ACTO Y POTENCIA
SaMun


I. Concepto y problema

En la tradición aristotélico-tomista el a. y la p. son los principios estructurales de los entes finitos (-> metafísica). Señalada ya como la «esencia del --> tomismo» (Manser), la doctrina del a. y la p, es usada en la escolástica como instrumento fundamental de pensamiento. Para mostrar cómo el a, y la p. son la estructura fundamental de los entes que nos salen al encuentro, es decir, de los finitos, debemos situarnos en el lugar originario de nuestra experiencia de la realidad.

1. El ente que nos sale al encuentro jamás se nos presenta con la plenitud pura de su ser; jamás está «ahí» enteramente. Nos alcanza como algo real, es decir, está «ahí> con su ser, y a la vez se nos escapa, no está «ahí». Pues todo contacto con la realidad se produce en un momento, en un logro momentáneo, el cual por su índole instantánea lleva en sí el signo de la caducidad. La intensidad del momento pertenece necesariamente a nuestra afección por parte del ser; e incluso en un aumento continuo de presencia del ser ha de mostrarse también el carácter momentáneo para que nosotros podamos quedar afectados. Pero si el ente que nos sale al encuentro envuelve el «ahí» (existencia) de su ser en el relámpago del momento, esto significa que su misma esencia lo arroja a la fugacidad de ese momento, o sea: todo «ahí» del ser que nos sale al encuentro está siempre zaherido por una nulidad interna. E1 ente nos alcanza bajo una forma esencialmente rota en virtud de una nulidad constitutiva.

La experiencia original no puede consistir meramente en una modalidad subjetiva de nuestra experimentación, de nuestro pensar o hablar. Pues por el hecho de que algo nos alcanza, ese algo muestra que tiene una realidad propia (cf, t, 5). Pero si la nada forma parte de dicho «alcanzarnos», ella es un modo constitutivo de esta realidad. Y, por tanto, no puede consistir en una manera puramente subjetiva de nuestra aprehensión, sino que debe habitar como principio real en la misma epifanía del ser bajo los entes de nuestra experiencia. Mas, por otra parte, ella no puede ser en y por sí misma, pues entonces sería la pura nada y, por consiguiente, no se daría, es decir, no tendría realidad alguna. En consecuencia, sigue siendo siempre algo en y por el «ahí» del ser; no es la pura nada, sino una posibilidad referida a este «ahí»: potencia, y por cierto, no sólo una posibilidad lógica (potentia obiectiva), sino también una posibilidad real, la cual va inherente al ser en cuanto tal (potentia subiectiva).

2. Puesto que la nada en y por sí es nada, el «ahí» del ser que llega hasta nosotros debe constituir una realidad positiva, y, como tal, comprensible en sí misma. Debe llevar en sí el fundamento de sí mismo. Pero, por otro lado, como algo que está fusionado con la nada, no puede ser una realidad puramente positiva. Se halla, pues, sometida a una dualidad congénita, que no cabe entender desde sí misma. El ente empírico no puede ser su propio fundamento. Puesto que, por un lado, una cosa sólo es comprensible en sí misma si incluye en su esencia un fundamento inteligible por sí mismo y, por otra parte, este fundamento no está en el «ahí» del ser roto por la nada, ese «ahí» debe apoyarse en un fundamento que se legitime plenamente a sí mismo, el cual, si bien no se identifica con el «ahí», sin embargo, entra en él y lo lleva hacia sí mismo. De esta manera, por la entidad que ostenta, el «ahí» apunta hacia algo que, siendo distinto de él, constituye la fuente de su ser. Esta relación significa, por un lado, que el «ahí» del ser atravesado por la nada «participa» (-> participación) del fundamento que se acredita plenamente por sí mismo y que, consecuentemente, es el fundamento absoluto. Por otra parte, dicha relación significa que el «ahí», en cuanto entrelazado con la nada, está por esencia separado (-->transcendencia) de ese fundamento y permanece esencialmente distinto de él, aunque coincida con él por la participación (-->analogía del ser).

Puesto que una cosa sólo se acredita plenamente si excluye de ella toda nulidad, el fundamento absoluto debe constituir el puro «ahí» del ser, el «ahí» que por su pura plenitud se identifica con el mismo ->ser, el cual excluye de su seno toda nada. A este puro «ahí», que es el mismo ser, la escolástica lo llama acto puro. Ahora bien, el acto puro, siendo el mismo ser y, por tanto, no pudiendo tener fuera de él nada que lo lleve a su existencia o que lo reciba, también es siempre el acto «no recibido» (actus irreceptus). Por el contrario, la existencia entretejida con la nada es a. mezclado de p. (actus mixtus). Y este acto, por no coincidir plenamente con el ser, necesita de algo ajeno a él, de la potencia, para llegar a existir. Y, consecuentemente, siempre es un a. recibido en la p. (actus receptus).

