LOS ANTIOQUENOS


En la segunda mitad del siglo IV nos encontramos con uno de los personajes más importantes de la Escuela de Antioquía, DIODORO DE TARSO. Discípulos suyos inmediatos fueron TEODORO DE MOPSUESTIA y JUAN CRISÓSTOMO.

Los dos primeros fueron en vida grandes apoyos de la ortodoxia, frente el arrianismo y sus secuelas, y gozaron de gran prestigio; pero después fueron sin embargo acusados de haber preparado el camino al nestorianismo; ya en el año 438 Cirilo de Alejandría escribiría una obra Contra Diodoro y Teodoro, y, no mucho después de un siglo de sus muertes respectivas, uno y otro serían formalmente condenados como herejes. Debido a esto casi no nos queda ninguna de las numerosas obras que escribieron, y las que nos han llegado lo han hecho o bien porque se disimularon bajo el nombre de otros autores sobre cuya ortodoxia no cabía duda, o a través de fragmentos citados en las catenae. De San Juan Crisóstomo en cambio nos ha llegado casi entera su extremadamente abundante producción literaria.

DIODORO DE TARSO nació en Antioquía; allí realizó estudios teológicos, seguidos de otros estudios clásicos en Atenas, de lo cual se quejaría después el emperador Juliano, pues esto le habría permitido atacar con más eficacia el culto de los dioses. De nuevo en Antioquía, dirigió una comunidad monástica, y desde su cátedra en la escuela de esta ciudad defendió con gran valor e insistencia la divinidad de Cristo frente a los ataques del emperador Juliano, que residió allí muchos meses durante su campaña contra los partos. Estuvo desterrado en Armenia por el sucesor de Juliano, y a su muerte regresó y fue consagrado obispo de Tarso, en Cilicia (378), de donde anteriormente había sido obispo un antiguo profesor suyo. Tomó parte en el concilio de Constantinopla del 381, y el emperador Teodosio II le llamó uno de los árbitros más seguros de la ortodoxia. Parece que murió antes del 394.

Sus obras fueron muy numerosas. Como ya hemos di-cho, se han perdido en casi su totalidad, pero tenemos listas de ellas. En sus obras de exégesis se atenía exclusivamente a la interpretación filológica e histórica y rechazaba con tesón la alegórica, tratando de buscar lo que habían entendido y querido decir los autores inspirados y no otros sentidos ocultos; había comentado todos los libros del Antiguo Testamento, los Evangelios, los Hechos, la primera carta de San Juan y probablemente otros libros del Nuevo Testamento. En sus numerosas obras apologéticas y polémicas, unas veces largas y otras muchas breves, escribió contra los judíos, contra los paganos y contra los herejes. Otros escritos eran más directamente dogmáticos, y alguno trataba de astronomía y de cronología.

TEODORO DE MOPSUESTIA había nacido en Antioquía, donde estudió y estableció una amistad duradera con San Juan Crisóstomo; esta amistad le indujo primero a entrar en un monasterio y luego, después de haberlo abandonado muy pronto, a regresar a él. El año 392, cuando llevaba ya nueve años de sacerdote, fue consagrado obispo de Mopsuestia, en Cilicia. Murió el 428, rodeado de gran fama.

Teodoro es el autor más famoso y más representativo de la escuela de Antioquía. Con sus numerosas obras ha pasado sin embargo lo mismo que con las de su maestro Diodoro de Tarso; últimamente se han podido recuperar algunas a través de sus traducciones a lenguas orientales, y junto con los fragmentos existentes de otras permiten hacer una reconstrucción aceptable de su teología. Así, por ejemplo, cita a menudo las cláusulas del símbolo bautismal, de manera que es posible rehacer éste y, de paso, darse cuenta de que es bastante diferente del que le atribuyeron sus enemigos.

En exégesis, parece que comentó casi todos los libros de la Escritura, siguiendo con gran rigor científico el método histórico y filológico propio de la escuela; escribió una obra Contra los alegóricos, en contra de Orígenes, cuyo título señala su posición frente a la exégesis alejandrina. Tiene también 16 Homilías catequéticas, recuperadas el año 1932; unas siguen el símbolo niceno y van destinadas a los catecúmenos y otras versan sobre el padrenuestro, el bautismo y la Eucaristía y se destinan a los neófitos, de una manera que recuerda la obra semejante de Cirilo de Jerusalén. Entre sus escritos dogmáticos destaca su obra Sobre la encarnación; tiene además una Disputa con los macedonianos, una refutación Contra Eunomio, otra Contra Apolinar y otra Contra los defensores del pecado original, que parece que sostenían que éste había corrompido la naturaleza humana. Son también obras suyas un escrito Contra la magia y otro, el Libro de las perlas, que posiblemente fuera una colección de cartas.

SAN JUAN CRISÓSTOMO, el autor más importante del período, debió de nacer dentro de los diez años centrales del siglo IV. Natural de Antioquía, hijo de una familia cristiana acomodada, su madre había quedado viuda a la edad de veinte años. Fue en la misma Antioquía donde estudió filosofía y retórica y donde, a la edad de veintiún años, después de estar tres junto al obispo Melecio, y de recibir el bautismo, fue hecho lector. A pesar de la oposición de su madre vivió unos años como ermitaño en el desierto, de donde tuvo que regresar porque su salud empeoraba. En todo este tiempo no había dejado el estudio de las letras sagradas, y al volver a Antioquía fue ordenado diácono por el obispo Melecio (381) y luego presbítero por el obispo Flaviano (386); éste le asignó inmediatamente la tarea de predicar en la principal iglesia de la ciudad, lo que cumplió con gran puntualidad durante los doce años que van hasta el 397.

