Ya
hemos puestos los fundamentos de la moral Cristiana desde la dimensión antropológica
de la libertad y la opción fundamental, y desde la Revelación de la voluntad
divina manifestada en los últimos tiempos en Jesucristo. Ahora nos
introduciremos en algunos temas que llamamos “generales” o “básicos”,
porque forman parte de los conceptos necesarios en todo discernimiento moral.
En
esta segunda parte nos centraremos en tres temas: La conciencia, la ley y el
pecado, formarán los tres módulos siguentes. Comencemos entonces con el primer
tema.
La
reflexión cristiana, siguiendo una terminología y una problemática ya
presente en San Pablo, le dio al hecho del conocer y del discernir moral del
creyente, en cuanto portador de un mandato incondicional y decisivo de Dios, el
nombre de conciencia.
La
conciencia, tal como la entiende la tradición moral católica, es una realidad
muy compleja, pero central en la experiencia moral del creyente que lo pone
personalmente presente en diálogo con el Dios de la salvación.
Esta
complejidad ya se manifiesta en la imágenes populares que nos hablan de ella.
Desde las civilizaciones más antiguas hasta en el vocabulario corriente de hoy
se la denomina:
“voz
de Dios”
“gusano
que corroe o remuerde”
“acusador”
“testigo”
“inquilino
interior” (en Mafalda de Quino)
“juez”
Decimos
“en conciencia debo hacer tal cosa”
o
“es una persona de conciencia”
o
que tiene “buena conciencia” o “mala conciencia”.
Hablamos
de “libertad de conciencia” … Y podríamos seguir agregando expresiones.
También
en la Biblia encontramos imágenes para hablar de la conciencia. Ya que en el
Antiguo Testamento, aunque aparece sólo tres veces la palabra “conciencia”
(Eclo 10,20; 42,18 y Sab 17,10), se habla siempre de ella sobre todo utilizando
el concepto de “corazón” (lugar de la interioridad). Dios es el que sondea
el corazón; este también es el lugar donde se interioriza la ley divina (Dt
4,39); aparece como la fuente la vida moral (caminar “por las vías del corazón”
Is 57,17).
Pero
también se habla de la conciencia con la noción de “sabiduría”, fruto de
la experiencia y que lleva consigo el sentido e la “agudeza”. Del mismo
modo, la palabra “espíritu” puede referirse a la conciencia como la sede
principal de toda la vida moral y religiosa, ligado al concepto de corazón (así
Ez 11,10; 18,31; 36,23.26).
En
el evangelio igualmente se usa el concepto de corazón para hablar de la
conciencia. Y en las cartas y en los Hechos de los Apóstoles aparece 27 veces
la palabra “conciencia” ya en el sentido estricto que estudiaremos en este módulo.
En
el Nuevo Testamento se destaca ante todo la conciencia en su dimensión
religiosa y testimonial de la voluntad de Dios.
De
estos conceptos bíblicos la reflexión teológica, sobre todo en la edad media
y el renacimiento, fue haciendo un verdadero tratado sobre la conciencia.
Dividiremos nuestro estudio en tres apartados: la conciencia moral y la
conciencia psicológica, cómo hay una continuidad y a la vez una distinción
esencial; en segundo lugar veremos como el Magisterio de la Iglesia y la reflexión
teológica comprendieron esta realidad para, finalmente, ver las condiciones y
las posibilidades de hacer un discernimiento en conciencia.
Demos
un paso más[1].
En estas reflexiones estamos entendiendo la conciencia como conciencia moral.
Sin embargo, la conciencia moral ya es una forma específica de conciencia.
Previamente a ella, existe la que podríamos denominar “conciencia psicológica”.
Esta es estudiada por la antropología filosófica y por la psicología. La
persona humana es un ser conciente, es decir que posee un conocimiento reflejo
de sí mismo como sujeto de sus propios actos. Me doy cuenta que soy “yo” y
que soy “yo” el que actúo. Tengo conciencia de mi mismo. La conciencia, en
este sentido, es una función o facultad del humano, sino una característica
esencial de su estructura orgánica. El hombre vive a su vez como sujeto y
objeto de sí mismo. Es cuando digo “soy conciente de algo”. Es una
formalización psicológica que da lugar a la “subjetividad” (autoposesión
e integración de la vida psíquica en la unidad del sujeto).
