CAPITULO XII

EL FINAL DE LA VIDA


ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Este Capítulo se propone el estudio de la etapa última de la vida humana: la muerte, que suele ir precedida de la enfermedad y va acompañada del dolor y del sufrimiento. Estos tres temas se corresponden con los tres apartados.

I. DOLOR Y SUFRIMIENTO HUMANO. Se precisan terminológicamente estos dos vocablos y se concluye afirmando su coincidencia.

l. El enigma del dolor. La cultura profana y religiosa de todas las épocas encuentra dificultades para responder a los enigmas que ocasiona el origen del dolor humano. Las explicaciones son insuficientes.

2. Enseñanzas bíblicas en torno al sentido del dolor. A. T. Se recoge la evolución de la doctrina veterotestamentaria y se enuncian las diversas respuestas que ofrece la Revelación.

3. La teología acerca del mal en el N. T. La fuente principal en el N. T. es la vida dolorosa que encarnó la existencia histórica de Jesucristo.

4. Doctrina de Jesús sobre el dolor humano. Se mencionan aquellas actitudes que Él encarnó a lo largo de su vida, así como su enseñanza sobre el sentido de la cruz.

5. Teología de San Pablo sobre el dolor. Se recogen los diversos textos en los que Pablo interpreta los sufrimientos de Cristo y que dan sentido al dolor y al sufrimiento humano.

6. Datos de la tradición teológica sobre el dolor. De modo muy sucinto se recoge la doctrina de San Agustín y de Santo Tomás.

7. ¿Por qué el dolor? Se proponen algunas razones que parecen justificar el origen del sufrimiento humano.

8. Eliminación del mal. A pesar del sentido positivo de la Cruz, el cristianismo se sitúa lejos de cualquier consideración masoquista ante el dolor, mas bien invita a combatirlo y a aliviarlo en el caso de que sea inevitable.

II. SALUD Y ENFERMEDAD. El apartado se ocupa de los diversos problemas éticos que acontecen en la vida del enfermo,

l. Derechos del enfermo. Se trata de una persona que, además "está enferma". Esta condición da lugar a los siguientes derechos: atención a su persona y a que conozca su situación real.

2. Deberes del enfermo. La condición de tal, le impone el deber de prevenir, cuidarse y de asumir las dificultades que conlleva su estado de paciente.

3. Algunas consideraciones jurídicas. Se recogen las prescripciones más comunes de las Organizaciones Médicas Internacionales y de España. Se articulan sobre los "derechos" y "deberes". Se destaca que los principios éticos de estos Códigos Deontológicos, en sus líneas generales, son coincidentes con los postulados éticos de la moral cristiana,

4. El secreto profesional. Se insiste sobre la importancia de que se guarde secreto de cuanto concierne a las relaciones enfermo—médico. Este secreto abarca a todos los que participan en el proceso médico.

III. SENTIDO CRISTIANO DE LA MUERTE. Dado que la existencia humana finaliza con la

muerte, se justifica también que los "derechos de la muerte" deben ser observados. Se precisa la actualidad de estos temas y su problematicidad en un futuro muy próximo.

l. Enseñanzas bíblicas sobre la muerte. El enigma de la muerte se aclara a la luz de la Revelación. Se enuncian las verdades bíblicas sobre el origen y significación de la muerte: fin común de todos los hombres; precio del pecado; fin del estadio terrestre y comienzo de la vida eterna.

2. Sentido cristiano de la muerte. Se dedica este breve apartado a enunciar algunos principios teológicos sobre el sentido de la muerte.

3. Derecho a morir con dignidad. Distanasia—ortotanasia. Se precisa el sentido de estos neologismos y se concreta el comportamiento ético ante el enfermo en estado terminal. En estas y otras situaciones similares se puede plantear una colisión de derechos: el derecho a la vida y el derecho a morir con dignidad. El pensamiento católico trata de encontrar y formular la síntesis entre ambos derechos fundamentales del hombre.

4. La eutanasia. Su eticidad. Se expone la definición y división de la eutanasia, así como la doctrina magisterial sobre su condena y los argumentos tradicionales que la inculpan como inmoral. Se insiste en que, aunque no es fácil argumentar desde la pura razón de modo convincente para todos acerca de la malicia intrínseca de la eutanasia, sin embargo los argumentos aportados, en su conjunto, deben ser atendidos.

5. El "testamento vital". Brevemente se da noticia de esta modalidad que pueden asumir los creyentes para defenderse en el momento de su muerte de las arbitrariedades a que pueden estar sometidos.

INTRODUCCIÓN

Una de las evidencias más universales es que la vida terrena del hombre es limitada. Cada uno experimenta en sí mismo un buen cúmulo de limitaciones en los diversos ámbitos de su ser: en la inteligencia, en la voluntad, en la fuerza física... Pero lo que de verdad está acotado es la existencia finita en el tiempo. La vida del hombre tiene indefectiblemente un fin temporal que, de modo inequívoco, viene señalado en el calendario biográfico de todos los que han nacido.

Esa demarcación vital no sólo se señaliza con la muerte. También la temporalidad de la existencia sufre de continuo alteraciones que originan los periodos alternos de salud y enfermedad. En efecto, salud, enfermedad y muerte son datos que cuentan siempre en la semblanza de todos y de cada uno de los hombres. Pero no sólo se mencionan, sino que aparecen con fuertes trazos en el curriculum de cada existencia.

Es, pues, lógico que, si la Bioética protege y defiende la vida humana, la moral cristiana contenga también un mensaje que guíe al hombre en las circunstancias en las que la enfermedad física o psíquica se hagan presentes en su vida y sobre todo con el fin de que le ayude a asumir el hecho implacable de la muerte. En consecuencia, esos dos grandes enigmas de la historia humana deben ser interpretados por la Ética Teológica, pues ambos son ineludibles.

En este Capítulo se estudian el valor del sufrimiento y el sentido de la muerte, de forma que el creyente los afronte con un profundo sentido moral para que en tales circunstancias viva a la altura de su vocación.

En los Manuales clásicos estos dos temas no eran in recto objeto de estudio de la Teología Moral. Más bien formaban parte de la Teología Ascética o del tratado de Escatología. Y, cuando los autores se ocupaban de algunos de estos contenidos, los desarrollaban o bien en el Quinto Precepto en los Manuales articulados sobre los Mandamientos o en las virtudes de la caridad y de la justicia si se seguía el esquema De virtutibus.

Por el contrario, enfermedad y muerte en el pensamiento actual son un componente irrenunciable de la Bioética cristiana si se vertebra según el esquema de la "Moral del seguimiento e imitación de Cristo". En efecto, en pocos temas como en éstos, la reflexión teológica puede empeñarse con más rigor sobre la vida histórica de Jesús. Pues el dato mismo de que la existencia en el tiempo de Jesús de Nazaret venga señalada por el sufrimiento y la muerte, y el que la Cruz sea el signo cristiano por excelencia, muestran ya que esas dos situaciones límite tienen en la vida de Jesucristo el paradigma por excelencia del comportamiento cristiano ante las mismas.

En verdad, los sufrimientos de la pasión del Señor y su muerte cruenta en la cruz constituyen el ejemplo máximo de cómo debe comportarse el cristiano en los momentos en que el dolor se presente en su vida y sobre todo cuando tenga que afrontar con fe el hecho de su propia muerte.

I. DOLOR Y SUFRIMIENTO HUMANO

El Concilio Vaticano II constata que "el hombre sufre con el dolor y la disolución progresiva del cuerpo" (GS, 18). En efecto, la realidad del sufrimiento constituye una de las experiencias más universales de la humanidad. Sólo la vivencia del amor puede superarla por su riqueza significativa. Pero el hecho del dolor es más radical, porque mientras el amor se busca y asume todas las demás realidades que le ayudan a ser más gratificante, el dolor se rehuye porque es aflictivo y prescinde de todo lo demás para quedarse sólo ante el sufrimiento. El paciente lanza porqués que no tienen respuesta, por eso resulta enigmático. De aquí que el dolor sea una de las aporías que mas se resisten a la comprensión de la razón humana.

"Dolor" y "sufrimiento" no son "homónimos" o idénticos, pero sí son "homólogos" o equivalentes. El Diccionario de la Real Academia define dolor como "sensación molesta y aflictivo de una parte del cuerpo por causa interior o exterior". Y sufrimiento lo define: "Padecimiento, dolor, pena". En este sentido, mientras "dolor" se centra en la sensación física, el "sufrimiento" hace mayor referencia a la pena del espíritu. Pero este significado coincide con la segunda acepción del termino "dolor", tal como lo define también la Real Academia: "Sentimiento, pena, congoja que se padecen en el ánimo".

Juan Pablo II ha puesto un parangón entre estos dos términos, con el fin de superar el concepto de "sufrimiento" reducido al simple dolor físico:

"El hombre sufre de muchos modos diversos, no siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras "sufrimiento" y "dolor", el sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera "duele el cuerpo". mientras que el sufrimiento es "dolor del alma" (SD, 5).

Ambos conceptos, pues, con esa distinción esclarecedora, se incluyen, de forma que en el lenguaje normal cabe asumirlos como sinónimos o semejantes, con tal de que engloben la ancha gama del sufrimiento humano.

En términos más genéricos y filosóficos, el problema del dolor y de la muerte se engloba en el tema del "mal". Ya San Agustín se propuso la distinción que cabe hacer del término "mal": puede significar el pecado que "hace el hombre" o bien el "mal que él mismo padece" 1. Con el obispo de Hipona se esclarece el "malum morale" o pecado y el "malum physicum" o sufrimiento. Al que Leibniz añade el "malum metaphysicum", o sea, la limitación y finitud, que es propia de todo ser creado.

Es preciso hacer notar que ha habido un desplazamiento en la sensibilidad del "mal" desde la cultura cristiana al mundo secularizado actual: mientras el pensamiento cristiano, sin menospreciar el mal físico —al que en ocasiones condena y siempre pretende aliviar—, valora el pecado como mal mayor y se siente culpable de él, la cultura moderna, por el contrario, se escandaliza del sentido del mal físico y protesta contra él hasta profesar el ateísmo, pero no presta atención al pecado. Y es que, al perder el sentido de culpabilidad y creerse inocente ante la historia, no sabe explicar el origen de tanto mal como existe en la sociedad y no quiere salir fiador, dado que no quiere responsabilizarse de él. Por ello culparía a Dios. Y, como esto es absurdo, le niega.

1. El enigma del dolor

La interpretación del dolor así como su origen último ha sido a lo largo de la historia una de las cuestiones que más atención ha merecido. El índice de cualquier libro de filosofía muestra que el pensamiento racional de todos los tiempos y aun las diversas religiones se han ocupado de esclarecer la naturaleza y el origen del sufrimiento humano sin lograrlo plenamente. Estas son las explicaciones más comunes:

a) El dolor en el pensamiento filosófico

El balance de la reflexión filosófica sobre el dolor es negativo. En efecto, cabría sintetizar que para las culturas antiguas y modernas, si exceptuamos el cristianismo, el dolor participa de una u otra forma de esta triple interpretación: o es una "des—gracia", o un "des—orden" o una "des—dicha". En verdad, la consideración racional difícilmente se libera de la idea negativa del sufrimiento, pues o bien acusa la falta de dicha (des—dicha), o denuncia la presencia de algo negativo (des—gracia), o certifica que se da un elemento perturbador (des—orden).

Las viejas filosofías paganas se propusieron el tema sin conseguir una solución satisfactoria: unas corrientes filosóficas tratan de ocultar la cara negativa del mal, mientras que otros subrayan los aspectos más pesimistas. Así, por ejemplo, Heráclito afirma que el dolor contribuye a la armonía general del universo, mientras que el epicureísmo expresa un juicio totalmente negativo: ante el mal no cabe más que la resistencia, por cuanto se opone al placer. Una tercera opción la ofrecen los estoicos: es preciso aguantar cuando sobrevenga el dolor; o sea, es preciso hacerse fuerte frente a él. Este es el sentido del dicho estoico: "sustine et abstine".

Esta doble opinión antinómica se repite en el pensamiento filosófico de todas las épocas. Por ejemplo, en la filosofía moderna, Spinoza afirma que es propio del hombre sabio aceptarlo. Por su parte, Schopenhauer, a la vista del dolor, escribe que "el mayor mal del hombre es haber nacido". Y Leibniz sostiene contra Bayle, que negaba la existencia de Dios a causa de la constatación del mal tan abundante, que este mundo, a pesar del sufrimiento, "es el mejor de los posibles".

También en la época posterior se repiten las dos tendencias. Por una parte, filósofos como Bergson y Scheler, a pesar del mal, manifiestan cierto optimismo. Bergson escribe que el mal es la "pequeña factura" que le pasa el "elan vital" al impulso creador. Y Max Scheler interpreta el mal como el sacrificio de una parte que se ofrece en favor del todo. Por el contrario, los representantes más genuinos de la filosofía existencias, por ejemplo Sartre, confiesan que "el hombre es una pasión inútil". Y Heidegger gusta de definir al hombre como "un ser para la muerte", lo cual provoca el sentido de la angustia.

b) Valoración del dolor en las religiones paganas

Si las respuestas de los filósofos son insuficientes y contradictorias, tampoco las religiones culturales han querido dar una respuesta adecuada. Así, el budismo, que se origina para interpretar el dolor tanto personal de Buda como de su entorno, concluye con que la solución es matar todo deseo en el hombre:

"Del placer nace el sufrimiento y también el miedo. Si un hombre se libera del placer, se libera asimismo del sufrimiento y del miedo...

"Todo es transitorio". Quien lo ve, trasciende todo sufrimiento. He ahí la claridad del sendero.

"Todo es sufrimiento". Quien lo ve, trasciende todo sufrimiento. He ahí la claridad del sendero.

"Todo es ilusorio". Quien lo ve, trasciende todo sufrimiento. He ahí la claridad del sendero...

Vacía, oh hombre, la barca de tu vida; vacía zarpará velozmente. Libre de pasiones y de perniciosos deseos, marcharás rumbo a la tierra del Nirvana".

Es evidente el sentido pesimista de la existencia y del remedio negativo que encierra la "ascética" budista para vencer el dolor.

Las religiones naturales telúricas más primitivas interpretan el mal en relación con el bien y formando un todo. Es como la "ley de los contrarios" del materialismo: en la naturaleza se da el bien y el mal, como existe la luz y la tiniebla, el día y la noche, la primavera y el invierno, la muerte y la vida. Tal interpretación histórica acepta el mal con cierto fatalismo.

Las religiones telúricas orientales, más intelectualizadas, ven en el dolor una fuerza que han de asumir y al que se debe vencer por superación, o sea, adoptando una praxis que lo asuma y lo evite en la medida en que se separa de la materia e incluso mata o anula sus deseos.

Otras religiones orientales, como el mazdeísmo, concluyen admitiendo la existencia de dos dioses: el del bien y el del mal, que es el que, en verdad, origina el sufrimiento:

"De los dos el Espíritu malvado (o Abrimán) escogió naturalmente el mal, sacando con ello los peores resultados posibles, mientras que el Espíritu salvador (Ahura Mazda) eligió el orden recto, escogió aquel que se viste (empleando como manto) las sólidas piedras del cielo".

Sólo una concepción tan primitiva Puede inventar las existencia del dualismo para explicar el origen del bien y del mal.

Las religiones celestes greco—romanas conciben el mal como algo contra lo cual debe luchar el hombre para adquirir un cierto dominio sobre él. Al menos, el hombre en lucha contra la fuerza ciega del destino, ha de superarse a sí mismo y por ello debe aceptar el mal de modo estoico o epicúreo: aguantarlo o evitarlo.

Lo mismo cabría afirmar de las religiones que existían en la geografía próxima a Israel:

"En fuentes egipcias apenas aparece el dolor como un problema urgente; la razón es su concepción claramente optimista de la vida. Tampoco los textos semíticos occidentales hasta ahora conocidos se detienen a analizar el problema del dolor. Por el contrario, los hititas, asirios y babilonios atribuyen la enfermedad y la desgracia al enojo de los dioses, que ellos tratarán de aplacar por medio de la oración y la confesión de los pecados propios o de los parientes más próximos; todo ello en conexión, la mayor parte de las veces, con ritos mágicos. La literatura sapiencial acadia dedica al problema del dolor algunos tratados propios; pero, en vez de dar una solución, remite a la voluntad inescrutable de los dioses o al destino irrevocable. En el antiguo Oriente se halla difundida por doquier la creencia de que una maldición sobre un malhechor y su "casa" o su descendencia trae consigo dolor y destrucción".