3. El a. mezclado de p., es decir, el acto finito, en virtud de lo que él es remite al acto puro. Ahora bien, como la nada en y por sí misma es nada, esa remisión - en cuanto no sólo señala negativamente la diferencia entre el a. finito y su fundamento, sino que además apunta positivamente hacia este fundamento-, se basa en la actualidad del a. limitado. Pero, si se basa en la actualidad, dicha remisión no puede ser puramente lógica, sino que debe constituir un dinamismo real hacia el acto puro. Sin embargo, en cuanto ese dinamismo parte del a. finito, roto en su ser por la nada, él nunca puede alcanzar su fin por sí mismo y, como vamos a ver, en consecuencia la fuerza de propulsión hacia lo infinito se desarrolla en una doble manera. En primer lugar, ella va inherente a cuanto tiene entidad, de modo que incluso un proceso sin fin camina hacia lo infinito.

Pero, aparte de esa dinámica infinita que va aneja a todo a. finito en virtud de su actualidad, se da en los actos finitos otra forma de dinamismo. A saber, en cuanto el «ahí» del ser está atravesado por la nada, la fuerza de la infinitud saca a los entes de sí mismos y los arroja a la otra vertiente, a la del no ser. Esta autoenajenación, o bien puede excluir el «estar en sí» del acto en general, o bien puede permitir cierto estar en sí, aun manteniéndose la enajenación en el mundo de la nada. Ahora bien, puesto que el acto persigue su sentido óntico, hay en él una dinámica interna encaminada a retornar hacia sí mismo desde la nada de lo otro. Sin embargo, como el acto está inmerso en la nada, es decir, permanece finito, ese retorno nunca puede conducir a un puro estar en sí mismo que escapara de todo a la altruidad anonadante.

Esto significa concretamente: el a. por su propia naturaleza es espíritu, y el a. infraespiritual o infrahumano por su condición de a. tiende hacia la --> «hominización» (II).

El mismo hecho puede entenderse también recordando una división de la potencia. La dinámica del a. finito hacia su plenitud, como tensión hacia ella, es la p. activa. Pero como esta tensión hacia la presencia consumada del ser no puede alcanzar inmediatamente por sí misma la plenitud apetecida, pues de lo contrario ella misma sería esa plenitud, queda siempre una distancia entre el ente que tiende a aquélla y la misma totalidad óntica. El ente que tiende se contrapone a la plenitud como p. pasiva. Por consiguiente, la dinámica del a. finito puede ser entendida también como simultaneidad de p. activa y p. pasiva.

Y como, además, el a. finito siempre queda por debajo de su propia plenitud así entendida, él puede seguir desarrollándose por encima de sí mismo sin convertirse en otro. A estas realizaciones ulteriores la escolástica las llama actos segundos, en contraposición al primero, el cual las sustenta y se realiza en ellas, o bien, actos accidentales, en contraposición al acto substancial.

4. De aquí se deduce la fundamentación ontológica de una evolución, prescindiendo del modo concreto como la delimitemos empíricamente. El a. infrahumano en virtud de su actualidad está encaminado al a. humano. Con lo cual, no sólo el a. finito en general camina hacia la autotranscendencia, que en último término se basa en su dinámica de la infinitud, sino que, dentro de los actos finitos, también el mismo a. infrahumano está siempre abocado a superarse esencialmente. Mas como la actualidad de todo a. finito se funda en el a. puro y, a su vez, el transcender tiene como fundamento esa actualidad, también la autotranscendencia fáctica del a. finito se basa en el a. puro. Esta fundamentación por parte del a. puro (según i, 2) sólo puede ser entendida en el sentido de que ella capacita al a. finito para realizar su autotranscendencia como una acción propia. Por tanto, nunca es posible descubrir esa fundamentación en el ámbito de .lo empíricamente investigable, por más que ella posibilite toda la red de fundamentaciones empíricas. En este sentido hay que entender también el principio, que a primera vista parece tan extraño a la concepción actual de la evolución: Omne quod movetur, inquantum movetur, ab alio movetur. Todo lo que se mueve hacia una presencia más plena de su ser, en cuanto se mueve, es movido por el otro, a saber, por el acto puro, o sea, se mueve de tal manera que el a. puro lo capacita para su automoción.