No
existe la conciencia como una realidad independiente. La conciencia es
“conciencia de algo”. Somos conscientes al poseer contenidos de conciencia
ya sean de tipo intelectual, volitivo o emocional. El conjunto de experiencias
de la vida humana, en todas sus dimensiones, es centralizado por la conciencia.
Gracias a ellas se manifiesta la vida personal como una totalidad unitaria. Los
actos que realizo se revelan como míos. La conciencia, entonces, hace posible
la afirmación del yo como centro unificante y dueño de los diferentes actos de
un ser.
A
esa base común de la conciencia se añade la dimensión moral cuando la
“conciencia” tiene por campo de actuación el mundo de las responsabilidades
y de los valores morales. Entonces surge la conciencia moral[2].
No es otra conciencia, la conciencia moral presupone la conciencia psicológica
y en ella se apoya.
Distinguir
entre conciencia psicológica (tener conciencia del yo personal) y conciencia
moral (ámbito de manifestación de los valores morales) nos permite
clarificarnos también el ámbito de la culpabilidad.
Cuando
sentimos “culpa” de algo puede también tener un origen psicológico o
moral. Es así que si mi conciencia me reprocha el haber hecho algo contra los
valores morales y ese algo es real y objetivo, entonces tenemos frente a
nosotros la culpa moral, pues soy responsable de un pecado u error. Frente a la
culpa moral corresponde la sanación por el perdón.
Pero
cuando no hay un hecho objetivamente malo del cual soy objetivamente
responsable, hay un sentimiento de culpa indeterminado y patológico. Esta es la
culpa psicológica que requiere una terapia propiamente psicológica para ser
sanada.
Con
esto abordamos otro problema: ¿cuándo y cómo surge la conciencia moral en
cada sujeto humano? Tradicionalmente, y de acuerdo con una concepción
intelectualista de la conciencia, se ha venido aceptando que ésta aparece con
el “uso de razón”. Cuando el niño es capaz de
razonar, comienza a distinguir entre el bien y el mal. Podríamos aceptar esta
respuesta si tuviésemos claro cuándo aparece el “uso de razón” y si la
razón y la inteligencia fuesen la misma cosa. Conforme a los que hemos dicho de
la conciencia, podemos afirmar que su aparición coincide o equivale a la
aparición de la responsabilidad misma de cada individuo. ¿Cuándo empieza el
niño, que es persona desde su concepción, a vivir o actuar como persona? La
psicología evolutiva es la que debe dar una respuesta sobre esto.
La
conciencia como capacidad valorativa debe aparecer lógicamente cuando el niño
es capaz de valorar su conducta. Ahora bien, la valoración moral en el hombre
es una actividad dinámica siempre imperfecta y en vías de mayor desarrollo. El
hombre nunca alcanza una conciencia moral perfecta y acabada. Precisamente
porque nunca se cierran sus posibilidades de perfección ni la comprensión de
la plenitud de ser humano. Se trata del mismo desarrollo evolutivo de la
persona.
Tony
Mifsud, en Libres para amar I,
Santiago de Chile 1994, 186-189 resume
una postura sintética de varios psicólogos y pedagogos del desarrollo
evolutivo de la conciencia.
Se
han detectado cuatro grandes
etapas en el crecimiento del
sentido ético de la persona humana: anomía, heteronomía, socionomía y
autonomía.
*
La etapa de anomía hace
referencia al período “amoral”, cuando aún no se ha constituido el sujeto
ético.
*
La etapa de heteronomía dice
relación al individuo que se rige ciegamente por lo que dicen los mayores.
Las normas adultas configuran la bondad o la maldad de las acciones, siendo la
motivación básica la de evitar el castigo y la consecución del premio o la
aprobación de los adultos. Por tanto, lo bueno es simplemente obedecer y lo
malo es desobedecer, sin ulterior referencia.
*
La etapa de socionomía se
refiere a la etapa psicológica del grupo de pares, cuando el niño o el
adolescente se deja guiar por lo que dice el grupo de amigos. La bondad o la
maldad de una acción ya no depende totalmente de los adultos, sino también,
y en mayor grado, de lo que establece el grupo de amigos.