La etiología del mal, como daño causado por los dioses en castigo de los pecados del hombre, es lo más destacado en los cantos elegíacos babilónicos: la ira de los dioses enfadados es la que causa el cúmulo de males que acosan a la humanidad. De aquí las "oraciones de tranquilidad del corazón" tan aconsejadas por los sacerdotes de los templos.

En resumen, el balance de la historia del pensamiento filosófico y religioso es, pues, negativo, dado que aun las respuestas optimistas de los filósofos proponen más una teoría elaborada desde la mesa de estudio, que sobre la realidad misma del dolor. Por eso, todos ellos, cuando tropiezan con el sufrimiento real, no encuentran respuesta adecuada a la pregunta de por qué el sufrimiento y de dónde toma origen.

c) Interpretación del dolor en el pensamiento moderno

De hecho, la cuestión del origen y del sentido del dolor llegó al paroxismo, al enconamiento y hasta la irritación en los últimos epígonos del existencialismo filosófico de los años cincuenta de este siglo. El exponente máximo fue el Premio Nobel 1957, Albert Camus. En su novela La peste, este autor muestra en todo su dramatismo la realidad del sufrimiento humano, simbolizado en la peste que llega a afectar a 200.000 tunecinos, en los que, a su vez, el autor quiere ver representados los 200 millones de hombres que han sido víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Camus se encona ante la universalidad del dolor, que afecta más a los buenos habitantes de Orán que a los prisioneros de las cárceles, puestos en libertad por la coyuntura de la peste, los cuales apenas si se sienten afectados por ella. Asimismo, el dramaturgo destaca el dolor del inocente, representado en el hijo del juez Othon, que muere a causa de la epidemia, por lo que el médico, Dr. Rieux, dice al jesuita P. Paneloux que le asiste: "—¡Ah Padre!, éste, por lo menos, era inocente, ¡bien lo sabe usted!".

En esta dramática fabulación, Albert Camus quiere demostrar el sinsentido del dolor, más aún que Dios no existe, dado que, de lo contrario, cabría deducir que Dios es un ser cruel, pues no se compadece ante la miseria humana, máxime cuando el mal es tan general, tan inútil y sobre todo cuando se ceba en el cuerpo de un ser inocente. El autor, como manifestó más tarde, ha querido representar en ese drama una experiencia suya de juventud, cuando al pasear con un amigo por el puerto de Argel, contempló la escena de un camión que acabó con la vida de un niño árabe que iba acompañado por sus padres: el hijo queda aplastado bajo las ruedas del camión, mientras su padre, pegado al suelo, no sabe reaccionar y su madre rompe el aire con gritos desgarradores. Y él comenta a su amigo: "Ya ves, el cielo no responde, mira, el cielo está azul". O sea, ¿cómo es posible que el cielo no se conmueva ante tanto sufrimiento, a la vez, que es un dolor inútil y de un niño inocente? ¿Cómo explicar el silencio de Dios ante tanta tragedia humana?

La respuesta de Camus es el ateísmo: Dios no existe, dado que impera el dolor con esas características de "universal", "abundante", "injusto", "inútil" y "no culpable", pues con frecuencia se ensaña en los inocentes. Como es sabido, a la tesis de A. Camus se sumaron no pocos hombres de nuestro tiempo, tanto intelectuales como personas de la calle, que profesan al ateísmo a causa de la dificultad para explicar la existencia del mal en el mundo. Este hecho es recogido en el texto del Concilio Vaticano II que, entre las diversas causas del ateísmo moderno, enumera, precisamente, ésta: "El ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo" (GS, 19).

En efecto, tal ateísmo formula así la pregunta: ¿cómo es posible que exista Dios —y cuando se dice "Dios", se evoca necesariamente la justicia y la bondad— y sin embargo se da el mal con las características antes señaladas? La pregunta resulta aún más lógica y la respuesta más conclusivo para esas mentes cuando, según la verdad cristiana, Dios es Padre: ¿cómo es posible que Dios sea Padre y sin embargo permite el dolor del inocente, el mal injusto y a todas luces inútil? Esta fue la observación de Nietzsche, que repiten no pocos de nuestros contemporáneos: "Lo que subleva contra el sufrimiento no es el sufrimiento, sino lo absurdo del sufrir".

Es obligado reconocer que esta dificultad salpicó también a algunos cristianos de todos los tiempos. Así, las corrientes gnósticas del siglo 11 sufrieron esta misma tentación. El hereje Valentín no fue capaz de conjuntar nocionalmente la bondad de Dios y la existencia del mal. Por eso, los gnósticos o bien se decidieron por la existencia de un dualismo al estilo del mazdeísmo o negaron la bondad de la materia, de la cual se origina el mal. Todavía, al comienzo de la reflexión teológica, Boecio presenta la siguiente alternativa: "Si Dios existe, ¿de dónde sale el mal?; si no existe, ¿de dónde sale el bien?".

En consecuencia, si tal es la respuesta insuficiente de la filosofía y de las religiones, se hace preciso volver la vista a la enseñanza cristiana: ¿qué enseña la Revelación sobre el origen, el sentido y la finalidad del mal en el mundo?

2. Enseñanzas bíblicas en torno al sentido del dolor. Antiguo Testamento

Es preciso constatar, al menos, tres supuestos que subyacen a los datos concretos en torno al sentido del dolor en el pensamiento bíblico;

— La primera constatación que cabe hacer es que la Biblia no es una excepción en testificar los grandes sufrimientos que acompañan a la vida del hombre sobre la tierra. Al contrario, los diversos libros del A.T. así como la crónica biográfica de Israel se suman a la narración de ese concierto universal de dolores que acompañan a la vida humana y que Israel ha experimentado en sus propios anales. La esclavitud en Egipto, "con toda clase de servidumbre que les imponían con crueldad" (Ex 1,14) y las peripecias de su azarosa historia, que incluye derrotas, exterminios y destierros, muestran hasta qué punto el sufrimiento se hizo presente en la historia del pueblo de Dios. Los Salmos, por ejemplo, están llenos de quejas ante el dolor e incluso la Biblia da origen al género literario de las "lamentaciones".

— Pero es preciso aportar un segundo dato: A pesar de la narración de tanto sufrimiento, la Biblia no se apunta a la exaltación enfermiza del dolor. Por el contrario, para el pensamiento veterotestamentario el dolor es un mal. Por eso se expresa con términos que manifiestan algo que en sí no es bueno. Por ejemplo, emplea el vocablo "râ", o sea, "lo malo". Otra locución, como "ka'ab" significa hallarse en situación terrible y desesperada:

"El hebreo no posee término para expresar el sentimiento del mal, o dolor, sino que expone el porte y gestos del que sufre, y de ahí pueden deducirse los sentimientos y disposiciones del alma: hêbel, sîrîm son propiamente los síntomas de los dolores del parto y, luego, también del dolor y de la angustia en general; hîl es el escalofrío y temblor de un cuerpo torturado por el dolor; ka'as es el carácter irritado y quejumbroso del enfermo o doliente; 'êbel, la actitud de duelo; mispêd, los lamentos y gestos del sufriente... de suerte que es muy difícil decidir en cada caso si el autor piensa en sufrimientos corporales o espirituales, si toma una expresión en sentido literal o traslaticio".

Es decir, el hombre semita destaca la gravedad del dolor con términos que indica lo terrible del sufrimiento humano: la vida, afirma Job, le produce hastío y asco (Job 10, l). Por ello, el israelita no ensalza el dolor, sino tan sólo lo acepta, como algo que dice relación al comportamiento con su Dios:

"El hombre del AT no oculta su dolor, sino que le da rienda suelta en llanto y quejas apasionadas. Tal modo de obrar no se tiene por impropio del varón, como tampoco el esfuerzo por eludir, en todo lo posible, el dolor. Una actitud ascética que busca voluntariamente el dolor a fin de vencer los instintos inferiores o para endurecer el cuerpo, es totalmente extraña al hombre del AT; sin embargo, el hombre piadoso del AT sabe soportar ejemplarmente el dolor inevitable, sobre todo cuando lo exige el servicio de Dios".

— En consecuencia, también se debe hacer constar que la sabiduría bíblica no es masoquista, o sea, no se recrea ni se huelga en el dolor, sino que, por el contrario, elogia la salud corporal, y el hombre judío justo se la pide a Dios, pues "Yahveh a quien ama le da salud, vida y bendición" (Eccl 34,16—17), y, por su parte, "aquél que goza de salud alaba al Señor" (Eccl 17,28). Job no se regodea en su sufrimiento, sino que demanda de Dios que le restituya la salud perdida (Job 5,8) y algunos Salmos expresan la plegaria del enfermo pidiendo la curación (Sal 6,3; 38,1—17). Asimismo, Dios no abandona, sino que conforta al que sufre y ayuda al que "está sumido en la postración" (Sal 41,4). Tanto valor se da a la salud, que el libro de los Proverbios aúna salud y sabiduría (Prov 3,8; 4,22; 14,30).

Por todo ello, frente a las insuficientes teorías de los filósofos y las concepciones pesimistas de las religiones paganas, la Revelación ofrece algunos elementos nuevos de interpretación del sufrimiento humano. No obstante, es preciso advertir que no se encuentra en el A. T. una exposición sistemática, sino que la pedagogía divina, tal como se muestra a lo largo de la Revelación, ha ido mostrando con lentitud la verdadera enseñanza sobre el sentido del dolor, al tiempo que advierte cómo el hombre debe comportarse cuando le sobrevenga. Estos son, en esquema, los hitos principales:

a) El dolor, un castigo de Dios

Las primeras enseñanzas de la Revelación parecen indicar que el dolor tiene origen en Dios, el cual castiga las acciones malas del hombre. El motivo de esta interpretación fue, posiblemente, una idea retribucionista exagerada en este mundo: Dios castiga el mal y premia el bien: "Tú al hombre pagas con arreglo a sus obras" (Sal 62,13). No obstante, esta tesis tan repetida sólo confirma que algunos males se deben a un castigo de Dios, pero no que todo mal que sufre el hombre sea una sanción divina.

Sin embargo, el A. T. manifiesta que ciertos males se deben a un castigo de Yahveh. Así se narran castigos individuales debido a pecados personales; otras veces se anuncian penas colectivas en razón de pecados cometidos por el pueblo; en ocasiones, los pecados de los reyes provocan castigos para todo el pueblo y es común que los males de los hijos se deban a pecados de sus padres. He aquí algunos ejemplos:

— Castigos individuales a causa de pecados individuales. Ya desde los inicios de la humanidad, el relato del pecado de Adán y Eva está unido al castigo: "Por haber hecho esto" es la premisa que antecede al castigo impuesto por Dios a la serpiente, a la mujer y al hombre (Gén 3,14—17). Este castigo constaba ya como amenaza de Yahveh en el caso de que la primera pareja no cumpliese el mandato de Dios (Gén 2,16—17). También la maldición divina a Caín tiene un origen muy semejante. Caín es maldito y empieza su camino errante a causa del homicidio, por haber ocasionado la muerte de su hermano Abel (Gén 4,9—16).

En la historia posterior de Israel, los ejemplos se multiplican. Así, el castigo de la lepra de María (Núm 12,4—15); la rebelión de Coré, Datán y Abirón que fueron tragados por la tierra (Núm 16,31—32); el fuego bajado del cielo acabó con los 250 hombres que habían ofrecido el incienso (Núm 16,35); Moisés y Aarón son sancionados porque desconfiaron de Yahveh (Núm 20,12—13); los hijos de Elí son castigados con la muerte porque llevaron a cabo acciones injustas contra el pueblo (1 Sam 2,27—34; 4,11—17); Judá es castigado con una grave enfermedad por su pecado (2 Cr 21,15), etc. El salmista confiesa: "nada sano hay en mis huesos debido a mi pecado" (Sal 38,4; cfr. Gén 44,16; Lev 26,14—40; Núm 12,9—12; 21,6; Dt 28,15—46; Jue 2,1—4; 11—18; 2 Sam 12,11—18; 2 Mac 3,24—30; Dan 4,16—34, etc).

— Castigo colectivo debido a pecados del pueblo. Asimismo, el "castigo universal", el diluvio, fue la sanción divina a una humanidad corrompida, pues "Yahveh se indignó en su corazón" y "se arrepintió de haber creado al hombre" (Gén 6,5—7). El "nuevo orden del mundo" inaugurado por Noé (Gén 9,1—13) se quiebra nuevamente por el pecado del hombre, al que Dios responde inequívocamente con un castigo. Así hay que interpretar la confusión de lenguas de Babel (Gén 11,1—9), la destrucción de Sodoma y Gomorra (Gén 19,27—29), etc.

Más tarde, constituido Israel y ratificada la Alianza entre Dios y el pueblo judío, la falta de fidelidad de sus jefes o del pueblo como colectividad va siempre acompañada de la correspondiente sanción. Esta es la historia escalonada de unos hechos: la derrota del pueblo en Jericó porque "Israel ha pecado y también han violado la alianza que yo le había impuesto" (Jos 7,11). La idolatría del pueblo se castiga con la muerte de "tres mil hombres del pueblo" (Ex 32,28). También la destrucción del campamento de Taberá (Núm 11, 1—3) y el castigo de no ver la tierra prometida ninguno de los mayores de los que salieron de Egipto (Núm 14,20—35), etc.: son todos castigos de Yahveh al conjunto de la comunidad a causa de los pecados del pueblo. Los ejemplos podrían multiplicarse, cfr. 2 Sam 21, l; 24,10—17; 1 Re 14,1—18, etc. Esta es la enseñanza continua de los Profetas: los males del pueblo son castigo de Jahveh, cfr. Is 3,16—26; 22,1—14; Jer 2,33—37; 4,18; 7,20; 30,15; Ez 7,15—27; 12,19—20; Am 5,16—27; Miq 8,1—15, etc.

— Castigos colectivos a causa del pecado de sus jefes. Por ejemplo, el Génesis refiere que Dios castiga al pueblo cuando pecan sus gobernantes. Así, Yahveh "hirió al Faraón y a su casa con grandes plagas por lo de Saray, la mujer de Abram" (Gén 12,17, cfr. 20,17). Asimismo, las "plagas de Egipto" responden a un castigo de Dios (Ex 7,13—18). Los males que sufre Israel y la división en dos reinos se debe, según el profeta Ajías, a los pecados de Joroboam (1 Re 14,6—20). El censo sobre los habitantes de Israel, proyectado por David contra la voluntad de Dios, provoca el castigo divino, que Yahveh da a elegir al Rey entre tres opciones. La elección de David conllevó una gran matanza en el pueblo, pues "cayeron 70.000 hombres de Israel" (1 Cr 21,7—14). Los ejemplos se repiten a lo largo de la historia del pueblo judío, cfr. 1 Sam 2,30—36; 2 Sam 3,29—32; 12,10; 1 Re 14,8—11; 16, 2—7; 21,19—24, etc.

— Los hijos pagan los pecados de sus padres. Diversos relatos son pródigos en explicar el mal de los hijos como "herencia" de la mala conducta de sus progenitores. Así los hijos de Canaán serán siempre siervos, por causa del pecado de su padre (Gén 9,25—26). En este mismo sentido se interpretan las bendiciones y maldiciones de Jacob a sus hijos antes de morir (Gén 49, 2—28). De modo semejante, los descendientes de Elí morirán antes de la edad adulta como castigo a las malas acciones de su padre (1 Sam 2,31—34). Lo mismo se repite contra Abner (2 Sam 3,29—30). Y Eliseo profetiza: "la lepra de Naamán se pegará a ti y a tu descendencia para siempre" (2 Re 5,27). Por eso, desde Josías (2 Rey 22,13) se alude a los "pecados de los padres". Posiblemente, a partir de este dato, se fraguó el proverbio popular: "Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera".

Más tarde, Ezequiel proclamará que se acabó esa herencia maldita: "¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel: Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera? Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh que no repetiréis más este proverbio en Israel. Mirad, todas las vidas son mías, la vida del padre lo mismo que la del hijo, mías son. El que peque es quien morirá" (Ez 18,2—4) Y Jeremías repite esta sentencia y concluye: "Cada uno por su culpa morirá: quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera" (Jer 31,29—30). Con esta anulación del proverbio, los Profetas quieren acabar con aquella falsa interpretación de las catástrofes nacionales: no eran consecuencia de las infidelidades de los padres, sino castigo a sus propios pecados.

En consecuencia, en la historia de Israel, pecado y castigo tienen entre sí una íntima relación de causa a efecto, de forma que dos constantes del A.T. son "pecado" y "castigo". Es cierto que Dios está siempre a favor del hombre, pues está dispuesto a auxiliarle con su gracia, pero, en caso de que el hombre peque, Dios inexorablemente contesta con el castigo. Es lo que se pregunta el rudo profeta Amós: "¿Cae en una ciudad el infortunio sin que Yahveh lo haya causado?" (Am 3,6).

