LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES

La autoridad civil y los cristianos

En el capítulo anterior hemos esbozado el ambiente de desconfianza que rodeaba a los cristianos, fruto en buena parte de la persecución de Nerón en Roma y de los rumores y acusaciones oficiales que la acompañaron.

Pero la persecución de Nerón sentó además un precedente de gobierno y fue el inicio de lo que sería durante los tres primeros siglos la actitud romana oficial: no era lícito ser cristiano. La existencia de esta prohibición consta por una carta del gobernador de Bitinia al emperador Trajano, de la que ya hemos dicho algo, y por su contestación: no hay que buscar de oficio a los cristianos, ni admitir denuncias anónimas; pero si son denunciados en debida forma y no abandonan su superstición, deben ser castigados conforme a la ley.

Los textos incluidos al final del capítulo precedente y algunos de los recogidos más adelante, muestran la clara conciencia que tenían los cristianos de la injusticia criminal de este proceder, en verdad sorprendente entre gentes como los romanos, que tenían una alta estima de la justicia.

De todas maneras, y como atestigua esa misma correspondencia entre Plinio el Joven y Trajano, la proscripción del cristianismo no fue sistemáticamente impuesta más que en unas pocas ocasiones, y aun con intensidad diferente en las diversas partes del Imperio. Pero como consecuencia de ella y de las calumnias fácilmente creídas que flotaban en el ambiente, la situación de los cristianos era, en el mejor de los casos, precaria. Como mucho, eran tolerados; en cualquier momento, el celo de una autoridad local o su debilidad frente a una explosión de malhumor popular, como la de aquel alboroto de Éfeso contra San Pablo del que se nos habla con tanta viveza en el capítulo 19 de los Hechos de los Apóstoles, podía engendrar una persecución local, de las que, con gran probabilidad, muchas no han dejado ningún rastro en la historia.

En cualquier caso, bastaba aplicar las leyes existentes para que los cristianos se encontraran ante el dilema de la apostasía o de la muerte. Un ejemplo bien documentado de lo que podía ocurrir, y probablemente ocurrió muchas veces, lo tenemos en el caso de San Justino; Crescente, el filósofo cínico que tenía también una escuela en Roma, se encontró en una posición poco airosa después de unas disputas filosóficas con Justino, y como debía de ser un hombre rencoroso, hizo que alguien denunciara a la autoridad romana su condición de cristiano; Justino murió mártir, junto con otros a los que probablemente había arrastrado aquella misma denuncia.

Hubo también un par de persecuciones esporádicas, una poco después del año 202 (Septimio Severo) y otra en el 235 (Maximino el Tracio). Pero hubo sobre todo dos períodos de persecución sistemática y organizada, una a mitad del siglo bajo Decio y, tras un breve intervalo, bajo Valeriano; otra, la última y más terrible, iniciada por Diocleciano a comienzos del siglo iv, poco antes de que por fin se concediera la paz a la Iglesia.

Decio había publicado (250) un edicto por el que se mandaba que todos los habitantes del Imperio sacrificasen a los dioses; la autoridad llevaría una cuenta exacta de las personas a medida que lo iban haciendo. Muchos cristianos ofrecieron estos sacrificios (lapsi, caídos), y otros consiguieron de alguna manera un certificado o «libelo» como si lo hubieran hecho (libelatici). Junto a ellos hubo también mártires (testigos) que dieron su vida y «confesores», que aunque no la perdieron, sufrieron grandes penalidades por su fidelidad.

Poco después (257), Valeriano prohibió, bajo pena de muerte, cualquier acto de culto cristiano, y exigió del clero un acto de culto a los dioses; muy pronto, se extendía la pena de muerte a los miembros del clero que se negaran a sacrificar, se degradaba a los cristianos que pertenecían a los niveles superiores de la sociedad y se dimitía de sus cargos a los funcionarios públicos, con pena de la vida si persistían después en su fe. Pero todo acabó con la muerte pronta de este emperador. Las cartas de San Cipriano que publicamos al final del capítulo 8 dan una idea del ambiente que debía de reinar en Africa durante estas dos persecuciones.

Diocleciano, a partir del 303 y en el espacio de unos 13 meses, promulgó cuatro edictos sucesivos; exigió primero la destrucción de los lugares de culto y de los libros de las Sagradas Escrituras (los que los entregaron fueron llamados traditores) y privó a los cristianos de sus derechos civiles; siguió son el encarcelamiento del clero, al que luego se impuso, bajo pena de la vida, la obligación de sacrificar a los dioses; esto último, en el cuarto decreto, se hizo extensivo a todos los cristianos. El número de mártires, tanto en esta persecución, la gran persecución, como en la de Valeriano, fue muy grande, y pequeño el de deserciones.

 

Las narraciones de martirios

No es de extrañar que, desde el principio, el ejemplo de los mártires, de los testigos que con su vida habían dado testimonio de su fe en Cristo, estuviera muy presente entre los cristianos; que su memoria se venerara, que se les buscara como intercesores poderosos ante Dios y se les diera culto, y que se dedicaran escritos a ensalzar el martirio y a animar a los perseguidos y encarcelados para que no desfallecieran.