*
La etapa de autonomía dice
relación a la persona capaz de discernir entre la bondad y la maldad de las
acciones propias y ajenas, a partir de valores éticos que una acción
determinada sustenta o traiciona.
Es
posible señalar un cierto paralelismo entre las etapas evolutivas del desarrollo
moral y la progresiva interiorización delconcepto de Dios.
Etapas |
MORAL |
RELIGIÓN |
Anomía |
Egocentrismo |
|
Heteronomía |
Aceptación
acrítica de una moralidad impuesta por el mundo adulto |
El dios
de los padres: el
concepto de Dios del niño está muy influenciado por la imagen y
vivencia de sus padres |
Socionomía |
La
creación de una sub-cultura de valores entre los grupos de pares |
El dios
del grupo: el
concepto de Dios que predomina en el grupo de pertenencia |
Autonomía |
Un
compromiso personal con los valores que capacita para la crítica ética
hacia la sociedad y uno mismo |
El Dios
que se auto-revela: el
concepto de Dios se forma a partir de la experiencia personal de un
encuentro con Él como un Tú que se ofrece a la persona |
Si
pudiéramos ponerle edades a estas etapas, podríamos decir que la anomía
corresponde a los primeros años de vida. La heteronomía a la infancia. La
socionomía a la adolescencia y la autonomía a la juventud.
¿Y
la adultez? Cabe aquí añadir una quinta etapa que podríamos llamar de la autonomía-heterónoma.
Es la persona adulta que ha hecho una síntesis personal y apropiada de los
valores positivos propios (autonomía) y de los valores positivos de la sociedad
o cultura a la que pertenece (heteronomía).
En
sentido teológico, esta autonomía-heterónoma, la llamaremos autonomía-teónoma.
Esta es la que se da en el diálogo de Alianza con Dios: Dios nos propone los
valores a ser vividos y nosotros en un diálogo de amor los aceptamos con toda
libertad como aquellos que nos llevan a la verdadera libertad. Esta es la
verdadera conciencia moral cristiana adulta.
b.
GS 16
El
Concilio Vaticano II, luego de un largo recorrido redaccional llegó a un texto
que es una verdadera joya de la reflexión del magisterio sobre la conciencia.
Le
propongo leerlo juntos y reflexionarlos brevemente. Es
de la Gaudium et Spes 16:
En
lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley
que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz
resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que
debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello.
El
número comienza con una definición descriptiva de la conciencia. Es una “voz
que resuena en lo más profundo del corazón”. Esa voz es portadora de una ley
que se manifiesta como imperativa, es decir, que hay que obedecer. Y el
contenido esencial, primordial, de esa ley es “haz el bien y evita el mal”,
recogiendo la tradición medieval sobre la dindéresis. Note que utiliza la
categoría bíblica de corazón para hablar de la conciencia
Porque
el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia
consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.
Luego
de la primera afirmación antropológica, ahora asume la Revelación para
descubrir a Dios en esta voz. Y da un paso más en el sentido de la obediencia a
la conciencia. La misma dignidad humana está radicada en esta obediencia. Es
decir, tenemos la obligación de seguir siempre y en todo momento el dictamen de
nuestra conciencia. La conciencia el la norma última de la moralidad para la
persona, hasta tal punto que seremos juzgados personalmente por Dios en cómo
obedecimos su Voz que se manifiesta en nuestra conciencia.
La
conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste
se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.
Aquí
llegan los padres conciliares a unir la moral con la espiritualidad en uno de
los textos más bellos de la Gaudium et Spes. Dios habita en el corazón del
hombre. Y ese corazón es el sagrario donde, como Moisés en el desierto, se
debe entrar con los pies descalzos porque es lugar sagrado. Es allí donde la
persona se encuentra a solas con Dios, aunque para llegar a ese sagrario hay que
recorrer una larga peregrinación interior. Nadie puede entrar en este lugar sin
nuestro permiso.
Es
la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento
consiste en el amor de Dios y del prójimo.
Como
consecuencia de esa relación con Dios, se manifiesta a los hombres la ley de
oro de la ética, revelada en el Evangelio por Jesús: amar a Dios y al prójimo.
Dando un contenido más específico a la sindéresis de “haz el bien y evita
el mal”.
