, consigue su fin mediante la amenaza de coacción, la cual de suyo aspira e aliminarse a sí misma. Pero hay que tener en cuenta que en muchos casos esta autoeliminación no se alcanzará jamás, debido a la imperfección de los hombres, por un lado, y a la necesidad de alcanzar la meta a que la a. aspira, por otro lado. Todos nosotros necesitamos, desde algún punto de vista, cuidados de tipo paternal o maternal, y, por tanto, de tipo autoritario.

b) De esta función substitutiva de la a. hay que distinguir una misión permanente, irrevocable y, en este sentido, esencial de la misma. Es su misión de crear orden, la cual ha de entrar en acción siempre que la meta representada por ella exija una unión de sus súbditos de cara a esa meta. Quizá donde veremos esto con más claridad es en la misión que tiene el --> estado de realizar la cultura objetiva, es decir, de coordinar el conjunto de las aportaciones culturales subjetivas de los ciudadanos, poniéndolas a servicio del bien de la -> comunidad. En efecto, la realización de dicha cultura objetiva sólo es posible a base de la diversidad de tareas y funciones desarrolladas por cada uno de los ciudadanos. Mas para que esta diversidad no sea causa de oposición y división, hay que distribuir y orientar las distintas funciones conforme a las exigencias del fin. Es preciso que se realice una unidad de acción; más todavía, se debe dirigir y orientar los bienes de la -> cultura objetiva de tal manera que fomenten la cultura subjetiva de todos los miembros. Dicho de otro modo: el elemento formal de la sociedad es el orden, es decir, una feliz adaptación de la multiplicidad y diversidad al mismo y único fin. Toda sociedad es, por su esencia, una unidad de orden, y así tiene razón Tomás de Aquino cuando dice que el cometido principal de la a. social es la conservación del orden.

Pero de aquí se deduce también lo siguiente: cuanto más variada y polifacética sea una sociedad, tanto más necesario es un orden de los miembros en virtud de la a. Una sociedad cultivada dispone de muchas más posibilidades que un pueblo primitivo. Pero si el orden consiste en la acomodación de elementos múltiples y diversos a las necesidades del mismo fin, está claro que este orden se irá haciendo más variado y complejo en el grado y medida en que progrese la cultura. En este sentido, todo progreso hace cada vez más difícil la conservación del orden y exige, sin embargo, que la a. lo realice, lo haga realidad en el sentido literal. La a. ha de conseguir eso a través del conjunto de medidas e instituciones, cada vez más complicado, que llamamos sociedad. El cometido esencial de la a. social no se funda, por consiguiente, en la insuficiencia y en la claudicación de sus miembros, sino que crece con el progreso social.

Con esto queda también claro cómo aquellos miembros de la sociedad que por propia inciativa y perfeccionando sus disposiciones personales fomentan la realización de lbs distintos cometidos de la cultura objetiva, no están en oposición con la vida social, sino que, por el contrario, posibilitan el enriquecimiento de ésta. Por consiguiente, si la a., en lugar de fomentar la iniciativa personal, la reprime, reprime eo ipso la variedad y, con ella, la fuente de una vida rica y fructífera (L. Janssens).

Cuanto más desarrollada está una sociedad, tanta más a. se necesita. Cuanto mayor es el grado de madurez de una cultura objetiva, tanto mejor y más libremente puede desarrollarse el individuo. Y cuanto más se desarrolle la iniciativa personal, tanto más crecerá la cultura objetiva. De esto se deduce que entre libertad y a., si se usa de ellas correctamente, hay una relación que no es de oposición, sino complementaria. Libertad y a. se condicionan mutuamente, pues ambas están a servicio del hombre por su vinculación a las personas y a sus valores, así como, en último término, a Dios.