Tampoco es de extrañar que hubiera gran interés por los detalles de su martirio, de su detención, interrogatorio y muerte; y que estos detalles se escribieran alguna vez, ya sea para darlos a conocer por medio de una carta a cristianos que vivían en otros lugares, ya sea introduciendo su relato en una obra que se escribía tal vez muchos años más tarde, etc.; de hecho, nos han llegado algunos de estos documentos, aunque a primera vista puede sorprender su escaso número.

El proceso judicial estaba siempre debidamente registrado en los libros oficiales de los tribunales, y las actas de éstos podían ser consultadas. Pero los cristianos del lugar rara vez tendrían deseo de copiarlas, si no era para enviarlas a otros, pues conocían los hechos mucho mejor y con más viveza, ya sea directamente ya sea a través del relato de otros que habían estado presentes. Cuando desaparecieron estas personas, muchas veces quedó sólo un recuerdo cada vez más desfigurado, o ninguno, y las actas oficiales, como la inmensa mayoría de los documentos de la administración romana, desaparecieron también.

Ésta podría ser la explicación de que sea relativamente rara la información de primera mano que poseemos sobre los martirios. Mucho de lo escrito sobre ellos es muy posterior, con relatos embellecidos o casi enteramente inventados; pero incluso en este caso pueden encerrar un núcleo de verdad, aunque a veces sólo sea el nombre del mártir o al menos la existencia de un mártir: porque había quedado el recuerdo, se hizo después la leyenda. Por otra parte, es evidente que puede haber leyendas que sean enteramente una falsificación, como el caso bien conocido de las invenciones de los «patrañeros» que abundaron en el siglo xvu en España, y que falsificaban incluso las reliquias.

De todas maneras, lo que ahora nos interesa no es la literatura existente sobre los mártires (a la que luego siguió otra sobre los monjes y los obispos santos) y su valor histórico; todo esto forma de por sí otra disciplina, la hagiografía, que tiene que manejar un volumen considerable de información y que desde luego tiene también mucho interés. Aquí nos hemos de limitar a dar una visión resumida de los relatos que tenemos de los martirios. En general se pueden clasificar tres grandes grupos.

El primer grupo, al que en sentido estricto habría que reservar la denominación de actas, está formado por copias literales de los escritos del proceso judicial, al que a veces se añade algún comentario del que trasladó los documentos; se suelen incluir en este grupo las Actas de San Justino y compañeros mártires (en Roma, hacia el 165), las Actas de los mártires de Scily (en Numidia, 180) y las Actas proconsulares de San Cipriano (en Cartago, 258), formadas en realidad estas últimas por tres documentos que narran su primer juicio y condena al destierro, su segunda detención y nuevo juicio, y su ejecución.

El segundo grupo, cuyos escritos a menudo llevan en el título la indicación de pasión o martirio, está formado por relatos de testigos inmediatos o de contemporáneos. A este grupo pertenecen, por ejemplo, el Martirio de Policarpo (en Esmirna, 156), la Carta de las Iglesias de Viena y Lyon a las Iglesias de Asia y Frigia (sobre los mártires de Lyon en 177 y 178), la Pasión de las Santas Perpetua y Felicidad (en Cartago, el 202, probablemente escritas por Tertuliano y traducidas por él mismo al griego), las Actas de los santos Carpo, Papilo y Agatónica (en Pérgamo, Asia, entre 161 y 169), las Actas de Apolonio (en Roma, entre 180 y 185) y, casi en las mismas fechas del martirio de San Cipriano, el Martirio de San Fructuoso obispo y de Augurio y Eulogio diáconos (en Tarragona, 259), que parece incluir el acta auténtica del interrogatorio.

Con su sobriedad, los relatos de estos dos grupos de documentos, de los que ofrecemos alguna muestra al final del capítulo, son suficientes para ilustrar, si aún no lo conociéramos, el valor del martirio como testimonio de la fe y del amor a Cristo de aquellos hombres y mujeres. Por otra parte, no parece ilegítimo considerar estos relativamente pocos relatos que nos han llegado, como representativos de los numerosísimos casos que sin duda se dieron y de los que no sabemos casi nada o nada en absoluto, con lo que se acrecienta aún más el valor del testimonio que dieron los mártires de la antigüedad.

El tercer grupo es el de las leyendas, compuestas mucho después con fines de edificación, y cuyo valor histórico es dispar. En algunas se puede adivinar un núcleo auténtico, puesto que se sabe de la existencia de actas perdidas o se tienen datos independientes que coinciden; es el caso, por dar un ejemplo, de las Actas tardías de San Vicente, diácono de Zaragoza que murió mártir en la persecución de Diocleciano. Otras carecen de valor histórico, lo cual, como ya hemos dicho, no demuestra que los mártires aludidos no han existido, o que no pueda haber también un núcleo de verdad en la leyenda, sino que el documento como tal no es utilizable; de este último estilo son las actas de algúnos mártires romanos como Santa Inés, Santa Cecilia, Santa Felicidad y sus siete hijos, San Hipólito, San Lorenzo, San Sebastián, los Santos Juan y Pablo y los Santos Cosme y Damián, así como el martirio de San Clemente Romano y el martirio de San Ignacio de Antioquía.

Con esas leyendas pasa también algo parecido a lo que más adelante diremos de los escritos apócrifos del Nuevo Testamento: independientemente del núcleo de verdad histórica que puedan contener, nos sirven para conocer aspectos de la piedad popular de la época en que se escribieron y del arte religioso posterior.