Este período de doce años es el más fecundo de su vida, y en ellos pronunció sus homilías más conocidas, las que más adelante, en el siglo VI, le valdrían el calificativo de crisóstomo: boca de oro.

Los últimos ocho años de su vida fueron tumultuosos. Fue elegido obispo de Constantinopla (397) y llevado allí contra su voluntad, con engaños. Teófilo, obispo de Alejandría, fue obligado a ordenarle de obispo, cosa que no perdonaría a Juan. Una vez obispo, Juan, que hasta ahora se había resistido a serlo, quiso comenzar una restauración eclesiástica en la que, quizá por falta de habilidad, su buena y decidida voluntad se estrelló contra los obstáculos existentes y los muchos intereses creados. Poco a poco se enemistó con parte del clero, y luego con la emperatriz Eudoxia, a la que sus enemigos acudían con intrigas. En esta situación, Teófilo de Alejandría, que había sido citado ante Juan para responder a unas acusaciones, consiguió reunir lo que después se llamaría Sínodo de la Encina, en las afueras de Calcedonia, donde, con acusaciones falsas, consiguió que Crisóstomo fuera depuesto y desterrado por el emperador. El pueblo de Constantinopla se amotinó y Juan, el día siguiente de su salida, volvió a entrar triunfalmente en su sede.

Sin embargo, la situación volvió a deteriorarse y unos dos meses después tenía que salir desterrado a Armenia (404), de donde, a petición propia, por el peligro que podía representar para su vida la envidia de sus enemigos ante las multitudes que acudían a él desde su antigua ciudad de Antioquía, fue de nuevo desterrado a un lugar más lejano, en la extremidad oriental del Mar Negro. En el camino hacia este último destierro, lleno de penalidades, moría el año 407.

Sus restos fueron llevados a Constantinopla el 438, y el emperador Teodosio II, hijo de Eudoxia, pidió públicamente perdón en nombre de sus padres. Con motivo de la deposición de Juan, el papa, a quien había apelado y que le había respaldado, rompió su comunión con Constantinopla, Alejandría y Antioquía, hasta que no se readmitiera a Juan; esa comunión se restauraría cuando, no muchos años después, el nombre de Juan, ya difunto, fue introducido en las plegarias litúrgicas oficiales de aquellas Iglesias.

La producción literaria de San Juan Crisóstomo se ha conservado muy bien, debido a la fama que tuvo en vida y que en ningún momento perdió. Esta producción literaria es extraordinariamente amplia (ocupa 18 volúmenes en la edición de Migne), y está compuesta fundamentalmente por sermones, aunque comprende también algunos tratados de importancia considerable y no falta un buen número de cartas.

Sus sermones se pueden clasificar en los grupos siguientes: homilías exegéticas, de las que algunas tratan sobre el Antiguo Testamento (sobre el Génesis; sobre los Salmos, que son las mejores; sobre Isaías) pero que en su gran mayoría versan sobre el Nuevo Testamento. Así, sobre el evangelio de San Mateo tiene noventa homilías, que constituyen la explicación más completa de la antigüedad sobre este evangelio; en esas homilías, junto a la insistencia en la consubstancialidad del Hijo con el Padre se expone el texto sagrado con gran brillantez y con una constante aplicación moral y ascética; sus descripciones del ambiente en que se desarrollaba la vida en Antioquía son también muy interesantes para el historiador. Otras casi noventa homilías sobre el evangelio de San Juan son en general más breves, y en ellas ocupa más espacio la insistencia en la consubstancialidad del Hijo con el Padre, pues muchos de los textos de este evangelio eran aducidos por los arrianos para atacarla. Otros cincuenta y cinco sermones tratan sobre los Hechos de los Apóstoles, y constituyen el único comentario entero sobre este libro que nos ha dejado la antigüedad; aún hay que añadir las muchas homilías sobre todas y cada una de las cartas de San Pablo: sobre los Romanos (32 homilías), de gran importancia tanto dentro de la patrística en general como dentro del conjunto de la obra de Juan Crisóstomo; sobre las dos cartas a los Corintios (77); sobre los Gálatas, en que sigue una exégesis versículo por versículo; sobre los Efesios (24), sobre los Filipenses (15), sobre los Colosenses (12), sobre las dos cartas a los Tesalonicenses (11), sobre las cartas a Timoteo, Tito y Filemón (37), sobre los Hebreos (34).

Otras homilías, menos numerosas, están pronunciadas directamente para exponer una doctrina o luchar contra un error: Sobre la naturaleza incomprensible de Dios, las Catequesis bautismales y las Homilías contra los judíos están en este grupo.

En algunos sermones ataca especialmente determinados abusos morales, aunque esa dimensión moral no está nunca ausente en ninguno de ellos. Así, los sermones In kalendas, donde combate la manera de celebrar el año nuevo, o su sermón contra los juegos del circo y del teatro, o las homilías sobre el diablo o sobre la penitencia, sobre la limosna o sobre las delicias futuras y la miseria presente.

Otras homilías fueron pronunciadas con ocasión de fiestas litúrgicas; otras son panegíricos de santos del Antiguo Testamento o de mártires; y otras obedecen a diversas circunstancias, como las 21 homilías al pueblo de Antioquía sobre las estatuas, cuando en un motín popular se derribaron las del emperador Teodosio y su familia.

