El Cuarto Mandamiento
Aurelio Fernández
En este mandamiento se integra el amor de los esposos entre si, el amor de los padres a los hijos y de estos a sus padres, el amor compartido de los hermanos, y se alarga hasta el amor entre los demás miembros de la familia. Por extensión, se estudia la relación con las autoridades civiles.
Con la exposición del cuarto mandamiento iniciamos el estudio de los siete
preceptos que se recogen en la «segunda tabla»; es decir, los referidos a la
convivencia con los demás hombres. El Antiguo Testamento los simplifica y
resume en uno: «Amarás al prójimo como a ti mismo ». Tal es la formula que
repite Jesucristo en respuesta al fariseo que le pregunta por la esencia de la
moral. Jesús precisa que los tres primeros preceptos se resumen en uno: «amar
a Dios» y que los siete restantes -a modo de segundo precepto- se concretan en
el «amor al prójimo». y Jesús concluye: «No existe otro mandamiento mayor que
éstos» (Mc 12,29-31).
El primer mandamiento de esta «segunda tabla» es la práctica del amor en el
ámbito de la familia. Ello indica el orden de la caridad que se inicia con
aquellos «prójimos» que están más «próximos», o sea los que tienen la misma
sangre. En este mandamiento se integra el amor de los esposos entre si, el
amor de los padres a los hijos y de estos a sus padres, el amor compartido de
los hermanos, y se alarga hasta el amor entre los demás miembros de la familia
(abuelos, tíos, etc). Por extensión, se estudia en este mandamiento la
relación con las autoridades civiles (maestros, gobernantes, magistrados,
etc.), que ejercen una respuesta cuidadosa vigilancia sobre los ciudadanos.
El Decálogo en enuncia este mandamiento en los siguientes términos: « Honra a
tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar » (Ex 20,12). Una fórmula semejante se encuentra
en el Deuteronomio (Dt 5,16).
El matrimonio cristiano
El hombre nace en una familia y él mismo está orientado a vivir en un ámbito
familiar. El Génesis describe el origen de la vida human a en el seno de una
pareja, unida en matrimonio. Bajo el relato de Adán y Eva, la historia de la
humanidad es la crónica del desarrollo de esta primera familia.
La familia es una institución natural. Mas aun, cabe decir que es la mas
natural de las instituciones, pues responde a las exigencias del ser humano.
De hecho, la constitución somático y psíquica del hombre y de la mujer están
no solo orientados el uno al otro, sino que tienden a formar una pareja
estable. De este modo, el matrimonio monogámico y permanente es la realidad
más común y sólida de la historia humana, pues se encuentra en todos los
tiempos y en las más diversas culturas. Este dato es confirmado por los
estudios de la historia primitiva y de la etnología. Es una tesis comúnmente
aceptada que la poligamia y el divorcio no son fenómenos originarios, sino
originados, que aparecen en el tiempo por causas bien distintas.
Para el cristiano este dato histórico está corroborado expresamente por la
Revelación. Pues, si bien es cierto que muy pronto esa primera página de la
Biblia se oscurece, primero con la poligamia (Gn 4, 19) y más tarde con el
divorcio (Dt 24, 1-4) , sin embargo, nos consta que esas malas costumbres se
introdujeron «por la malicia del corazón». Jesucristo lo confirma en respuesta
a una pregunta que se le hace sobre este tema: “¿Es lícito al marido repudiar
a su mujer?”. Y Jesús responde: «Al principio de la creación los hizo Dios
varón y hembra; por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y serán los
dos una sola carne. De manera que no son dos, sino una sola carne» (Mc
10,5-9).
Este testimonio de Jesús es tan esclarecedor, que con esta doctrina apela al
plan originario de Dios, tal como se describe en el Génesis. Además, Cristo se
detiene en condenar la ruptura del matrimonio, pues añade: «El que repudia a
su mujer y se casa con otra, adultera contra aquella, y si la mujer repudia al
marido y se casa con otro, comete adulterio». Y Jesucristo rubrica esta
enseñanza tan lúcida con esta sentencia final que perdura a lo largo de la
historia como un foco de verdad: «Lo que Dios unió, no lo puede separar el
hombre». Por consiguiente, romper el matrimonio no está en manos de los
esposos.