Ya en tiempos viejos se intentó recoger datos fidedignos sobre los mártires. Eusebio de Cesarea nos ha dejado un relato sobre Los mártires de Palestina, martirizados en las persecuciones del 303 al 311 que él mismo sufrió, junto con una investigación Sobre los mártires antiguos, que se perdió pero que nos ha llegado recogida en parte en su Historia Eclesiástica. Otras dos colecciones son las Actas de los mártires de Persia, que corresponden a la persecución de Sapor II (339-379) y están recogidas por un autor desconocido, y la de las Actas de los mártires coptos, es decir, egipcios.


TEXTOS

D. Ruiz BUENO ha reunido una abundante información literaria sobre los mártires antiguos; recoge muchas actas de martirios con la correspondiente versión castellana, en su libro Actas de los mártires, BAC n. 75, Madrid 1951, de donde proceden los textos que siguen.

 

Martirio de San Justino y de sus compañeros Roma, año 165

Martirio de los santos mártires Justino, Caritón, Caridad, Evelpisto, Hierax, Peón y Liberiano.

En tiempo de los inicuos defensores de la idolatría, publicábanse, por ciudades y lugares, impíos edictos contra los piadosos cristianos, con el fin de obligarles a sacrificar a los ídolos vanos. Prendidos, pues, los santos arriba citados, fueron presentados al prefecto de Roma, por nombre Rústico.

Venidos ante el tribunal, el prefecto Rústico dijo a Justino: —En primer lugar, cree en los dioses y obedece a los emperadores.

Justino respondió:

—Lo irreprochable, y que no admite condenación, es obedecer a los mandatos de nuestro Salvador Jesucristo.

El prefecto Rústico dijo:

—¿Qué doctrina profesas?

Justino respondió:

—He procurado tener noticia de todo linaje de doctrinas; pero sólo me he adherido a las doctrinas de los cristianos, que

son las verdaderas, por más que no sean gratas a quienes siguen falsas opiniones.

El prefecto Rústico dijo:

    -¿Conque semejantes doctrinas te son gratas, miserable? Justino respondió:

    -Sí, puesto que las sigo conforme al dogma recto. El prefecto Rústico dijo:

—¿Qué dogma es ése?

Justino respondió:

El dogma que nos enseña a dar culto al Dios de los cristianos, al que tenemos por Dios único, el que desde el principio es hacedor y artífice de toda la creación, visible e invisible; y al Se-ñor Jesucristo, por hijo de Dios, el que de antemano predicaron los profetas que había de venir al género humano, como pregonero de salvación y maestro de bellas enseñanzas.

Y yo, hombrecillo que soy, pienso que digo bien poca cosa para lo que merece la divinidad infinita, confesando que para hablar de ella fuera menester virtud profética, pues profética-mente fue predicho acerca de éste de quien acabo de decirte que es hijo de Dios. Porque has de saber que los profetas, divina-mente inspirados, hablaron anticipadamente de la venida de Él entre los hombres.

El prefecto Rústico dijo:

¿Dónde os reunís?

Justino respondió:

Donde cada uno prefiere y puede, pues sin duda te imaginas que todos nosotros nos juntamos en un mismo lugar. Pero no es así, pues el Dios de los cristianos no está circunscrito a lugar alguno, sino que, siendo invisible, llena el cielo y la tierra Y en todas partes es adorado y glorificado por sus fieles.

El prefecto Rústico dijo:

—Dime donde os reunís, quiero decir, en qué lugar juntas a tus discípulos.

Justino respondió:

—Yo vivo junto a cierto Martín, en el baño de Timiolino, Y ésa ha sido mi residencia todo el tiempo que he estado esta segunda vez en Roma. No conozco otro lugar de reuniones sino ése. Allí, si alguien quería venir a verme, yo le comunicaba las palabras de la verdad.

El prefecto Rústico dijo:

  • Luego, en definitiva, ¿eres cristiano?

Justino respondió:

  • Sí, soy cristiano. El prefecto Rústico dijo a Caritón:

—Di tú ahora, Caritón, ¿también tú eres cristiano?

Caritón respondió:

  • Soy cristiano por impulso de Dios.

El prefecto Rústico dijo a Caridad:

  • ¿Tú qué dices, Caridad?

Caridad respondió:

  • Soy cristiana por don de Dios.

El prefecto Rústico dijo a Evelpisto:

  • ¿Y tú quién eres, Evelpisto?

Evelpisto, esclavo del César, respondió:

   —También yo soy cristiano, libertado por Cristo, y, por la gracia de Cristo, participo de la misma esperanza que éstos.

El prefecto Rústico dijo a Hierax:

—¿También tú eres cristiano?

Hierax respondió:

  • Sí, también yo soy cristiano, pues doy culto y adoro al

mismo Dios que éstos.

El prefecto Rústico dijo:

  • ¿Ha sido Justino quien os ha hecho cristianos?

Hierax respondió:

  • Yo soy de antiguo cristiano, y cristiano seguiré siendo. Mas Peón, poniéndose en pie, dijo:

—También yo soy cristiano.

El prefecto Rústico dijo:

  • ¿Quién te ha enseñado?

Peón respondió:

—Esta hermosa confesión la recibimos de nuestros padres. Evelpisto dijo:

—De Justino, yo tenía gusto en oír los discursos: pero el ser cristiano, también a mí me viene de mis padres.