IV. Postulados

1. Puesto que las autoridades, limitadas por ser humanas, están siempre a servicio de unos concretos - y por ende también limitados -valores personales, deben cumplir su servicio al -> valor en cuestión de un modo adecuado a él. Por eso el formalmente unívoco concepto de a. bajo el aspecto del contenido se refiere a muy diversas realidades análogas. Así p. ej., en cuanto al contenido, la a. de los -> padres, que se refiere, por un lado, a la educación de los hijos y, por otro lado, al orden social de la -> familia, es distinta de la del maestro, que ha de realizar precisamente las tareas que los padres no pueden cumplir; o la a. del estado, que debe garantizar y realizar el bien común de orden temporal, es esencialmente distinta de la de la ->Iglesia, la cual está a servicio de la salvación sobrenatural. El contenido de una a. determinada no se puede averiguar, por tanto, más que confrontando el concepto formal de la esencia de la a. con la meta de la a. respectiva, meta que hay que precisar a posteriori. Cuanto más concretamente se pueda comprender esta meta, con tanta mayor exactitud se podrá determinar las medidas que ha de tomar la a. Por tanto, de la misión de la a. eclesiástica o civil, etc., hay que tratar oportunamente cuando se hable de la doctrina de la Iglesia, del estado, etc.

Nunca se insistirá suficientemente en este carácter tan dispar de las diversas a., puesto que el ejercicio de la a. debería adoptar rasgos totalmente distintos según las respectivas tareas de las diferentes a. Por tanto, las pretensiones justas de la a. en cuestión de ben ser determinadas por el fin al que ella sirve. Por ej., si en el transcurso de la historia de la Iglesia siempre se hubiera tenido suficiente conciencia de esta idea, la a. eclesiástica jamás habría podido tomar en tal grado de la a. civil sus formas externas y la autoconcepción misma (cf. Y. CONGAR, L'ecclésiologie de la Révolution f rangaise au Concile du Vatican sous le signe de l'af firmation de l'autorité: RSR 34 [1960], 77-104; id. Power and Poverty in the Church, Baltimore 1964; cf. p. ej., la aplicación del concepto de «societas perfecta» a la --> Iglesia y al estado). La reflexión sobre los cometidos específicos de las diversas a. no ha progresado en todos los campos al mismo ritmo.

2. Si se intenta deducir el cometido de la a. partiendo de sus características formales, hemos de pensar además que el ejercicio legítimo de la a. no sólo debe respetar la libertad, sino que también ha de promoverla. En consecuencia, ella debe guardarse de medidas autoritarias que le degradarían, convirtiéndola en mero poder o incluso en fuerza física. El poder no fomenta la libertad; la fuerza la elimina. El fundamento de todo proceder autoritario hay que buscarlo por lo común en un presuntuoso orgullo o en una debilidad reprimida. Pero la a. verdadera es consciente de sus límites e intenta ganarse a las personas con su fuerza de persuasión. Ella respeta la dignidad personal y la igualdad fundamental de aquéllos cuya obediencia pide, e intenta, en consecuencia, aminorar la distancia social que pueda surgir por el hecho de que los mutuamente interreferidos en virtud de la relación de a. ocupan un puesto supraordenado o subordinado.