En cuanto a los tratados, el más famoso es sin duda el que versa sobre el sacerdocio, en que diserta ampliamente sobre los deberes del sacerdote siguiendo la pauta que le daba la Apología de fuga de San Gregorio de Nacianzo. Otros tratan sobre la vida monástica y sobre la virginidad y la viudez, temas por los que muestra predilección, al igual que lo habían hecho los Padres Capadocios. Su obra acerca de la educación de los hijos tiene un especial interés tanto por lo que nos muestra de la situación real de la educación en Antioquía como por el énfasis que pone en que el tema se aborde con responsabilidad. Otros tratados tocan el tema del sufrimiento, o están destinados a refutar impugnaciones de paganos y judíos.

Las cartas son algo menos de 250, pertenecientes todas ellas al tiempo de su destierro; son importantes para conocer el desarrollo de las luchas que le llevaron a él, al mismo tiempo que son un testimonio patente de su continuado interés por sus amigos.

 

TEXTOS

 

TEODORO DE MOPSUESTIA

Homilías catequéticas

En la Eucaristía se contiene realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo:

He aquí, pues, por qué Él nos transmite también el pan y el cáliz; porque por el alimento y la bebida subsistimos en esta vida de aquí. Pero Él llamó al pan cuerpo y al cáliz sangre, porque la pasión alcanzó al cuerpo, y lo trituró e hizo que se derramara su sangre; de estos dos (cuerpo y sangre), por los cuales se consumó la pasión, hizo Él el tipo del alimento y de la bebida, para manifestar la vida perdurable en la inmortalidad, y esperando recibirla, participamos de este sacramento, por el cual creemos tener una esperanza firme de estos (bienes) futuros.

Pero es notable que al dar el pan no dijera Él: Esto es la figura de mi cuerpo, sino: Éste es mi cuerpo; y de la misma manera el cáliz, no: Ésta es la figura de mi sangre, sino: Ésta es mi sangre; porque quiso Él que habiendo recibido éstos (el pan y el cáliz), la gracia y la venida del Espíritu Santo, no miremos más a su naturaleza, sino que los tomemos como el cuerpo y la sangre que son de Nuestro Señor. Pues el cuerpo de Nuestro Señor no tuvo tampoco, por su propia naturaleza, la inmortalidad y el (poder de) dar la inmortalidad, sino que fue el Espíritu Santo el que se la dio, y por la resurrección de entre los muertos recibió la conjunción con la naturaleza divina, vino a ser inmortal y causa de la inmortalidad para los demás.

(15, 9-10; BAC 118, 147-148) 364

 

SAN JUAN CRISÓSTOMO

De este autor, D. Ruiz BUENO ha publicado, en versión bilingüe, las Homilías sobre San Mateo, BAC, nos. 141 y 146, Madrid 1955 y 1956; así como algunas otras obras, bajo el título de Tratados ascéticos, BAC n. 169, Madrid 1958. Los fragmentos que siguen están tomados de estas ediciones.


Homilías sobre San Mateo

La confesión de Pedro (Mt 16, 13 ss.):

¿Qué hace, pues, Pedro, boca que es de los apóstoles? Él, siempre ardiente; él, director del coro de los apóstoles, aun cuando todos son interrogados, responde solo. Y es de notar que cuando el Señor preguntó por la opinión del vulgo, todos contestaron a su pregunta; pero cuando les pregunta la de ellos directamente, entonces es Pedro quien se adelanta y toma la mano y dice: eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Qué le responde Cristo?: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado. Ahora bien, si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. De haberle tenido por uno de tantos, sus palabras no hubieran merecido la bienaventuranza. La verdad es que antes de esto, los hombres que estaban en la barca, después de la tormenta de que fueron testigos, exclamaron: Verdaderamente es éste Hijo de Dios. Y, sin embargo, a pesar de su aseveración de verdaderamente, no fueron proclamados bienaventurados. Porque no confesaron una filiación divina, como la que aquí confiesa Pedro. Aquellos pescadores creían sin duda que Jesús, uno de tantos, era verdaderamente Hijo de Dios, escogido ciertamente entre todos, pero no de la misma sustancia o naturaleza de Dios Padre.

También Natanael había dicho: Maestro, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. Y no sólo no se le proclama bienaventurado, sino que es reprendido por el Señor por haber hablado muy por bajo de la verdad. Lo cierto es que el Señor añadió: ¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores has de ver. ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado? Porque le confesó Hijo natural de Dios. De ahí que en los otros casos nada semejante dijo el Señor, mas en éste nos hace ver también quién fue el que lo reveló. Tal vez pudiera pensar la gente que, siendo Pedro tan ardiente amador de Cristo, sus palabras nacían de amistad y adulación y de ganas que tenía de congraciarse con su maestro. Pues para que nadie pudiera pensar así, Jesús nos descubre quién fue el que habló antes al alma de Pedro, y nos demos así cuenta que, si Pedro fue quien habló, el Padre fue quien le dictó las palabras -palabras que ya no podemos mirar como opinión humana sino creerlas como dogma divino-. Mas ¿por qué no lo afirma el Señor mismo y dice: «Yo soy el Cristo», sino que lo va preparando por sus preguntas, llevando a sus discípulos a confesarlo? Porque así era entonces para Él más conveniente y necesario y de esta manera se atraía mejor a sus discípulos a la fe de aquella misma confesión por ellos hecha. ¿Veis cómo el Padre revela al Hijo, y el Hijo al Padre? Porque tampoco al Padre le conoce nadie -dice Él mismo-, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Luego no es posible conocer al Hijo sino por el Padre, ni conocer por otro al Padre sino por el Hijo. De suerte que aún por aquí se demuestra patentemente la igualdad y consustancialidad del Hijo con el Padre.

¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Ce fas. Como tú has proclamado a mi Padre -le dice-, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de tu confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y si contra ella no prevalecerán, mucho menos contra mí. No te turbes, pues, cuando luego oigas que he de ser entregado y crucificado. Y seguidamente le concede otro honor: Y yo te daré las llaves del reino de los cielos. ¿Qué quiere decir: Yo te daré las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y no dijo: «Yo rogaré a mi Padre»; a pesar de ser tan grande la autoridad que demostraba, a pesar de la grandeza inefable del don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te daré. ¿Y qué le vas a dar, dime? Yo te daré las llaves del reino de los cielos: y cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará en los cielos. ¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice: Yo te daré? ¿Veis cómo Él mismo levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro. Es lo que el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como una columna de bronce o como una muralla. Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola nación, y a Pedro para la tierra entera. Aquí preguntaría yo con gusto a quienes se empeñan en rebajar la dignidad del Hijo: ¿Qué dones son mayores: los que dio el Padre o los que dio el Hijo a Pedro? El Padre le hizo a Pedro la gracia de revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves. Él, que extendió su Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará. El que tales dones da, el que tales hazañas realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo fue hecho por Él, y sin Él nada fue hecho. No, lo que yo quiero es hacer callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.

(54, 1-2; BAC 146, 139-143)

El perdón de los enemigos (Mt 18, 21 ss):

Dos cosas, pues, son las que de nosotros quiere aquí el Señor: que condenemos nuestros propios pecados y que perdonemos los de nuestro prójimo. Y el condenar por el perdonar, porque lo uno haga más fácil lo otro; pues aquel que considera sus propios pecados, estará más pronto al perdón de su compañero. Y no perdonar simplemente de boca, sino de corazón, pues de lo contrario, manteniendo el rencor, no hacemos sino clavarnos la espada a nosotros mismos. Porque ¿qué es lo que pudo haberte hecho tu ofensor comparado con lo que tú te haces a ti mismo cuando enciendes tu ira y te atraes contra ti la sentencia condenatoria de Dios? Porque, si estás alerta y sabes obrar filosóficamente, todo el mal recaerá sobre la cabeza del ofensor y él será quien lo pague todo. Mas, si te obstinas en tu malhumor y enfado, entonces el daño será para ti, no el que te hace tu enemigo, sino el que te haces tú a ti mismo. No digas, pues, que te injurió y te calumnió y te hizo males sin cuento, pues cuanto más digas, más demuestras que es un bienhechor tuyo. Porque él te ha dado ocasión de expiar tus pecados. Si más te hubiera agraviado, de mayor perdón hubiera sido causa. A la verdad, como nosotros queramos, nadie será capaz de agraviarnos ni dañarnos. Nuestros mismos enemigos nos harán los mayores favores. Y no digo sólo los hombres. ¿Puede haber nada más perverso que el diablo? Y, sin embargo, hasta el diablo puede ser para nosotros ocasión de la mayor gloria, como lo demuestra la historia de Job. Si, pues, el diablo puede ser para ti ocasión de corona, ¿a qué temes a un hombre enemigo? Mira, si no, cuánto ganas sufriendo con mansedumbre los ataques de tus enemigos. En primer lugar, y es la mayor ganancia, te libras de tus pecados; en segundo lugar, adquieres constancia y paciencia; y en tercer lugar, ganas mansedumbre y misericordia. Porque quien no sabe irritarse contra quienes le ofenden y dañan, con más razón será suave con los que le quieren. En cuarto lugar, te limpias definitivamente de la ira. ¿Y puede haber bien comparable a éste? Porque el que está puro de ira, evidentemente también estará libre de la tristeza, de que es fuente la ira, y no consumirá su vida en vanos afanes y dolores. El que no sabe irritarse, no sabe tampoco estar triste, sino que gozará de placer y de bienes infinitos. En conclusión, cuando a los otros aborrecemos, a nosotros mismos nos castigamos; y al revés, a nosotros mismos nos hacemos beneficio cuando a los otros amamos. Sobre todo esto, tus mismos enemigos, aun cuando fueren demonios, te respetarán; o, por mejor decir, con esta actitud tuya, ni enemigos tendrás en adelante. En fin, lo que vale más que todo y es lo primero de todo: así te ganarás la benevolencia de Dios; y, si has pecado, alcanzarás perdón; si has practicado el bien, añadirás nuevo motivo de confianza.