La
fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para
buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se
presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la
recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades
para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la
moralidad.
En
este párrafo aparecen dos conceptos, el de “recta conciencia” que
trataremos enseguida y el de “normas objetivas de moralidad” que
desarrollaremos en módulo siguiente. Pero es muy importante destacar la
apertura de los padres conciliares al manifestar un verdadero optimismo antropológico.
La conciencia es una realidad universal. Toda persona humana tiene conciencia y
debe seguirla. Y cuando esta conciencia es recta en la búsqueda sincera de la
verdad, es el lugar adecuado para el diálogo con todos los hombres en la ardua
búsqueda de las soluciones a las diversas situaciones nuevas que nos plantea el
mundo contemporáneo.
No
rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible,
sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse
cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se
va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.
Finalmente
el Concilio ubica a la conciencia como una realidad humana y por lo tanto
falible. Distinguiendo entre ignorancia invenciblemente errónea (donde no hay
manera de conocer la verdad moral sobre un hecho), caso en el que se debe seguir
la propia conciencia y, aún en el error, no se pierde la dignidad de la misma.
Y el caso de la conciencia venciblemente errónea (donde por descuido, por
despreocupación o por hábito de obrar mal no se busca la verdad), en este caso
hay una responsabilidad omitida de la obligación de la formación de la propia
conciencia, por lo que pierde la dignidad propia de quien vive en la verdad.
Para
profundizar
(Conclusión
de un artículo propio, no publicado, que parte estudiando las peripecias en
la redacción de GS 16 y llega a esta síntesis del contexto en el cual fue
escrito):
De
la lectura del texto definitivo del número 16 emergen claros dos criterios de
lectura: en primer lugar se inserta orgánicamente en la síntesis antropológica
del primer capítulo de la primera parte de la Constitución Gaudium et Spes,
donde se expresa las elecciones de fondo de la asamblea conciliar (historia de
la salvación, cristocentrismo...).
Es
por esto que cuando los padres reflexionan sobre la conciencia hay una clara
afirmación de la consistencia óntica de la misma. No es un puro reflejo
individual del orden moral, ni siquiera el simple juicio aplicativo de la
norma moral. Es “el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas
con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella”[3].
En otras palabras es la interioridad del hombre: aquella interioridad que hace
de la persona humana una realidad “superior a las cosas corporales” y “más
que una partecita de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad
humana”[4].
Podemos
incluso decir, con el Concilio, que la conciencia es la trascendencia de la
persona: “por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a
esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde
Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente,
bajo la mirada de Dios, decide su propio destino”[5].
El
encuentro con Dios se realiza en esta interioridad: es un encuentro de
personas, no un encuentro de una ley que se relaciona de forma necesaria. Por
lo tanto, es en la conciencia que el hombre encuentra “la verdad más
profunda de la realidad”[6] y
puede transformar en decisión la verdad así encontrada.
La
interioridad de la conciencia no es entonces una interioridad de
“soledad”, sino de comunión, de diálogo, de “palabra”. Es un
encontrarse de tú a tú con Dios, un escuchar su voz, un encontrar su Palabra
como vedad que apela en toda la realidad. Es, además, un descubrir a los
otros como una llamada, como una palabra, como “reciprocidad” (en el n. 12
se fundamenta la dimensión de la comunión fraterna de los hombres).
En
segundo lugar, tal interioridad dialogal madura en el descubrimiento y en la
experiencia del imperativo moral, que llega a lo que aquí y ahora hay que
hacer: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la
existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe
obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón,
advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz
esto, evita aquello”.
Notemos
que no se trata de un imperativo de tipo únicamente categorial o de sólo
juicio último práctico. El imperativo dictado por la conciencia es algo de más
profundo, más total, más exigente: es la persona misma experimentada como
imperativo. La conciencia es exigencia de decirse a si mismos. Es decisión de
ser: un ser que es comunión y es palabra. Sólo seguidamente es experiencia
de imperativo categórico. Todo lo que en el número 15 de la GS se dice de la
sabiduría se aplica a este aspecto de la conciencia[7].
En
otras palabras, la conciencia llega al último nivel de la realidad: al
sentido, que la fe reconoce en el misterio de Cristo. El imperativo que ella
descubre es aquel del sentido: aquel del misterio de Cristo.
Es
en el interior de este imperativo que se pone la ley. Por lo tanto no es
ofensiva sino constitutiva de la dignidad de la persona humana: “porque el
hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia
consiste la dignidad humana y por la cual ha de ser juzgado personalmente”.
El mandar en nota a Rm 2,14-16 ubica esta obediencia no como contraria a la
libertad, sino constitutiva de ella, tema que se desarrollará en el número
17.
Al
precisar los contenidos de esta ley, no nos lleva a relaciones objetivamente
necesarias, sino que nos remite a la ley de la caridad: “Es la conciencia la
que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el
amor de Dios y del prójimo”.
Con
esto el hombre no queda liberado a una ley sin determinación, sino que es en
una búsqueda con los otros en un único Espíritu que habita en cada
conciencia que se puede establecer un orden de moralidad[8].
Porque “la fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás
hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas
morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el
predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y
las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas
objetivas de la moralidad”.
Esto
es el inicio de una reflexión, pero con lo dicho, como conclusión, podemos
afirmar que la verdad moral, en GS 16, encuentra su núcleo en la verdad como
fidelidad a la conciencia, en búsqueda y en comunión: “La fidelidad a esta
conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y
resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al
individuo y a la sociedad”. Comparándolo con los esquemas anteriormente
rechazados por los Padre conciliares, queda claro que la
verdad moral no es fruto de definiciones, sino de fidelidad a la conciencia,
compartida y en incesante búsqueda.
En
el centro del argumento de la GS 16 no está más un “orden” de relaciones
necesarias, sino una “economía” o, si se quiere, un “orden de
caridad”: aquel de Cristo Hombre Nuevo y de la persona en comunión con Dios
y los hermanos. La redad moral no es por lo tanto una aplicación de una
normatividad impersonal: es verdad de fidelidad leal consigo mismo, de escucha
en la caridad (voz de Dios) – ley, de discernimiento fraternalmente
conducido. En una palabra: la verdad moral es verdad de conciencia.
Luego
de todo el recorrido hecho, siguiendo la reflexión hecha en el renacimiento,
nos puede ayudar distinguir diversos aspectos o notas que nos ayudan a
sistematizar el mejor conocimiento sobre ella.
Partamos
de la siguiente descripción:
La
conciencia es el conocimiento reflejo de los propios actos e intenciones. A través
de la conciencia la persona humana puede comprenderse a si misma como proyecto
(dimensión moral), en ella encuentra la voluntad de Dios y con ella puede
discernir el mejor modo de actuar en una situación concreta.
Por
lo tanto, la conciencia es esa voz interior que me revela la bondad o maldad de
las acciones. De esta manera tenemos la dimensión
manifestativa de la
conciencia. ¿Cómo me doy cuenta de que algo está bien o está mal? ¿Cómo sé
que lo que voy a hacer está bien o mal? Esto me lo revela la conciencia.
Esta
dimensión manifestativa puede ser precedente o consecuente.
Es precedente cuando me manifiesta el valor o antivalor del actuar antes de
hacer algo: “haz esto” o “evita aquello”. A esta dimensión, en el
medioevo se la llamó “sindéresis”.
Es
consecuente cuando, luego de haber hecho algo se manifiesta como remordimiento o
como gozo por lo obrado. Este es el origen de la sana culpa moral.
Esta
dimensión manifestativa nos revela que la conciencia también tiene una dimensión
de contenido. En ella residen los valores y normas del actuar de la persona.
En ella habita Dios que nos revela el mandato del amor. Por eso tenemos la
obligación de formar la conciencia con los verdaderos valores que plenifican a
la persona. De aquí la importancia de la formación en valores que no se puede
depositar simplemente en la escuela, las instituciones o en la sociedad con su
bombardeo de propuestas éticas.
Finalmente,
tiene una dimensión
judicativa. La conciencia es la norma última de moralidad, pues es la
mediación entre la situación concreta y las normas morales, que por su misma
naturaleza siempre son generales –de ellas hablaremos en el siguiente módulo–.
Es decir, las normas morales se aplican a la mayoría de los casos, pero no a
todos los casos de modo automático. Por eso es importante el discernimiento en
conciencia sobre el caso particular en que tenemos de decidir.