La reacción de los Apóstoles confirma que esta expresión ha de entenderse en
sentido literal. Ellos, conforme a la costumbre de la época, admitían un
cierto divorcio por parte del marido, de aquí que, extrañados, comentaron al
Maestro: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse»
(Mt 19, 10). Por consiguiente, Jesús expone la verdadera doctrina sobre el
matrimonio: lo hace de modo reiterado, rechaza el divorcio vigente en Israel y
aclara las ideas a sus propios discípulos. Esta enseñanza es repetida por San
Pablo a los cristianos de Corinto:
“En cuanto a los casados, el precepto no es mío, sino del Señor: que la mujer
no se separe del marido, y de separarse, que no vuelva a casarse o se
reconcilie con el marido y que el marido no repudie a su mujer” (1 Cor7,11).
Y esta misma doctrina es la que enseña reiteradamente el magisterio a lo largo
de la historia. El Concilio Vaticano II enseña:
«El marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola
carne (Mc 19,6), con la unión intima de sus “personas y actividades se ayudan
y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada
vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo
mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su
indisoluble unidad» (GS 48).
En este texto, el Concilio recoge la enseñanza de Jesús y como tal lo profesa
la Iglesia Católica: el matrimonio es uno e indisoluble; es decir «uno con una
y para siempre».
La familia en el plan de Dios
Desde el inicio del relato bíblico, las relaciones entre Adán y Eva se
prolongan en los hijos, de forma que esta original y primera familia cumple el
proyecto inicial Dios. En efecto, el Señor «les bendijo» y les dio el mandato
de «creced y multiplicaos» (Gn 1, 28). Precisamente, la bendición divina iba
orientada a este fin: la procreación de los hijos. Con ello los esposos
expresaban la fecundidad de su amor esponsal.
Del matrimonio, pues, se origina la familia. La familia es el ámbito en el que
cabe pronunciar con la mayor verdad y más puro afecto, los términos «esposa»,
«esposo», «madre», «padre», «hija», «hijo», «hermana», «hermano»... En la
familia originada en el matrimonio es donde el amor de los esposos se
materializa en el hijo, fruto fecundo del amor esponsalicio. Los hijos son
como la plasmación de su propia persona. En este sentido, la convivencia
familiar se traduce en una comunión de sentimientos y afectos que, cuando oran
y se relacionan con Dios, eleva y aumenta el espíritu de convivencia de los
padres entre sí y de estos con los hijos. Tal comunión entre los distintos
miembros de la familia refleja la comunión de Dios en la mismidad de su ser
trinitario. Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia. Católica.:
«La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la
comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y
educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en
la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana, la lectura de la
Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es
evangelizadora y misionera» (CEC 2205).
La familia cristiana tiene también relación con la grandeza de la Iglesia. Si
el matrimonio, en expresión de san Pablo, refleja la unión de Cristo con su
Iglesia (Ef 5, 32). en lógica consecuencia, la familia tiene una especial
dimensión eclesial. Por eso se habla de la familia como «Iglesia doméstica».
Así se expresa el Papa Juan Pablo II:
«La familia cristiana está llamada a hacer la experiencia de una nueva y
original comunión que confirma y perfecciona la natural y humana (...). Una
revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por
la familia cristiana, que también por esto puede y debe decirse 'Iglesia
doméstica'» (FC21).
Por su grandeza y por las amplias significaciones que aúna en relación a
Cristo y a la Iglesia, cabe deducir que el matrimonio es para el hombre y la
mujer una verdadera vocación. Por eso el amor entre los esposos se sella con
un sacramento. O sea, con una cualificada presencia de Jesucristo entre ellos.
El sacramento del matrimonio es, pues, un designio de Dios por el que concede
a los esposos la gracia de caminar juntos hacia la santidad:
«Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca
tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos
a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están llamados a incorporarse a
los designios divinos para la salvación de rodos los hombres»1.
Tal grandeza del matrimonio ha sido reconocida siempre por la Iglesia, también
ha sido alabada por los santos y ha sido vivida por muchos matrimonios
cristianos, los cuales, a lo largo de la historia, han sido ejemplo de
entrega, de fidelidad y de servicio a la convivencia social. Por eso afirmo el
Concilio Vaticano II que “la salvación de la persona y de la sociedad humana y
cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal
y familiar» (GS 47).
Deberes de los esposos entre sí
La teología moral enseña las obligaciones éticas que origina el matrimonio.