El prefecto Rústico dijo:

—¿Dónde están tus padres?

Evelpisto respondió: —En Capadocia.

LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES

El prefecto Rústico le dijo a Hierax:

Y Hierax respondió diciendo:

—Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre la fe en Él; en cuanto a mis padres terrenos, han muerto, y yo vine aquí sacado a la fuerza de Iconio de Frigia.

El prefecto Rústico dijo a Liberiano:

Liberiano respondió:

—También yo soy cristiano; en cuanto a mi religión, adoro al solo Dios verdadero.

El prefecto dijo a Justino:

Justino respondió:

El prefecto Rústico dijo:

—Así, pues, en resumidas cuentas, te imaginas que has de subir a los cielos a recibir allí no sé qué buenas recompensas. Justino respondió:

El prefecto Rústico dijo:

Justino dijo:

—Nadie que esté en su cabal juicio se pasa de la piedad a la impiedad.

El prefecto Rústico dijo:

—Nuestro más ardiente deseo es sufrir por amor de nuestro Señor Jesucristo para salvarnos, pues este sufrimiento se nos convertirá en motivo de salvación y confianza ante el tremendo y universal tribunal de nuestro Señor y Salvador.

En el mismo sentido hablaron los demás mártires:

—Haz lo que tú quieras; porque nosotros somos cristianos y no sacrificamos a los ídolos.

El prefecto Rústico pronunció la sentencia, diciendo:

«Los que no han querido sacrificar a los dioses ni obedecer al mandato del emperador, sean, después de azotados, conducidos al suplicio, sufriendo la pena capital, conforme a las leyes».

Los santos mártires, glorificando a Dios, salieron al lugar acostumbrado, y, cortándoles allí las cabezas, consumaron su martirio en la confesión de nuestro Salvador. Mas algunos de los fieles tomaron a escondidas los cuerpos de ellos y los depositaron en lugar conveniente, cooperando con ellos la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(BAC 75, 311-316)

 

Martirio de los santos escilitanos

En Scillium, pequeña localidad de Africa, año 180

Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano, dieciséis días antes de las calendas de agosto, en Cartago, lleva-dos al despacho oficial del procónsul Esperato, Nartzalo y Citino, Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les dijo:

—Podéis alcanzar el perdón de nuestro señor, el emperador, con solo que volváis a buen discurso.

Esperato dijo:

—Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido una iniquidad, jamás hablamos mal de nadie, sino que hemos dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a nuestro Emperador.

El procónsul Saturnino dijo:

—También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por el genio de nuestro señor, el emperador, y hacemos oración por su salud, cosas que también debéis hacer vosotros.

Esperato dijo:

—Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explica-ría el misterio de la sencillez.

Saturnino dijo:

—En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra religión, yo no te puedo prestar oídos; más bien, jurad por el genio de nuestro señor, el emperador.

Esperato dijo:

—Yo no conozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a aquel Dios a quien ningún hombre vio ni puede ver con estos ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás: si algún comercio ejercito, pago puntualmente los impuestos, pues conozco a mi Señor, Rey de reyes y Emperador de todas las naciones.

El procónsul Saturnino dijo a los demás:

—Dejaos de semejante persuasión.

Esperato dijo:

Mala persuasión es la de cometer un homicidio y la de levantar un falso testimonio.

El procónsul Saturnino dijo:

—No queráis tener parte en esta locura.

Citino dijo:

Donata dijo:

—Nosotros tributamos honor al César como a César; mas temer, sólo tememos a Dios.

Vestia dijo:

Segunda dijo:

Saturnino procónsul dijo a Esperato:

—¿Sigues siendo cristiano?

Esperato dijo:

Y todos lo repitieron a una con él.

El procónsul Saturnino dijo:

—¿No queréis un plazo para deliberar?

Esperato dijo:

El procónsul Saturnino dijo:

—¿Qué lleváis en esa caja?

Esperato dijo:

— Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.

El procónsul Saturnino dijo:

—Os concedo un plazo de treinta días, para que reflexionéis.

Esperato dijo de nuevo:

—Soy cristiano.

Y todos asintieron con él.

El procónsul Saturnino leyó de la tablilla la sentencia:

Esperato dijo:

—Damos gracias a Dios.

Nartzalo dijo:

—Hoy estaremos como mártires en el cielo. ¡Gracias a Dios! El procónsul Saturnino dio orden al heraldo que pregonara: —Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Jenaro, Generosa, Vestia, Donata, Segunda, están condenados al último suplico.

Todos, a una voz, dijeron:

Y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo.

(BAC 75, 352-355)

 

Martirio de San Cipriano

En Cartago; destierro, año 257; muerte, año 258

Siendo el emperador Valeriano por cuarta vez cónsul y por tercera Galieno, tres días antes de las calendas de septiembre (el 30 de agosto), en Cartago, dentro de su despacho, el procónsul Paterno dijo al obispo Cipriano:

—Los sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno se han dignado mandarme letras por las que han ordenado que quienes no practican el culto de la religión romana deben reconocer los ritos romanos. Por eso te he mandado llamar nominalmente. ¿Qué me respondes?

El obispo Cripriano dijo:

—Yo soy cristiano y obispo, y no conozco otros dioses sino al soloy verdadero Dios, que hizo el cielo y la tierra y cuanto en ellos se contiene. A este Dios servimos nosotros los cristianos; a éste dirigimos día y noche nuestras súplicas por nosotros mismos, por todos los hombres y, señaladamente, por la salud de los mismos emperadores.