Esforcémonos, pues, por no odiar a nadie, a fin de que Dios nos ame. Así, aun cuando le debamos diez mil talentos, se compadecerá de nosotros y nos perdonará. ¿Pero dices que te perjudicó tu enemigo? Pues tenle compasión, no le aborrezcas; llórale, no le rechaces. Porque no eres tú el que ha ofendido a Dios, sino él; tú más bien has adquirido gloria, si lo sabes llevar pacientemente. Considera que, cuando Cristo iba a ser crucificado, se alegró por sí y lloró por los que le crucificaban. Tal ha de ser también nuestra disposición de alma: cuanto más se nos agravie y perjudique, tanto más hemos de llorar a quienes nos agravian y perjudican. Porque a nosotros, sólo bien puede venirnos de ello; mas a ellos, todo lo contrario. ¡Mas es que me insultó, es que me hirió en presencia de todo el mundo! Luego en presencia de todo el mundo se cubrió de ignominia y deshonor y abrió la boca de infinitos acusadores y tejió para ti más numerosas coronas y juntó mayor coro de heraldos de tu paciencia. ¡Pero es que me calumnió delante de los otros! ¿Y qué tiene eso que ver, cuando ha de ser Dios el que te ha de pedir cuentas y no esos que oyeran a tu calumniador? A sí mismo fue a quien se añadió materia de castigo, pues no sólo tendrá que dar cuenta de sus propios actos, sino también de lo que dijo contra ti. Él te desacreditó a ti delante de los hombres, pero él quedó desacreditado delante de Dios. Mas, si no te bastan estas consideraciones, considera que también tu Señor fue calumniado, no sólo por Satanás, sino también por los hombres, y calumniado ante quienes más Él amaba. Y como el Padre, así también su Unigénito. De ahí que éste dijera: Si al amo de casa le han llamado Belcebú, mucho más se lo llamarán a sus familiares. Y no sólo calumnió al Señor aquel maligno demonio, sino que se le dio crédito, y no le calumnió en cosas de poco más o menos, sino de infamias y culpas gravísimas. En efecto, de El hizo correr que era un endemoniado, impostor y enemigo de Dios. Mas ¿es que después de hacer beneficio se te ha pagado con malos tratos? Pues por eso justamente has de llorar por quien te los ha dado y alegrarte por ti, pues has venido a ser semejante a Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos.

Acaso te parezca por encima de tus fuerzas el imitar a Dios. A la verdad, para quien vive vigilante, ello no es dificil. Pero, en fin, si te parece superior a tus fuerzas, yo te pondré ejemplos de hombres como tú. Ahí está José, que, después de sufrir tanto de parte de ellos, fue el bienhechor de sus hermanos; ahí Moisés, que, después de tanta insidia de parte de su pueblo, ruega a Dios por él; ahí Pablo, que, no obstante no poder ni contar cuánto sufrió de parte de los judíos, aún pedía ser anatema por su salvación; ahí Esteban, que apedreado, rogaba al Señor no les imputara aquel pecado. Considerando también estos ejemplos, desechemos de nosotros toda ira, a fin de que también a nosotros nos perdone Dios nuestros pecados, por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, con quien sea al Padre y al Espíritu Santo gloria, poder y honor ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

(61, 5; BAC 146, 281-285)

El entierro del Señor y las santas mujeres (Mt 27, 45):

Y, acercándose José, le pidió el cuerpo. Este José es el que se había antes escondido; mas ahora, después de la muerte de Cristo, da muestras de grande audacia. Porque no era un hombre vulgar, de los que pasan inadvertidos, sino que formaba parte del Consejo y era muy ilustre. De ahí el extraordinario valor de que dio pruebas, pues se exponía a la muerte al atraerse con su benevolencia para con Jesús la odiosidad de todos y al atreverse a pedir el cuerpo y no cejar en su intento hasta haberlo conseguido. Y su amor para con Jesús y su valor no se muestran sólo en tomar el cuerpo y enterrarle suntuosamente, sino en que ello fuera en su propio sepulcro nuevo. Lo cual no sin razón fue ordenado por la Providencia, pues así no cabía sospecha de que hubiera resucitado uno por otro. Y María Magdalena y la otra María estaban sentadas junto al sepulcro. ¿Por qué razón se quedan éstas allí pegadas? Porque todavía no tenían del Señor la idea grande y elevada que debieran tener. De ahí el traer los ungüentos y el perseverar junto al sepulcro, a ver si amainaba el furor de los judíos y podían ellas verterlos sobre el cadáver de Cristo.