Estas son muchas e importantes, pues se corresponden con la grandeza de este
sacramento. Cabe desglosarlas en dos ámbitos: deberes de caridad y deberes de
justicia.
a) Deberes de caridad
La santidad del matrimonio demanda que los esposos se amen mutuamente. Al
casarse, la Iglesia, con palabras de San Pablo, les recordó que debían amarse
como «Cristo ama a su Iglesia». Se trata no solo de amarse, ciertamente, con
amor humano, sino también con un amor sobrenatural. Es preciso aclarar que el
hombre y la mujer se casan porque se aman con amor sensible (eros) y con amor
afectivo (filia). Pero el sacramento eleva ese doble amor sensible-sentimental
a amor sobrenatural (ágape)2. De esa novedad sacramental se siguen, entre
otras, dos consecuencias:
- los esposos deben conservar, fomentar y aumentar el amor humano;
- siempre, pero sobre todo cuando el amor humano decrece, los esposos han de
recurrir al amor sobrenatural mediante la oración y la recepción de los
sacramentos.
Los esposos pueden pecar contra los deberes del matrimonio de modo diverso:
- por omisión, en caso de que desatiendan el cuidado del afecto mutuo;
- internamente, cuando fomentan pensamientos y sentimientos malos, contrarios
a la caridad, de enemistad uno contra otro;
- externamente, cuando se insultan y no se respetan mutuamente.
b) Deberes de justicia
El matrimonio es un compromiso que origina deberes y obligaciones que
comprometen la vida de los cónyuges. El primer deber de justicia es superar
las dificultades que se pueden presentar en la vida conyugal y que obliga a
poner los medios adecuados para custodiar la fidelidad conyugal. La «unidad» e
«indisolubilidad» del matrimonio exigen que se tomen las cautelas necesarias
para mantener estas dos cualidades esenciales del matrimonio.
Algunos derechos-deberes reciben garantía jurídica en los diversos Códigos
Civiles. Pero, además de la ley civil, vinculan la conciencia de los esposos,
de forma que, si no se cumplen ocasionan -aun en caso de que no sea delito
civil- una falta moral; es decir, los esposos cometen un pecado cuando
conculcan esos derechos y no cumplen los respectivos deberes. Los pecados más
frecuentes de los esposos contra la justicia son los siguientes:
- Negarse a prestar el debito conyugal
San Pablo precisa: «El marido otorga lo que es debido a la mujer, e igualmente
la mujer al marido» (1 Cor 7,3). Puede darse una causa justa para negarse, tal
puede ser si uno de los cónyuges en ese momento estuviese bajo el efecto del
alcohol o de la droga.
- Respeto a los bienes propios
Los esposos deben respetar los bienes patrimoniales y, en caso de separación
de bienes, han de reconocer y acatar, según justicia, los bienes de cada uno.
- Respeto a otros bienes personales
Entre los esposos existen otros derechos que deben ser respetados. Por
ejemplo, la intimidad psicológica, la vida religiosa personal, los derechos de
conciencia y aquellos ámbitos de libertad que no se incluyen en los deberes
propios de esposo o esposa, como son los gustos y aficiones personales, los
ideales políticos y culturales, etc. Si bien, por la paz del hogar, en
ocasiones, se puede ceder en favor de una convivencia conyugal armoniosa.
Deberes de los padres para con los hijos
Es normal que estos deberes no resulten demasiado enojosos para los padres,
puesto que existe en ellos un sentimiento muy íntimo para cumplirlos. Cabe
distinguir deberes de caridad y de justicia, aunque no es fácil delimitar este
doble campo, pues en los padres justicia y caridad casi siempre se
identifican.
a) Deberes de caridad
El deber fundamental es amarlos con amor materno-paterno-filial. Es un «fácil
deber» que brota espontáneo del corazón de la madre y del padre desde el
momento de la concepción. Pero en ocasiones tendrán que esforzarse en
manifestarles ese amor. Tal puede ser en épocas de adolescencia e incluso de
madurez, cuando los hijos no hayan tenido un comportamiento adecuado con
ellos. En todo caso, los padres lo son durante toda la existencia de sus
hijos, y de un modo u otro han de manifestarles su amor. En verdad, siempre,
pero más en estas situaciones difíciles, los padres tienen la obligación de
rezar por sus hijos.
Pero la virtud de la caridad integra -como virtud que la acompaña- la
fortaleza. De aquí la obligación que incumbe a los padres de corregir a sus
hijos. Un amor sin fortaleza es una caricatura de amor, por eso, precisamente,
los padres tienen obligación de educarlos y de corregirlos.
Por amor a los hijos, los padres pueden orientar y aconsejar la vocación de
sus hijos, pero también han de respetarla sin coacción. La vocación
profesional responde a la naturaleza del hijo, nace con el y en su ejercicio
se descubre la voluntad de Dios. Este respeto ha de ser más esmerado cuando el
hijo descubre la vocación de entregarse a Dios, bien sea en el sacerdocio, en
el estado religioso o en un determinado apostolado en el mundo. Los padres no
pueden entorpecer, mas aún deben facilitar la respuesta generosa del hijo a la
vocación divina, sin emplear la coacción.
b) Deberes de justicia
La obligación mas grave de los padres es la de educar a sus hijos. Es un deber
que no pueden delegar totalmente ni en el Estado, ni en la sociedad, ni en la
escuela, ni siquiera en la parroquia. Juan Pablo II califica este derecho de
los padres con estos calificativos:
“El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial,
relacionado como están con la transmisión de la vida humana; como original y
primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la
relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e
inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o
usurpado por otros” (PC 36).
En resumen, según Juan Pablo II, el deber de los padres de educar a sus hijos
goza de estas cinco notas: esencial, original, primario, insustituible e
inalienable.
Los ámbitos de la educación son todos aquellos que integran la unidad de la
persona humana. En concreto: la salud y el bienestar del cuerpo, el desarrollo
intelectual, la fortaleza de la voluntad, la madurez afectiva, el sentido
social y la formación moral y religiosa. Es, en verdad, una tarea amplia y
difícil para la cual apenas hay recetas. Según el Papa Juan Pablo II, el
recurso imprescindible es el amor:
« El elemento más radical que determina el deber educativo de los padres, es
el amor paterno a materno que encuentra en la acción educativa su realización,
al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se
transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía
toda acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura,
constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el
fruto mas precioso del amor » (PC 36).
En este texto, se enuncian las normas mas eficaces de la pedagogía. Son las
siguientes: la dulzura, la constancia, la bondad; la actitud de servicio, el
desinterés y el espíritu de sacrificio. Todas ellas actitudes son difíciles de
tener y de cumplir, pero para llevarlas a la práctica los padres cuentan con
la gracia de Dios.
Obligaciones de los hijos para con los padres
La Biblia las enuncia solemnemente y con esta promesa:
“Honra a tu padre ya tu madre, para que se prolongue tus días sobre la tierra
que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20,12). El mismo precepto se repite en
el Deuteronomio (Dt 5,16). Los textos sobre las obligaciones de los hijos con
los padres menudean en otros muchos textos bíblicos. Por ejemplo, el libro de
los Proverbios enseña: «Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no
desprecies la lección de tu madre» (Prov 6,20-21). El libro del Eclesiástico
sentencia: “Quien honra a su padre expía sus pecados, como el que atesora es
quien da gloria a su madre. Quien honra a sus padres recibirá contento con sus
hijos» (Ecles 3,2-3). San Pablo en la carta a los Colosenses insiste:
«Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato al Señor» (Col
3,20). Ya los cristianos de Éfeso, les escribe: «Hijos, obedeced a vuestros
padres en el Señor, porque esto es justo. 'Honra a tu padre y a tu madre', tal
es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y
se prolongue tu vida sobre la tierra» (Ef6,1-2).
La obligación de los hijos de amar a padres responde a los imperativos del
amor y de la justicia. Son tan claros, que no es posible detenerse a
enunciarlos. Quizás sea preciso subrayar que el deber de los hijos para con
sus padres no se reduce a la obediencia cuando son menores de edad, sino que
les obliga a amarlos y atenderlos cuando los hijos son mayores. Sobre el tema,
baste mencionar esta enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica:
«El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus
responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben
prestarles ayuda material y moral en los años de la vejez y durante sus
enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda ese
deber de gratitud (cf Mc7,10-12),) (CEC 2218).
Ante la situación actual, en una sociedad envejecida y unas condiciones
sociales que fomentan la «familia reducida», se hace más urgente la necesidad
de recordar a los hijos la obligación de atender a sus padres ancianos. A este
respecto, la Exhortación Apostólica Familiaris consortio lamenta «el abandono
o la insuficiente atención de que los ancianos son objeto por parte de los
hijos y de los parientes» (FC 77).
La familia y la sociedad
La familia es el valor primario y más decisivo de la vida social y política de
un pueblo. Es ya clásico el principio de que la «familia es la célula original
de la sociedad», en el sentido de que, al modo como la vida del individuo se
constituye desde un primer tejido celular especifico, de modo semejante, la
primera célula del tejido social es la familia. Un viejo filósofo griego,
Sócrates sentenció: «Quien es bueno en la familia es también un buen
ciudadano». Y es que la sociedad no es más que la continuidad de la familia:
si el individuo es moralmente sano en la familia, así se comportará en la vida
social, pero, si sale corrompido, entrará corrompido en la sociedad. El
Concilio Vaticano II enseña:
«La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está
estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar» (GS
47).
En efecto, ya des de que aparece la vida humana, el individuo nace, crece y se
perfecciona como tal en la familia, dado que es el núcleo donde la persona es
reconocida por si misma y no por 1o que vale o representa (cfr. GS 24). Pues
bien, es precisamente en la familia donde el hijo -ciudadano de la sociedad
política de un pueblo- recibe los fundamentos de toda educación: el sentido de
la libertad y de la responsabilidad, el desarrollo de las virtudes humanas y
sociales, la importancia de la vida moral y de la convivencia, etc. Es un
derecho de los padres, reconocido por el Concilio Vaticano II:
«El papel de los padres en la educación es de tal peso que, en lo que falta la
acción de ellos, difícilmente pueden ser sustituidos. Pues de los padres es
crear en la familia los hombres que favorezcan a la educación integra personal
y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las
virtudes sociales, de que todas las sociedades necesitan. Sobre todo en la
familia cristiana (...) los hijos sienten la primera experiencia de una sana
sociedad humana y de la Iglesia. Por medio de la familia, en fin, se van
introduciendo suavemente en la sociedad civil (GE 3).
Por todo ello, la familia es la verdadera escuela de la formación de los
ciudadanos. De ahí, el deber de los Estados de ayudar a la familia y de
prestarle los auxilios necesarios para que cumpla con facilidad y éxito su
misión educadora: de las buenas familias salen los mejores ciudadanos, pues en
el seno de la familia se inicia la vida en sociedad.
Este deber es aún más urgente en nuestra época en la que la institución
familiar sufre una profunda transformación. La atención a la familia ha de ser
más decisiva, por cuanto, en medio de los cambios, se corre el peligro de
perder elementos que le son esenciales y por ello no pueden estar sujetos a
revisión.
- Sobre el tema llamó la atención el Concilio Vaticano II:
“La dignidad de esta institución no brilla en todas partes-con el mismo
esplendor, puesto que esta oscurecida por la poligamia, la epidemia del
divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es mas, el amor
matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los
usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación
económica, socio-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para
la familia” (GS 47).
-Ahora bien, la situación actual de la familia es aún más oscura que la
descrita en este texto conciliar del año 1965. A esos datos, hay que añadir el
aumento del divorcio, la convivencia marital sin vínculo social alguno tan
extendida, las «familias monoparentales», las nuevas corrientes en torno a la
procreación y sobre todo el hecho de que se desdibuje la verdad sobre el
matrimonio. Es el caso de las «parejas de hecho», que desfiguran y perturban
la relación hombre-mujer, con el agravante de que se pretende identificar la
familia, nacida del matrimonio, con este otro tipo artificial de convivencia
marital. Y más grave todavía, por cuanto algunos Estados reconocen ya
jurídicamente, en igualdad de derechos, la familia matrimonial y esas parejas
de convivencia que niegan obviedades sobre el ser propio del hombre y de mujer
y su relación mutua.
Por todo ello, es apremiante que los Estados esmeren su atención alas familias
mas comunes, que son las que tienen su origen en el matrimonio. Esa atención
debe cubrir diversos campos, entre otros, los siguientes: facilidad para
contraer matrimonio en edad adecuada, apoyos para obtener una vivienda digna,
ayuda econ6mica a las familias numerosas, mejoras fiscales, garantía para
ejercer el derecho de elegir .para sus hijos la educación mas acorde a con sus
creencias, etc. Se esta llegando a la convicción de que la justicia en los
Estados modernos se mide, fundamentalmente, por la equidad con que se
considera la institución familiar.