El procónsul Paterno dijo:

El obispo Cipriano contestó:

EL PROCÓNSUL.— ¿Podrás, pues, marchar desterrado a la ciudad de Curubis, conforme al mandato de Valeriano y Gali^ino?

CIPRIANO.— Marcharé.

EL PROCÓNSUL.— Los emperadores no se han dignado sólo escribirme acerca de los obispos, sino también sobre los presbíteros. Quiero, pues saber de ti quiénes son los presbíteros que residen en esta ciudad.

CIPRIANO.—Con buen acuerdo y en común utilidad habéis prohibido en vuestras leyes la delación; por lo tanto, yo no puedo descubrirlos ni delatarlos. Sin embargo, cada uno estará en su propia ciudad.

PATERNO.— Yo los busco hoy en esta ciudad.

CiPRIANO.— Como nuestra disciplina prohibe presentarse espontáneamente y ello desagrada a tu misma ordenación, ni aun ellos pueden presentarse; mas por ti buscados, serán descubiertos.

PATERNO.— Sí, yo los descubriré.

Y añadió: — Han mandado también los emperadores que no se tengan en ninguna parte reuniones ni entre nadie en los cementerios. Ahora, si alguno no observare este tan saludable mandato, sufrirá pena capital.

CIPRIANO.— Haz lo que se te ha mandado.

Entonces el procónsul Paterno mandó que el bienaventurado Cipriano obispo fuera llevado al destierro. Y habiendo pasa-do allí largo tiempo, al procónsul Aspasio Paterno le sucedió el procónsul Galerio Máximo, quien mandó llamar del destierro al santo obispo Cipriano y que le fuera a él presentado.

Volvió, pues, San Cipriano, mártir electo de Dios, de la ciudad de Curubis, donde, por mandato de Aspasio Paterno, a la sazón cónsul, había estado desterrado, y se le mandó por sacro mandato habitar sus propias posesiones, donde diariamente es-taba esperando que vinieran por él para el martirio, según le había sido revelado.

Morando, pues, allí, de pronto, en los idus de septiembre (el 13), siendo cónsules Tusco y Baso, vinieron dos oficiales, uno escudero o alguacil del officium o audiencia de Galerio Máximo, sucesor de Aspasio Paterno, y otro sobreintendente de la guardia de la misma audiencia. Los dos oficiales montaron a Cipria-no en un coche y le pusieron en medio y le condujeron a la Villa de Sexto, donde el procónsul Galerio Máximo se había retirado por motivo de salud. El procónsul Galerio Máximo mandó que se le guardara a Cipriano hasta el día siguiente. Entre tanto, el bienaventurado Cipriano fue conducido a la casa del alguacil del varón clarísimo Galerio Máximo, procónsul, y en ella estuvo hospedado, en la calle de Saturno, situada entre la de Venus y la de la Salud. Allí afluyó toda la muchedumbre de los hermanos, lo que sabido por San Cipriano, mandó que las vírgenes fueran puestas a buen recaudo, pues todos se habían quedado en la calle, ante la puerta del oficial, donde el obispo se hospedaba.

Al día siguiente, decimoctavo de las calendas de octubre (14 de septiembre), una enorme muchedumbre se reunió en la Villa Sexti, conforme al mandato del procónsul Galerio Máximo. Y sentado en su tribunal en el atrio llamado Sauciolo, el procónsul Galerio Máximo dio orden, aquel mismo día, de que le presentaran a Cipriano.

Habiéndole sido presentado, el procónsul Galerio Máximo dijo al obispo Cipriano:

—¿Eres tú Tascio Cipriano?

El obispo Cipriano respondió: —Yo lo soy.

GALERIO MÁXIMO.— ¿Tú te has hecho padre de los hombres sacrílegos?

CIPRIANO OBISPO.— Sí.

GALERIO MÁXIMO.— Los sacratísimos emperadores han mandado que sacrifiques.

CIPRIANO OBISPO.— No sacrifico.

GALERIO MÁXIMO.— Reflexiona y mira por ti.

CIPRIANO OBISPO.— Haz lo que se te ha mandado. En cosa tan justa no hace falta reflexión alguna.

Galerio Máximo, después de deliberar con su consejo, a duras penas y de mala gana, pronunció la sentencia con estos considerandos:

—Durante mucho tiempo has vivido sacrílegamente y has juntado contigo en criminal conspiración a muchísima gente, constituyéndote enemigo de los dioses romanos y de sus sacros ritos, sin que los piadosos y sacratísimos príncipes Valeriano y Galieno, Augustos, y Valeriano, nobilísimo César, hayan logrado hacerte volver a su religión. Por tanto, convicto de haber sido cabeza y abanderado de hombres reos de los más abominables crímenes, tú servirás de escarmiento a quienes juntaste para tu maldad, y con tu sangre quedará sancionada la ley.

Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la tablilla: —Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado a filo de espada.

El obispo Cipriano dijo: —Gracias a Dios.

Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos decía:

—También nosotros queremos ser degollados con él.

