Teología Moral: Nociones Generales

Ricardo Sada Fernández

 


La Teología Moral o simplemente Moral, es aquella parte de la Teología que estudia los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural.


 

1. NOCIONES GENERALES

1.1 Definición de Teología Moral.
1.2 La Moral como ciencia de la felicidad.
1.3 Fuentes de Teología Moral.
1.3.1 La Sagrada Escritura.
1.3.2 La Tradición Cristiana.
1.3.3 El Magisterio de la Iglesia.
1.3.4 Otras fuentes subsidiarias.
1.4 Falsas concepciones sobre la Moral.
1.4.1
Moral de actitudes.
1.4.2 Moral de situación.
1.4.3
La “Nueva Moral”.
1.4.4 Moral consecuencialista.


1.1 DEFINICIÓN DE TEOLOGÍA MORAL

La Teología Moral o simplemente Moral, es aquella parte de la Teología que estudia los actos humanos, considerándolos en orden a su fin sobrenatural.

La Teología Moral ayuda al hombre a guiar sus actos y es, por tanto, una ciencia eminentemente práctica. En su vida terrena, que es un caminar hacia el cielo, el hombre necesita de esa orientación, con el fin de que su conducta se adecúe a una norma objetiva que le indique lo que debe hacer y lo que debe evitar para alcanzar el fin al que ha sido destinado.


Analizando la definición de Teología Moral, encontramos los siguientes elementos:

a) Es parte de la Teología porque, como explica Santo Tomás de Aquino (cfr. S.Th., I, q. 2, prol.), se ocupa del movimiento de la criatura racional hacia Dios, siendo precisamente la Teología la ciencia que se dedica al estudio y conocimiento de Dios.

b) Que trata de los actos humanos, es decir, de aquellos actos que el hombre ejecuta con conocimiento y con libre voluntad y, por tanto, son los únicos a los que puede darse una valoración moral. De esta manera se excluyen otro tipo de actos:

Los que, aunque hechos por el hombre, son puramente naturales y en los que no se da control voluntario alguno: p. ej., la digestión o la respiración.

Los que se realizan sin pleno conocimiento: p. ej., aquellos realizados por un demente, o la omisión de algo por un olvido inculpable.

Los que se realizan sin plena voluntad: p. ej., una acción realizada bajo el influjo de una violencia irresistible.

c) En orden al fin sobrenatural. Esos actos humanos no son considerados en su mera esencia o constitutivo interno (lo que es propio de la psicología), ni en orden a una moralidad puramente humana o natural (lo que corresponde a la ética o filosofía moral), sino en orden a su moralidad sobrenatural: es decir, en cuanto acercan o alejan al hombre de la consecución del fin sobrenatural eterno.


De acuerdo con esto, podemos encontrar en la Moral cuatro elementos, que de alguna manera la constituyen:

1) El fundamento en que descansa, es decir, el motivo en el cual se apoya para prohibir o prescribir las acciones humanas. Se trata de un fundamento inmutable: la Voluntad santa de Dios, guiada por su Sabiduría.

2) El fin que se propone con un mandato o con una prohibición: encaminar al hombre a la posesión eterna del bien infinito.

3) La obligación que impone, que es el vínculo moral que liga a la voluntad estrictamente, para que actúe conforme al mandato divino.

4) La sanción con que remunera: el premio eterno que merece quien cumple la Voluntad de Dios, o el castigo también eterno a que se hace acreedor quien la quebranta.



1.2 LA MORAL COMO CIENCIA DE LA FELICIDAD


La Teología Moral se presenta como la ciencia de la felicidad porque muestra los caminos que a ella conducen. Los preceptos que enseña tienen sentido precisamente por la promesa de la bienaventuranza eterna que Dios ha hecho a quienes los cumplen.

Todos los razonamientos sobre la conducta no son sino una respuesta a la pregunta sobre la felicidad del hombre: El hombre no tiene otra razón para filosofar m s que su deseo de ser feliz, escribió San Agustín en la Ciudad de Dios (1. XIX, c. 1).