No obstante, no debe subrayarse con exceso el carácter punitivo del castigo, dado que lo que Dios intenta es que el hombre se corrija de su mala conducta: no es tanto la punición cuanto la corrección lo que Dios persigue: "Date cuenta de que Yahveh tu Dios te corregía como un hombre corrige a su hijo" (Dt 8,5). Más tarde, los Proverbios enseñan esta misma doctrina: "Yahveh reprende a aquél que ama, como un padre al hijo querido" (Prov 3,12). Se trata, pues, de un "castigo pedagógico".

De estos hechos tan repetidos, en el antiguo Israel brota la convicción de que el dolor tiene origen en un castigo de Dios. Así, los males de una generación se cree que son la consecuencia del pecado de sus antecesores, al modo como el pecado de los padres reportará castigo para los hijos. Que Dios no apuesta por el "dolor—castigo" es el dato primero de la constitución de los judíos como pueblo, pues cuando estaban esclavos en Egipto, Yahveh "conoce y se compadece de los sufrimientos de su pueblo" (Ex 3,7).

Es de notar que esta convicción perdura aun en no pocos creyentes de todos los tiempos, cuando, ante el mal que padecen, se preguntan: "¿qué habré hecho yo para Dios me castigue de este manera?".

Pues bien, si esta pregunta no cabe repetirla hoy en el ámbito de la fe católica, tampoco tenía pleno sentido en el mundo judío, sino tan sólo cabe aplicarla a la época más antigua de su historia. De hecho, aquella falsa impresión desaparece en la revelación posterior. En efecto, la doctrina veterotestamentaria más tardía anula esa tesis, pues aporta estos nuevos datos a la interpretación del sentido del dolor humano.

b) El sufrimiento del inocente

La tesis de la relación "mal físico—pecado" se rompe con la historia de Job. Este misterioso personaje encarna la doctrina que se separa de la tesis tradicional, según la cual entre mal y pecado se da una relación de causa y efecto. El mensaje del Libro de Job es un alegato contra esa tesis tradicional: Job es inocente y, sin embargo, ha experimentado los más graves dolores físicos y morales.

El libro de Job profesa, en efecto, que el mal acompaña siempre la vida humana: "El hombre, nacido de mujer, es corto de días y harto de tormentos" (Job 14,1). Pero esta constatación no se cumple siempre: el mismo Job ha disfrutado largo tiempo de una excelente familia, de salud y de abundantes bienes (Job 1, 1 — 11). No obstante, llegó el día en que se le juntaron todos los males: la muerte a cuchillo de sus hijos, la pérdida de sus bienes y la enfermedad que afecta a su cuerpo... El símbolo de la miseria es Job "sentado sobre un estercolero", "rascándose las pastillas con una teja", y frente a él está su mujer que le acusa de que algún mal ha hecho cuando Dios le castiga así. El consejo de su mujer es "maldice a Dios y muérete", mientras que la reacción de Job se expresa así: "Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?" (Job 2,7—13).

El planteamiento de fondo es el tradicional: el origen del mal físico es el pecado; de Dios procede el mal como un castigo y el bien como premio. El desarrollo de este drama es mostrar lo equivocada de esta tesis, puesto que Job es inocente, y sin embargo sufre ese gran cúmulo de males.

La paciencia de Job ante el dolor le lleva al descubrimiento de Dios. Frente al que "en la desgracia", se atreve a decir "¡no hay Dios!" (Sal 10,1—6), Job demanda razones a Yahveh y pide que le haga ver "mi delito y mi pecado" (Job 13,23); pero al final queda demostrada su inocencia. Por eso, a los discursos de Dios (Job 38—41), Job responde: "Sé que eres todopoderoso; ningún proyecto te es irrealizable... Yo te conocía sólo de oídas, más ahora te han visto mis ojos, por eso me retracto y arrepiento" (Job 42,1—6).

"Job contesta la verdad dé] principio que identifica el sufrimiento con el castigo del pecado, y lo hace en base a su propia experiencia. En efecto, él es consciente de no haber merecido tal castigo; más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia... El libro de Job demuestra que, si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el A.T." (SD, 11).

Con Job se rompe, pues, la tesis tradicional, pero apenas si se da razón alguna positiva acerca del origen del mal. El lector sabe que los males de Job fueron causados por Satán y tienen un fin concreto: probar la fidelidad de Job a Yahveh ante las pruebas de la vida. El motivo de que Job no entienda las razones trascendentales del Señorío de Dios es que para él todavía premio–castigo se entienden como realidades exclusivamente terrenas. Por eso, sólo cuando se pongan de relieve la sanción y el premio en la otra vida, avanzará la enseñanza sobre el sentido del dolor:

"En aquella etapa de la Revelación, el autor del libro de Job no podía avanzar más. Para esclarecer el misterio del dolor inocente, era necesario esperar hasta que llegase la seguridad de las sanciones de ultratumba, y se conociese el valor del sufrimiento de Cristo. Dos textos de San Pablo responderán al angustioso problema de Job: "Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros" (Rom 8,18) y "completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24)" 20.

Un último pensamiento: el libro de Job ofrece otra clave para la interpretación del dolor: el sufrimiento es como una "tentación" de Dios con el fin de que se le sirva sin contrapartida alguna. En efecto, el que sufre y asume el dolor da pruebas de que acepta a Dios como valor absoluto, pues se repliega a sus designios. Así Job pone toda su vida en fidelidad a Dios "a pesar de los pesares" —de sus grandes "pesares" que "pesan" mucho— (Job 42,1—6), lo mismo que Abraham está dispuesto a ofrecer a su hijo Isaac, que es el hijo de sus grandes deseos y esperanzas (Gén 22, 3—14). Este relato se inicia con estas palabras: "Después de estas cosas (el nacimiento de Isaac y las promesas de futuro) sucedió que Dios tentó a Abraham... " (Gén 22, 1). Y, como premio a tales pruebas de fidelidad, Dios siempre premia, como lo hizo a Job (Job 42,10—17) y a Abraham (Gén 15—18).

Pero la enseñanza del A.T. en la revelación posterior da un nuevo paso cuando subraya que el mal tiene en sí mismo algunos valores positivos para el hombre. A saber, es un modo de purificación y también representa el medio de expiar por los demás.

c) Valor purificador del sufrimiento

Un tercer estrato de la enseñanza bíblica descubre en el dolor un medio excelente de conversión y aun de purificación del hombre. Así, por ejemplo, Jeremías explica el dolor como acto de Dios para "afinar y probar" (Jer 9,6). Que el dolor purifica al justo "como el fuego purifica el oro", es una verdad mencionada por el Eclesiástico (Eccl 2,5). El mismo pensamiento se recoge en el libro de la Sabiduría: "Aunque, a juicio de los hombres, hayan sufrido castigos, su esperanza estaba llena de inmortalidad; por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de sí" (Sab 3,4—6).

Esto explica el hecho de que Dios a sus elegidos de cuando en vez les visite con el dolor:

"EL sufrimiento, incluido por la fe en el designio de Dios, viene a ser una prueba de alto valor que Dios reserva a los servidores de quienes está orgulloso, Abraham (Gén 22), Job (1, 11; 2,5), Tobías (Tob 12,13) para enseñarles lo que vale Dios y lo que se puede sufrir por él. Así Jeremías pasa de la rebelión a una nueva conversión (Jer 15,10—19).

Asimismo, otros hombres eminentes fueron sometidos a la prueba del dolor. Tal es el caso de José (Gén 50,20); Moisés (Ex 5,22—28; 17,4; Núm 11,11—15); Noemi (Rut 1,20—22); Ana (1 Sam 1,15—18); Elías (1 Re 19,10); Amós (Am 7,10—17); Jeremías (Jer 1,8.17—20; 12,1—4; 15,10—19; 18,19—23; 20,7—18), etc.

También el sufrimiento del pueblo como colectividad le aporta la salvación, pues Dios volverá a acogerle, una vez castigado y purificado de sus faltas, cfr. Is 30,19—26; 51,22—23; 54,7; Jer 3,21—28; Ez 33,10—12; Os 11,8—9; 14,5, etc..

En este sentido, el castigo es frecuentemente una llamada a la conversión: Dios castiga como lo hace un padre respecto a su hijo, como medio para que cambie de conducta: "Date cuenta, pues, de que Yahveh tu Dios te corregía como un padre corrige a su hijo, y guarda los mandamientos de Yahveh tu Dios siguiendo sus caminos y temiéndole" (Dt 8,5—6).

Esta misma imagen se repite con más plasticidad en el libro de Samuel: "Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres; pero no apartaré de él mi amor" (2 Sam 7,14—15). En esta misma línea se mueven los consejos paternales del libro de los Proverbios (Prov 3,1—35).

En este sentido, en los planes de Dios, el dolor es un medio educativo que, como buen padre, elige para mejorar al pueblo. Con este fin asegura Yahveh: "Te corregiré como conviene" (Jer 30,1 l; 46,28). Y el pueblo reconoce el bien alcanzado con tal castigo: "Me corregiste y corregido fui... Hazme volver y volveré" (Jer 31,18). Jeremías pone en boca del pueblo esta petición: "Corrígeme, Yahveh, pero con tino. no con tu ira. no sea que me quede en poco" (Jer 10,24).

d) Función salvadora del dolor. La "expiación vicaria"

Asimismo, el dolor tiene una significación expiatorio. Esto explica que Moisés ofrezca su vida como reparación por el pecado de su pueblo, oferta que no fue aceptada, pues "Yahveh castigó al pueblo a causa del becerro fabricado" (Ex 32,30—34). Este sentido reparador aclara también la muerte de los siete hermanos Macabeos: "Que en mí y en mis hermanos se detenga la cólera del Todopoderoso justamente descargada sobre toda nuestra raza" (2 Mac 7,38). Y aún con mayor significado se explica en la liberación y renovación prevista por el Profeta Zacarías en la "muerte del Traspasado" (Zac 12, 10), en claro paralelo con el siervo de Yahveh. De aquí que el lugar expiatorio por excelencia se encuentre en Isaías, con las imágenes brillantes del Siervo que "ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados" (Is 53,4—5).

"De este modo, ya el AT expresa claramente la idea de que el sufrimiento, para la humanidad pecadora, es condición previa para alcanzar la salud. Entre el sufrimiento y la salvación se da la misma íntima relación que entre los dolores del parto y los gozos de la maternidad (cf. Is 66,9s; Jer 30,6s; Miq 4, 10). El más eficaz motivo de consuelo para superar el dolor en el hombre del AT es la idea de que el dolor ahonda la unión con Dios, pero también la idea de contribuir por el sufrimiento a la salud del pueblo".

En esta línea, y prolongando la enseñanza revelada, el A. T. llega ya a insinuar que el dolor del inocente tendrá cierta compensación en la otra vida (2 Mac 7,14.29; Is 53, 10—12; Dan 12,2—13). De este modo, lentamente, la Revelación del A.T. se enriquece con elementos nuevos que se acercan a la revelación neotestamentaria, si bien aún está lejos de la plenitud del sentido del dolor que se manifiesta en la vida y en la doctrina de Jesucristo. La pasión del Señor despertará también el deseo de sufrir y aun la búsqueda voluntaria del dolor por parte de los cristianos. Este dato no se encuentra en el A. T.

e) Causas inmediatas del dolor

Diversos relatos bíblicos apuntan las causas que producen el sufrimiento humano. Además del origen punitivo, como castigo impuesto por Yahveh a los pecados personales o a las defecciones del pueblo o de sus jefes políticos y religiosos, es normal que aduzcan otras causas que lo motivan. Pero, de ordinario, los personajes bíblicos se fijan sólo en las más inmediatas. Así, por ejemplo, ciertos dolores tienen origen en los achaques de la edad. Así se explican la debilitación y la muerte próxima de Isaac (Gén 27,1—2). El mismo motivo se repite en la enfermedad de Jacob (Gén 28,1—2). Otras veces, según el modo narrativo, se supone que el mal lo ocasionan espontáneamente los factores naturales: el agua, el viento, el fuego, etc.

No ocultan tampoco que la causa de muchos males es el falso uso de la libertad de otros hombres. Así, por ejemplo, los desmanes que cometen entre los cananeos dos hijos de Jacob, Simeón y Leví, son consecuencia de una venganza por haber violado a su hermana Dina (Gén 35,25—31). También por mala voluntad ellos mismos cometieron un gran mal vendiendo a su hermano José (Gén 42,21—22). Los ejemplos podrían multiplicarse, pues se extienden a casi todos los datos derivados de la guerra de un pueblo contra otro. Muchos males son, pues, producto de la voluntad torcida del hombre que ocasiona desgracias sin cuento a sus semejantes. Los Salmos están llenos de peticiones a Dios del justo perseguido y acosado por hombres injustos (Sal 34; 73).

También reconocen al demonio como agente del mal. Es el caso de Job. No obstante, lo mismo que la obra de Job ni mistificó ni canonizó el dolor, tampoco lo demonizó: sólo el lector sabe que el mal de Job es obra de Satán, que primero recibe autorización expresa de Yahveh para causar daño a sus bienes, pero con la prohibición de "poner—tu mano en él" (Job 1,12), y después le autoriza a infligir lesiones en su cuerpo, pero "respetando su vida" (Job 2,6). El libro de la Sabiduría sentencia: "por envidia del diablo entró la muerte en el mundo" (Sab 2,24).

Además de esas causas inmediatas, el israelita, sin mencionarla de modo expreso, presupone que existe una causa primera y universal del mal: es un pecado de la humanidad, del cual derivan todos los otros males. Se trata del pecado de origen (Gén 3,14—19), causa última de todo mal. Por el pecado de la primera pareja la humanidad pasó del "estado de gracia" al "estado de desgracia". Esta teología de la historia es la que subyace a la concepción veterotestamentaria en la cuestión acerca del origen del mal en el mundo:

"La última consecuencia de tal interpretación de la historia es la 'etiología primitiva' de todo sufrimiento humano en Gén 3,16—19; las fatigas y los sufrimientos son consecuencia del pecado original de los primeros padres, que ha perturbado las relaciones entre Dios y la humanidad".

f) Las quejas contra el mal físico

Pero, dado que el israelita no siempre acierta a mirar tan lejos, no es extraño que se rebele contra el sufrimiento que considera injusto. Los datos a este extremo son numerosos. Así Abraham se queja de que Dios iguale "al justo con el malvado" (Gén 18,23). Abimélek reprocha a Dios: "Señor, ¿es que asesinas a la gente aunque sea honrada?" (Gén 20,4). Moisés se queja: "Señor, ¿por qué maltratas a este pueblo?" (Ex 5,22). El mismo lamento lo repite Moisés en otras ocasiones (Núm 11,10—15). Ante el dolor, se reiteran las preguntas del salmista: "por qué" (Sal 10, 1. 13; 22,1; 88,15) y "hasta cuándo" (Sal 6,4; 35,17; 89,47).

En ocasiones tales quejas despiertan hasta la indignación contra Dios. Esto es evidente en Job (Job 9—10; 19,5—12; 30, 18—31). Jeremías llega a proponer a Yahveh este grave problema de equidad: "Voy a tratar contigo un punto de justicia: ¿Por qué tienen suerte los malos y son felices todos los felones?" (Jer 12,I). El profeta tiene a la vista lo que él considera injusto: que Dios trate bien a los malos y castigue al recto. Él mismo se queja de los males que injustamente le aquejan (Jer 15,10—18; 20,7—10).

Pero estos lamentos —y hasta las protestas— del hombre bíblico no son una queja anónima, desesperada y sin sentido, sino que están dirigidos a Dios, en busca de comprensión y ayuda, que de ordinario la obtienen por parte de Yahveh.

"La queja bíblica por el sufrimiento no es un lamento sin destinatario, sino un clamor a Dios y una reclamación de su benevolencia, indispensable para la vida. Como tal, la queja es una forma originaria del diálogo bíblico con Dios, es decir, de la oración, que no conoce tabúes ni prohibiciones lingüísticas, con el único presupuesto de que tal clamor contra el sufrimiento busque, denuncie y reclame al propio Dios como instancia suya ... La queja bíblica, como queja común de personas dolientes, puede superar los desvalimientos que dificultan un encuentro verdaderamente humano. Por último, la queja bíblica... crea una solidaridad de los que padecen (y de los que compadecen) que no olvida el sufrimiento de los muertos. La queja bíblica de las personas sufrientes no es un ritual masoquista, sino un grito que pide ayuda y el final del sufrimiento".