Con ello se levantó un alboroto entre los hermanos, y mucha turba de gentes le siguió hasta el lugar del suplicio. Fue, pues, conducido Cipriano al campo o Villa de Sexto y, llegado allí, se quitó su sobreveste y capa, dobló sus rodillas en tierra y se prosternó rostro en el polvo para hacer oración al Señor. Luego se despojó de la dalmática y la entregó a los diáconos y, que-dándose en su túnica interior de lino, estaba esperando al verdugo. Venido éste, el obispo dio orden a los suyos que le entregaran veinticinco monedas de oro. Los hermanos, por su parte, tendían delante de él lienzos y pañuelos. Seguidamente, el bienaventurado Cipriano se vendó con su propia mano los ojos; mas como no pudiera atarse las puntas del pañuelo, se las ata-ron el presbítero Juliano y el subdiácono del mismo nombre.

Así sufrió el martirio el bienaventurado Cipriano. Su cuerpo, para evitar la curiosidad de los gentiles, fue retirado a un lugar próximo. Luego, por la noche, sacado de allí, fue conducido entre cirios y antorchas, con gran veneración y triunfalmente, al cementerio del procurador Macrobio Candidiano, sito en el ca-mino de Mapala, junto a los depósitos de agua de Cartago. Después de pocos días murió el procónsul Galerio Máximo.

El beatísimo mártir Cipriano sufrió el martirio el día decimoctavo de las calendas de octubre (el 14 de septiembre), sien-do emperadores Valeriano y Galieno y reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén .

(BAC 75, 756-761)

 

Martirio de San Fructuoso, obispo, y de Augurio y Eulogio, diáconos

En Tarragona, año 259

Siendo emperadores Valeriano y Galieno, y Emiliano y Baso cónsules, el diecisiete de las calendas de febrero (el 16 de ene-ro), un domingo, fueron prendidos Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio, diáconos. Cuando el obispo Fructuoso estaba ya acostado, se dirigieron a su casa un pelotón de soldados de los llamados beneficiarios, cuyos nombres son: Aurelio, Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Cuando el obispo oyó sus pisadas, se levantó apresuradamente y salió a su encuentro en chinelas. Los soldados le dijeron:

—Ven con nosotros, pues el presidente te manda llamar junto con tus diáconos.

Respondióles el obispo Fructuoso:

—Vamos, pues; o si me lo permitís, me calzaré antes. Replicaron los soldados:

—Cálzate tranquilamente.

Apenas llegaron, los metieron en la cárcel. Allí, Fructuoso, cierto y alegre de la corona del Señor a que era llamado, oraba sin interrupción. La comunidad de hermanos estaba también con él, asistiéndole y rogándole que se acordara de ellos.

Otro día bautizó en la cárcel a un hermano nuestro, por nombre Rogaciano.

En la cárcel pasaron seis días, y el viernes, el doce de las calendas de febrero (21 de enero), fueron llevados ante el tribunal y se celebró el juicio.

El presidente Emiliano dijo:

—Que pasen Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio. Los oficiales del tribunal contestaron:

—Aquí están.

El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:

—¿Te has enterado de lo que han mandado los emperadores?

FRUCTUOSO.— Ignoro qué hayan mandado; pero, en todo caso, yo soy cristiano.

EMILIANO.— Han mandado que se adore a los dioses. FRUCTUOSO.— Yo adoro a un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene.

EMILIANO.— ¿Es que no sabes que hay dioses?

FRUCTUOSO.— No lo sé.

EMILIANO.— Pues pronto lo vas a saber.

El obispo Fructuoso recogió su mirada en el Señor y se puso a orar dentro de sí.

El presidente Emiliano concluyó:

—¿Quiénes son obedecidos, quiénes temidos, quiénes adorados, si no se da culto a los dioses ni se adoran las estatuas de los emperadores?

El presidente Emiliano se volvió al diácono Augurio y le dijo: —No hagas caso de las palabras de Fructuoso.

Augurio, diácono repuso:

—Yo doy culto al Dios omnipotente.

El presidente Emiliano dijo al diácono Eulogio:

—¿También tú adoras a Fructuoso?

Eulogio, diácono, dijo:

—Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoro al mismo a quien adora Frutuoso.

El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:

—¿Eres obispo?

FRUCTUOSO.— Lo soy.

EMILIANO.— Pues has terminado de serlo.

Y dio sentencia de que fueran quemados vivos.

Cuando el obispo Fructuoso, acompañado de sus diáconos, era conducido al anfiteatro, el pueblo se condolía del obispo Fructuoso, pues se había captado el cariño, no sólo de parte de los hermanos, sino hasta de los gentiles. En efecto, él era tal como el Espíritu Santo declaró debe ser el obispo por boca de aquel vaso de elección, el bienaventurado Pablo, doctor de las naciones. De ahí que los hermanos que sabían caminaba su obispo a tan grande gloria, más bien se alegraban que se dolían.

De camino, muchos, movidos de fraterna caridad, ofrecían a los mártires que tomaran un vaso de una mixtura expresa-mente preparada; mas el obispo lo rechazó, diciendo:

  • Todavía no es hora de romper el ayuno. Era, en efecto, la hora cuarta del día; es decir, las diez de la mañana. Por cierto que ya el miércoles, en la cárcel, habían solemnemente celebra-do la estación. Y ahora, el viernes, se apresuraba, alegre y seguro, a romper el ayuno con los mártires y profetas en el paraíso, que el Señor tiene preparado para los que le aman.

Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un lector suyo, por nombre Augustal, y, entre lágrimas, le suplicó le permitiera descalzarle. El bienaventurado mártir contestó:

  • Déjalo, hijo; yo me descalzaré por mí mismo, pues me siento fuerte y me inunda la alegría por la certeza de la promesa del Señor.

Apenas se hubo descalzado, un camarada de milicia, hermano nuestro, por nombre Félix, se le acercó también y, tomándole la mano derecha, le rogó que se acordara de él. El santo varón Fructuoso, con clara voz que todos oyeron, le contestó:

  • Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida de Oriente a Occidente.

Puesto, pues, en el centro del anfiteatro, como se llegara ya el momento, digamos más bien de alcanzar la corona inmarcesible que de sufrir la pena, a pesar de que le estaban observando los soldados beneficiarios de la guardia del pretorio, cuyos nombres antes recordamos, el obispo Fructuoso, por aviso juntamente e inspiración del Espíritu Santo, dijo de manera que lo pudieron oír nuestros hermanos:

  • No os ha de faltar pastor ni es posible falte la caridad y promesa del Señor, aquí lo mismo que en lo por venir. Esto que estáis viendo, no es sino sufrimiento de un momento.

Habiendo así consolado a los hermanos, entraron en su salvación, dignos y dichosos en su mismo martirio, pues merecieron sentir, según la promesa, el fruto de las Santas Escrituras. Y, en efecto, fueron semejantes a Ananías, Azarías y Misael, a fin de que también en ellos se pudiera contemplar una imagen de la Trinidad divina. Y fue así que, puestos los tres en medio de la hoguera, no les faltó la asistencia del Padre ni la ayuda del Hijo ni la compañía del Espíritu Santo, que andaba en medio del fuego.

 

Apenas las llamas quemaron los lazos con que les habían atado las manos, acordándose ellos de la oración divina y de su ordinaria costumbre, llenos de gozo, dobladas las rodillas, seguros de la resurrección, puestos en la figura del trofeo del Señor, estuvieron suplicando al Señor hasta el momento en que juntos exhalaron sus almas.

Después de esto, no faltaron los acostumbrados prodigios del Señor, y dos de nuestros hermanos, Babilán y Migdonio, que pertenecían a la casa del presidente Emiliano, vieron cómo se abría el cielo y mostraron a la propia hija de Emiliano cómo subían coronados al cielo Fructuoso y sus diáconos, cuando aún estaban clavadas en tierra las estacas a que los habían atado. Llamaron también a Emiliano diciéndole:

—Ven y ve a los que hoy condenaste, cómo son restituidos a su cielo y a su esperanza.

Acudió, efectivamente, Emiliano, pero no fue digno de verlos.

Los hermanos, por su parte, abandonados como ovejas sin pastor, se sentían angustiados, no porque hicieran duelo de Fructuoso, sino porque le echaban de menos, recordando la fe y combate de cada uno de los mártires.

Venida la noche, se apresuraron a volver al anfiteatro, llevando vino consigo para apagar los huesos medio encendidos. Después de esto, reuniendo las cenizas de los mártires, cada cual tomaba para sí lo que podía haber a las manos.

Mas ni aun en esto faltaron los prodigios del Señor y Salvador nuestro, a fin de aumentar la fe de los creyentes y mostrar un ejemplo a los débiles. Convenía, en efecto, que lo que enseñando en el mundo había, por la misericordia de Dios, prometido en el Señor y Salvador nuestro el mártir Fructuoso, lo comprobara luego en su martirio y en la resurrección de la carne.

Así, pues, después de su martirio se apareció a los hermanos y les avisó restituyeran sin tardanza lo que cada uno, llevado de su caridad, había recogido de entre las cenizas, y cuidaran de que todo se pusiera en lugar conveniente.

También a Emiliano, que los había condenado a muerte, se apareció Fructuoso, acompañado de sus diáconos, vestidos de ornamentos del cielo, increpándole y echándole en cara que de nada le había servido su crueldad, pues en vano creía que estaban en la tierra despojados de su cuerpo los que veía gloriosos en el cielo.

¡Oh bienaventurados mártires, que fueron probados por el fuego, como oro precioso, vestidos de la loriga de la fe y del yelmo de la salvación; que fueron coronados con diadema y corona inmarcesible, porque pisotearon la cabeza del diablo! ¡Oh bienaventurados mártires, que merecieron morada digna en el cielo, de pie a la derecha de Cristo, bendiciendo a Dios Padre omnipotente y a nuestro Señor Jesucristo, hijo suyo!

Recibió el Señor a sus mártires en paz por su buena confesión, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(BAC 75, 788-794)

 

Martirio de Santa Crispina

En Theveste, África, hacia fines del 304

Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por octava, el día de las nonas de diciembre (5 de diciembre), en la colonia de Theveste, sentado dentro de su despacho en el tribunal el procónsul Anulino, el secretario de la audiencia dijo:

  • Si das sobre ello orden, Crispina, natural de Tagura, por haber despreciado la ley de nuestros señores los emperadores, pasará a ser oída.

El procónsul Anulino dijo:

  • Que pase.

Entrado, pues, que hubo Crispina, Anulino dijo:

  • ¿Conoces, Crispina, el tenor del mandato sagrado? CRISPINA.— Ignoro de qué mandato se trate.