Sobre este punto nos dice la Veritatis Splendor 64: “En las palabras de Jesús antes mencionadas [se refiere a Mt 6,22-23], encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21)”.
Trabajo
práctico:
Lo
invito a “naveguegar” en la Biblia, como quien va de “Link” en
“Link” en Internet, viendo los sentidos que tiene la palabra “corazón”
y cómo pueden hablar de la conciencia.
c.
el discernimiento moral
Luego
de estudiar lo que es la conciencia, veamos su actuar, al que llamamos
discernimiento moral.
Le
presento ahora un gráfico que trataremos de desentrañar. Pues ¿qué decimos
cuando afirmamos “lo decidí en conciencia”? ¿de qué tipo de conciencia
estamos hablando?
Parece
complicado pero lo iremos explicando. Téngalo delante de usted guante la
siguiente lectura.
En
primer lugar , a la hora de una decisión, la conciencia debe ser Recta (se
contrapone a una conciencia viciosa): la conciencia recta es fruto y
consecuencia de una persona auténtica que implica una forma coherente de
actuar, una búsqueda sincera de la verdad, una apertura al Otro y a los otros,
un interés sincero por el diálogo fraterno. La conciencia viciosa es siempre
culpable, porque no busca la verdad con sinceridad de corazón. Tener una concia
recta es el punto de partida para la búsqueda sincera de la verdad moral.
Luego
debemos decidir con Veracidad (se
contrapone a una conciencia equivocada o errónea): la conciencia verdadera actúa
de acuerdo con la verdad moral objetiva[9],
existiendo, ordinariamente, una adecuación entre la verdad personal (rectitud)
y la verdad objetiva (veracidad), ya que la conciencia no es fuente constitutiva
sino manifestativa y operativa de la moralidad. Ya hablamos de la conciencia errónea
al ver la GS 16. Es invenciblemente errónea cuando la persona no puede tener
acceso a la verdad. Por ejemplo, cuando una persona vive en medio del monte
chaqueño donde llega un sacerdote, con suerte, una vez al año y la gente vive
en lo que nosotros llamaríamos “promiscuidad”, sin valorar el matrimonio y
la familia. Esas personas deben actuar según el dictamen de su propia
conciencia porque no tienen la manera de salir del error para conocer la verdad
sobre la sexualidad y la familia. Otro es el caso de la venciblemente errónea,
donde la persona tiene la oportunidad y la obligación de investigar para salir
del error. En este caso, consultando a una persona prudente puede llegar a tener
una conciencia verdadera.
Pero
también debo actuar con Certeza (se
contrapone a una conciencia dudosa o perpleja): la conciencia moral ha de actuar
con certeza, una certeza moral práctica, eliminando al máximo posible la duda
de equivocación en su decisión y actuación.
Aquí
se complica un poco, porque fue un tema muy desarrollado en el siglo XVII y
XVIII. Pues la duda se puede dividir entre “establemente perpleja” (que no
tengo manera de salir de la duda) e “inestablemente perpleja” (donde puedo
salir de la duda). No se puede actuar con duda, por lo que comenzando por los más
simple, cuando es inestablemente perpleja debo consultar a una persona prudente
y salir de la duda para convertirse en una conciencia cierta.
Pero
la establemente perpleja se puede dividir también en duda de hecho y en duda de
derecho.
La
duda de hecho recae sobre la situación sobre la que debo decidir. En un ejemplo
caricaturizado (para que nos ayude a la memoria) podríamos decir que si voy de
caza y cerca de mi casa se mueven unos matorrales dudo si es un jabalí o mi
suegra que está tendiendo la ropa. Esta es una duda de hecho. O bien, cuando
debo ir a votar tengo delante de mí un montón de papeletas y ninguna colma la
totalidad de mis aspiraciones, pero debo votar. Aquí, en estos dos ejemplos,
tenemos dos situaciones diversas. En la primera, por considerarse una cuestión
donde entra en juego el valor de la vida, hay que abstenerse antes de salir de
la duda (este criterio de la abstención también se aplica en cuestiones de
dudas graves con respecto a los sacramentos). En el segundo caso, hay un
conflicto de deberes y hay que actuar, en este caso se debe buscar el bien mayor
o el mal menor para resolver la duda.
