SAN BEDA EL VENERABLE
En esta segunda mitad del siglo Vll los monjes benedictinos enviados por el Papa San Gregorio fundador varias abadías en Inglaterra. Una de ellas fue la de Wearmouth bajo la autoridad de San Benito Biscop, a quien se le confió el niño Beda, de 7 años de edad.
Algunos años más tarde pasó éste a la nueva abadía de Jarrow, donde permanecería definitivamente.
Diácono a los l9 añs, sacerdote a los 30, toda su vida la pasa en la oración, el estudio y la enseñanza: “Lo que yo he amado ---dice él mismo--- es aprender, enseñar y escribir”. Rehusó el cargo de abad, que le habría impedido parcialmente sus amados estudios.
Tipo del letrado y del erudito, Beda tenía, sin detrimento de su fervor religioso, el culto de los autores profanos. Para leerlos en sus originales, aprendió el latín, el griego y el hebreo. Familiarizado con los Padres de la Iglesia ---San Ambrosio, San Jerónimo, San agustín, San Gregorio Magno--- lo estaba igualmente con Cicerón, Séneca, Virgilio, Ovidio, Plinio, Aristóteles, Platón, Hipócrates. Y si la teología es siempre el principal objeto de sus estudios y de su enseñanza, se interesa también en la astronimia, en la física, en la historia, las matemáticas, la gramática. Escribía lo mismo en verso que en prosa, y tanto en las lenguas antiguas como en la lenfua materna. Uno de sus discípulos, testigo de sus últimos instantes, recogió los diez versos que el sabio y santo monje improvisó en el momento mismo de expirar. “Beda, escribe Christopher Dawson, representa el más alto grado de la cultura intelectual en Occidente durante el período comprendido entre la caída del Imperio Romano y el siglo lX”.
En la fiesta de la Ascención, murmurando el “Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto”, exhaló el último suspiro.
Al día siguiente de su muerte, el concilio de Aquisgrán del año 736 le dedicó este elogio: “El Padre Beda, Venerable, y admirable doctor de los tiempos modernos”.
Pero fue en l899 cuando el Papa León Xlll lo declaró oficialmente “Doctor de la Iglesia”.
En la lista redactada por él mismo poco antes de su muerte, Beda menciona 45 obras anteriores (Historia Eclesiástica, V, 24).
El “gramático” aparece en un “Tratado de la Ortografía” y en “El arte de la métrica”, este último sobre todo rico en citas de poetas latinos explicados por el autor. Vinieron a ser pequeños manuales para uso de sus alumnos. En los “esquemas y ejemplos de la Sagrada Escritura” Beda estudia el texto sagrado, y particularmente los Salmos, desde el punto de vista literario.
El “científico”, en el sentido restringido de conocimiento de las leyes de la naturaleza, se revela en la obra sobre “La naturaleza de las cosas”, que recuerda, tanto por la materia como por el título, la obra análoga de San Isidro de Sevilla, pero muestra un estudio más preciso y más detallado de la cosmología antigua, tanto en los filósofos paganos como en los Padres de la Iglesia. La marcha de los “astros errantes”, o planetas, se caracteriza por dos puntos extremos: el apogeo, el mayor alejamiento de la tierra, y el perigeo, el mayor acercamiento a la tierra, siendo más rápido ese movimiento el el perigeo y más lento en el apogeo. Los cuatro elementos característicos del universo están clasificados tradicionalmente en el orden de densidad, de lo más pesado a lo más ligero: la tierra, el agua, el aire, el fuego. Según la teoría de Plinio el antiguo, las mareas son cíclicas y se reproducen de manera identica cada ocho años. Y a la influencia de la luna se deben las mareas, más altas cuando la luna está en el hemisferio austral, más bajas cuando la luna está en el hemisferio boreal.