Las autoridades civiles y la familia
La Iglesia no deja de recordar la obligación que tienen los gobernantes de
cuidar, proteger y ayudar alas familias. En consecuencia, la política
educativa debe ser la tarea prioritaria de los Estados. El Catecismo de la
Iglesia Católica, siguiendo la enseñanza de Juan Pablo II (FC 46), fija los
deberes más urgentes de la comunidad política con las familias en los
siguientes puntos:
1. Facilitar el ejercicio de la libertad para fundar un hogar, tener hijos y
educarlos de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas.
2. Proteger la estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar.
3. Hacer posible la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus
hijos en ella, con los medios y las instituciones necesarios.
4. Garantizar el derecho a la propiedad privada, la libertad de iniciativa, de
tener un trabajo, una vivienda y el derecho de emigrar.
5. Legislar de forma que se proteja la atención medica, la asistencia de las
personas mayores y de los subsidios familiares.
6. Proteger la seguridad y la salud de los ciudadanos, y de modo especial
evitar los peligros de la droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.
7. Fomentar las asociaciones familiares y la creación de entidades intermedias
entre la familia y el Estado.
Y, después de asentar estos principios, el Catecismo concluye formulado el
siguiente deseo:
“Las comunidades humanas están compuestas de personas. Gobernarlas bien no
puede limitarse simplemente a garantizarlos derechos y el cumplimiento de
deberes, como tampoco a la sola fidelidad a los compromisos. Las justas
relaciones entre patronos y empleados, gobernantes y ciudadanos, suponen la
benevolencia natural conforme a la dignidad de personas humanas deseosas de
justicia y fraternidad” (CEC 2213).
Para defender los derechos de la familia y advertir a los Estados sobre la
ayuda que deben prestar para cumplir tales derechos, la Iglesia ha promulgado
la Carta de los Derechos de la Familia. En ella recoge una lista de derechos
familiares que deben ser reconocidos y defendidos, puesto que, como se afirma
en la introducción, no son exclusivos de los que profesan la fe católica, sino
que derivan del ser propia del hombre:
«Los derechos enunciados en esta Carta están impresos en la conciencia del ser
humano y en los valores de toda la humanidad. La visión cristiana está
presente en .esta Carta como luz de la Revelación divina que esclarece la
realidad natural de la familia. Estos derechos derivan en definitiva de la ley
inscrita en el corazón de todo ser humano».
Esta es la valiosa aportación de la Iglesia a la sociedad y a la cultura de
nuestro tiempo, puesto que algunos sectores están desorientados e incluso
parece que han perdido las directrices que ha de seguir la familia para ser la
verdadera escuela de la felicidad personal y del bienestar social.
Las autoridades en la sociedad civil
Al cuarto mandamiento pertenece también el estudio ético de las relaciones
entre la autoridad civil y los ciudadanos (cf. CEC 2244-2246). Además de 10
que se expone en el capítulo X, dedicado al estudio de la justicia, el tema
está ampliamente tratado en otro volumen de esta Colección: Cristianos en la
Sociedad (D. Melé).
Aquí solo resaltamos la función de la autoridad de atender en todo momento la
consecución del bien común de la sociedad. Por su parte, los súbditos también
han de contribuir al bien de común con el cumplimiento de cuatro obligaciones
graves:
- cumplimiento de las leyes justas
- la participación en la vida pública
- el compromiso de cumplir con el ejercicio del voto
- el deber ciudadano de pago de impuesto.
Sobre estos temas es abundante la enseñanza magisterial, tanto a nivel
pontificio como episcopal. A este respecto, conviene recordar la Nota
Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, «Sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
pública, (24-XI-2002).
Es de admirar la grandeza del matrimonio, tal como lo enseña la Revelación y
lo propone la moral cristiana. Frente a otros modelos que ofrecen algunos
ámbitos de la vida social, es evidente que el matrimonio cristiano responde a
la naturaleza del ser humano y ofrece al hombre y a la mujer un estilo de vida
que engrandece su existencia. Es en el ámbito de la familia, nacida del
matrimonio, donde las grandes palabras como «esposa» y «esposo», «madre» y
«padre», «hija» o «hijo», «hermana» o «hermano» adquieren su sentido propio,
porque respetan el vínculo nacido de la sangre y porque responden a los
sentimientos más profundos del ser humano.