Felicidad terrena y orientación al fin último son cuestiones paralelas: quien se encuentra orientado en la dirección correcta va teniendo ya aquí iniciada la felicidad que poseer luego en plenitud: La felicidad en el cielo es para los que saben ser felices en la tierra (J. Escrivá de B., Forja, 1005).

Y ya que el conocimiento y la práctica de las normas morales resulta la más importante realidad en la vida del hombre, no se limitó Dios a imprimir en la naturaleza humana esa ley moral, sino que adem s la ha revelado explícitamente para que sea conocida por todos, de modo fácil, con firme certeza, y sin mezcla de error alguno (Catecismo, n. 38).

A los auxilios extrínsecos de la Revelación, Dios añade la ayuda de la gracia divina luz en la inteligencia y fuerza en la voluntad para la mejor comprensión y ejercicio de la vida moral.

Esta múltiple acción divina deja ver que la ciencia de la moral ha de ser rectora de todos los actos humanos, para que est‚n siempre conformes con su fin sobrenatural eterno.

De lo anterior se deduce la importancia y la necesidad de conocer, del modo m s completo y perfecto posible, los postulados, desarrollos y conclusiones de la ciencia moral.


1.3 FUENTES DE TEOLOGÍA MORAL


Las fuentes de la moral son todas las realidades en las que se basa esta ciencia, y de las que obtiene su fundamento. Tal fundamento es, como dijimos, la Inteligencia y la Voluntad divinas, manifestadas en:


1.3.1 LA SAGRADA ESCRITURA


Que por ser la misma Palabra de Dios, es la primera y principal fuente de la moral cristiana.

Como dice San Agustín (In Ps. 90; PL 37, 1159), la Sagrada Escritura no es otra cosa que una serie de cartas enviadas por Dios a los hombres para exhortarnos a vivir sanamente.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios estableció prescripciones de orden moral, para que el hombre conociera con certeza y sin error las normas de su conducta.

No conviene olvidar, sin embargo, que muchos preceptos del Antiguo Testamento, meramente ceremoniales y jurídicos, fueron abrogados en el Nuevo Testamento, permaneciendo, en cambio, los preceptos morales que tienen su fundamento en la misma naturaleza humana.

Incluso en el Nuevo Testamento hay también algunas prescripciones que tuvieron una finalidad puramente circunstancial y temporal, y que no obligan ya: p. ej., la abstención de comer carne de animales ahogados (cfr. Hechos 15, 29).

De lo anterior se sigue que la recta interpretación de la Sagrada Escritura no ha de dejarse como quieren los protestantes a la libre subjetividad de cada uno, sino que exige el concurso de las demás fuentes, de modo especial del juicio infalible del Magisterio de la Iglesia.


1.3.2 LA TRADICIÓN CRISTIANA


Fuente complementaria de la Sagrada Escritura. Como es sabido, no todas las verdades reveladas por Dios están contenidas en la Biblia. Muchas de ellas fueron reveladas oralmente por el mismo Cristo o por medio de los Apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo, y han llegado hasta nosotros transmitidas por la Tradición.

La Tradición se manifiesta de modos distintos, y es infalible sólo cuando est reconocida y sancionada por el Magisterio de la Iglesia. Los principales cauces a través de los cuales nos llega la Tradición son:

Los Santos Padres: conjunto de escritores de los primeros siglos de la Iglesia, que por su antigüedad, su doctrina, la santidad de la vida y la aprobación de la Iglesia merecen ser considerados como auténticos testigos de la Revelación de Cristo.

En materia de fe y costumbres, no es lícito rechazar la enseñanza moralmente un nime de los Padres sobre una verdad.

Entre ellos destacan los llamados cuatro Padres orientales: S. Atanasio, S. Basilio, S. Gregorio Nacianzeno y S. Juan Crisóstomo; y los cuatro Padres latinos: S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín y S. Gregorio Magno.

Los Teólogos: autores posteriores a la época patrística que se dedican al estudio científico y sistemático de las verdades relacionadas con la fe y las costumbres. Sobre todos ellos destaca Santo Tomás de Aquino (1225-1274), declarado Doctor común y universal, y cuya doctrina la Iglesia ha hecho propia, prescribiéndola como base para la enseñanza de la filosofía y de la teología (cfr. Dz. 2191-2192).

La misma vida de la Iglesia, desde sus inicios, a través de la liturgia y del sentir del pueblo cristiano.


1.3.3 EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Que por expresa disposición de Cristo custodia e interpreta legítimamente la Revelación divina, y tiene plena autoridad para imponer leyes a los hombres, con la misma fuerza que si vinieran directamente de Dios.

Esta autoridad la tiene no sólo en el orden privado e individual, sino también en el público y social, interpretando el derecho natural y el derecho divino positivo, y dando su juicio definitivo e infalible en materia de fe y costumbres. Recientemente lo ha recordado el episcopado latinoamericano, cuando dice que en el Magisterio de la Iglesia encontramos la instancia de decisión y de interpretación auténtica y fiel de la doctrina de fe y de la ley moral (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla, n. 374).

La infalibilidad del Magisterio eclesiástico no se da sólo en cuestión de fe, sino también en cuestiones de moral y, dentro de ésta, no exclusivamente en los principios generales, sino que llega hasta las normas particulares y concretas.

Aclaramos lo anterior ante el error de quienes afirman que las normas concretas de la ley moral natural no pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio de la Iglesia y, por tanto, es posible disentir de sus enseñanzas cuando hay motivos justos.

Sostienen estos autores que el Magisterio sólo puede enseñar de modo infalible las normas morales reveladas por Dios explícitamente como de valor permanente, o las derivadas inmediatamente de ellas.

El Concilio Vaticano II enseña, por el contrario, que el objeto posible de la enseñanza infalible de la Iglesia no es sólo lo que se contiene en la Revelación explícita o implícitamente, sino también todo lo necesario para custodiar y exponer fielmente el depósito revelado. Así fue explicado oficialmente por la Comisión Teológica del Concilio en relación al n. 25 de la Const. Lumen gentium (cfr. Acta Synodalia Sacr. Oecum. Conc. Vat. II, II, III, 1, p. 251. También la Decl. Mysterium Ecclesiae de la S. C. para la Doctrina de la Fe, del 24-VI-1973).

Es indudable que hay algunas normas morales concretas contenidas en la Sagrada Escritura y en la Tradición como permanentes y universales (especialmente el Decálogo), que el Magisterio de la Iglesia puede enseñar de modo infalible (cfr. CIC, c. 749).

“Existen normas morales que tienen un preciso contenido, inmutable e incondicionado (...): por ejemplo, la norma que prohibe la contracepción, o la que prohibe la supresión directa de la vida de la persona inocente. Sólo podría negar que existan normas que tienen tal valor, quien negase que exista una verdad de la persona, una naturaleza inmutable del hombre, fundada en último término en la Sabiduría creadora que es la medida de toda realidad” (Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional de Teología Moral, 10-IV-1986, n. 4).

La no aceptación práctica de esas normas o de esa enseñanza por parte de un elevado número de fieles, no puede aducirse para contradecir el Magisterio moral de la Iglesia (cfr. Ibid., n. 5).

Cabe, además, recordar que aunque las enseñanzas del Magisterio acerca de la fe y de las costumbres no sean propuestas como infalibles, se les debe prestar un asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad (CIC, c. 752).


1.3.4 OTRAS FUENTES SUBSIDIARIAS

Puede hablarse también de otras fuentes, entre las que ocupa un lugar preeminente la razón natural, que puede y debe prestar gran servicio a la Teología Moral, destacando la maravillosa armonía entre las normas de la moral sobrenatural contenidas en la divina Revelación, y las que propugna el orden ético puramente natural.

La Iglesia enseña que la Revelación y la razón nunca pueden contradecirse y que la razón ha de prestar valiosa ayuda en la inteligencia de los misterios de la fe (cfr. Catecismo nn. 156-159; 153.155).

En este quehacer racional destacan los filósofos paganos (Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, etc.) que, careciendo de las luces de la fe, construyeron admirables sistemas ‚ticos que apenas necesitan otra reforma que su traslado y elevación al orden sobrenatural.


1.4 FALSAS CONCEPCIONES SOBRE LA MORAL


Buscando la concepción recta de la ciencia moral, resulta útil señalar desviaciones indicativas de excesos en sentidos diversos. Sería un error pensar, por ejemplo, que el mensaje que Cristo nos trajo es el cambio de sentido de la moralidad, haciéndonos pasar del legalismo de la Ley Antigua a la disposición interior que es lo importante en la época evangélica. La moralidad no estaría, por tanto, en un orden moral objetivo, sino en la interior disposición del hombre ante Dios. De esta concepción errónea surgen tanto en el orden especulativo como en el práctico las corrientes conocidas como moral de actitudes, moral de situación, la `nueva moral", etc.


1.4.1 MORAL DE ACTITUDES

Esta desviación señala que “lo importante es la actitud que habitualmente el hombre mantiene ante Dios, y no sus actos aislados”.

Para los autores que la postulan, lo realmente necesario es que el hombre adopte una opción fundamental de compromiso de fe y de amor por Dios. “Los actos singulares no tienen relevancia, y no hay ya distinción entre pecado mortal y pecado venial. El cristianismo no es una moral, sino una doctrina de salvación”. Por tanto, “si la opción fundamental es por Cristo, no se ha de dar importancia a las obras concretas que se realicen”.

Es verdad que Dios quiere ante todo la opción por El, la intención recta, pero quiere además las buenas obras (cfr. Sant. 3, 17-18).

El error base de esta doctrina es olvidar que la libertad del hombre es la libertad limitada de una criatura herida por el pecado original y que, además, se encuentra inmersa en el tiempo y en el espacio. Por eso, realmente no se decide por Dios en un sólo acto y opción como los ángeles, sino a lo largo de toda la vida, con muchos actos que van enderezando su voluntad hacia el Señor, de manera que su decisión de amarlo y de servirlo debe ser mantenida mediante una continua fidelidad. Es, por tanto, posible, que el hombre cometa pecados mortales no sólo porque directamente se opone a Dios, sino también por debilidad.

S.S. Juan Pablo II desautoriza expresamente este planteamiento cuando aclara: se deber evitar reducir el pecado mortal a un acto de opción fundamental como hoy se suele decir contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado (Exh. Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-XII-84, n. 17).


1.4.2 MORAL DE SITUACIÓN

“La bondad o malicia de la acción no viene dada por una ley universal e inmutable, sino que se determina por la situación en que el individuo se halle”. Del estado anímico o circunstancial se quiere hacer depender la moralidad de la acción.

Se cae en este error con expresiones como `para ti, ahora, esto no es pecado", siendo aquello que se pretende justificar un precepto inmutable de la ley de Dios que no admite dispensa en ninguna circunstancia.

Contra esta desviación, la doctrina católica enseña desde siempre que la primera razón de la moralidad viene dada por la acción misma; que hay acciones intrínsecamente graves e ilícitas, al margen de situaciones límite de cualquier tipo. Aún más, puede haber circunstancias en las que el hombre tenga obligación de sacrificarlo todo, incluso la propia vida, por salvar el alma.

Recordando la enseñanza del Concilio de Trento (ses. VI, cap. XV) el Papa Juan Pablo II sale al paso de este error: existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave (Id., n. 18).

Así, siendo consecuentes con esta clara doctrina, diremos que nunca es lícito abortar, perjurar, blasfemar, etc., sean cuales fueren las circunstancias alrededor del individuo.