Después de la cosmología, San Beda escribió un pequeño “libro sobre el tiempo”. Cosmología y cronología se completan con la importante obra titulada “la computación de los tiempos”. Los setenta y cinco primeros capítulos tratan de la división del tiempo en horas, días y noches, semanas, meses, según los diversos cálculos de romanos, griegos, egipcios, hebreos y anglos. Estando todo esto subordinado al movimiento de los astros, el autor se ve llevado muy naturalmente a hablar de las constelaciones, de las frases de la luna, de los eclipces, de los equinoccios y solsticos, de las estaciones, de los años bisiestos, del ciclo lunar con las indicaciones y las epactas, y de la determinación de la fecha de Pascua. El Capítulo 66 se titula “Crónicas o las seis edades del mundo”, lo que entonces se llamaba la “Semana mayor”. Volviendo a la idea de Eusebio, de San Agustín, de San Jerónimo, de Próspero de Aquitania, etc., Beda divide la historia del mundo en seis épocas. Los últimos capítulos, 67-7l, anuncian la séptima edad del mundo, después de la aparición del anti-Cristo y del retorno de Cristo, el “Sábado eterno”, y luego la octava edad con la Resurrección y el triunfo definitivo de Dios.
La teología de San Beda no tiene todavía la forma de una vasta síntesis que le darán los grandes escolásticos. Está esparcida en sus comentarios sobre diversos libros de la Sagrada Escritura; se desprende de las explicaciones que da del texto sagrado, ora de una manera más dedáctica en sus cursos de exégesis, ora de una manera más oratoria en sus homilías. Los escritos de este género abarcan el Antuguo y el Nuevo Testamento, al grado de constituir de cierta manera una “suma bíblica completa”. Desgraciadamente se perdió una gran parte de ellos. Pero los que nos han llegado sobre el Génesis, las parábolas de Salomán, el Cantar de los Cantares, los libros de Samuel, de Esdras, de Tobías, los Hechos de los Apóstoles, bastan para dar a conocer el método del Santo Doctor: amplios aprovechamientos de los Padres griegos y latinos. A propósito de la Gracia, por ejemplo, sigue a San Agustín paso a paso. Luego, las interpretaciones morales y alegóricas dominan lo más a menudo, con detrimento del sentido literario.
La obra maestra de Beda el Venerable es su “Historia eclesiástica de la Nación inglesa, en cinco libros”. A despecho del título, la obra no se limita al relato de hechos estrictamente aclesiásticos. ¿Acaso no está mezclada la Iglesia a la vida entera de la nación? De orden civil o de orden religioso, los acontecimientos se traban y se influyen más o menos recíprocamente; y los destinos de los laicos están ligados a los de clérigos, y viceversa. Partiendo de Julio Cesar y del primer establecimiento de los anglos en la Gran Bretaña, la crónica se desenvuelve siguiendo la trama de las enstituciones o de los grandes episodios del Cristianismo: la difusión de la Fe cristiana en Kent, gracias al apostolado de San Agustín, enviadopor el Papa San Gregorio Magno, en Nortumbría por el apostolado de San Paulino. Proseguida hasta el año 73l, la historia se completa con la biografía de los cinco primeros abdes de Wearmouth y Jarrow, a quienes Beda conoció personalmente.
Escrita en latín, pero traducida al sajón a fines del siglo siguiente, “La Historia Eclesiástica de los Anglos” es uno de los más importantes momentos de la literatura anglosajona. El relato abreva en las fuentes más seguras de la época: documentos, tradiciones, cartas de obispos y de abades con los que el autor estaba en constante relación. El escritor es aquí crítico leal y penetrante, a la vez claro y elegante.
Detalle pintoresco: San Beda es sin duda el primer historiador que haya tenido la idea de calcular su cronología a partir del nacimiento de Cristo, y por lo tanto el primero que dio en la historia una preponderancia oficial a la Era Cristiana.
También un matrirologio se le atribuye a Beda el Venerable, y luego himnos y poesías, ora en latín, ora en anglosajón. También un conjunto de 16 cartas: una al obispo de York, Egberto, verdadero tratado para el gobierno espiritual y temporal de una provincia, denota la clarividencia y el gran espíritu del Santo Doctor.