ANULINO.— Que tienes que sacrificar a todos los dioses por la salud de los príncipes, conforme a ley dada por nuestros señores Diocleciano y Maximiano, píos augustos, y Constancio y Máximo, nobilísimos césares.

CRISPINA.- Yo no he sacrificado jamás ni sacrifico, sino al solo y verdadero Dios y a nuestro Señor Jesucristo, Hijo suyo, que nació y padeció.

ANULINO.- Corta esa superstición y dobla tu cabeza al culto de los dioses de Roma.

CRISPINA.- Todos los días adoro a mi Dios omnipotente; fuera de Él, a ningún otro Dios conozco.

ANULINO.— Eres mujer dura y desdeñosa; pero pronto vas a sentir, bien contra tu gusto, la fuerza de las leyes.

CRISPINA.— Cuanto pudiere sucederme lo he de sufrir con gusto por mantener la fe que profeso.

ANULINO.— Tan grande es tu vanidad, que ya no quieres abandonar tu superstición y venerar a los dioses.

CRISPINA.- Diariamente venero, pero al Dios vivo y verdadero, que es mi Señor, fuera del cual ningún otro conozco.

ANULINO.— Mi deber es presentarte el sagrado mandato para que lo observes.

CRISPINA.- Un sagrado mandato he de observar, pero es el de mi Señor Jesucristo.

ANULINO.— Voy a dar sentencia de que se te corte la cabeza si no obedeces a los mandatos de los emperadores, nuestros se-ñores, a quienes se te forzará a servir, obligándote a doblar el cuello bajo el yugo de la ley. Toda el África ha sacrificado, como de ello no te cabe a ti misma duda.

CRISPINA.- Jamás se ufanarán ellos de hacerme sacrificar a los demonios; sino que sacrifico al Señor que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos.

ANULINO.— ¿Luego no son para ti aceptos estos dioses, a quienes se te obliga que rindas servicio, a fin de llegar sana y salva a la devoción?

CRISPINA.— No hay devoción alguna donde interviene fuerza que violenta.

ANULINO.—Mas lo que nosotros buscamos es que tú seas ya voluntariamente devota, y en los sagrados templos, doblada tu cabeza, ofrezcas incienso a los dioses de los romanos.

CRISPINA.— Eso yo no lo he hecho jamás desde que nací, ni sé lo que es, ni pienso hacerlo mientras viviere.

ANULINO.- Pues tienes que hacerlo, si quieres escapar a la severidad de las leyes.

CRISPINA.— No me dan miedo tus palabras; esas leyes nada son. Mas si consintiera en ser sacrílega, el Dios que está en los cielos me perdería, y yo no aparecería en el día venidero.

ANULINO.— Sacrílega no puedes ser cuando, en realidad, vas a obedecer sagradas órdenes.

CRISPINA.— ¡Perezcan los dioses que no han hecho el cielo y la tierra! Yo sacrifico al Dios eterno que permanece por los siglos de los siglos, que es Dios verdadero y temible, que hizo el mar, la verde hierba y la tierra seca. Mas los hombres que Él mismo hizo ¿que pueden darme?

ANULINO.— Practica la religión romana, que observan nuestros señores los césares invictos y nosotros mismos guardamos.

CRISPINA.— Ya te he dicho varias veces que estoy dispuesta a sufrir los tormentos a que quieras someterme, antes que manchar mi alma en esos ídolos, que son pura piedra, obras de mano de hombre.

ANULINO.— Estás blasfemando y no haces lo que conviene a tu salud.

Y añadió Anulino a los oficiales del tribunal:

—Hay que dejar a esta mujer totalmente fea, y así empezad por raerle a navaja la cabeza, para que la fealdad comienze por la cara.

CRISPINA.— Que hablen los dioses mismos, y creo. Si yo no buscara mi propia salud, no estaría ahora delante de tu tribunal.

ANULINO.— ¿Deseas prolongar tu vida o morir entre tormentos, como tus otras compañeras?

CRISPINA.— Si quisiera morir y entregar mi alma a la perdición en el fuego eterno, ya hubiera rendido mi voluntad a tus demonios.

ANULINO.— Mandaré que se te corte la cabeza si te niegas a adorar a los dioses venerables.

CRISPINA.— Si tanta dicha lograre, yo daré gracias a mi Dios. Lo que yo deseo es perder mi cabeza por mi Dios, pues a tus vanísimos ídolos, mudos y sordos, yo no sacrifico.

ANULINO.— ¿Conque te obstinas de todo punto en ese necio propósito?

CRISPINA.- Mi Dios, que es y permanece para siempre, Él me mandó nacer, Él me dio la salud por el agua saludable del bautismo, Él está en mí, ayudándome y confortando a su esclava, a fin de que no corneta yo el sacrilegio de adorar a los ídolos.

ANULINO.— ¿A qué aguantar por más tiempo a esta impía cristiana? Léanse las actas del códice con todo el interrogatorio.

Leídas que fueron, el procónsul Anulino, leyó de la tablilla la sentencia:

—Crispina, que se obstina en una indigna superstición, que no ha querido sacrificar a nuestros dioses, conforme a los celestiales mandatos de la ley de los augustos, he mandado sea pasa-da a filo de espada.

Crispina respondió:

—Bendigo a Dios que así se ha dignado librarme de tus manos. ¡Gracias a Dios!

Y, signándose la frente, fue degollada por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(BAC 75, 1142-1146)

ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA