TRATADO I I

Los deberes familiares

(CUARTO PRECEPTO DEL DECÁLOGO)

"Honra a tu padre y a tu madre»
 (Ex. 20,12)

Examinados ya los deberes para con el prójimo en su aspecto individual, nos corresponde estudiar ahora los relativos a la familia, según el plan anunciado (cf. n.7). Constituyen la materia principal del cuarto mandamiento del decálogo.

Los deberes familiares giran en torno a dos virtudes fundamentales: la caridad y la piedad (virtud derivada o parte potencial de la justicia), con algunas otras complementarias, tales como la observancia, la obediencia, la fidelidad, etc.

Estudiados ya los deberes de caridad al hablar del prójimo en general (cf. n.516 ss.), vamos a examinar ahora loa relativos a la virtud de la piedad con sus anejas y derivadas.

Para proceder ordenadamente y con la mayor claridad posible, dividire• mos la materia en dos capítulos. En el primero estudiaremos brevemente las virtudes de la piedad y de la observancia (con sus derivadas, dulía y obediencia), que fundamentan los deberes familiares. Y en el segundo expondremos estos mismos deberes con relación a los cinco miembros que constituyen o integran la familia natural y cristiana: esposos, padres, hijos, hermanos y sirvientes.


CAPITULO I

La piedad y la observancia


Como acabamos de decir, son éstas las virtudes que fundamentan los deberes familiares y cuyo conocimiento previo se impone necesariamente. Dividimos el capítulo en dos artículos, correspondientes a cada una de esas dos virtudes, con sus derivadas correspondientes.

ARTICULO I
La virtud de la piedad

825. I. Naturaleza. La palabra piedad se puede emplear en muy diversos sentidos: a) como sinónimo de devoción, religiosidad, entrega a las cosas del culto de Dios; y así hablamos de personas piadosas o devotas; b) como equivalente a compasión o misericordia; y así decimos: «Señor, tened piedad de nosotros»; c) para designar una virtud especial derivada de la justicia: la virtud de la piedad, que vamos a estudiar en seguida, y d) aludiendo a uno de los siete dones del Espíritu Santo: el don de piedad.

Como virtud especial, derivada de la justicia, puede definirse: Un hábito sobrenatural que nos inclina a tributar a los padres, a la patria y a todos los que se relacionan con ellos el honor y servicio debidos (II-II,rol,3).

El objeto material de esta virtud lo constituyen todos los actos de honor, reverencia, servicio, ayuda material o espiritual, etc., que se tributan a los padres, a la patria y a todos los consanguíneos.

El motivo de esos actos es porque los padres y la patria son el principio secundario de nuestro ser y gobernación (101,3). A Dios, como primer principio de ambas cosas, se le debe el culto especial que le tributa la virtud de la religión. A los padres y a la patria, como principios secundarios, se les debe el culto especial de la virtud de la piedad. A los consanguíneos se les debe también este mismo culto, en cuanto que proceden de un mismo tronco común y se reflejan en ellos nuestros mismos padres (101,1).

Según esto, el sujeto sobre quien recaen los deberes de la piedad es triple:

  1. Los padres, a los que se refiere principalmente, porque ellos son, después de Dios, los principios de nuestro ser, educación y gobierno.

  2. La patria, porque también ella es, en cierto sentido, principio de nuestro ser, educación y gobierno, en cuanto que proporciona a los padres —y por medio de ellos a nosotros—multitud de cosas necesarias o convenientes para ello. En ella están comprendidas todos los compatriotas y amigos de nuestra patria. El patriotismo bien entendido es una verdadera virtud cristiana.

  3. Los consanguíneos, porque, aunque no sean principio de nuestro ser y gobierno, en ellos están representados, de algún modo, nuestros mismos padres, ya que todos procedemos de un mismo tronco común. Por extensión se pueden considerar como parientes los que forman como una misma familia espiritual (v.gr., los miembros de una misma orden religiosa, que llaman «padre» común al fundador de la misma)

Por donde se ve que la piedad es una virtud distinta de las virtudes afines, tales como la caridad hacia el prójimo y la justicia legal. Se distingue de la primera en cuanto que la piedad se funda en la estrechísima unión que resulta de un mismo tronco o estirpe familiar común, mientras que la caridad se funda en los lazos que unen con Dios a todo el género humano. Y la piedad para con la patria se distingue de la justicia legal en que esta última se relaciona con la patria considerando el bien de la misma como un bien común a todos los ciudadanos, mientras que la piedad la considera como principio secundario de nuestro propio ser. Y por cuanto la patria conserva siempre este segundo aspecto con relación a nosotros, hay que concluir que el hombre, aunque viva lejos de su patria y haya adquirido carta de naturaleza en otro país, está obligado siempre a conservar la piedad hacia su patria de origen, mientras que ya no está obligado a los deberes procedentes de la justicia legal, por cuanto ha dejado de ser súbdito del gobierno de su patria.

Siendo la piedad una virtud especial, hay que concluir que los pecados que se cometan contra ella son también pecados especiales, que hay que declarar expresamente en confesión. Y así, golpear o maltratar al padre o a la madre es un pecado especial contra la piedad distinto y mucho más grave que golpear a un hombre extraño. Algo semejante hay que decir de los pecados que se cometan contra la patria en cuanto tal y contra los parientes o consanguíneos.

826. 2. Pecados opuestos. A la piedad familiar se oponen dos, uno por exceso y otro por defecto. Por exceso se opone el amor exagerado a los parientes (101,4), que impulsara a dejar incumplidos deberes más altos que los debidos a ellos (v.gr., el que renunciara a seguir su vocación religiosa o sacerdotal por el único motivo de no disgustar a su familia). Y por defecto se opone la impiedad familiar, que desatiende los deberes de honor, reverencia, ayuda económica o espiritual, etc., pudiendo y debiendo cumplirlos.

A la piedad para con la patria se opone por exceso el nacionalismo exagerado, que desprecia con palabras u obras a todas las demás naciones; y por defecto, el cosmopolitismo de los hombres sin patria, que tienen por santo y seña el viejo adagio de los paganos: «Ubi bene, ibi patria».

ARTICULO II
La virtud de la observancia

827. 1. Naturaleza. La observancia es otra parte potencial de la virtud de la justicia que tiene por objeto regular las relaciones de los inferiores para con los superiores, excepto cuando estos superiores sean Dios, los padres o las autoridades, que gobiernan en nombre de la patria, cuya regulación pertenece a las virtudes de la religión y de la piedad.

Puede definirse con Santo Tomás: Aquella virtud por la cual ofrecemos culto y honor a las personas constituidas en dignidad (II-II, 102, I ).

Cualquier persona constituida en alguna verdadera dignidad es merecedora, por ese mismo hecho, de nuestro respeto y veneración. Y así, el siervo debe respetar a su señor, el soldado a su capitán, el súbdito al prelado, el joven al anciano, el discípulo a su maestro. Ahora bien: esta actitud habitual, respetuosa y sumisa hacia los que nos aventajan en alguna excelencia o dignidad procede cabalmente de la virtud de la observancia.

Santo Tomás advierte que a las personas constituidas en dignidad se les debe honor y culto. Honor, por razón de su excelencia, y culto, obediencia o servicio, por razón del oficio de gobierno que tengan sobre nosotros (102,2). Por eso se debe honor a cualquier persona excelente, pero obediencia o servicio sólo a los que tengan gobierno o jurisdicción sobre nosotros (ad 3).

2. División. La observancia se divide en dos partes o especies: la dulía y la obediencia. Vamos a estudiarlas brevemente.

A) La dulía

828. Como indica su mismo nombre (del griego douleia=servidumbre), la dulía en sentido estricto consiste en el honor y reverencia que el siervo debe a su señor. En sentido más amplio significa el honor que se debe a cualquier persona constituida en dignidad. Y en sentido recibido comúnmente por el uso de la Iglesia significa el culto y veneración que se debe a los santos, que gozan ya en el cielo de la eterna bienaventuranza. A la Santísima Virgen, por razón de su excelencia sobre todos los santos, se le debe el culto llamado de hiperdulía (o sea, más que de simple dulía). Y a San José, el de protodulía (o sea, el primero entre los de dulía).

En su acepción filosófica, el culto de dulía supone siempre alguna superioridad o excelencia en la persona honorificada. Aunque no es menester que sea más excelente que el que lo ofrece, con tal que tenga alguna superioridad sobre otros (y así, el general honra al capitán en cuanto superior al simple soldado) o sobre él mismo en algún aspecto particular (y así, el príncipe honra a su profesor en cuanto tal) (103,2).

El honor o culto que se le debe a Dios (latria) puede ser meramente interior, ya que El conoce perfectamente los movimientos de nuestro corazón. Pero el debido a loa superiores humanos tiene que manifestarse de algún modo por algún signo exterior (palabra, gesto, etc.), porque hay que honrarles no solamente ante Dios, sino también ante los hombres (103,1).