Finalmente,
para que el obrar sea plenamente humano tiene que ser libre.
Pero no raramente uno se encuentra con diversas presiones a la hora de actuar.
Es el caso de la conciencia coaccionada. En este caso hay dos soluciones
posibles: o la decisión heroica a favor de la conciencia (pero nadie está
moralmente obligado a tomar decisiones heroicas), por ejemplo el caso del
martirio. O, nuevamente, la componenda con el mal menor.
Es
decir que para poder decir “yo en conciencia decido…” debo hacerlo con
conciencia recta, verdadera, cierta y libre.
Finalmente,
en la parte inferior del cuadro entramos dos patologías de la conciencia moral.
La
conciencia laxa, donde todo es lo mismo, donde no se preocupa por el obrar de la
mejor manera posible. Y la conciencia escrupulosa (enfermedad muy dolorosa de la
conciencia) donde la persona ve pecado en donde no lo hay y en cada cosa que ve
o hace experimenta un sentimiento de culpa insoportable.
La
búsqueda que debiéramos tener es la de buscar una conciencia delicada, es
decir, que busca, guiados y sostenidos por el Espíritu de Dios, obrar bien en
todo momento sabiendo de los propios límites y arropados por la misericordia de
Dios que siempre nos acoge.
Nosotros
estamos decidiendo continuamente, pero la mayoría de las decisiones las tenemos
“automatizadas”, y la virtud de la prudencia nos ayuda a decidir lo correcto
en las cosas abitules.
Pero
hay situaciones especiales y más complicadas que necesitan un verdadero
discernimiento de conciencia. ¿con qué método lo podemos hacer?
Le
propongo un camino que une el discernimiento axiológico (los valores que entran
en juego) y teleológico (que mira los fines que quiero lograr).
1)
Mirar
El
punto de partida es analizar la situación: personas implicadas, instituciones
implicadas, las cosas que entran en juego, el tiempo oportuno y el tiempo que se
tiene. Decisiones ya tomadas que pueden influir en el discernimiento, etc.
2)
Iluminar
Ver
los valores que entran en juego en la situación que hemos mirado. Ordenar esos
valores según un orden jerárquico. Los valores del bien común y de los bienes
personales ordenando la importancia de uno y el otro. Confrontar con el orden
objetivo de moralidad (la normatividad ética, la Sagrada Escritura y el
Magisterio). Luego aplicar los principios reflejos si es oportuno para el caso
(doble efecto, totalidad, autonomía, beneficencia, autonomía, etc.). Tener en
cuenta el ideal propuesto y las componendas con una realidad en la cual resulta
difícil la vivencia concreta del ideal ético.
3)
Proponer
Esta
es la hora de definir el fin buscado, es decir el valor fundamental a ser
promovido entre los diversos valores que entran en juego, el objetivo de la acción.
Para llegar a este valor tenemos que discernir los diverso caminos o medios que
nos pueden conducir a este fin. Para esto hay que evaluar la moralidad de cada
uno de los medios y las consecuencias que puedan surgir de la elección de cada
uno de ellos. Evaluar correctamente las consecuencias, directas o indirectas,
probables, soportables, o no queridas y su efectos en las personas y las
instituciones es tan importante como discernir el fin bueno que queremos
promover. Necesitamos un fin bueno y medios buenos con los menores efectos no
queridos posibles.
4)
Actuar
Finalmente
hay que tomar una decisión en conciencia y promover la acción discernida para
ser luego Evaluada. Esta
evaluación es la fuente crítica de nuevos discernimientos.
Para
profundizar
Tomado
de Flecha,
José-Román, La
vida en Cristo. Fundamentos de la moral cristina, Salamanca 2000, 279-281.
Un
espacio para la utopía
1.
La conciencia ha de redescubrir la virtud de la esperanza. La psicología
moderna ha ayudado a ver el «yo real» a la luz del «yo ideal». El hombre
está en camino hacia lo que ha de llegar a ser. La fe cristiana no tiene
inconveniente en entender la bondad moral con relación al proyecto de Dios
sobre el mundo.