¡Qué valor, qué amor el de estas santas mujeres! ¡Qué magnificencia en su dinero hasta la muerte del Señor! Imitemos, hombres, a estas mujeres. No abandonemos a Jesús en momentos de prueba. Ellas gastaron tanto con el que ya había muerto y por Él expusieron sus vidas. Nosotros, empero (otra vez tengo que repetir lo mismo), ni le damos de comer cuando tiene hambre, ni le vestimos cuando está desnudo. Le vemos que nos pide y pasamos de largo. A la verdad, si le vierais en persona, no habría quien no se desprendiese de lo que tiene. Sin embargo, también ahora es el mismo. Él mismo nos dijo que era Él. ¿Por qué, pues, no nos desprendemos de todo? A la verdad, también ahora le oímos decir: A mí lo hacéis. No hay diferencia alguna en que des al Señor o a un pobre. No llevas desventaja alguna a aquellas mujeres que en vida le alimentaron; más bien les llevas ventajas. No os alborotéis por mi afirmación. No es, en efecto, lo mismo alimentarle a Él, si personalmente apareciera, lo que fuera bastante para atraerse a un alma de piedra, que, fiados en su sola palabra, cuidar del pobre, del mutilado o del tullido. En el primer caso, la vista y la dignidad de la persona se reparten el merecimiento en el otro, todo el premio pertenece íntegro a tu generosidad. Mayor prueba de reverencia le das, en efecto, cuando, por sola su palabra cuidando a un siervo suyo como tú, le das descanso en todo. Dale pues, ese descanso, creyendo que Él es el que recibe y el que dice: A mí me lo das. Si no fuera Él a quien das, no te prometería el reino de los cielos. Si no fuera Él a quien rechazas, si fuera un cualquiera a quien desatiendes, no te mandaría por ello al infierno. Mas como es Él a quien se desprecia, de ahí la gravedad de la culpa. Así, Él era a quien Pablo perseguía, y por eso le dijo: ¿Por qué me persigues? Cuando demos, pues, hagámoslo con la misma disposición de ánimo con que daríamos a Cristo en persona. En realidad, más dignas de fe son sus palabras que nuestros ojos. Cuando veas, pues, un pobre, acuérdate de las palabras de Cristo, por las que te manifestó ser Él quien en el pobre es alimentado. Cierto que lo que aparece ante tus ojos no es Cristo, pero Él es quien en esa figura te pide y recibe. Avergüénzate, pues, cuando te pide y no le das. Porque esto sí que es vergüenza, esto sí que merece castigo y suplicio. Que Él te pida, obra es de su bondad, y ello ha de ser motivo de nuestro orgullo; pero no darle, lo es de tu crueldad. Y si ahora no crees que, al pasar de largo por junto a un cristiano pobre, pasas de largo por junto a Cristo, día vendrá en que lo creerás cuando, poniéndote delante de ellos, te diga: Cuanto no hicisteis por éstos, por mí no lo hicisteis. Mas no quiera Dios que tengamos que aprender así esta lección; creamos más bien ahora: demos el fruto de nuestra fe, y merezcamos entonces oír aquella bienaventurada palabra que nos introducirá en el reino de los cielos.

Pero tal vez dirá alguno: Todos los días nos estás hablando de la limosna y de la caridad. Y no dejaré por ahora de hablar de lo mismo. Aun suponiendo que ya cumplierais lo que os digo, no habría en modo alguno que abandonar el tema, a fin de que no os volvierais negligentes, aunque no digo que en ese caso no aflojara ya un poco. Pero, no habiendo llegado ni a la mitad, no os quejéis de mí, sino de vosotros.

(88, 2-3; BAC 146, 703-705)


Sobre el sacerdocio

El sacerdote y la oveja extraviada:

Pero no es esto sólo; mucho trabajo también le espera, si quiere unir nuevamente a la Iglesia los miembros que han sido arrancados de ella. Allá al pastor ordinario, sus ovejas le siguen mansamente por dondequiera él las guía; y si alguna se extravía del camino derecho y, dejando el pasto saludable, se anda paciendo por parajes estériles y precipicios, le basta levantar un poco más la voz para recoger nuevamente a la descarriada y juntarla al' rebaño.

Mas si un hombre se extravía de la fe derecha, ¡cuánta diligencia, cuánta perseverancia y paciencia no necesita el pastor de las almas! Porque no se trata aquí de arrastrarle por la fuerza ni de obligarle por el temor, sino de atraerle, por la persuasión, nuevamente a la verdad, de la que en hora mala se apartara. Alma a la verdad generosa se requiere para no desalentarse, para no desesperar de la salvación de los extraviados, para tener siempre delante y repetirse aquello del Apóstol: Quién sabe si Dios les dará arrepentimiento para reconocer la verdad y despierten del lazo del diablo.

Por eso, hablando el Señor con sus discípulos, les dijo: ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente? Porque el que practica una ascesis personal, a sí mismo circunscribe el provecho, pero el fruto de la acción pastoral pasa al pueblo entero. Cierto que quien distribuye dinero a los necesitados o de otro cualquier modo defiende a los oprimidos, aprovecha también, a su modo, al prójimo; pero tanto menos que el sacerdote cuanto va del alma al cuerpo. Con razón pues, dijo el Señor que la señal del amor que le tenemos es el celo que ponemos en guardar su rebaño.

(2, 4; BAC 169, 631-632)

La palabra y la ciencia, necesarias al sacerdote:

Cierto que para la guarda de los mandamientos el ejemplo puede ayudarnos grandemente; grandemente digo, porque no me atrevería a decir que ni ahí siquiera lo consiga el ejemplo todo por sí solo. Mas cuando el combate se entabla en torno a los dogmas y todos toman sus armas de las mismas Escrituras, ¿qué fuerza puede tener aquí la ejemplaridad de la vida? ¿De qué le aprovecharán sus muchos trabajos, si, después de tanto ,sudar, cae por su impericia en una herejía y se desgarra del cuerpo de la Iglesia, cosa que sé yo ha acontecido a muchos? ¿De qué le sirve toda su austeridad? ¡De nada! Como de nada tampoco sirve la sana fe, si la vida está corrompida.

Por todas estas causas señaladamente, el que tiene misión de enseñar a otros ha de ser muy diestro en todos estos combates. No basta que él personalmente se mantenga firme y para nada le afecten los ataques de sus contradictores; si la muchedumbre de gente simple, que está bajo sus órdenes, ve que su ,guía es vencido y no sabe contestar adecuadamente a sus contrarios, no achaca la derrota a flaqueza del maestro, sino a debilidad de la doctrina misma, y así, por la impericia de uno solo, todo un pueblo se precipita a su última ruina. No es que de todo Punto se pasen al bando contrario; pero se ven forzados a dudar de aquellos en quienes debieran tener plena confianza, y lo que habían abrazado con fe inquebrantable ya no pueden mantenerlo con la misma firmeza. La derrota del maestro levanta tal tormenta en sus almas que el mal puede terminar en completo naufragio. Mas qué perdición, qué cantidad de fuego se acumula sobre la cabeza de aquel desgraciado por la pérdida de cada una de estas almas, no tengo por qué explicártelo yo, cuando tú lo sabes perfectamente.