No obstante, las preguntas, tan urgentes como primarias, acerca del porqué del sufrimiento no tienen respuesta en el A.T. La solución a esta grave aporía —si bien cargada con nuevos interrogantes— se obtendrá a la luz de la doctrina del N.T. Y esto, no tanto mediante un esclarecimiento doctrinal, teórico, cuanto a través de un medio vital: por el hecho de que Jesús haya asumido Él mismo un camino de pruebas y sufrimientos".

3. La teología acerca del mal en el Nuevo Testamento

Si en el A.T. el modelo de hombre molido por el mal físico —¡consentido por Dios!— era Job, el paradigma del sufrimiento en el N.T. —¡libremente asumido!— es Jesucristo: difícilmente cabe imaginar mayor dolor de un hombre inocente, que se somete a toda clase de sufrimientos físicos y morales.

En efecto, para entender la enseñanza del N.T. sobre el dolor humano es preciso valorar en todo momento la suma de sufrimiento que representó la pasión del Señor. El balance integra por igual la pasión física de los azotes y de la crucifixión, los dolores morales y psíquicos que supone la tristeza agónica en el Huerto y la soledad en la Cruz, así como la "pasión del honor", o sea, el hazmerreír de uno a otro juicio, la deshonra de la calumnia y el ser pretendo a un ladrón y asesino, etc. En resumen, pasión física, pasión incruenta y pasión del honor representan una suma de dolores físicos, psíquicos y morales que no es fácil juntar en una persona que es la más inocente y sublime de la historia. De hecho, la condena de Jesús de Nazaret y su pasión y muerte en la cruz han pasado a ser el paradigma del sufrimiento humano. Desde el Calvario, la Cruz se ha convertido en el emblema del dolor para casi todos los pueblos.

Por este motivo, el "lugar teológico" por excelencia para hacer la reflexión sobre el dolor coincide con la Persona de Jesús. A esta "theologia crucis" se debe añadir la doctrina que Cristo expone a lo largo de su vida pública. Pero es preciso añadir que esta enseñanza teórica es apenas una reseña frente a la lección que encierra su vida y pasión. De aquí que la verdadera enseñanza neotestamentaria se encuentre en los demás escritos del N.T., cuyos autores se vieron forzados a reflexionar sobre la pasión del Señor. Fruto de esa "fides quaerens intellectum" es la rica doctrina paulina sobre el origen, sentido y finalidad del dolor en los planes salvíficos de Dios.

En consecuencia, como enseña Juan Pablo II, la Cruz es la respuesta más acabada al enigma del porqué del sufrimiento:

"Cristo sufre voluntariamente y sufre inocentemente. Acoge con su sufrimiento aquel interrogante que, puesto muchas veces por los hombres, ha sido expresado, en un cierto sentido, de manera radical en el libro de Job. Sin embargo, Cristo no sólo lleva consigo la misma pregunta... pero lleva también el máximo de la posible respuesta a este interrogante. La respuesta emerge, se podría decir, de la misma materia de la que está formada la pregunta. Cristo da la respuesta al interrogante sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo no sólo con sus enseñanzas, es decir, con la Buena Nueva, sino ante todo con su propio sufrimiento, el cual está integrado de una manera orgánica e indisoluble con las enseñanzas de la Buena Nueva. Esta es la palabra última y sintética de esta enseñanza: 'la doctrina de la Cruz', como dirá un día San Pablo" (SD, 16) 27.

4. Doctrina de Jesús sobre el dolor humano

Como se ha dicho más arriba, es preciso resaltar que no se encuentra en los Evangelios una enseñanza teórica acabada y menos aún sistemática sobre el origen, finalidad y sentido del dolor. No obstante, a lo largo de los Evangelios cabe encontrar en las palabras de Jesús algunas enseñanzas aisladas que enriquecen la respuesta acerca del porqué del sufrimiento humano. Estas son las más explícitas:

a) La cruz como condición para seguir a Cristo

Lo que verdaderamente a primera vista puede llamar la atención es que Jesús hace una llamada expresa al sufrimiento, como si en el dolor encontrase el cristiano su vocación o como si el hombre hubiese nacido para sufrir: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23). La invitación a llevar la cruz es un presupuesto de su programa: "El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí" (Mt 10,38). Según Lucas, esa es la condición para ser su discípulo: "El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,27). O sea, Jesucristo no evita el dolor a sus seguidores, sino que se lo garantiza.

La enseñanza de Jesucristo va aún más lejos, pues anuncia a sus seguidores: "seréis aborrecidos de todos por mi nombre" (Mc 13,13), hasta el punto de que sus discípulos han de estar dispuestos a beber el cáliz que Él ha de beber y ser bautizados con el mismo bautismo de sangre con que Él será bautizado (Mc 10,38—39; Mt 20,22—23).

En "elogio" del sufrimiento todavía cabe decir más, pues es signo de elección (Jn 15,18) y por él los discípulos serán llamados bienaventurados (Mt 5,5.10—12; Lc 6,21—23). Más aún, precisamente la muerte será el precio más elevado que tiene que pagar la vida: "En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto" (Jn 12,24). Finalmente, el supremo triunfo del discípulo es seguir el camino martirial y con ello alcanzar la misma suerte que su maestro (Jn 21,18—19).

Referido a su propios dolores, tampoco Jesús sufre de modo estoico, pues Él mismo experimenta el sufrimiento y lo manifiesta a los discípulos (Mt 26,37—38; Mc 14,33), hasta pedir al Padre que quite el cáliz que ha de beber (Mc 14,36; Mt 26,39; Lc 22,42—44). Y, a pesar del misterio que encierran sus palabras, siente la soledad al morir (Mc 15,34; Mt 27,46) 21.

Con estas enseñanzas parece que a primera vista el enigma del mal no se soluciona, sino que crece en oscuridad: ¿Es que el cristianismo simplifica el dolor hasta mistificarlo? ¿El Evangelio apuesta por el dolor como una especie de masoquismo teológico? ¿El mensaje cristiano canoniza el dolor en lugar de luchar contra él? La respuesta a estas preguntas debe situarse en un marco más amplio: la vida e imitación de Jesucristo, como más tarde enseñará San Pablo.

Más abajo señalamos que el mensaje de Jesús no es un "elogio" al dolor, pero aquí mismo conviene deshacer esta posible objeción: cuando Él proclama "bienaventurados los que lloran", añade no el "sométete" estoico o la simple "resignación" pagana, sino que señala el resultado final: "porque serán consolados" (Mt 5,5).

b) Jesús se compadece de los que sufren y mitiga el dolor ajeno

A pesar de que Jesús subraye la vocación dolorosa del cristiano, sin embargo no apuesta incondicionalmente por el dolor, pues su vida pública fue un continuo compadecerse de los que sufren y su mesianismo lo cumple aliviando el dolor de los enfermos. Casi todos los "milagros" testifican que el Mesías vence la enfermedad y la muerte. Él mismo señala este dato como signo de su mesianidad: vino para que vean los ciegos, anden los cojos, queden limpios los leprosos, oigan los sordos y los muertos resuciten (Mt 11,4—5; Le 4,18—19). Los ejemplos podrían multiplicarse. Así se compadece de la pobre viuda de Naín (Le 7,11—15) y llora ante la tumba de Lázaro (Jn 11,35), de forma que su biografía la hace San Pedro con estas breves palabras: "pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos" (Hech 10,38).

Toda su vida pública, especialmente sus milagros, tiene en San Mateo esta significación: "Le presentaron muchos endemoniados, y arrojaba con una palabra los espíritus, y a todos los que se sentían mal los curaba, para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías que dice: "Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt 8,16—17). De aquí que su "actividad misional" la describa así San Mateo: "Jesús recorría ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia. Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor" (Mt 9,35—36; cfr. Mt 14,14; 15,32).

Para Jesús, tal importancia adquiere la atención al dolor ajeno, que, por encima de la observancia del sábado, sitúa la curación de los enfermos (Me 1,32—34; 3,1—6). También a sus discípulos les da el encargo de aliviar y curar las diversas enfermedades. Éste era el cometido de aquella misión: "Curad a los enfermos, resucitad a los muertos..." (Mt 10,8; Le 9,I). Sin embargo, Jesús no librará a sus seguidores de todos los dolores: también ellos, al modo del Maestro, sufrirán persecución (Jn 15,20; Mt 10,23—26) y les esperan grandes tribulaciones (Mt 24,4—8).

Esa compasión de Cristo por los dolores humanos se expresa en esa llamada suya a que acudan a Él cuantos tienen algún dolor y el aliento con el que estimula cuando acontezca el sufrimiento en la propia vida: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí... pues mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,28—30).

En consecuencia, la constatación del sufrimiento —incluida la invitación a sufrir—, más aún la explicación del dolor humano como "castigo" o "purificación" quedan relativizados con esta disposición tan acentuada de Jesús a aliviar al que sufre y a eliminar sus dolores.

c) Origen del dolor

Tampoco encontramos en el N. T. una enseñanza sistematizado sobre las causas del dolor. Pero se enuncian algunas:

Jesús supone, siempre de paso, que el origen del mal está en el primer pecado (cfr. Rom 5,18—21; 6,26; Sant 1, 15). Pero no argumenta como el A. T. a partir de que el mal individual pueda ser un castigo de Dios. Tampoco lo descarta, pues lo supone en alguna ocasión, tal como se deduce, por ejemplo, al comparar algunas catástrofes ocurridas en su tiempo con lo que puede ocurrir a sus oyentes si no hacen penitencia (Lc 13,1—6). El lucha contra la concepción de los fariseos que se inclinaban a creer que todo mal físico se debía a los pecados del enfermo o al pecado de los padres. Al menos esa tesis no cabe aplicarla al caso del ciego de nacimiento: "Ni pecó éste ni sus padres" (Jn 9,2). En esta circunstancia, la ceguera no era castigo por pecado alguno, sino "para que se manifieste en él la gloria de Dios" (Jn 9,1—4),

De esta enseñanza cabe deducir que la doctrina de Cristo no garantiza que el origen del dolor, en cada caso concreto, se deba a un castigo divino, tal como se creía al menos hasta el libro de Job. Pero tampoco se descarta de modo absoluto que en ocasiones el mal físico no sea un castigo divino. Como es lógico, aun en este caso, no se trataría de una "venganza", sino de un castigo educativo: la imagen de la higuera que aduce como ejemplo de la amenaza es muy significativa (Lc 13,6—9). Del mismo modo cabe entender la advertencia de Jesús al paralítico: "Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar, no te suceda algo peor" (Jn 5,14). Habrá, pues, que concluir que también el castigo entra en la pedagogía divina neotestamentaria.

Es curioso constatar cómo en algunos sectores del cristianismo se afirma que el mal físico "nunca se debe considerar como un castigo divino". Es un caso tipo del cumplimiento de la ley pendular: si algunos cristianos no habían superado la idea bíblica más primitiva de que cualquier dolor era un castigo por el pecado, en la actualidad lleva a algunos a afirmar que en ningún caso el mal físico es un castigo de Dios, porque —dicen— "Dios no castiga nunca". Ahora bien, una cosa es que todo mal físico tenga su origen en un castigo divino y otra bien distinta que algunos males no se deban a un castigo pedagógico de Dios. Este fue el caso de Zacarías (Lc 1,20) y la muerte repentina de Ananías y Safira en la primera comunidad cristiana de Jerusalén impuesta como castigo porque "han mentido no sólo a los hombres, sino a Dios" (Hech 5, 1—11).

"La tradición de la primitiva Iglesia conoce también los castigos infligidos a pecadores en la forma de penosos sufrimientos corporales (Act 12,23; 13,11s; cfr. Lc 1,20). Según 1 Cor 5,5 y 1 Tim 1,20, ciertos pecadores son entregados, por la excomunión, al demonio "para ruina de la carne", pero no para perdición eterna, sino "para que sean castigados y se conviertan".

En la predicación de Jesús tampoco falta la alusión al origen diabólico de algunos males físicos. Parece que este es el caso de la mujer encorvado, a quien devuelve la salud, pues "Satanás la tenía ligada hacía ya dieciocho años" (Le 13,10—17).

Pero es preciso subrayar que estas dos causas —"castigo divino" y demonio—, tan socorridas en el A.T., están muy mediatizadas en la enseñanza de Jesucristo. Más bien, el norte que indica el origen del mal en la enseñanza de Jesucristo es la voluntad perversa del hombre. Esto explica la condena de tantas conductas desarregladas de los hombres de su tiempo. Incluso su muerte en la cruz fue debida a pasiones humanas desencadenadas contra Él: precisamente, su condena se debió en buena medida a ese mesianismo de ayuda a los necesitados frente al dominio despótico de sus jefes. Jesús no busca el dolor y la muerte, sino que lo acepta cuando sobreviene y no cabe esquivarlo. El mismo sentido cabe dar a su invitación a tomar la cruz y seguirle (Mt 16,24): no se trata de un fatalismo ante el mal, sino que advierte cómo se ha de comportar el discípulo cuando en su vida se haga presente el sufrimiento.

d) El dolor en la vida de Jesús

Conforme se dice más arriba, el "lugar teológico" por excelencia para entender el sentido del dolor son los sufrimientos que acompañaron la vida histórica de Jesús. En efecto, según los Evangelios, la pasión de Cristo no ha sido una circunstancia ocasional, derivada del viraje que cobran los acontecimientos sociales y políticos en los que se desenvolvió la vida pública de Jesucristo. Según sus enseñanzas, "era preciso (del) que el Hijo del Hombre padeciese mucho... y que fuese muerto" (Mc 8,31). Mateo (16,21) y Lucas (9,22) repiten la misma preposición "deî" que indica el "deber" de padecer. En consecuencia, la pasión y la muerte en la cruz son algo esencial en la misión salvadora de Cristo y no un elemento meramente ocasional y secundario".

Este "deber" de sufrir estaba ya anunciado por los Profetas. A esas previsiones apela Jesús: "Está escrito del Hijo del Hombre que padecerá mucho y será despreciado" (Mc 9,12; 14,21). El último viaje a Jerusalén, Jesús lo revela como cumplimiento de las profecías: "Tomando aparte a los doce, les dijo: Mirad: subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas del Hijo del Hombre, que será entregado a los gentiles y escarnecido, e insultado y escupido, y después de haberle azotado, le quitarán la vida" (Le 18,31—33). La catequesis que Jesús lleva a cabo con los dos discípulos de Emaús, consistió en mostrarles que, "según vaticinaron los profetas", "era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria". Y "comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escrituras" (Le 24,25—27).

En este sentido, el problema del dolor en la revelación cristiana no es un mero tema médico, ni filosófico, ni siquiera ético, sino cristológico. En efecto, al ser y a la existencia histórica del Cristo corresponde la "kénosis": el anonadamiento por la "obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2,5—11). Por consiguiente, el dolor ayuda al creyente a configurar su vida con la existencia terrenal de Cristo, tal como se insinúa en el prólogo de este himno: "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Fil 3,5). Aquí se iniciará y culminará la reflexión de los escritores posteriores, especialmente la doctrina paulina en torno al dolor: el creyente debe configurar su vida con la vida dolorosa del Crucificado.

5. Teología de San Pablo sobre el dolor

El hecho de la muerte ignominiosa de Cristo en la cruz tuvo que ser motivo de profundas reflexiones por parte de los cristianos de la primera generación, como lo ha sido en la teología posterior y lo es en la actualidad. Si la cruz es motivo de "escándalo para los judíos y locura para los gentiles" (1 Cor 1,23), no era fácil para los cristianos de la primera generación descubrir toda la grandeza humana y divina del dolor redentor de Jesucristo.

Esta pudo ser la objeción de los convertidos de Corinto, a quienes Pablo trata de probar que la cruz que "era necedad para los que se pierden", sin embargo es "poder de Dios para los que se salvan" (1 Cor 1, 18). Parece que en la argumentación paulina pueden señalarse cuatro motivos principales que avalan la grandeza de la Cruz: el vencimiento de la muerte mediante la resurrección; el amor que Jesús nos muestra en su pasión; el hecho de que, mediante los dolores de Cristo, hemos sido salvados; y que, por el sufrimiento aceptado, el hombre se hace "co—rredentor".

a) Pasión y resurrección

En efecto, Pablo no se detiene en la muerte de Cristo, sino en su resurrección, tal como gradúa los hechos en el siguiente texto: "Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios..." (Rom 8,34). La grandeza de la pasión y muerte de Jesucristo consiste, precisamente, en que, a través de ellas, muestra su poder, pues las vence, dado que ha resucitado. Por ello, mediante la pasión, Jesús ha superado el dolor y la muerte:

"La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?... Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15,55—57).

Al mismo tiempo, así como la cruz fue el camino de la glorificación de Jesucristo, Pablo ve en los dolores de la vida presente un adelanto de la gloria que experimentará el hombre justo en la resurrección futura:

"Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros, porque la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios" (Rom 8,18—19).

En consecuencia, en virtud del sufrimiento de Cristo, Pablo ve superados no sólo los dolores físicos del hombre, sino también las limitaciones de la creación entera.

La gloria futura, en virtud de los dolores de Jesucristo, es un tema repetido en los escritos paulinos. Por ello, en riguroso paralelismo, también los dolores de la vida presente preparan al hombre para la bienaventuranza:

"Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará confundida..." (Rom 5,3—5) .

A ejemplo de Jesucristo, que mudó su pasión en una pronta y gloriosa resurrección, así será la experiencia dolorosa del hombre:

"La leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (2 Cor 4,17).

De este modo, se resuelve la paradoja cristiana: por el dolor y la muerte se alcanza la resurrección. Esta doctrina soluciona por elevación el dicho pagano: "per aspera ad astra", con el que los romanos trataban de superar el dolor en aras de un servicio al Imperio. El cristiano, por el contrario, no afronta el dolor con un objetivo intramundano, sino sobrenatural y eterno. El creyente no vive el dolor desde la cruz, sino desde el triunfo sobre el dolor, o sea, desde la resurrección. Ni el dolor ni la muerte son realidades últimas, sino penúltimas; no cabe considerarlas como algo absoluto y definitivo, sino como relativas al gozo final que será absoluto.

b) La muerte de Cristo, señal de un gran amor

Es otro de los resultados más gozosos de la reflexión paulina sobre la pasión de Cristo. El Apóstol descubre en ella el gran signo del amor de Dios a los hombres (Jn 3,16). En este sentido, la Cruz es la señal vertical que marca el descenso del amor de Dios a la humanidad; amor que se continúa en la reconciliación que se lleva a cabo en cada momento de la biografía del creyente:

"Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvados de la ira; porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida. Y no sólo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien percibimos ahora la reconciliación" (Rom 5,5—11).

Precisamente, la meditación personal de Pablo sobre el dato de la pasión de Jesucristo concluye con esta especie de estribillo: "Me amó y se entregó a sí mismo a la muerte por mí" (Gál 2,20), que, cuando la hace en plural, se convierte en: "Nos amó y se entregó a la muerte por nosotros" (cfr. Ef 5,2.25; 2 Cor 5,14).

c) Mediante la pasión de Cristo el mundo está salvado

En la larga exposición que San Pablo mantiene frente a los bautizados de Corinto en torno a la resurrección, el Apóstol argumenta:

"Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre nos vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados" (1 Cor 15,21—22).

Pero no se trata sólo de la salvación del mundo de su pecado, sino de todas las limitaciones, entre las que cabe enumerar el dolor. En efecto, mediante la pasión y muerte de Jesucristo, el dolor humano no es algo inútil, menos todavía una desgracia y aún menos una maldición, sino que el mismo dolor ha sido liberado de su "íntima maldad" y se le ha dotado de una "grandeza espiritual". Como escribe Juan Pablo II:

"La gracia del Redentor... es quien actúa en medio de los sufrimientos humanos... El es quien enseña al hermano y a la hermana que sufren este intercambio admirable, colocado en lo profundo del misterio de la redención. El sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna. Cristo con su sufrimiento en la cruz ha tocado las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Ha vencido al artífice del mal que es Satanás, y su rebelión permanente contra el Creador. Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los horizontes del reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando sobre el poder salvífico del amor... En efecto, el sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con su gracia exterior, sino interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico, se encuentra muy dentro de todo sufrimiento humano" (SD, 26).

Es así como la aceptación cristiana del sufrimiento se convierte en fuente de vida: la cruz de Cristo ha liberado al hombre del "castigo" del dolor.

d) Sentido correndentor del sufrimiento

El "precio de la redención de Cristo" es un pensamiento constante en la teología neotestamentaria (SD, 19). De aquí que Pedro y Pablo lo enseñen con fórmulas diversas, todas ellas bien expresivas:

"Habéis sido comprados a precio de sangre" (1 Cor 6,20).

"Nuestro Señor Jesucristo que se entregó por nuestros pecados para librarnos de este siglo malo" (Gál 1,4).

"Habéis sido rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha, ya reconocido antes de la creación del mundo" (1 Pet 1, 18—19).

Por consiguiente, dado que Cristo redimió a la humanidad del pecado mediante su pasión y muerte en la cruz, Pablo considera que su colaboración a la obra salvadora de Jesús debe ser también mediante la participación en su pasión. De aquí esa expresión tan repetida:

"Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

A este problema teológico, responde Juan Pablo II:

"¿Esto quiere decir que la redención realizada por Cristo no es completa? No. Esto significa únicamente que la redención, obrada en virtud del amor satisfactorio, permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano. En esta dimensión —en la dimensión del amor—, la redención ya realizada plenamente se realiza, en cierto sentido, constantemente" (SD, 24).

e) El valor del sufrimiento

A partir de estas cuatro verdades fundamentales, Pablo vertebra toda una enseñanza sobre el sentido y el valor del sufrimiento: el dolor humano es una invitación para "ser imitadores de Cristo" (1 Tes 2,14); los sufrimientos son una ocasión "para padecer por Él" (Fil 1,29); son signo de que el creyente vive "piadosamente con Cristo Jesús" (2 Tim 3,12); por ello, él no se descorazona en las pruebas, sino que "se gloría en sus debilidades" (1 Cor 12,9). Las tribulaciones de los cristianos "son su gloria" (Ef 3,13), por ello abunda "en gozo" (2 Cor 8,2); él "no se avergüenza" de sus padecimientos (2 Tim 1,12); por el contrario, se "alegra de ellos" (Col 1,24); de forma que, si su vida finalizase en la cruz, "se alegraría y se congratularía" (Fil 2,17), pues "sufrir por Cristo" es un consuelo (2 Cor 1,5—6). Por eso, Pablo "se complace en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, pues, cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor 12, 10). Por tantos valores como encierra la Cruz de Cristo, él no tiene más misión que "predicar a Jesucristo y éste crucificado" (1 Cor 2,2; 1,23).

En consecuencia, la respuesta cristiana al grave problema del dolor remite a la cristología: es la muerte redentora de Cristo la que valora el sufrimiento: cuando el cristiano sufre se asemeja a su Maestro y con sus dolores colabora de modo misterioso a la obra redentora. Esta enseñanza es recogida por el Concilio Vaticano II:

"Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. Este es el gran misterio que la revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó, con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba Padre!" (GS, 22) [34. Con lenguaje ascético lo expresa el beato J. Escrivá: "Ante el dolor el cristiano sólo tiene una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su corazón, que una lanza abrió por amor a todos... La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz... porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas se convierten en reparación, en desagravio, en participación en el destino y en la vida de Jesús que voluntariamente experimentó por amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos". J. ESCRIVÁ de BALAGUER, Es Cristo que pasa. Ed. Rialp. Madrid 1974, 197—198.].

6. Datos de la tradición teológica sobre el dolor

Es lógico que los Padres y los teólogos hayan tratado de teorizar sobre el sentido del dolor en la existencia cristiana". Y es, a su vez, normal que sus enseñanzas se hayan hecho a partir de la interpretación de los datos bíblicos y sobre todo de la pasión y enseñanzas de Jesucristo. Dado que no es posible detenerse en la amplia enseñanza de la tradición sobre el origen y significación del dolor, exponemos de modo sintético dos autores: San Agustín, como representante de los Padres; y Santo Tomás que resume la enseñanza de los teólogos de la época.

a) San Agustín

Su obra Del libre albedrío se inicia con el siguiente diálogo que formula in recto nuestro tema:

"Evodio.— Dime, te ruego: ¿puede ser Dios el autor del mal?".

Y contesta Agustín:

"Te lo diré, si antes me dices tú a qué mal te refieres, porque dos son los significados que solemos dar a la palabra mal: uno, cuando decimos que "alguien ha obrado mal"; otro, cuando afirmamos que "alguien ha sufrido algún mal".

Evodio responde que cuestiona los dos sentidos, y Agustín responde ampliamente a ambas cuestiones: "Dios, siendo bueno, no puede hacer el mal", pero, como es justo, castiga las malas obras, por lo que se "sigue que de ningún modo es Dios autor del primer género de mal, y sí del segundo".

Sobre el mismo tema vuelve en su tratado de divulgación Enchiridion. Aquí, después de afirmar que todas los cosas son buenas y "de ellas resulta admirable la belleza del universo", se pregunta "por qué Dios permite el mal". En respuesta Agustín recurre a la doctrina acerca del carácter negativo de cualquier mal: "¿qué otra cosa es el mal, sino la privación del bien?". Esta concepción negativa del mal le lleva a escribir:

"Lo que llamamos mal en el mundo, todo él bien ordenado y colocado en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien de tal modo, que agrada más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas".

Una argumentación similar se repite en discusión con los maniqueos. En réplica a Adimanto, distingue "un doble significado" del término mal:

"Una cosa es el mal humano que el hombre causa y otra el que padece. El que él causa es el pecado, el que él padece, un castigo".

Dios sólo es autor del castigo que infringe al hombre a causa de su pecado. Por el contrario, éste sufre el doble efecto, pues "el hombre hace el mal que quiere y sufre el mal que no quiere".

Seguidamente, San Agustín señala tres fuentes del mal físico. Primero, el carácter corruptible del conjunto del orden físico de las cosas creadas. En efecto, es evidente que "las criaturas son buenas, pero no absolutamente buenas". Segunda, "la deficiencia de la voluntad del hombre y del ángel"; o sea, el mal tiene origen en el mal uso de la libertad y en la tentación del demonio. Y tercera, a causa de la "ignorancia y concupiscencia del hombre".

Pero el carácter filosófico que adopta el obispo de Hipona le lleva a interpretar que "ningún mal existiría sin la existencia del bien", puesto que:

"El bien que carece de todo mal, es el bien absoluto, por el contrario, aquél al que está adherido el mal, es un bien corrupto o corruptible; y donde no existe el bien, no es posible mal alguno... De donde se sigue que no se da el mal sin el bien. Y aunque esto parezca absurdo, sin embargo, la trabazón de este razonamiento exige necesariamente llegar a esta conclusión".

Finalmente, cabe citar su reflexión en la Ciudad de Dios, donde, según su grandiosa filosofía de la historia, San Agustín sitúa el origen fontal del mal en el pecado de origen: la gravedad de aquel pecado acarrea la suma de los males que aquejan a la humanidad. Y, a pesar de que sea muy elevada la pena impuesta a dicho pecado, sin embargo el hombre no tiene derecho a quejarse de lo que padece:

"Siendo tan grande la pena impuesta a la desobediencia y el mandamiento, ¿quién explica sobradamente el mal que entraña no obedecer en cosa tan fácil y a un precepto de tan grande poder que aterra con tamaña súplica?".

De ese primer pecado deriva el "dolor de la carne" y la "concupiscencia del espíritu":

"Así, el dolor de la carne no es más que un pinchazo del alma debido a la carne y una especie de resistencia que ofrece a su pasión, como el dolor del alma, llamado tristeza, es no conformarse con las cosas que nos han sucedido sin quererlas".

Seguidamente, se detiene en enumerar los males que derivan de la "libido".

En resumen, el optimismo de la creación —el acto primero de la historia de la humanidad— ha quedado inmensamente rebajado por los males que produjo el pecado. Y, ahora, la pasión humana sigue causando destrozos en la convivencia entre los hombres.

b) Santo Tomás de Aquino

Para el Aquinate, el primer dato surge de la lectura e interpretación del relato del Génesis. Por lo que el origen del dolor lo sitúa en la desobediencia de Adán y Eva, como uso caprichoso de la libertad otorgada por Dios al hombre. En este sentido, como los Santos Padres, Tomás de Aquino aúna siempre mal físico" y "mal moral" o pecado.

A partir de este supuesto, la explicación del mal físico tiene una doble motivación: es un "castigo" y además actúa como "medicina". Estas dos razones son las que expone, como síntesis de la doctrina de la época que le antecede y a quien repetirá la teología posterior al siglo XIII.

Tomás de Aquino no se propone el tema del mal como una cuestión de la teodicea, es decir, para demostrar la existencia de Dios, como siglos más tarde hará Leibniz contra el ateo Bayle y aun se repite en nuestro tiempo. Por el contrario, para el Aquinate el mal no constituye un problema de fe. De aquí que escriba de modo extenso sobre el tema en uno de sus últimos escritos, De malo, cuando ya había expuesto ampliamente su teología.

Para Santo Tomás, a partir de metafísica realista, el mal no es del orden del ser, sino del no ser; no es algo positivo, sino negativo. De aquí que sostenga que el "mal" no es "algo" en las cosas, sino la carencia del bien debido. Esta es la definición: "el mal es la privación del bien particular en algo bueno".

Pero, según la filosofía tomista, el mal no es simple carencia, como, por ejemplo, la composición respecto de lo simple, sino la "remoción del bien": es "despojar" de un bien que a algo o a alguien le es debido. El "mal" es, pues, una auténtica "privación".

Tal "privación" no compromete a Dios. En el conjunto de la actividad, distingue entre el "provisor particular" y el "provisor universal". El primero, cuando actúa debe preverlo todo, no así el "provisor universal", por cuanto la privación de una cualidad cede en beneficio de otra, e incluso puede favorecer a todo el universo, ya que "la generación o producción de un ser supone la destrucción o corrupción de otro, cosas ambas necesarias para la conservación de la especie". Y saca las consecuencias: "Dios provisor universal de todas las cosas, incumbe a su providencia permitir que haya ciertos defectos en algunos seres particulares para que no sufra detrimento el bien perfecto del universo". Para confirmar esta tesis aduce estos ejemplos: la fiereza del tigre pone en peligro la pervivencia de otros animales y la fortaleza de los mártires exige la persecución del tirano.

En consecuencia, el Aquinate no se ve constreñido a demostrar la existencia de Dios a pesar de que exista el mal, sino, al contrario, él argumenta del siguiente modo: "porque se da el mal, Dios existe":

"Lejos de ser la existencia del mal un argumento en favor del ateísmo —como algunos siguen pensando, después de siglos de refutada esa superficial objeción—, es un camino para el conocimiento de Dios, como Bien infinito y Creador: Autor libre, diferente y total del ser de la criatura. A la cuestión Si Deus est, unde malum (Si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?), que Boecio recuerda responde Santo Tomás con sencillez que hay que invertir radicalmente los términos y afirmar: Si malum est, Deus est (si existe el mal, es que Dios existe). No habría mal una vez quitado el orden del bien, en cuya privación el mal consiste; y no habría ese orden final, si Dios no existiese. Sin el conocimiento de Dios, no tendríamos siquiera la noción propia del mal".

Más en concreto, el origen del mal está en los mismos seres limitados con la posibilidad de venir a menos ("aptitudo ad deficiendum"). Esa misma cualidad asiste a la libertad del hombre, que puede no asentir al querer de Dios (deficit ab ordine primi moventis). Es decir, Tomás de Aquino indica ya dos razones del mal: la limitación de los seres y el mal uso de la libertad. En consecuencia, en relación a la aporía Dios—origen del mal, no cabe culpar a Dios. De aquí que, cuando se produce un mal causado por el hombre, éste no tiene derecho a demandar de Dios el por qué del mal, puesto que en su propio interior tiene la respuesta: él mismo es la causa. dado que ha dicho "no" al querer divino.

Demostrada la naturaleza específica del "mal", Tomás de Aquino, a lo largo de su obra teológico, explica en qué sentido el "mal físico", en su origen, cabe entenderlo a modo de un "castigo" divino y cómo en la vida del hombre el dolor actúa como "medicina".

En primer lugar, Santo Tomás apela al pecado original como causa primera de todo mal. Así se lo propone en la siguiente quaestio: "Si la muerte y las demás enfermedades son efecto del pecado original". La respuesta es que sólo cabe afirmarlo de modo indirecto:

"Es en este sentido como el pecado original causa la muerte y todos los restantes defectos de la naturaleza humana en cuanto que por el pecado de los primeros padres desapareció la justicia original, que mantenía las facultades inferiores sometidas a la razón sin desorden alguno y hacía que todo el cuerpo estuviera bajo la potestad del alma sin defecto alguno. Una vez suprimida esta justicia original.... la naturaleza fue herida en cuanto al alma por el desorden de las potencias, y se hizo corruptible por desorden del cuerpo... Y, como la substracción de la justicia original tiene carácter de pena.... también la muerte y demás defectos corporales consecuentes son pena del pecado de origen".

También se propone la cuestión de "si todo mal físico tiene origen en una culpa personal". La respuesta es matizada: Sí, "en sentido absoluto, bajo la razón formal de pena derivada del pecado original", pero no todo mal deriva de un pecado personal, pues algunos males físicos tan sólo "significan privación de bien", dado que ciertos bienes son dañados en beneficio de otros, como "el daño de la riqueza para conservar la salud". Entonces "no tiene perfecta razón de pena, sino de medicina, ya que los mismos médicos suelen recetar pociones bien amargas con el fin de restablecer la salud".

Este carácter medicinal con el que Dios puede disponer ciertos males no ocurre nunca en los bienes espirituales, sino tan sólo en los materiales. En éstos, el Aquinate destaca su carácter medicinal, por cuanto. ante el mal físico, el hombre puede reaccionar y convertirse:

"Como los bienes espirituales son de mayor valor que los temporales, puede uno recibir un castigo en estos últimos sin culpa alguna anterior. Este es el sentido de muchas penas de la presente vida que Dios nos manda para humillación o para probarnos... Nadie es castigado en los bienes espirituales sin la culpa propia".

Pero Tomás de Aquino no establece de modo ecuacional riguroso la relación mal—pecado. Ni siquiera a nivel de pecado original, puesto que, aun sin el primer pecado, el mundo no estaría exento de ciertas violencias. O, como se expresa gráficamente: también las bestias serían violentas antes del pecado, si bien el hombre las "dominaría como hoy hace con los animales domésticos".

7. ¿Porqué el dolor?

Es evidente que la respuesta cristiana acalla en gran medida la inquietud de los creyentes ante el tema del dolor. De hecho, los santos experimentan la alegría en sus penas y encuentran sentido a su vida aun en medio de grandes sufrimientos. Pero, ¿esta respuesta tiene validez universal? ¿Es capaz de ser comprendida y aceptada por los no creyentes? ¿Cómo explicar el origen del mal a quienes no tienen fe? Porque lo que se cuestiona es algo, en verdad, tan radical y profundo como esto: ¿por qué existe el dolor?

La doctrina cristiana, como hemos visto, es constante en remitir al pecado original: es necesario contar con ese dato como principio determinante de tanto dolor en la humanidad. Tal es la causa de que el mundo, creado por Dios en armonía, haya quedado alterado por el pecado de origen. Ese pecado rompió con la concordia interna del hombre y hasta desarticuló el orden del cosmos.

Pero, a quienes desconocen o se resistan a aceptar este dato primero, ¿a qué pruebas se les puede remitir? La solución no es fácil, dado que el dolor es un problema límite, por lo que se resiste a una comprensión inmediata. No obstante, cabe emplazarles ante dos hechos:

— Invitarles a que consideren el ingente mal que existe en el mundo, en las proporciones que ellos mismos critican y contra el cual se rebelan, hasta el punto de que les cuestiona la existencia de Dios y les provoca el ateísmo.

— Al mismo tiempo, se les debe hacer caer en la cuenta de que el mal no es sólo un dato exterior, producido "casualmente" por agentes de la naturaleza, sino que penetra en el propio corazón humano. ¿Qué acontece en el ser del hombre que es capaz de producir tanto mal?

A partir de estos dos supuestos, es preciso buscar sus causas. Las más inmediatas cabe especificarlas en los siguiente ámbitos:

a) La libertad del hombre

La causa más inmediata del mal en el mundo es la libertad humana. De hecho, es fácil constatar cómo el hombre es capaz de producir toda clase de males. En efecto, no pocos dolores, que despiertan el escándalo y la protesta, se suscitan por el mal uso de la libertad". No cabe, pues, imputar a Dios ningún mal que tenga origen en la libertad del hombre: la injusticia internacional, el hambre en el mundo, la muerte violenta por el asesinato brutal, el mutilado en un accidente de tráfico producido por descuido o temeridad, los crímenes llevados a cabo por el terrorista, los muertos en las cámaras de gas de un campo de concentración, la injusta distribución de los bienes del mundo, el cúmulo de las calamidades que suscitan las guerras, etc., etc. Todos estos males tienen su origen en la voluntad libre de unos hombres que abusan de su condición de tales. Dios ni los causa ni los quiere. Es el hombre el que los produce.

Para el creyente esta causa no ofrece duda alguna, dado que a diario lo experimenta en su vida: sus propias faltas, que en ocasiones causan daño al prójimo, son producto del mal uso de su libertad (cfr. GS, 13). Más aún, desde la primera página de la Biblia se constata este mismo hecho: Dios crea al hombre en libertad y deja en sus manos la fidelidad a su proyectos. Génesis 2—3 es la prueba más patente de que todos los males tienen en su origen un falso uso de la libertad de Adán y Eva, de Caín y sus descendientes:

"El Dios creador valora tanto la libertad de su criatura que está dispuesto a tolerar los trastornos del mundo resultante de ella. En tenso arco teológico de Gén 2—8, del que no debe separarse, Gén 2—3 representa una teodicea de grandes vuelos: este relato, por un lado, atribuye a la libertad del hombre (y, análogamente, al margen del juego otorgado a la creación para que sus fuerzas se desarrollen "libremente" y, por tanto, puedan causar alteraciones) las perturbaciones del orden de la creación y, por otro lado, subraya que la aceptación de esta libertad creatural por el Creador ha provocado un cambio del propio Yahveh, que soporta con paciencia los trastornos de su creación como precio por la libertad otorgada a sus criaturas".

El proyecto inicial de Dios está, pues, condicionado a la decisión libre del hombre. Y es evidente que el mero recuento de los males del mundo suscitados por los cambios introducidos, otorga al mal uso de la libertad un abultado balance desgraciadamente muy negativo. De hecho, la mayor conflagración humana emblematizada en la confusión de la Torre de Babel —símbolo de toda división entre los humanos— fue causada por el hombre. Consecuentemente, más que culpar a Dios, el veredicto del mal condena la conducta incorrecta de la persona humana. No es a Dios, sino al hombre a quien es preciso sentar en el banquillo de los acusados.

b) La limitación humana

Otros dolores tienen origen en la misma limitación del hombre: esto explica que su organismo esté sometido a la fragilidad propia de todo ser vivo: es el caso del conjunto de órganos del cuerpo humano que se deteriora con el tiempo y con el uso. Lo mismo cabe decir de la debilidad que también el hombre experimenta en su espíritu y que provoca el decaimiento de su armonía psíquica. Todos estos desfallecimientos son los que ocasionan el dolor y la enfermedad. También cabe reseñar en este apartado algunos casos inexplicables: la muerte prematura del padre o de la madre de una familia numerosa, el subnormal profundo, el tullido en el carro de ruedas, el enfermo psíquico que rememora "los renglones torcidos de Dios", según la expresión del novelista Luca de Tena, etc.

Más aún, la existencia terrena no puede ser temporalmente eterna, por lo que su misma limitación demanda que concluya algún día. En este capítulo se explica el final de la vida mediante la muerte. Este es el destino normal de lo que es limitado, este es el cumplimiento inexorable de una ley: todo lo que nace debe morir. Todo lo real —desde la materia inorgánico hasta el cuerpo humano— está sometido al deterioro, a la "avería", a la enfermedad y a la muerte.

El hombre es un ser finito y contingente, lo cual le sitúa ante la necesidad de admitir sus propias limitaciones. Aspirar a ser absoluto y perfecto ha sido una tentación sutil, que, cuando el hombre sucumbe a ella, le pasa siempre ingentes facturas. Es preciso romper con el mito del hombre perfecto que rehuye el dolor a cualquier precio. Por ello, admitir la finitud es situarse en condiciones de aceptar el mal físico, que, en momentos puntuales, hace acto de presencia. Entonces, el hombre ha de estar preparado para asumirlo con fortaleza humana, sobre todo en el caso de que se haga inevitable y no sea posible esquivarlo".

Es una constatación admitida por muchos que una característica de la cultura actual es rehuir el sufrimiento. Pues bien, si así fuese, estamos ante una generación desgraciada, dado que no será capaz de evitar el dolor. En consecuencia, se impone fomentar una aptitud de "acogida", pues ayudará a la persona humana a superar las dificultades que acompañan a todo sufrimiento. En caso contrario, si no se sabe aceptar resignadamente, se buscará la salida por medio del suicidio o de la eutanasia.

c) La acción de las fuerzas de la naturaleza

Queda todavía sin explicar ese otro cúmulo de males que se originan al margen y aun en contra de la libertad humana: las víctimas de un golpe de mar o de un terremoto, los daños que producen las inundaciones, el fuego o los demás agentes de la naturaleza... Todos estos males no tienen fácil justificación, si bien cabe explicarlos a partir de un mundo que también sufrió los efectos perniciosos del pecado de origen (Rom 8,18—24), hasta el punto de que Pablo afirma que "la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto" (Rom 8,22).

El cosmos era un "todo ordenado" que perdió su armonía al sufrir los efectos del pecado del hombre. Era como un tren que disponía de todas las facilidades para hacer, sin trastorno alguno, rápidos y largos recorridos. Pero descarriló y, desde entonces, a pesar de que nuevamente ha sido puesto en vía, sin embargo, perviven los efectos de aquella catástrofe. Así, acusa la pérdida de velocidad, tiene averías inexplicables, no encajan las puertas, chirrían las vías, se estropean los frenos, y, de cuando en vez, vuelve de nuevo a salirse de la vía... En consecuencia, lo que antes se hallaba en armonía se ha convertido en continuos azares —con frecuencia, tristes y aun trágicos— de la historia del hombre sobre la tierra.

El Catecismo de la Iglesia Católica se hace estas mismas preguntas: "¿Por qué existe el mal?"... "¿Por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal?". Y responde:

"En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, 25, 6). Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo "en estado de vía" hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras en la creación no haya alcanzado su perfección (cf. Santo Tomás de Aquino, S. Gent., 3, 71)".

El no creyente no estará de acuerdo con esta etiología, pero no puede menos de aceptar esos dolorosos hechos sin saber darles una explicación adecuada. Sólo desde la fe bíblica cabe aportar algunas razones que expliquen el origen del dolor y de la muerte.

d) La incógnita de Dios

Según la teología católica, la razón última del sufrimiento humano encuentra su clave interpretativa en la Cruz. Pero aquí mismo surge la pregunta más radical: ¿por qué el Mesías había de padecer y morir? Más aún, ¿por qué entre las realidades terrenas la cruz —¡el sufrimiento!— tiene tan alto valor salvífico? ¿Por qué Dios "acuñó" el dolor, de forma que se constituye algo así como el valor patrón en el ámbito de la salvación redentora?

Estas preguntas no tienen más respuesta que el destino inescrutable de Dios". Por ello, no es conveniente perderse en "ideologías", sino que más bien el creyente debe experimentar y aceptar el misterio de Dios. Esta es la respuesta de San Pablo a otra cuestión pareja: "¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios?" (Rom 9,20).

"El escándalo del sufrimiento puede ayudamos, quizá, a corregir nuestra imagen del "buen Dios", excesivamente ingenua, con la mirada puesta en la verdad que hay en dejar que Dios sea Dios y en reconocerlo como el incomprensiblemente Bueno y Santo".

Es el misterio de Dios y su reacción al pecado del hombre lo que somete el juicio humano a una verdadera "crux". Si el mal entró en el mundo por el pecado (Rom 5,12—21), posiblemente sea el "mysterium iniquitatis" (2 Tes 2,7) lo que encierra la clave para entender que Dios absolutamente bueno no puede querer el mal que denominamos pecado. En este supuesto, el "mal físico" es la secuela del "mal moral". Dios no lo quiere: sólo levanta acta de un suceso que ha sido decidido libremente por el hombre o provocado por él en la naturaleza.

Pero, a partir de este misterioso supuesto, cabe ofrecer además algunas "razones de conveniencia" que derivan tanto de la condición del hombre —la antropología—, como del hecho cristiano, que cuenta como dato incuestionable con la pasión y la muerte de su Salvador, Jesús.

Así, se puede afirmar que para el hombre, en su situación actual, el dolor puede ser una especie de rehabilitación. Cabe pensar que el dolor tiene la misión de vacunarle contra el peligro de absolutizar los bienes creados. Además, el sufrimiento puede servir de acicate para no apostar por la vida presente corno valor único, absoluto y definitivo, sino que le ayude a descubrir y quizá desear otra vida más allá del tiempo. De hecho, así como el dolor físico es un preaviso de la cercanía de la enfermedad, así la experiencia del dolor contribuye a que el individuo madure en el campo humano y le haga trascenderse a sí mismo. Si el dolor físico sirve en ocasiones para diagnosticar una enfermedad, de modo semejante, el sufrimiento humano —casi siempre unido el físico y el moral— puede servir de aviso para orientar la vida en el sentido que le es propio y no en las vanalidades en que se venía ocupando. Es curioso constatar cómo el alejamiento de Dios y aun el agnosticismo actual coincide con una sociedad que se mueve casi exclusivamente por motivos consumistas, en la búsqueda ansiosa del placer y en la huida del dolor.

Igualmente, si se considera a partir del hecho de la pasión y la muerte de Jesucristo, se descubren otras ventajas. Así, para el cristiano, gracias al ejemplo de Cristo, esas limitaciones humanas tienen en Jesús el paradigma de comportamiento, por lo que puede imitarle en los casos en los que sobrevenga el dolor. Además, dado que el sufrimiento ha sido tomado por Dios como medida y precio de salvación, el cristiano puede sumar sus dolores al sufrimiento de la pasión de Cristo. Pues, si "sufrimos con Él", también "seremos glorificados con Él" (Rom 8,17), de forma que no es fácil calcular los grandes bienes que nos esperan:

"Por una momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y así no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles eternas" (2 Cor 4,17—18).

En resumen, no hay más que dos respuestas: la aceptación y superación que ofrece la fe, o la desesperación y el absurdo que oferta la increencia laica. Las otras dos soluciones históricas: la huida insegura al placer de los epicúreos o la aceptación pasiva del estoico tienen mucha menos densidad humana y por ello no son receta válida como respuesta a este grave interrogante.

De este modo, el dolor tiene para el hombre una gran fuerza pedagógica: le enseña el verdadero valor de las cosas temporales y le sitúa en actitud de interpretar la existencia en su totalidad: no sólo abarca la vida presente, sino que se alarga hasta la eternidad.

Y, sin embargo, la fe católica no es masoquista: la creencia en Jesucristo, muerto y resucitado, lleva al cristiano a combatir el dolor injusto, a vencer el mal ocasionado por la debilidad del cuerpo o por las fuerzas brutas de la naturaleza y, en todo caso, a aliviar el dolor que no puede ser vencido. De aquí el aliento continuo del Magisterio a la ciencia médica para que preste su ayuda en defensa de la salud y en alivio del dolor".

8. Eliminación del mal

El hecho del mal en el mundo, la invitación a tomar la cruz, el valor cristiano del sufrimiento, etc. no impide que el cristiano trate de vencer el mal. De hecho, el creyente en Cristo debe hacer suya la biografía de Jesús, tal como la describe San Pedro: "Pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él" (Hech 10,38).

Precisamente, la tradición de la Iglesia en todos los tiempos es ayudar a los necesitados, de forma que en las épocas en las que los Estados no habían asumido el deber de sostener y amparar a los ciudadanos más necesitados, la Iglesia llevó a cabo una gran labor de suplencia. A su vez, la mayor parte de las Ordenes y Congregaciones Religiosas tuvieron origen como un servicio a los hombres, según las necesidades de cada época.

Ni el valor de la Cruz, ni la esperanza de una vida mejor frenan la fe del creyente en su lucha por eliminar el mal y sus causas. Incluso la misión de la teología moral no es sólo explicar su naturaleza y analizar las causas que lo producen, sino ayudar a superarlo y, si cabe, a eliminarlo del horizonte de la existencia. Aquí radica la eticidad de las realidades terrenas y la teología de la liberación rectamente entendida, tal como enseña el Magisterio:

"Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte— la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí (Mt 8,17) e identificarse con los "más pequeños de sus hermanos" (cf. Mt 25,40.45). También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables. Además, mediante su doctrina social, cuya aplicación urge, la Iglesia ha tratado de promover cambios estructurales en la sociedad con el fin de lograr condiciones de vida dignas de la persona humana" (LC, 68).

O como escribe Juan Pablo II:

"La parábola del buen samaritano... testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad. Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento. El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo activo... Cristo realiza con sobreabundancia este programa mesiánico de su misión: El pasa "haciendo el bien"... La parábola del buen samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de Cristo mismo".

Seguidamente, el Papa resalta los textos del juicio último de la historia (Mt 25,31—46) y añade:

"Estas palabras sobre el amor, sobre los actos de amor relacionados con el sufrimiento humano, nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos los sufrimientos humanos, el mismo sufrimiento redentor de Cristo. Cristo dice: "A mí me lo hicisteis"... Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento" (SD, 30).

En aceptar el significado último del dolor, en la lucha contra el sufrimiento injusto y en el alivio a los aquejados por los diversos padecimientos, no se agota el mensaje moral cristiano. La Ética Teológica ofrece también la esperanza del premio final al sufrimiento acogido con amor que se contiene en estas palabras de San Pablo: "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rom 8,18).

II. SALUD Y ENFERMEDAD

En la mayoría de los casos, la enfermedad es el origen del dolor. Además, en ella confluyen circunstancias diversas e incluso contradictorias. Por ejemplo, en la enfermedad se aúna casi siempre el dolor físico y el sufrimiento moral. A su vez, el enfermo es una persona con unos derechos especiales, dado que su vida es más frágil, por lo que se le debe una especial protección. Es también un individuo cualificado en el ámbito social, pues se trata de un miembro de la sociedad que merece un cuidado y una vigilancia más esmerados. Finalmente, la persona enferma gravita sobre la familia y sobre las demás capas sociales como un peso, lo que ocasiona no pocas dificultades y gastos adicionales.

El estado del enfermo afecta, pues, a diversos campos. En concreto, abarca el ámbito somático, psíquico, familiar y social: "La enfermedad adquiere pleno sentido en relación al hombre, entendido como un todo: ser biológico, psíquico y social". Por el contrario, la salud supone "el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades".

La enfermedad cabe considerarla desde el punto de vista médico y desde la estimación ética. Aquí nos interesan ambas, dado que la atención médica tampoco es ajena a la dimensión moral. Pero, como es lógico, se prescinde del aspecto técnico de la medicina, propio de esa disciplina. Por el contrario, la Ética Teológica debe considerar la enfermedad, desde el sentido del dolor, es decir, no ajena a la dimensión religiosa, tal como es considerada en la Biblia".

1. Derechos del enfermo

La unidad radical del hombre, que caracteriza a la antropología cristiana, corrobora que la enfermedad corporal afecta a la persona en su totalidad, pues abarca por igual el cuerpo y el espíritu. Lo mismo cabe referir de la enfermedad psíquica respecto del cuerpo. Esta consideración ha de estar presente en todo momento, tanto en relación al juicio moral, como en la atención cotidiana al enfermo:

"La enfermedad y el dolor no son experiencias que afectan exclusivamente a la condición corporal del hombre, sino a todo el hombre en su integridad y en su unidad somático—espiritual. Por lo demás es evidente que a veces la enfermedad, que se manifiesta en el cuerpo, tiene su origen y verdadera causa en lo más íntimo del alma humana".

La ciencia médica testifica este dato y también su contrario: que la enfermedad psíquica conlleva en ocasiones no pocas deficiencias y limitaciones corporales. De aquí deriva que el enfermo tenga derecho a una atención clínica humanizada, que englobe a la persona en cuanto tal. Ello demanda al menos estos planos:

a) Atención ala persona

Son muchas y surgen desde ámbitos muy diversos las llamadas de atención a la despersonalización que puede sufrir el enfermo en los centros sanitarios. La hospitalización no debe despersonalizar al individuo. Como es obvio, el enfermo no es un número determinado de habitación y cama, sino un individuo más necesitado de trato personal que en estado de salud: el paciente es una persona, que "además" está enferma".

Este trato personal abarca ámbitos muy diversos de la vida del paciente: en primer lugar, la atención médica que alivie o sane su enfermedad. Pero también deben atenderse sus preocupaciones individuales, suscitadas por la enfermedad misma, así como se ha de tener a la vista la condición de su familia, el porvenir que le aguarda en la sociedad o en su empleo laboral, los problemas económicos que suscita, etc. Asimismo, un capítulo muy decisivo para el comportamiento del enfermo lo constituyen sus preocupaciones éticas, así como su vida religiosa. El paciente ha de ser atendido en todos estos planos.

"El enfermo es un ser sumamente necesitado de ayudas de muy diverso tipo, a causa de la diversidad de sus necesidades: biológicas, psicológicas, sociales y espirituales (de carácter ético, religioso). Su situación reclama lo que hoy se llama atención integral para poder restablecerse o para asumir serenamente su enfermedad, para luchar contra la muerte o para aceptarla y vivirla con dignidad cuando llega".

Es preciso constatar cómo en ocasiones el trato al enfermo se rebaja. Su misma situación disminuida es una tentación para que se le trate como un menor de edad. Pero es preciso que en todo caso se respete su condición de ser inteligente y libre. La atención al enfermo, precisamente por hallarse en la situación de desvalido, debe ser más respetuosa y considerada". El trato personalizado abarca al menos tres ámbitos:

— Atención a su estado de enfermo. Según la cultura y formación de la persona, así como en dependencia a su disposición psicológica, la atención debida al paciente incluye una explicación, en lo que cabe lo más detallada posible, de las pruebas y exploraciones que se le hacen, de la medicación que recibe, de los efectos secundarios que se pueden seguir, etc. El conocimiento de estos datos ayuda al enfermo a seguir el proceso de su enfermedad, a enfrentarse con las dificultades y a asumir los riesgos. Incluso, en caso de opciones diversas, puede ser el enfermo quien decida sobre ellas.

En todo este proceso, al que han de colaborar el conjunto del personal sanitario —en especial, médico y enfermeras—, se debe infundir seguridad al enfermo y ayudarle a superar las crisis que salen al paso o que acompañan a todo el proceso de tratamiento.

— Atención afectiva. Además, el enfermo necesita ser ayudado afectivamente, pues desea sentirse comprendido y aun querido. El interés por su salud debe estar siempre a salvo, de forma que, en lo posible, se viva la interrelación que en otras épocas ejercía el llamado "médico de familia" o el "médico de cabecera" 74:

"El que está enfermo necesita ser amado y reconocido, ser escuchado y comprendido, acompañado y no abandonado, ayudado, pero nunca humillado, sentirse útil, ser respetado y protegido; necesita encontrar un sentido a lo que pasa".

— Atención espiritual. Finalmente, el enfermo tiene derecho a que se le asista espiritualmente. Este derecho abarca al menos dos ámbitos: a que se le ayude a comprender y aceptar el sentido del dolor, y la ayuda religiosa que necesita para asumir y superar esa difícil etapa de su vida.

La atención espiritual ayuda al enfermo a encontrarse consigo mismo; a aceptar la enfermedad y darle sentido; a profundizar en las razones del sufrimiento; a descubrir la significación última de su vida y a plantearse el destino de la muerte. Para ello, necesita el auxilio de la gracia, de la oración y la ayuda de los sacramentos que le ofrece el sacerdote.

b) Derecho a conocer su situación médica

Es un hecho que con frecuencia al paciente se le oculta el estado de su enfermedad. Más aún, se llega hasta el engaño si se trata de situaciones graves o de dolencias que infunden especial temor, como es, por ejemplo, el cáncer. Este estado de opinión bastante extendido debe ser revisado. Se impone un cambio que respete el derecho del enfermo a estar informado sobre su situación real. Es necesario que en las relaciones médico—enfermo exista un ámbito de sinceridad, pues el clima de veracidad estrecha el trato médico—enfermo. Además, es mucho lo que el paciente ventila en una situación tal: debe tomar decisiones muy serias que comprometen su vida y su muerte, el presente y la eternidad, o sea, toda su existencia.

De acuerdo con este proceder de ocultar al enfermo su estado real, la misma conducta se sigue con el tema de la muerte. De ordinario, al enfermo se le engaña sobre su situación límite y se evita por todos los medios que se alarme con la idea de la muerte.

Las causas de tales conductas son variadas y proceden de cambios culturales, de las condiciones hospitalarias en que vive el enfermo y, sin duda, de motivaciones de creencia religiosa. Es evidente que una costumbre social en la que el enfermo vivía y moría en su propia casa, rodeado de sus familiares y asistido por la comunidad cristiana, era muy distinto de una situación en la que el enfermo vive hospitalizado y muere casi anónimamente en un centro sanitario.

A estos datos sociales es preciso sumar un cambio notable sobre el sentido popular y cultural de la muerte. Hasta épocas aún no lejanas, la muerte —¡siempre temida, y pocas veces deseada!— era asumida por el individuo como algo que integraba su existencia, de tal modo que había la convicción expresa o tácita de que nadie era señor de su vida, sino en la medida en que disponía dignamente de su muerte. De aquí, que el enfermo grave era advertido, hacía testamento, daba los consejos oportunos y se despedía de los suyos. En el caso de los creyentes, además pedía la asistencia del sacerdote para que le administrase los sacramentos. La imagen del "viático", representado por el arte y descrito por la literatura, era una costumbre generalizada, que, mediante el toque característico de la campana de la iglesia parroquias, congregaba al pueblo que acompañaba al sacerdote con velas encendidas hasta la casa del paciente. Allí, el enfermo, consciente y públicamente, confesaba su fe, perdonaba a sus posibles enemigos y se arrepentía de sus pecados. El acto culminaba con la aceptación cristiana de la muerte y la recepción de los Sacramentos de la Unción y de la Eucaristía como "viático" para la eternidad".

Frente a esta costumbre, las causas antes mencionadas dan origen a un sentimiento y a una praxis opuestas a la vida cristiana. En general, en la cultura actual perdura el deseo de una muerte por sorpresa, sin enterarse, y se sostiene que al enfermo se le debe ocultar la gravedad de su estado de salud, de forma que muera sin apercibirse de ello.

Existe un vivo debate acerca de si el enfermo, a partir de los datos clínicos, debe o no ser informado de su posible muerte". Es evidente que algunos datos circunstanciales y característicos de su vida, así como la disposición personal del enfermo deben contar en la decisión de hacerle saber o no su situación real; pero, desde el punto de vista de la ética teológico, parece que es preciso actuar conforme a los siguientes principios:

— En la medida de lo posible, el enfermo debe conocer su estado clínico, lo cual entraña la información acerca de la gravedad de sus dolencias y de la posibilidad real de recuperación que cabe. Incluso en las situaciones límite, si el enfermo lo reclama, se le debe informar que su estado es grave y de los riesgos que sigue su vida. En todo caso, se ha de tener en cuenta la situación mental, afectiva y de ánimo del enfermo: lo que a uno le ayuda a tomar decisiones para remontar la crisis, a otro le hunde y le imposibilita para iniciar cualquier reacción.

— En ningún caso se le debe mentir, de forma que conciba falsas esperanzas. Es cierto que el buen ánimo del enfermo es un elemento positivo con el que cuenta el médico para la recuperación del paciente. Pero el enfermo no puede acercarse al final de su vida, sin al menos vislumbrar la posibilidad de la muerte. Esta situación se agrava cuando se trata de un hombre que debe reconciliarse con Dios y para ello tiene necesidad de avivar sus creencias religiosas. A este respecto, se deben corregir falsas prudencias que se han introducido en la cultura actual. Es un hecho que, desde que el enfermo muere aislado del ámbito familiar que le ayudaba a pensar en motivos más trascendentales, la institución sanitaria hace de "muralla" que impide que el enfermo acepte con sentido religioso la enfermedad y se prepare a morir de un modo digno del cristiano.

— Es cierto que en ocasiones, según la formación humana, moral y religiosa de la persona, cabe una diversidad de grados de claridad en la información.

En ocasiones, algún enfermo puede llegar a desesperar de su situación, pues carece de recursos humanos y religiosos para superar la crisis. Además, nunca se puede asegurar al enfermo rotundamente que no hay solución para su caso. La esperanza juega un factor psíquico importante en la recuperación del enfermo. Cuando un paciente no manifiesta deseos de vivir, es más difícil su recuperación. Por su parte, la medicina no siempre acierta al momento de juzgar hasta qué punto tal situación es irreversible.

— Ahora bien, en el caso de un enfermo con coraje humano asistido de la fe, si lo reclama, no debe negársele el derecho que le asiste a que se le informe sobre su situación grave e incluso, si se juzga que su estado parece irreversible. En tal situación, se le debe hablar con franqueza para ayudarle en esa difícil situación. En esos casos, la preparación para una muerte aceptada enriquece de modo muy notable el acervo personal del hombre, especialmente del cristiano.

— En cualquier situación, cuando se agrava la enfermedad y peligra la vida, debe buscarse la forma de insinuar al enfermo la conveniencia de que le visite un sacerdote para ayudarle en su necesidad. No hay razones que justifiquen el que un cristiano se encuentre con Dios de sopetón, sin prepararse y sin darse cuenta. La prudencia de los medios a emplear nunca dispensa de la obligación grave de disponerse o de ayudar a otros a que se preparen a morir de un modo digno del hombre, máxime si es cristiano y aún más si se trata de un creyente y practicante. Lo contrario es una falta grave de responsabilidad. En este caso, no es preciso que lo haga el médico, debe hacerlo quien lo puede llevar a efecto con mayor eficacia: un familiar, un amigo, el sacerdote, etc.

— Finalmente, se ha tener a la vista que con frecuencia, aun en contra de lo que juzgan sus familiares y amigos, el enfermo es consciente de que su estado se agota, pues, a la experiencia personal por la que atraviesa su vida, se añade la cantidad de mensajes que recibe de las personas que le asisten así como de las circunstancias que acompañan a su enfermedad. En tal estado, se da en el enfermo una disposición nueva, bien distinta de la que experimenta en el estado normal de salud, por lo que sus temores de ordinario disminuyen. Además, se han de tener a la vista tantos testimonios que hablan de la serenidad que asiste al paciente ante la muerte previamente aceptada, la cual se recibe no sólo con resignación, sino incluso con gozo.

2. Deberes del enfermo

También al enfermo le atañen algunos deberes éticos que debe esforzarse en cumplir. Conviene que el paciente caiga en la cuenta de que no sólo goza de derechos y privilegios, sino que su condición de enfermo origina en él ciertos deberes. Cabría enumerar los siguientes:

a) Deber de cuidarse

Si el hombre tiene la obligación de velar por su vida, dado que no es dueño absoluto de ella, esa obligación atañe tanto a tomar las precauciones oportunas para no contraer una enfermedad, como a llevar a cabo medidas pertinentes cuando ésta acontece.

Una vez contraída la enfermedad, debe tomar las diligencias oportunas para superarla, lo cual incluye la consulta médica, cumplir los remedios aconsejados, medicarse, etc. A este respecto, tiene obligación de someterse a todas aquellas medidas que se consideren como "medios normales" para su curación. No está obligado a optar por "medios extraordinarios" o "desproporcionados" a su estado y condición.

Pero esta distinción clásica es preciso someterla a continua revisión, dado que, según los avances de la medicina y de la cirugía, lo que en una época concreta se consideraba "extraordinario" ha pasado a ser un medio ordinario que se aplica hasta en la medicina hospitalaria menos especializada. En conjunto, se han de aplicar aquellos medios suficientemente probados, aun cuando exijan serias pruebas y algunos dolores. También se debe someter a operaciones quirúrgicas, a pesar de las complicaciones que entrañan.

b) Deber de asumir las dificultades inherentes a la enfermedad

La fortaleza ante el dolor es un deber del enfermo. Para ello es preciso luchar contra el carácter traumatizador que conlleva el estado de dolencia cuando no se lucha por asumirlo y superarlo". De modo especial, el creyente en Jesucristo no sólo debe vencer la tentación del desaliento, sino que tiene el sagrado deber de aceptar el dolor como medio de purificación, de encuentro con Dios y de configurar su vida con la de Cristo doliente:

"La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él".

Además, el enfermo debe colaborar con el médico para buscar y llevar a término los medios más apropiados para la curación. Debe asumir las responsabilidades que se siguen a tomar una opción u otra cuando es consultado.

En ningún caso, el paciente ha de centrarse sólo en su enfermedad constituyendo un feudo a su alrededor. Es un riesgo continuo que el enfermo se vuelva sobre sí y exija consciente o inconscientemente que la vida de los demás gire en torno a él. Un enfermo creyente debería saber ofrecer sus dolores y cuidar de que el entorno no sufra demasiado las consecuencias de su dolencia. En todo caso, debe evitar cuidados excesivos, ha de procurar aliviar las preocupaciones de sus allegados y tiene que esforzarse en lograr un ambiente de resignación, de paz a incluso de alegría, que palie las dificultades normales que connota la existencia de un enfermo en la familia.

En consecuencia, el paciente debe asumir su situación de modo que le sirva para forjar su personalidad y no salir deteriorado de la enfermedad, sino enriquecido. Para ello ha de profundizar en su persona, descubrir el valor del sufrimiento, encontrar el sentido trascendente de la vida, saber ofrecerlo como reparación por sus pecados y en servicio de los demás, etc.