La
conciencia moral cristiana debería alzar los ojos hacia el ideal escatológico,
es decir, hacia la culminación definitiva del proyecto del Reino, que Dios
pretende realizar en el mundo y en la historia. La creación tiene un
dinamismo teleológico que, desde la fe, se entiende como «providencia». El
mundo está en devenir. Y la creación es normativa no tanto por lo que es
como por lo que está llamada a ser.
En
esa perspectiva futurista, el hombre –y las sociedades–nunca deberían
adormecerse en su «buena conciencia» acomodada y tranquila. El hombre y
las sociedades nunca podrán afirmar haber realizado plenamente el bien
proyectado por Dios.
La
conciencia es entonces prospéctica y se coloca en la línea utópica de la
itinerancia exodal. La conciencia ha de responder algunas preguntas inevitable
para el creyente: ¿Qué tipo de mundo quiere Dios? ¿Qué tipo de hombre
queremos conseguir de acuerdo con su voluntad, revelada en Jesucristo? Y, por
tanto, ¿qué debemos hacer aquí y ahora «para alabanza de Dios nuestro Señor?».
La
conciencia se sitúa en la dinámica de la esperanza activa a la que nos
invita el Señor (cf. GS 39). Así se abriría para nuestra moral una
oportunidad para estudiar y formar una con-ciencia itinerante. La buena
conciencia es siempre un proceso de conquista. La formación de la conciencia,
así como el ejercicio de la responsabilidad, está sujeto a una cierta ley
de la gradualidad. En ese ámbito sería más fácil descubrir un espacio
para la denuncia profética, para el estudio de la omisión moral, así como
una nueva comprensión –más bíblica, por cierto– del pecado, de la
conversión y de la virtud.
2.
Es imposible una buena conciencia sin proceso
de concienciación. Si la libertad es vista cada vez más como liberación,
la conciencia es y ha de ser considerada como un proceso dinámico. Una
conciencia moral bien formada se lanza a investigar de forma crítica las
fuerzas que impiden a este mundo y a este hombre en concreto aparecer como el
Reino de Dios y la imagen de Dios respectivamente.
El
reino de Dios interpela al antirreino aún presente en los individuos y las
estructuras. El don de una conciencia verdadera se convierte de esta forma
en compromiso práctico y en opción por los más pobres.
3.
La conciencia moral nos remite a la iconalidad
de la persona. El hombre está llamado a ser la más digna reproducción
del icono de Dios revelado en Jesucristo. La conciencia moral rectamente
formada despeja el camino que conduce a esa meta. Y nos ayuda a ejercer la
virtud del discernimiento sereno y eficaz sobre la validez de esos mismos
caminos, «no ordenando ni trayendo el fin al medio, mas el medio al fin»,
como decía san Ignacio de Loyola.
El
ejercicio de la conciencia moral es, a la vez, don y tarea. Una gracia que es
preciso pedir al Dios vivo, como uno de los dones más preciados de su Espíritu.
Y una tarea que es preciso emprender individual y comunitariamente, para que
nada ni nadie pueda separarnos del amor de Cristo (Rom 8, 35)
Evaluación:
¿Qué
significa para usted la expresión “yo en concia opino que…” o “en
conciencia decidí que…”?
¿Qué
importancia y qué complejidad tiene hoy la formación de la conciencia en los
adolescentes?
[1] cf. Gonzalez
Alvarez, L. J., Filosofía
a distancia. Ética latinoamericana, Bogotá 1991, 144.
[2] Vidal,
M., Diccionario
de ética teológica, Estella 1991, 106.
[3] La conciencia es ese “lugar” donde el hombre se encuentra a solas con Dios, esa frontera entre lo humano y lo divino que hace del hombre un ser único y “capaz de Dios”. El confesor debe ser muy consciente de que está entrando en un lugar sagrado, por lo que debe hacerlo de rodillas y con los pies descalzos. Por esta misma razón no tiene derecho a entrar en ella si el mismo penitente no le da permiso a entrar en su ámbito de lo sagrado. ¡Ore y tiemble el confesor cuando se encuentra con Dios en el “alma” del penitente!.
[4] GS 14.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] GS 15: “Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada... la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible... Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino.”.
[8] A este punto se exige una reflexión sobre la obligación moral de la formación de propia conciencia que excede el marco de este trabajo.
[9] De esta Verdad Moral Objetiva hablaremos en el siguiente módulo.