1.4.3 LA NUEVA MORAL

Algunos autores consideran que la moral tiene como fin “la realización del hombre” y parecen olvidar o no tener en cuenta que tal realización sólo es posible en la plena y libre identificación de su voluntad, por amor, con la Voluntad divina. Para ellos el hombre sólo existiría en su desarrollo histórico, esto es, en evolución continua. Por eso niegan la ley natural -es decir, objetiva-, a la que califican de moral cerrada, y le contraponen una moral abierta que depende de la psicología, la sociología, la biología, etc. Por consiguiente, esta nueva moral ha de fabricar sus normas concretas según las circunstancias de lugar y de tiempo: si un precepto impide, en un caso concreto, la felicidad del hombre, y su incumplimiento no produce daño a nadie, prescindir de esa norma no sólo no ser pecado, sino un acto virtuoso. Esto sucedería, p. ej., con algunos pecados contra el sexto y noveno mandamientos; en concreto, es ésta la argumentación que aducen los defensores de la homosexualidad.

Este tipo de planteamientos niegan en su raíz la naturaleza humana, pues no son capaces de encontrarle una esencia inmutable, creada por Dios con características propias desde el primer hombre hasta el último. Por eso afirman que la ley natural es variable, porque la naturaleza del hombre es histórica y, en consecuencia, mudable.

Al error anterior se añade otro: la consideración de las normas morales como obstáculos que impiden al hombre el ejercicio de la libertad, cuando en realidad sucede lo contrario: esas normas son los medios que el Creador ha dado para que fácilmente y sin error alcance el hombre el fin para el que fue creado, y por eso son una manifestación más del inmenso amor de Dios.


1.4.4 MORAL CONSECUENCIALISTA

Es una postura moral que afirma que: “la bondad o maldad de los actos depende de las consecuencias que de ellos se sigan”. En esta concepción del obrar ‚tico no se asigna valor a la acción en sí misma, sino a sus resultados. Si la derivación final de una o muchas acciones ilícitas es buena, tal bondad final justifica, para los consecuencialistas, toda la posible ilicitud anterior. La moral consecuencialista no considera la realidad de actos intrínsecamente malos, es decir, aquellos que por sí y en sí, independientemente de sus efectos posteriores, son contrarios al desarrollo en plenitud de la naturaleza humana. En definitiva, defiende el falso principio de que “el fin justifica los medios”. Esta postura se ha dado en llamar “moral o ética del mercado”, ya que sus principales planteamientos se centran en lograr los mayores beneficios en la economía del mercado. Por ejemplo, si una publicidad inmoral alcanza enormes niveles de incidencia en el público consumidor, no habría nada que objetarle, ya que los beneficios que reporta son óptimos.

Veamos las razones por las cuales es inaceptable el consecuencialismo ético.

PRIMERA: El hombre ha de saber que actúa bien o mal al comienzo de su acción, y no al final, cuando ésta ya fue realizada y es irremediable. Las consecuencias se dan al término de la acción y, en el mejor de los casos, podemos saber a posteriori, a partir de ellas, si la acción fue buena o no. Pero este conocimiento se da cuando menos interesa saberlo: ser útil sólo como experiencia para una actuación futura, pero no para el momento en que se emite el juicio.

SEGUNDA: La bondad o maldad de una acción basada sólo en sus futuras consecuencias no puede constituirse en criterio de moralidad ya que en toda acción voluntaria y libre las consecuencias no ocurren infaliblemente: se suponen como meras hipótesis que pueden darse o no. Una ciencia de la moral no puede sustentarse en solas posibilidades.

TERCERA: Las consecuencias que resultan de una acción est n necesariamente integradas dentro de la totalidad de ocurrencias del universo entero. Una consecuencia ser a su vez causa de una nueva consecuencia, y ésta a su vez de otra, y así sucesivamente. El hombre cargaría sobre sí la responsabilidad de todo el universo; no sólo de su ámbito económico y político, sino del universo entero, lo cual no puede hacer válidamente, ya que no es Dios. Para que el hombre se aventurase a cargar con tal peso requeriría al menos dos condiciones: que el número de consecuencias fuese finito, y que todas las consecuencias fuesen conocidas. Cualquier hombre sabe que ello es imposible, y que quien lo ha intentado se ha visto conducido al fracaso, p. ej., en la pretendida ilusión de gobernar todo a base de un totalitarismo centralista.


Ricardo Sada y Alfonso Monroy