¿Cómo vivimos el Primer Mandamiento?
Nuestra fe y amor a Dios crece si recibimos debidamente dispuestos los sacramentos, nos esforzamos por ser almas de oración y llevamos una vida coherente entre la fe y las obras.
Primer mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas
No deja de ser una enorme superficialidad el comentario de aquellos que, con
ganas de polemizar, dicen que Dios es egoísta porque nos ha hecho para darle
gloria. Olvidan que otro fin hubiera sido indigno de Él, al grado de quedar
subordinado a aquella otra finalidad y dejar, por ello, de ser Dios.
Ya dijimos que, al darle gloria encontramos nuestra felicidad. Es, pues,
correcto afirmar que Dios nos ha hecho para ser eternamente felices con Él. Y
que esa felicidad se gana a través de los actos libres, pues sólo en la
libertad cabe el amor. Nada debe, pues, estar subordinado al Amor que nos dará
esa eterna dicha: ni las cosas del mundo, ni los seres queridos, ni la propia
salud o la vida. “Con todo el corazón, el alma, la mente, las fuerzas”:
consecuencia ineludible de ser Dios el Ser Supremo, Infinitamente Bueno, que
nos ha hecho para comunicarnos su inefable felicidad.
Resulta claro que de este precepto se derivarán muchísimas consideraciones.
Incluso es válido afirmar que resume a todos los demás: si amo a Dios honraré
su nombre, le daré culto, amaré a mis padres, serviré a mi prójimo, controlaré
mis tendencias rebeldes, etcétera. Pero los moralistas van por orden: nos
dicen que, bajo este primer mandamiento, hemos de incluir ante todo aquellas
virtudes que más directamente se relacionan con Dios: la fe -hemos de creer en
Él para amarlo-; la esperanza -debemos confiar que alcanzaremos a poseer el
objeto de nuestro amor-; la caridad, que es la virtud específica de este
precepto, y, por último, la virtud de la religión, reguladora de las
relaciones entre Dios y el hombre.
La fe: para amar debo empezar por creer
La fe es el primer contacto con Dios. El inicio de toda posible comunicación
se da con esta virtud por la que, como dice San Agustín, “tocamos a Dios”.
Esta virtud se infunde en nuestra alma, junto con la gracia, al ser
bautizados. Y crece si recibimos debidamente dispuestos los sacramentos, somos
almas de oración y llevamos una vida coherente entre la fe y las obras. Pero
es muy oportuno, para que la virtud crezca, ejercitarnos haciendo actos de fe.
Esta virtud podría quedar anquilosada, “vieja”, si no la vitalizamos haciendo
actos de fe. Hacemos un acto de fe cada vez que asentimos conscientemente a
las verdades reveladas por Dios; no precisamente porque nos hayan sido
demostradas y convencido científicamente, sino primordialmente porque Dios las
ha revelado. Dios, al ser infinitamente sabio, no puede equivocarse. Dios, al
ser infinitamente veraz, no puede mentir. Por eso, si cuando Dios dice que
algo es de una manera, no se puede pedir certidumbre mayor. La palabra divina
contiene más certeza que todos los razonamientos filosóficos, pruebas de
computación y demostraciones matemáticas posibles.
Por otra parte, para nosotros que ya poseemos la fe, es muy importante no
dormirnos en nuestros laureles. No podemos estar tranquilos pensando que,
porque de niños se nos enseñó el catecismo, ya sabemos todo lo que nos hace
falta sobre religión. Una inteligencia adulta necesita una comprensión de
adulto de las verdades divinas. Oír con atención homilías y pláticas, leer
libros y folletos doctrinales, asistir a cursos o conferencias, no son simples
aficiones, actividades sólo para quienes tengan esa “especial” sensibilidad.
Éstas no son prácticas “devotas” para “personas peculiares”.
Para todos los hombres es un deber procurarnos un adecuado grado de
conocimiento de nuestra fe, deber que establece el primero de los
mandamientos. No podemos hacer actos de fe sobre una verdad o verdades que ni
siquiera conocemos, pues fides ex auditu, dice San Pablo, la fe viene del oír.
Nuestras dudas contra la fe desaparecerían si nos tomáramos la molestia de
estudiar un poco más el contenido de sus verdades.
Ahora bien, es en nuestro interior donde comienzan los deberes para con la fe.
En nuestra mente Dios nos pide que hagamos actos de fe, que le demos culto por
el asentimiento explícito a sus dogmas. ¿Con qué frecuencia hay que hacer
actos de fe? No hace falta decir que a menudo, pero especialmente debo
hacerlos cuando llega a mi conocimiento una verdad de fe que antes ignoraba.
Debo hacer un acto de fe (por ejemplo, rezando el Credo) cada vez que se
presente una tentación contra esta virtud u otra cualquiera en que la fe esté
implicada. Debo hacer un acto de fe cada vez que paso delante del Sagrario, o
cuando el sacerdote muestra la Sagrada Hostia en la Consagración. Debo hacer
actos de fe frecuentemente en la vida, para que no quede inactiva por falta de
ejercicio.
Los deberes hacia la fe no sólo se refieren al ámbito interior. Hace falta que
esa fe se manifieste, es decir, que hagamos profesión externa de nuestra fe.
Este deber resulta imperativo cuando lo exijan el honor de Dios o el bien del
prójimo. El honor de Dios lo exige cuando omitir esta profesión de fe
equivaldría a su negación. Este deber no obliga sólo en las circunstancias
extremas, como en la Roma de Nerón o en la Rusia de Stalin. Se aplica también
a la vida cotidiana de cada uno de nosotros cuando, por ejemplo, sentimos
vergüenza de manifestar nuestra fe por miedo a que eso perjudique nuestros
negocios, por miedo a llamar la atención, a las ironías o al ridículo. El
católico que asiste a un espectáculo inmoral, aquel que estudia en la
universidad agnóstica, la católica que tiene reuniones sociales, y miles de
ocasiones parecidas, pueden dar lugar a que disimular nuestra fe equivalga a
su negación, con menoscabo del honor que a Dios se le debe.
Además, si dejamos de profesar nuestra fe por cobardía, es frecuente que el
prójimo también resulte perjudicado. Muchas veces el católico o la católica
menos fuertes en la fe, observan nuestra conducta antes de decidir su forma de
actuar. Tendremos muchas ocasiones en que la necesidad concreta de dar
testimonio de nuestra fe surgirá de la obligación de sostener con nuestro
ejemplo el valor de otros. Nadie se salva ni se condena solo.