B) La obediencia

829 1. Naturaleza. Según Santo Tomás, la obediencia es una virtud moral que hace pronta la voluntad para ejecutar los preceptos del superior (II-II,104,2 ad 3). Por precepto no se entiende solamente el mandato riguroso que obligue a culpa grave, sino también la simple voluntad del superior manifestada al exterior expresao tácitamente. Y tanto más perfecta será la obediencia cuanto más rápidamente se adelante a ejecutar la voluntad entendida del superior aun antes de su mandato expreso (104,2).

"No crea el lector que sólo son objeto de obediencia los preceptos de los superiores regulares para con sus religiosos, que con voto solemne se han obligado a ellos; porque tales son también los mandatos de los príncipes con sus mujeres, de los amos para con sus criados, de los capitanes para con sus soldados, de los sacerdotes para con los seglares; y tales, en suma, son las órdenes de cualquiera que tiene legítima autoridad para prescribirlas; con tal, empero, que esos preceptos no traspasen la esfera de las cosas a que se extiende la autoridad de quien las impone» (SCARAMELLI, Directorio ascético t.3, a.7 n.263. Cf. II-II,104,5).

El fundamento de la obediencia es la autoridad del superior, recibida directa o indirectamente de Dios. En realidad es a Dios a quien se obedece en la persona del legítimo superior, ya que toda potestad viene de Dios (Rom. 13,1). Por eso añade San Pablo que quien resiste a la autoridad, resiste al mismo Dios (ibíd., 13,2).

Si se ejecuta exteriormente lo mandado por el superior, pero con rebeldía interior en el entendimiento o en la voluntad, la obediencia es puramente material y no es propiamente virtud, aunque sea suficiente para no quebrantar el voto de obediencia con que acaso esté ligado el súbdito; y cuando se obedece interior y exteriormente precisamente porque se trata de algo preceptuado por el superior, la obediencia se llama formal y es un excelente acto de virtud.

830.2. Excelencia. La obediencia es una virtud menos perfecta que las teologales, como es evidente. Por parte de su objeto es inferior incluso a algunas virtudes morales (v.gr., la religión, que está más cerca de Dios). Pero por parte de lo que se sacrifica o inmola ante Dios es la primera y más excelente de todas las virtudes morales, ya que por las demás se sacrifican los bienes exteriores (pobreza) o los corporales (castidad) o ciertos bienes del alma inferiores a la propia voluntad, que es lo que inmola y sacrifica la virtud de la obediencia (104,3). Por eso Santo Tomás no vacila en afirmar que el estado religioso, en virtud principalmente del voto de obediencia, es un verdadero holocausto que se ofrece a Dios (Cf. II-II,186,7-8).

831. Grados de obediencia. Son clásicos los tres principales grados: a) simple ejecución exterior; b) sometimiento interior de la voluntad; c) rendida sumisión del mismo juicio interior.

La exposición y comentario de estos grados pertenece más bien a la teología ascética.

832. 4. Pecados opuestos. A la obediencia se oponen dos pecados: uno por exceso y otro por defecto.

a) POR EXCESO se oponen el servilismo o lacayismo, que consiste en una desordenada adhesión a la autoridad de alguien que impulsa a obedecerle incluso en lo indiscreto o ilícito.

b) POR DEFECTO se opone la desobediencia, que puede ser material, y va implícita en cualquier pecado, o formal, que supone desprecio de lo mandado o del que lo manda. Hay desprecio formal cuando la voluntad se niega a obedecer lo mandado precisamente porque está mandado. No lo habría si dejara de obedecer únicamente por flaqueza, negligencia, etc., pero no precisamente por estar mandado.

El desprecio formal de la cosa mandada es de suyo pecado mortal, pero admite parvedad de materia (v.gr., cuando se la desprecia por creerla de poca monta). Pero el desprecio formal de la autoridad del superior que lo mandó es siempre pecado mortal y no admite parvedad de materia (aunque se trate de una cosa de suyo leve o de poca importancia), por la grave injuria que se irroga a la autoridad legítima, despreciándola precisamente en cuanto tal, ya que toda autoridad legítima viene de Dios y a El le representa. Por eso dice San Pablo que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación (Rom. 13,2).

Cuando no envuelve desprecio formal, el pecado de desobediencia admite parvedad de materia y puede ser simplemente venial. En general hay que decir que el pecado de desobediencia es tanto más grave cuanto mayor sea la dignidad del superior que manda y mayor el precepto quebrantado.