Winfrido, el fruto San Bonifacio, apóstol de
Alemania, compatriota y contemporáneo de Beda el Venerable, lo tenía por “el más
sagaz de los exégetas” (Carta 38 a Egberto). Esto no era sino un
eco de la opinión general. Y tal renombre no tardó en franquear las fronteras de
Inglaterra y en desbordarse sobre los siglos posteriores. Las obras de San Beda
tomaron lugar en las bibliotecas, al lado de las de San Ambrosio, San Jerónimo y
San Agustín. El obispo de Orleans, Jonás, no dudaba en colocar a Beda el
Venerable entre los Padres de la Iglesia. Alcuino y Rábano Mauro, Remigio de
Lyon, Hincmaro de Reims, Loup de Ferrières y Benito de Aniane, recurrieron a su
autoridad y explotaron sus trabajos.
SAN BEDA EL VENERABLE (673-735), que escribe en Britania, en un latín de gran calidad.
De Beda es una Historia eclesiástica del pueblo inglés tan celebrada que por sí sola bastaría para haberle hecho famoso. Tanto el título como el estilo recuerdan la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, pues, como él, tiene Beda un fino sentido crítico y un buen conocimiento de las fuentes, que también cita a menudo extensamente. Si Eusebio es el padre de la historia de la Iglesia, Beda lo es de la de Inglaterra.
En el epílogo de esta gran obra, que terminó en el año 731, hacia el final de su vida, Beda da noticias sobre su persona y sus obras, la mayoría de las cuales han llegado hasta nosotros. Había nacido en las tierras del monasterio de Warmouth, en el norte de Inglaterra, y a la edad de siete años había sido confiado al abad de aquel monasterio, Benedicto Biscop; dos años después pasó al cercano monasterio de Jarrow, donde permanecería el resto de su vida. Biscop, sucesivamente abad de ambos cenobios, había sido educado en el de Leríns, en Provenza, y su gran erudición influyó ciertamente en la de Beda. Tanto él como Ceolfrid, abad de Jarrow cuando Beda llegó allí, son venerados como santos.
Beda fue ordenado diácono a los 19 años y presbítero a los 30. A lo largo de su vida, dedicada al estudio y la enseñanza, tuvo ocasión de tratar y de establecer estrechas relaciones personales con muchas de las principales personalidades inglesas de su época. Murió hacia los 62 años y, venerado muy pronto como santo, figura desde 1899 entre los doctores de la Iglesia por decisión del papa León XIII, que añadió su fiesta al calendario universal.
Otras obras históricas de Beda son las biografías de los cinco primeros abades de Wearmouth y Jarrow, que él había conocido personalmente y que en cierta manera vienen a completar su obra magna; una ambiciosa crónica, en la que divide la historia del mundo en seis edades; una obra de cronología, importante para determinar las fechas y las fiestas; y, aunque de un estilo muy diverso, una vida de San Cutberto y otra de San Félix de Nola.
Pero la mayor parte de la producción literaria de Beda la constituyen las exposiciones de la Sagrada Escritura, ya sea en forma de comentarios sistemáticos a muchos de los libros del Viejo y del Nuevo Testamento, en la de disertaciones sobre algunas cuestiones particulares y estudios sobre puntos especialmente obscuros, o en la de homilías, destinadas primeramente a los monjes de Jarrow y pronto difundidas por otros monasterios. Se trata, muchas veces, de resúmenes claros y ordenados de comentarios de otros padres anteriores, tanto griegos como latinos; otras veces, las reflexiones son más personales, y se puede observar entonces su gusto por la interpretación alegórica y moral con preferencia a la meramente literal.
Beda compuso un tratado de ortografía, uno de métrica y uno de retórica para la educación de los monjes. Una muestra de sus amplios intereses es el tratado Sobre la naturaleza donde recoge los conocimentos de astronomía y cosmografía de la antigüedad, y donde hace un primer ensayo de geografia general. También algunas de sus cartas, relativamente numerosas, son auténticos tratados, más o menos breves, como las que tratan del equinocio, de la celebración de la pascua o del afán enfermizo por averiguar la fecha del fin del mundo. Unos libros de poesía, no muy inspirada pero que son un testimonio más de su pericia en el uso del latín, cierran el catálogo de las obras de un autor que, a semejanza de Isidoro de Sevilla, contribuyó en gran manera a la transmisión del saber antiguo al mundo medieval, al que ya pertenecía plenamente, y cuya influencia sobre él, a juzgar por el número de ejemplares de sus obras conservados en las bibliotecas de monasterios y catedrales, no fue mucho menor que la de Ambrosio, Jerónimo y Agustín.
Historia eclesiástica del pueblo inglés
Interés del Papa Gregorio el Grande por la evangelización de los ingleses, con una carta suya del 17 de junio del 601, unos cuatro años depués de la llegada de Agustín a Canterbury:
Con los legados suyos acabados de nombrar, el Papa Gregrorio envió al obispo Agustín, quien le había expuesto que allí la mies era mucha y los obreros pocos, algunos colaboradores y predicadores, los primeros y principales de los cuales eran Melito, Justo, Paulino y Rufiniano. Por medio de ellos enviaba también todo lo que era necesario para el culto, como vasos sagrados y manteles para los altares, adornos para las iglesias, ornamentos para los sacerdotes y los clérigos, reliquias de los santos apóstoles y mártires, y muchos libros. También mandó una carta en la que dice que le ha enviado el palio y le da unas directrices sobre la forma de establecer obispos en Britania. El texto de la carta es el que sigue (...)
Cuando estos mensajeros ya habían partido, el santo padre Gregorio les mandó una carta, digna de ser conocida, que muestra bien a las claras su gran interés por la salvación de nuestro pueblo. Escribió así:
«A nuestro muy querido hijo el abad Melitus, Gregorio, siervo de los siervos de Dios.
»Estamos preocupados porque desde que marcharon de nuestro lado los que ahora te acompañan no hemos recibido noticias de como os va el viaje. Por tanto, cuando con la ayuda de Dios todopoderoso lleguéis al reverendísimo hermano nuestro, el obispo Agustín, decidle lo que he pensado después de dar muchas vueltas a los asuntos de los ingleses: que no se han de destruir los templos de los ídolos que hay entre aquella gente, lo que hay que destruir es los ídolos que hay en ellos; prepárese agua bendita, aspérjase sobre los templos, háganse altares y deposítense reliquias; porque, si estos templos están bien construidos, lo que conviene hacer es sacarlos del culto de los demonios y dedicarlos al del Dios verdadero, para que la gente, viendo que sus templos no son destruidos, abandone el error y, conociendo y adorando al verdadero Dios, acuda más fácilmente a los lugares acostumbrados. Y como suelen sacrificar muchos bueyes a los demonios, habrá que substituir esto por algunas otras ceremonias, de manera que, en el día de la dedicación o del martirio de los santos mártires a quienes pertenezcan las reliquias que se hayan puesto allí, se hagan tiendas de ramaje alrededor de las iglesias que habían sido templos y se celebren banquetes religiosos; y que no sacrifiquen ya animales al demonio, sino que, alabando a Dios, los maten y los coman y den gracias por su hartura al que da todos los bienes. Así, al respetarles algunas satisfacciones exteriores, se sentirán más inclinados a buscar las interiores. Porque es ciertamente imposible arrancar de golpe todos los errores de las mentes endurecidas, y quien trata de subir un alto monte lo hace paso a paso y ascendiendo gradualmente, no a saltos. Así fue como el Señor se reveló al pueblo israelita en Egipto, destinando a su culto los sacrificios que antes ofrecían al diablo y ordenando que le sacrificasen animales, de modo que, cambiando la intención, en parte abandonasen los sacrificios y en parte los retuviesen; pues si bien eran los mismos los animales que acostumbraban a ofrecer, ya no eran los mismos sacrificios, puesto que ahora los ofrecían al Dios verdadero y no a los ídolos. Conviene que digas todo esto a nuestro hermano Agustín para que él, que es quien está allí, considere qué debe hacer. Que Dios te guarde, queridísimo hijo.
»Dada el día quince de las calendas de julio, en el año diecinueve de nuestro piadosísimo señor y emperador Mauricio Tiberio Augusto, y el dieciocho después de su consulado, indicción cuarta».
(1, 29-30; traducción hecha sobre PL 95, 69-71)
MOLINÉ