5. Antes (en I, 3) hemos delimitado el estar en sí del a. frente a una alteridad anonadante, ahora hemos de delimitarlo más ampliamente bajo el aspecto de su relación a la altruidad positiva. Ciertamente, este aspecto se ha insinuado ya en el «ahí» del ser (cf. i, 1), pero todavía no lo hemos convertido en tema explícito. Si en un ente brilla ante nosotros el «ahí» de su ser, algo nos sale al encuentro. Pero sólo puede salirnos al encuentro algo que tenga en sí realidad positiva, contenido. Y toda realidad positiva lo es por participar de la plenitud infinita (cf. I, 2). Esta participación se demuestra por el hecho de que en todo contenido positivo está presente algo que se acredita incondicionalmente a sí mismo, que fundamenta absolutamente (cf. I, 2), algo que, en cuanto tal, ya no puede deducirse de mi subjetividad finita, sino que implica la presencia de otra realidad positiva. Por tanto, a. significa siempre en y desde sí mismo otra cosa positiva, pues, él implica entidad positiva, contenido, y así ostenta una plenitud que supera al sujeto finito.

Como la vertiente positiva del a. nos alcanza a nosotros, también él se nos entrega y, sobre todo, nos da la plenitud presente en él. Pero esa donación de sí mismo sólo puede experimentarse auténticamente en el encuentro interpersonal. Por eso nos es lícito decir que el sentido más íntimo del a. es el -> amor, el cual se nos entrega en la manifestación de la -> verdad, si bien, absolutamente hablando, precisamente porque él es amor y en cuanto tal libre, habría podido dejar de entregarse. Por primera vez en el horizonte de este nivel de autenticidad que se da en el encuentro interpersonal, se hace también posible la experiencia de los entes infrahumanos en el «ahí» de su ser. Por tanto, aunque el sentido ontológico del a. sea el estar en sí mismo, sin embargo, hemos de guardarnos de interpretar ese estar en sí como un encerramiento en su propio interior, más bien hemos de entenderlo como una libre autodonación en un clima de amor y verdad.

II. La historia del problema

En la historia del pensamiento occidental fue Aristóteles el que elaboró la doctrina del a. y de la p., para comprender el movimiento en el sentido del devenir. Mas como la tensión entre presencia y ausencia del ser en los entes es la fuente primera de la temporalidad y del movimiento, el mencionado punto de partida presupone ya la experiencia de la ruptura interna en el «ahí» del ser. Si bien la experiencia de la nada en el «ahí» del ser sólo puede entenderse en el contexto de la experiencia del movimiento como forma más radical de aquélla, sin embargo, la prioridad objetiva corresponde a la primera experiencia. El hecho de que el mismo Aristóteles emprende su reflexión sobre el movimiento bajo el impacto de la experiencia relativa a la tensión original en el «ahí» del ser, se pone de manifiesto por su definición del movimiento: (Phys. III, 1, 201a, 10s): «la entidad real del ente todavía posible, en cuanto todavía es posible». Él ve aquí el movimiento, no como una traslación meramente cuantitativa, sino precisamente como simultaneidad de presencia y ausencia del ser en el ente movido.

En el --> aristotelismo la relación a.-p., como estructura fundamental del ser, se traduce en la dualidad de principios «forma y materia» (-> hilemorfismo), «substancia y accidente». Tomás de Aquino profundiza esta doctrina haciendo desembocar el dualismo de forma y materia, que todavía permanece dentro del aristotelismo, en la distinción entre ser y esencia. El idealismo alemán a la doctrina del a. y de la p. opone la --> dialéctica, como segunda manera de comprender la tensión interna del ser finito y, con ello, el movimiento. Mientras que la doctrina del a. y de la p. tiene como objeto la dinámica del ser, la cual se descubre en la tensión de su experimentación inmediata, la dialéctica explica la dinámica del ser a base del pensamiento. Para la dialéctica la dinámica del ser es, ya no el objeto, sino la realización subjetiva del mismo pensamiento, desde la tesis a través de la antítesis hasta la síntesis. Con esto el pensamiento dialéctico intenta reconstruir el ser en su dinámica y, consecuentemente, adquirir conciencia del mismo pensar, intento que (contra la opinión de Hegel) no puede tener un éxito total, si el ser no ha de desaparecer totalmente en el pensamiento. Por eso la dialéctica, si no quiere convertirse en -a idealismo absoluto, tiene necesidad de orientarse y criticarse constantemente a base de una inmediata mirada objetiva a la dinámica del ser, cosa que hace la doctrina del a. y de la p. Y, por otro lado, la doctrina del a. y de la p., si no quiere hundirse en un realismo ingenuo y vano, ha de pasar a través de la reflexión de la dialéctica.

Oswald Schwemmer