3. La función de servicio que la a. tiene frente al hombre consiste precisamente en el ejercicio de la a., es decir, según los casos, en el cumplimiento de su tarea educativa, o santificadora, u ordenadora, etc. En consecuencia, desde este punto de vista la claudicación consiste siempre en la renuncia al verdadero ejercicio de una determinada a. Pero aquí hemos de advertir cómo la a. tiene que determinar el devenir de la personalidad del individuo en una forma, no sólo externa y casual, sino también interna y esencial. Pues la concepción del liberalismo clásico, con su laissex faire, y la de la --> ilustración, con su idea naturalista de que la naturaleza se va desarrollando correctamente por sí misma, olvidan precisamente que el hombre es realmente libre, y por eso ha de conseguir la integración de la naturaleza en la personalidad dirigiendo las leyes propias de aquélla a base de decisiones autónomas, las cuales no siempre son de antemano rectas y buenas. Ahora bien, la a. con su peso y apelando a la razón y a la libertad del otro, debe contribuir a un mayor acercamiento a la verdad y al bien. Una negligencia en el cometido que la a. ha de realizar significaría por tanto que, quien se encuentra sujeto a ella, se vería total o parcialmente impedido en el desarrollo de sus posibilidades. Como la a. está obligada en igual manera al valor que ella representa y al hombre, a quien ha de ganarse por medio de la persuasión, la regla de oro de su proceder es: fortiter in re et suaviter in modo. Cuanto mejor sea la síntesis entre el valor representado y el hombre a quien la a. se dirige, con tanta mayor perfección alcanzará ella su fin. La razón de la falta de cumplimiento de las funciones que recaen sobre la a. hay que buscarla, normalmente, en el desinterés egoísta por los que necesitan de la a. o en el hecho de que alguien cree no estar a la altura de su misión. Paradójicamente, a pesar de la importancia que en la moral tradicional se da a la sujeción a la a., la moral de la a. y del mando está todavía bastante descuidada (cf. A. Müller). En orden a una elaboración de dicha moral habría que tener en cuenta las experiencias con el moderno personal directivo (cf. H. Hartmann). Evidentemente, la forma de ejercer la a. como servicio al hombre depende a su vez del servicio que haya de prestársele, pues el amor servicial adopta formas muy distintas. Precisamente en el NT se destaca de una forma especial la función de servicio de la a., así cuando en Lc 22, 24-27 se recalca cómo el que manda debe ser como el que sirve, y cuando en la narración del lavatorio de los pies (Jn 13, 1-17) la actitud de servicio del Maestro es presentada como un ejemplo para los discípulos.

4. La a., que procede de Dios y está ordenada a él, logrará mantener sus diversas funciones en una tensión equilibrada, si consigue en la mayor medula posible que se haga transparente la dimensión de su transcendencia hacia Dios, y así pone la propia superioridad y dignidad bajo la luz que le corresponde. Por esto, la a. se esforzará constantemente por vincular a los hombres, no a sí misma, sino a nuestro origen y a nuestra meta por antonomasia. Esto significa que, p. ej., en la democracia una sumisión absoluta a la voluntad del pueblo sería una sujeción a la posible arbitrariedad del mismo. El .pueblo puede, es verdad, designar a los sujetos de la a., pero la potestad encarnada en ella no procede del pueblo, sino de Dios (teoría de la designación), ante quien, en último término, uno es responsable por el ejercicio del cargo. En este sentido, también Pío ix, en oposición a determinadas concepciones positivístas, rechaza en el Syllabus la sentencia siguiente: «La a. no es otra cosa que la suma del número y el conjunto de fuerzas materiales» (Dz 1760). Esto mismo tiene validez mutatis mutandis con relación a toda clase de a., de manera que, a la inversa, se puede decir: Una a. terrena que no se base en algo superior, se convierte en demoníaca y en simple poder arbitrario. Y esto se da bajo envoltura «dialéctica» incluso cuando la a. no quiere desplegar «totalitariamente» su propio poder, sino que, en una pseudo-renuncia a la carga de la responsabilidad del gobierno, se quiere limitar a ser mera objetivación y órgano ejecutivo de los deseos e intereses de sus súbditos.

5. La actitud que se debe adoptar frente a la a. es, según el tipo de a., la postura de -> fe, de --> obediencia, de respeto, etc. También la a. ha de adoptar formas muy distintas, según el tipo de a. de que se trate. En todo caso, debido a la ambivalencia de las autoridades terrenas y a su dependencia de los cambios históricos, la a. no puede prescindir nunca del diálogo con las personas que le están confiadas, si no quiere desviarse de su meta, la cual está en el servicio a los hombres y a la a. absoluta de Dios, que ella representa en un grado siempre muy imperfecto de analogía.

Waldemar Molinski