Y ahora, por lo que a mí se refiere, ¿puede llamarse orgullo, puede llamarse vanagloria que no quisiera hacerme culpable de la pérdida de tantas almas y atraerme mayor castigo del que ya me amenaza en la otra vida? ¿Quién osará decir tal cosa? Nadie, Si no es que tiene ganas de criticar por criticar y gusta de filosofar en las ajenas desgracias.

(4, 9; BAC 169, 714-716)

La dignidad del sacerdote y el sacrificio del altar:

Mas ¿en qué orden y jerarquía pondremos, dime, al sacerdote, cuando invoca al Espíritu Santo y realiza aquel tremendo sacrificio y toca continuamente al Señor universal de todos? ¿Qué pureza, qué reverencia no exigiremos de él? Considera en efecto qué tales hayan de ser las manos que administran estos misterios y la lengua que pronuncia aquellas palabras, qué pureza y santidad no haya de superar la santidad del alma que en sí recibe a tan soberano espíritu. En ese momento, hasta los ángeles rodean al sacerdote y toda la jerarquía de las celestes potestades clama y de ellas se llena el lugar que rodea el altar para gloria del que allí está puesto. Y para creer esto, basta considerar los misterios que allí entonces se cumplen; mas yo oí también referir a uno que un anciano, varón venerable y que acostumbraba ver revelaciones, le refirió cómo una vez se le concedió tener una visióñ semejante y en aquel momento vio de pronto una muchedumbre de ángeles, en cuanto cabe ver a los ángeles, vestidos de ropas resplandecientes, rodeando el altar e inclinadas las cabezas, como pueden verse los soldados formando en presencia del emperador. Y yo no tengo dificultad en creerlo. Y otro me contó, no ya como cosa sabida de tercero, sino que le fue concedido ver y oír él mismo, cómo a los que están para salir de este mundo, si con pura conciencia han tomado parte en los misterios de la Eucaristía, cuando están a punto de expirar, los ángeles les hacen la guardia por reverencia de Aquel a quien han recibido y los trasladan de la tierra al cielo.

¿Y tú no tiemblas todavía de introducir en iniciación tan sacrosanta a un alma como la mía y levantar a la dignidad sacerdotal a quien está vestido de ropas sucias, siendo así que Cristo arrojó al otro del coro de los convidados?

(6, 4; BAC 169, 736-737)

A Teodoro caído

Consideraciones a Teodoro, que ha abandonado sus compromisos con Cristo:

Si fuera posible poner de manifiesto por las letras las lágrimas y gemidos, llena de ellos te envío esta carta. Y lloro no porque te ocupas en los negocios paternos, sino porque te has borrado del catálogo de los hermanos y has faltado a tus compromisos con Cristo. Por esto me estremezco, por esto lloro, por esto temo y tiemblo, pues sé que el desprecio de esos compromisos acarrea condenación grande a quienes se inscribieron en esta bella milicia y por negligencia han abandonado su puesto. Y que el castigo de estos desertores haya de ser muy duro, lo puedes ver por esta sencilla consideración. A un particular, nadie pudiera echarle en cara una deserción; mas al que una vez se hizo soldado, si se le convence de deserción, corre peligro extremo.

No es lo grave, querido Teodoro, que quien lucha caiga, sino permanecer en la caída. No es lo grave que uno sea herido en la guerra, sino desesperarse después de recibido el golpe y no cuidar de la herida. Un mercader, no por haber una vez sufrido naufragio y perdido su cargamento, deja de navegar. Otra vez vuelve al mar y desafía las olas y atraviesa los océanos y, al cabo, recupera su riqueza. Y vemos a muchos atletas que, después de grandes caídas, lograron ser coronados; y muchas veces ha acontecido que un soldado que primero volvió las espaldas, dio luego vuelta atrás y luchó como un valiente y venció al enemigo. Muchos, en fin, que negaron a Cristo forzados por la violencia de los tormentos, volvieron luego al combate y salieron de este mundo ceñida la corona del martirio. Si cada uno de éstos se hubiera desalentado al primer golpe, no hubiera alcanzado los bienes que luego alcanzó. Así también en tu caso, querido Teodoro, no porque te hayas apartado un poco de tu estado, te precipites tú mismo hasta el abismo. No. Resiste valerosamente y vuelve luego al puesto de donde saliste y no tengas a deshonor haber por un tiempo recibido ese golpe. Si vieras a un soldado que vuelve herido de la guerra, no lo tendrías a deshonor. La deshonra es arrojar las armas y salirse del campo de batalla; pero mientras uno se mantiene firme en su puesto combatiendo, aunque sea herido, aunque ceda unos pasos, nadie será tan insensato ni tan inexperto en cosas de guerra que se atreva a echárselo en cara. El no ser herido, propio es de los que no luchan; pero quienes se arrojan con gran ímpetu contra el enemigo, natural es que alguna vez les alcance un golpe y caigan. Que es lo que a ti te ha acontecido ahora: Quisiste de pronto matar a la serpiente y fuiste mordido de ella. Pero ten buen ánimo; con un poco de vigilancia no quedará ni rastro de aquella herida y hasta, con la gracia de Dios, tú aplastarás la cabeza de la serpiente (...)

