ANTROPOMORFISMO
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I. Esencia y significación

El a. (la representación de Dios en forma humana y con comportamientos humanos) aparece por de pronto como un simple ejemplo de la estructura general del -> conocimiento, consistente en la asimilación de lo conocido al sujeto cognoscente (quidquid recipitur, al modum recipientis recipitur), y esto tanto en su posibilidad positiva como en su peligro. Lo positivo del a. está en que él logra la imagen de un Dios cercano, al que el hombre experimenta así no sólo como algo incomprensible y carente de forma a la manera de las religiones que faltas de palabras se refieren a una divinidad informe o la presentan bajo la faz extraña de lo demoníaco, sino también como ser que habla y al que se habla, como < rostro» y plenitud de sentido. Pero su peligro es precisamente esa proximidad, en cuanto así quedan encubiertos la majestad y el carácter inaccesible de ese ser que, siendo el «Santo», está cerca. Sin embargo, la crítica de Jenófanes al cielo homérico de los dioses (diciendo, p. ej., que los bueyes tendrían sin duda dioses de forma bovina) pasa por alto lo más profundo. En efecto, ya en filosofía hay que decir que (precisa y solamente) el hombre, y por cierto como ser espiritual y corpóreo, incluso en su conocimiento de Dios permanece por principio vinculado a lo imaginativo (-> imagen), pero que, igualmente como ser corpóreo y espiritual, aprehende como tal esa vinculación (sin poderla romper), y así la transciende (-> cuerpo, --> Dios, conocimiento de, -> analogía). Mas, para una antropología teológica sistemática, el hombre aparece precisamente como la epifanía y revelación de Dios, como aquello que Dios llega a ser cuando se aliena en lo distinto de él (-> antropocentrismo). En la relación dialéctica de Dios a lo distinto de él radican la validez y el límite (que ha de guardarse críticamente) de un a. rectamente entendido. En este sentido el a. es el reflejo de la constitución teomórfica del hombre; no explica a Dios por el hombre ni con miras al hombre (como lo intentó L. Feuerbach al disolver la teología en antropología), sino que, a la inversa, reduce al hombre al -> misterio de Dios (que así brilla más nítidamente en su índole misteriosa, pues no es aprehendido como mero antípoda del hombre). El a. tiene su más alta legitimación en el misterio de la encarnación.

Jórg Splett

II. El a. en la Biblia

En el AT, Yahveh aparece muy frecuentemente dotado de predicados humanos, tiene manos, pies, ojos, labios, boca, lengua, rostro, cabeza, corazón, interior, y se lo representa como un hombre (Éx 15, 3; 22, 19; Is 30, 27; Ez 1, 26); hasta en las visiones proféticas recibe rasgos humanos (Is 6, 1; Dan 7, 9). Característicos de este modo de representarse a Dios son los muchos antropopatismos: Dios ríe (Sal 2, 4), se irrita y silba (Is 5, 25s), duerme (Sal 44, 25), se despierta (Sal 78, 65), se pasea (Gén 3, 8), se arrepiente (6, 6). El mismo carácter incomprensible de Dios es expresado también en forma antropomórfica mediante los «designios» de Dios, que aparecen francamente caprichosos (Gén 12, 13; 20, 2; 27, 33, etc.).

Pero ahí precisamente tropieza el a. con su límite interno (cf. p. ej., el libro de Job). De ahí que nunca se haga visible la figura exacta de Yahveh; sólo hay descripciones parciales: Junto a la representación antropomórfica de Dios hay también otra que lo presenta como inaccesible y excelso (Gén 18, 27; Éx 3, 5; Dt 3, 24; Is 28, 29, etc.), la cual culmina en la prohibición del decálogo ,e de representarlo en imágenes (Éx 20, 4; 20, 22; Dt 4, 12, 15-18), prohibición que implica una limitación radical de toda materialización de Dios, fuera de la -> palabra y el nombre. La materialización era el peligro que amenazaba siempre en el confrontamiento con las divinidades de la naturaleza del paganismo circundante. También los profetas, no obstante la naturalidad con que usan antropomorfismos (Is 30, 27ss), los cuales son ya expresión de la inmediatez de su experiencia de Dios, dan a conocer la infinita superioridad de Dios con 1.a misma claridad que los primitivos encuentros de Dios descritos en el Pentateuco (Is 31, 3; Os 11, 7). En los escritos rituales aparece la idea de «tabú»: Dios sólo se comunica por mediación del culto y de ángeles. En la época postexílica comienza una creciente abstracción de la idea de Dios; sobre todo los LXX expresan imágenes concretas con términos abstractos (LXX, Is 4, 24; Éx 15, 3; Sal 8, 6); paralelamente, esto se compensa con una piedad popular milagresca y con fantásticas creencias en ángeles y espíritus.

También el NT conserva las representaciones antropomórficas de Dios (Rom 1, 18ss; 5, 12; 1 Cor 1, 17, 25; Heb 3, 15; 6, 17; 10, 31). Pero enseña a la vez que vemos a Dios, no en forma humana, sino como en un espejo (1 Cor 13, 2, y que él no habita en templos hechos por manos de hombres (Act 12, 24), sino en una luz inaccesible (1 Tim 6, 16). Dios es espíritu (Jn 4, 24). La plena visión de Dios sólo se da en la consumación (1 Cor 13, 9; 2 Tes 1, 7 ). Sin embargo, la representación de Dios recibe un motivo enteramente nuevo: Jesucristo es la imagen de Dios (2 Cor 4, 4), la imagen del Dios invisible (Col 1, 15); él ha tomado la forma de hombre (Flp 2, 7). La anterior lejanía de Dios cede el paso a su cercanía (Ef 2, 18). Si en el AT los predicados antropomórficos se legitiman por la creación del hombre a imagen de Dios, en el NT se legitiman por la revelación de Dios en Jesucristo. Sin embargo, junto a los antropomorfismos hallamos la acentuación de la excelsa transcendencia de Dios, lo cual a menudo debe entenderse como reacción explícita contra el a. En el curso de la historia bíblica, esta tendencia se fue imponiendo de forma creciente, en favor de una progresiva abstracción de la idea de Dios, que, paralelamente al repudio de enunciados mitológicos, preparó el camino para las proposiciones dogmáticas en los tiempos posbíblicos. Hermenéuticamente, el a. es expresión de la inadecuación del hablar humano sobre Dios y, a la vez, de la fe viva en un Dios personal.

Werner Post