¿Qué te parece, de las cosas del mundo, codiciable y envidiable? El mando, me dirás sin duda, la riqueza y la gloria entre los hombres. Pero ¿qué más miserable que todo eso, cuando se lo compara con la libertad de cristianos? El que manda está sujeto al furor de los pueblos, a los impulsos sin razón de la muchedumbre, al miedo de los que mandan a su vez sobre él, a las preocupaciones de sus subordinados. Y el que ayer mandaba, hoy es un hombre privado. La vida presente no se diferencia nada de un teatro. Allí uno es rey, otro general, otro hace papel de soldado raso. Venida la tarde, ni el rey es rey, ni el que manda manda, ni el general es general. Así, el día del juicio, cada uno recibirá lo que merezca no por la persona que represente, sino por las obras que hubiere hecho. ¿Será acaso de estimar la gloria que cae como flor de heno? ¿La riqueza, a cuyos posesores maldice el Señor? ¡Ay de vosotros —dice— ricos! Y el salmista: ¡Ay de los que confían en su poder y se enorgullecen de la muchedumbre de su riqueza! El cristiano jamás pasa de hombre que manda a hombre privado, de rico a pobre, ni de glorioso a oscuro. Sigue rico cuando mendiga y es exaltado cuando se esfuerza en humillarse. No manda sobre hombres, sino sobre los príncipes sometidos al poder del príncipe de las tinieblas de este mundo, y ese imperio nadie se lo puede quitar.

(Exhortación segunda, 1.3; BAC 169, 363-364.368-371)

De la vanagloria y de la educación de los hijos

Hay que educar a los niños desde la primera edad:

Ahora bien, si desde la primera edad carecen los niños de maestros, ¿qué será de ellos? Si algunos, educados e instruidos desde el vientre de su madre hasta la vejez, no logran triunfar, ¿qué fechorías no serán capaces de cometer quienes desde los comienzos de su vida se acostumbran a oír palabras semejantes? Lo cierto es que todo el mundo se afana por que sus hijos se instruyan en las artes, en las letras y en la elocuencia; pero a nadie se le ocurre pensar en cómo se ejercite su alma.

Yo no ceso de exhortaros, rogándoos y suplicándoos que, antes de todas las cosas, eduquéis bien a vuestros hijos. Si tienes consideración a tu hijo, aquí lo has de mostrar. Por lo demás, tampoco te faltará la recompensa. Escucha lo que te dice Pablo: Si permacieren en la fe, y en la caridad y en la santificación con castidad. Si tu conciencia te acusa de mil pecados, busca algún consuelo para ellos. Educa a un atleta para Cristo. No te digo que lo apartes del matrimonio y lo mandes al desierto y le hagas abrazar la vida de los monjes. No es eso lo que yo digo. Lo quiero ciertamente y haría votos a Dios para que todos lo abrazaran; mas dado caso que parece carga, no pongo obligación a nadie. Educa un atleta para Cristo, y aun permaneciendo en el mundo, enséñale a ser piadoso desde la primera edad.

Si las buenas enseñanzas se imprimen en el alma cuando ésta es aún blanda, luego, cuando se hayan endurecido como una imagen, nadie será capaz de arrancárselas. Es lo que pasa con la cera. Lo tienes ahora en tus manos cuando todavía teme, tiembla y se espanta de tu vista, de una palabra, de cualquier gesto tuyo. Usa de tu poder para lo que conviene. Si tienes un hijo bueno, tú eres el primero que gozas de ese bien; luego, Dios. Para ti trabajas.

(18-20; BAC 169, 774-775)

Hay que enseñar a los niños a no necesitar servidores para todo:

El padre mismo será también mejor al enseñar estas cosas y tenerse que educar a sí mismo. Porque, si no por otro motivo, siquiera por no echar a perder el modelo, el padre tiene que ser cada vez mejor.

Aprenda, pues, el joven a ser despreciado y postergado. No exija nada de los esclavos a título de libre; en la mayor parte de las cosas ha de servirse él a sí mismo. Sólo en lo que le sea imposible servirse por sí mismo han de servirle los criados. Un hombre libre no puede, por ejemplo, ser cocinero, pues no va a dejar los trabajos propios de un libre para dedicarse a la cocina. Pero si ha de lavarse los pies, que no se lo haga nunca el esclavo, sino por sí mismo. Has de procurar hacer el libre benigno y muy amable para con los esclavos. Nadie tampoco le tenga que dar el manto. En el baño no ha de esperar la ayuda ajena, sino hacerlo todo por sí mismo. Esto hace al joven robusto, sencillo y humano.

(70; BAC 169, 799-800)

También la madre ha de educar a su hija:

También la madre ha de aprender a educar de este modo a su hija, y apartarla del lujo, de los adornos y de todo lo demás, que es propio de mujeres perdidas. Conforme a esta ley ha de hacerlo todo, y apártela de la gula y de la embriaguez, a la joven lo mismo que al joven. Esto contribuye mucho a la castidad. Al joven, en efecto, le domina o molesta la concupiscencia y a la joven el amor a los adornos y a llamar la atención. También eso hemos, pues, de reprimirlo y así agradaremos a Dios, criándole tales atletas, y podremos alcanzar, nosotros y nuestros hijos; los bienes prometidos a los que le aman, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre, junto con el Espíritu Santo, gloria, poder y honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

(90; BAC 169, 809) 378