Finalmente, en el ámbito de la fe, debe descubrir y vivir el valor cristiano de la cruz, aprovechar su valor redentivo, ofrecer a Dios su propia vida y asumir la muerte como posible término y culminación de la enfermedad.

3. Algunas consideraciones jurídicas

La situación peculiar en que se encuentra la persona enferma, así como la socialización del cuidado de la enfermedad, ha llevado a que numerosos Organismos Nacionales e Internacionales se ocupen de determinar los derechos y deberes del enfermo. Los textos más importantes que formulan esos derechos son los siguientes:

— Asamblea de las Naciones Unidas: Declaración de las personas retrasadas (20—XII— 197 l);

— Asociación Norteamericana de Hospitales: Carta de los Derechos del Enfermo (6—II—1973);

— Departamento de la Salud. Estados Unidos: Derechos de los enfermos (2—XII— 1974);

— Comunidad Económica Europea: Carta del enfermo usuario de hospital (6—V— 1979);

— Instituto Nacional de la Salud. España: Carta de los derechos del paciente (1984).

La formulación de los derechos del enfermo de estos y otros Documentos es muy similar. Respecto a España, el contenido de la Carta del Instituto Nacional de la Salud se centra en dos apartados, que se corresponden con los derechos y los respectivos deberes del paciente. Tanto los "derechos" como los "deberes" que en ella se recogen concuerdan con los principios éticos aquí formulados. Son los siguientes:

a) Derechos:

l. El paciente tiene derecho a recibir una atención sanitaria integral de sus problemas de salud, dentro de un funcionamiento eficiente de los recursos sanitarios disponibles.

2. El paciente tiene derecho al respeto a su personalidad, dignidad humana e intimidad, sin que pueda ser discriminado por razones de tipo social, económico, moral e ideológico.

3. El paciente tiene derecho a la confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso, incluido el secreto de su estancia en centros y establecimientos sanitarios, salvo por exigencias legales que lo hagan imprescindible.

4. El paciente tiene derecho a recibir información completa y continuada, verbal y escrita, de todo lo relativo a su proceso, incluyendo diagnóstico, alternativas de tratamiento y sus riesgos y pronósticos, que será facilitada en un lenguaje comprensible. En caso de que el paciente no quiera o no pueda manifiestamente recibir dicha información, ésta deberá proporcionarse a los familiares o personas legalmente responsables.

5. El paciente tiene derecho a la libre determinación entre opciones que le presente el responsable médico de su caso, siendo preciso su consentimiento expreso previo a cualquier actuación excepto en los siguientes casos:

— Cuando la urgencia no permita demoras.

— Cuando el no seguir tratamiento suponga un riesgo para la salud pública.

— Cuando exista imperativo legal.

— Cuando no esté capacitado para tomar decisiones, en cuyo caso el derecho corresponderá a sus familiares o personas legalmente responsables.

6. El paciente tendrá derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos señalados en el punto 5, debiendo para ello solicitar el acta voluntaria en las condiciones que señala el punto 6 del apartado de Deberes.

7. El paciente tendrá derecho a que se le asigne un médico, cuyo nombre deberá conocer, y que será su interlocutor válido con el equipo asistencias. En caso de ausencia, otro facultativo del equipo asumirá la responsabilidad.

8. El paciente tiene derecho a que quede constancia por escrito de todo su proceso; esta información y las pruebas realizadas constituyen la Historia Clínica.

9. El paciente tiene derecho a que no se realicen en su persona investigaciones, experimentos o ensayos clínicos sin una información sobre métodos, riesgos y fines. Será imprescindible la autorización por escrito del paciente.

10. El paciente tiene derecho al correcto funcionamiento de los servicios asistenciales y administrativos.

11. El paciente tendrá derecho, en caso de hospitalización, a que ésta incida lo menos posible en sus relaciones sociales y personales. Para ello, el hospital facilitará un régimen de visitas lo más amplio posible, el acceso a los medios y sistemas de comunicación.

12. El paciente tiene derecho a recibir cuanta información desee sobre los aspectos de las actividades asistenciales que afecten a su proceso y situación personales.

13. El paciente tiene derecho a conocer los cauces formales para presentar reclamaciones, quejas, sugerencias y, en general, para comunicarse con la administración de las instituciones. Tiene derecho, asimismo, a recibir una respuesta por escrito.

14. El paciente tiene derecho a causar alta voluntaria en todo momento tras firmar el documento correspondiente, exceptuando los casos recogidos en el artículo 5 de los Derechos.

15. El paciente tiene derecho a agotar las posibilidades razonables de superación de la enfermedad. El Hospital proporcionará la ayuda necesaria para su preparación ante la muerte en los aspectos materiales y espirituales.

16. El paciente tiene derecho a que las instituciones sanitarias proporcionen:

— Una asistencia técnica correcta, con personal cualificado.

— Un aprovechamiento máximo de los recursos disponibles.

— Una asistencia con los mínimos riesgos, dolor y molestias psíquicas y físicas.

b) Deberes:

1. El paciente tiene el deber de colaborar en el cumplimiento de las normas e instrucciones establecidas en las instituciones sanitarias.

2. El paciente tiene el deber de tratar con el máximo respeto al personal de las instituciones, a los otros enfermos y a sus compañeros.

3. El paciente tiene el deber de solicitar información sobre las normas de funcionamiento de la institución y los canales de comunicación (quejas, sugerencias, reclamaciones y preguntas). Debe conocer el nombre de su médico.

4. El paciente tiene el deber de cuidar las instalaciones y de colaborar en el mantenimiento de la habitabilidad de las instituciones sanitarias.

5. El paciente tiene el deber de firmar el documento de alta voluntaria en los casos de no aceptación de los métodos de tratamiento.

6. El paciente tiene el deber de responsabilizarse del uso adecuado de las prestaciones ofrecidas por el sistema sanitario, fundamentalmente en lo que se refiere a la utilización de servicios, procedimientos de baja laboral o incapacidad permanente y prestaciones farmacéuticas y sociales.

7. El paciente tiene el deber de utilizar las vías de reclamación y sugerencias.

8. El paciente tiene el deber de exigir que se cumplan sus derechos.

Este conjunto de derechos—deberes del enfermo debe ser aceptado y exigido. Por consiguiente, valoradas las distintas circunstancias que confluyan al caso, su cumplimiento obliga en conciencia, dado que concuerda con los principios éticos arriba enunciados.

Los Estados deberían crear el marco jurídico adecuado para que estos derechos y deberes puedan ser exigidos y defendidos jurídicamente. En España estos derechos están reconocidos en la Ley General de Sanidad de 1986, art. 10.

4. El secreto profesional

En correspondencia con la sinceridad que se exige en las relaciones enfermo—médico se debe observar el secreto de los conocimientos adquiridos acerca del paciente en la consulta médica. El secreto profesional del médico ha sido siempre uno de los más exigidos y asegurados. El breve Juramento Hipocrático (500 a.C.) recoge el secreto médico con estas solemnes palabras:

"Todo lo que viere y oyere en el ejercicio de mi profesión, y todo lo que supiere acerca de la vida de alguien, si es cosa que no deba ser divulgada, lo callaré y lo guardaré con secreto inviolable".

A su vez, el Instituto Nacional de la Salud de España establece:

"El paciente tiene derecho a la confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso, incluido el secreto de su estancia en centros y establecimientos sanitarios, salvo por exigencias legales que lo hagan imprescindible".

Por su parte, el Código de Deontología Médica especifica:

"El secreto médico debe ser inherente al ejercicio de la profesión y se establece para la seguridad de la persona.

El secreto obliga a todo Médico y nadie podrá sentirse liberado del mismo. El secreto cubre todo lo que llega a conocimiento del Médico en el ejercicio de su profesión, no sólo lo que se le confíe, sino también lo que haya podido ver, oír o comprender".

La clase médica en general tiene el prestigio bien ganado del cumplimiento de este juramento. Pero, en la actualidad, bien porque las relaciones entre el enfermo y el médico se han deteriorado, o por el riesgo que sufre el médico a causa de las reclamaciones que hacen los pacientes ante la justicia o bien porque la praxis hospitalaria se mueve en pruebas muy variadas y en equipos médicos amplios, se corre el riesgo de que la intimidad del paciente sea compartida por todo el equipo y por ello se revelen aspectos que el enfermo desea que no sean conocidos.

"La prueba clínica es un documento personal, una especie de "fotografía" del paciente a su paso por el hospital, donde se recogen antecedentes, diagnósticos, terapia, curas, complicaciones, etc.; y no faltan a veces datos personales o familiares... La entrada del ordenador en los hospitales ha constituido un fenómeno de gran importancia. Por una parte, la reunión en el mismo lugar —y la facilidad de manejo— de todos los datos médicos de cada enfermo, ofrece indudables ventajas. Sin embargo cabe más peligro de violación del secreto médico, ya que la información no es conservada por aquel a quien ha sido confiada, sino que puede tener acceso a ella un considerable número de personas".

El secreto médico abarca no sólo los datos concretos de la enfermedad, sino todo lo que atañe al enfermo: el diagnóstico, la medicación, los pronósticos, la situación general e incluso el ingreso o no en un centro sanitario. Más aún, el médico deberá guardar secreto sobre si ha tratado o no a un determinado paciente. La razón de tal secreto es que la relación enfermo—médico se fundamenta no sólo en motivos profesionales, sino también en una promesa explícita o tácita. En este sentido, no se trata simplemente de un "secreto profesional", sino además de un secreto "pactado" y "prometido" sobre cuestiones muy íntimas de la vida personal del cliente. Además, dada la necesidad de que esas relaciones sean muy personales y confiadas, la reserva y silencio del médico es un secreto profesional muy cualificado.

La obligación del secreto compromete no sólo al médico, sino a todo el personal sanitario que tiene acceso o relación con el enfermo. Tal obligación se extiende, por supuesto, al conjunto de los auxiliares, pero además incluye a los estudiantes de medicina que acuden a las prácticas, a quienes prestan "ayuda voluntaria" —el voluntariado civil—, sin excluir al capellán del centro.

Pero no es fácil justificar este secreto en todas las circunstancias. Por ejemplo, el Ministerio de Trabajo podría exigir del Seguro de Enfermedad los datos oportunos para conocer con verdad la situación de la invalidez de algún trabajador. En este supuesto, ¿vence el secreto profesional o el derecho de justicia con el Estado? Otros casos se suscitan con la socialización de la medicina. Por ejemplo, ¿ante el fraude fiscal, puede el Ministerio de Hacienda exigir el nombre de los enfermos asistidos por el médico? En ocasiones se entremezclan problemas muy complicados relacionados con seguros de vida, mutuas privadas de enfermedad, certificados de buena salud para el ejercicio de ciertas profesiones, etc.

La respuesta moral parece que, primariamente, se debe garantizar el secreto médico, dado que el Estado ha de proteger en todo caso el secreto profesional con el fin de evitar cualquier deterioro en las relaciones enfermo—médico. Para paliar las dificultades y acabar con las injusticias, los Organismos estatales y privados tienen otros recursos técnicos. De aquí que el Código de Deontología establezca:

"Los Médicos de organismos públicos o privados, empresas y demás centros o establecimientos a los que prestaron sus servicios, están obligados, como cualquier profesional, a respetar el secreto médico. Únicamente deberán comunicar a sus entidades las conclusiones en el plano administrativo sin indicar las razones de orden médico que las motivan".

En algunos casos, cabe que el médico no deba comprometerse en la guarda del secreto; más aún, puede demandar que se dé noticia de la situación del enfermo. Tal puede ser el caso de un paciente con enfermedad infecciosa. El Código de Deontología Médica señala situaciones en las que el médico debe notificarlo a las autoridades competentes. Esto sucede, por ejemplo, cuando en las curas de urgencia, se teme con fundamento que se trata de crímenes o de lesiones graves e injustas a un tercero:

"El secreto médico es un derecho del enfermo y del Médico, pero no se incurrirá en violación cuando se revele por imperativo legal. En este caso debe hacerse la declaración con las máximas reservas, limitaciones y cautelas. El Médico deberá apreciar en conciencia si, a pesar de todo, el secreto profesional le obliga a reservar ciertos datos".

El secreto profesional no impide que el médico se defienda en caso de que sea acusado. Asimismo, ante el aumento de denuncias contra los profesionales de la medicina, seguidas de juicio, el Código Médico regula así la conducta a seguir del médico:

"El Médico que compareciera como acusado ante el Colegio provincial, no puede invocar el secreto profesional, sino que debe expresarse con toda claridad y revelarlo; no obstante, tiene derecho a no revelar las confidencias del paciente.

El Médico llamado a testimoniar en materia disciplinaria, viene obligado a revelar, en medida que lo permita el secreto profesional, todos los datos que interesen a la instrucción".

Es cierto que en amplios sectores de la sociedad actual la enfermedad ha perdido ese halo de misterio que guardaba en otros tiempos, por lo que el secreto de la enfermedad, excepto algunas —el SIDA, por ejemplo— es mucho menos compartido. No obstante, esa importante normativa que se repite en todos los códigos de medicina desde el Juramento Hipocrático hasta el Código de Deontología Médica, muestra hasta qué punto el secreto médico es un tema de responsabilidad ética. Esta eticidad se ha de urgir más cada día en proporción a la pérdida de relaciones personales entre el paciente y el médico, pues como dice un viejo aforismo: "No existe medicina sin confianza, ni confianza sin confidencia, ni confidencia sin secreto".

III. SENTIDO CRISTIANO DE LA MUERTE

La vida humana merece respeto desde su concepción hasta su muerte. Pero, si el nacimiento de una nueva vida está lleno de grandeza y de misterio, no es menos misterioso el dato de su consumación mediante la muerte, que parece acabar, de modo casi siempre dramático, con esa magnitud que representa la existencia humana. Pero, al modo como el amor a una nueva vida ha decrecido notablemente, de modo similar en amplios sectores sociales se procura ocultar el hecho de la muerte. Nacimiento y muerte sufren hoy, pues, un verdadero eclipse en la sociedad.

Sobre la cultura "anti—vida", que, según Juan Pablo II caracteriza nuestro tiempo —anti—life mentality (FC, 30)—, queda constancia en capítulos precedentes al verificar el descenso vertiginoso de la natalidad y el "miedo a los hijos" que aqueja a no pocos matrimonios. Ahora nos interesa destacar el oscurecimiento que se observa en torno a la idea de la muerte.

En efecto, la experiencia de nuestro siglo se mueve entre dos polos muy distanciados entre sí: de la atención preferencial a la muerte como el dato más destacado del existente humano, tal como se describía al hombre en los años cuarenta, se ha pasado a un olvido colectivo por parte de un gran sector de los hombres de nuestro tiempo, que la banalizan hasta el punto de ignorarla. Definir al hombre como "un—ser—para—la—muerte", como ha hecho la filosofía existencialista, especialmente M. Heidegger y K. Jaspers, ha dado paso a la actitud generalizada del hombre de la calle que, según parece, se ha olvidado de que ha de morir".

Es, pues, evidente que el pensamiento acerca de la propia muerte ha sufrido un evidente retroceso en el pensamiento laico". Pero es de notar que tal regresión no se ha dejado sentir en el campo católico a nivel teórico, aunque sí en la consideración personal. En efecto, la realidad de la muerte que configuraba tan vivamente la existencia del cristiano, en la actualidad apenas si le turba. Quizá la prolongación de la vida que ha experimentado el hombre en la actualidad —de una media de 40 años a comienzo de siglo, en el presente se han rebasado los 70 en los viejos países de Europa— se distancia la posibilidad de morir. Además, el tema ya no se propone desde la consideración religiosa, sino desde el estudio de otro saber profano, cual es la Tanatología.

No obstante, en sí misma, la muerte debe reclamar la atención de todos, creyentes o no, dado que cualquier problema antropológico, más aún, la misma antropología no puede plantear seriamente el tema del hombre sin tener a la vista su carácter mortal. La muerte, en efecto, es punto referencias que da sentido a las diversas dimensiones que constituyen el ser humano. Además, entre las cuestiones antropológicas que cabe suscitar, la más apremiante es el enigma de la muerte, pues ¿qué sentido tiene la existencia humana si tarde o temprano dejará de existir?:

"El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano" (GS, 18) "

Esta reflexión conciliar resume las ideas de los años sesenta. Hoy no inquietan ya demasiado. De aquí que la misión de la teología sea cuestionar con ellas a un mundo que apenas si se propone esos interrogantes, porque los descuida intencionadamente. En efecto, como decíamos, amplios sectores de la cultura actual se pliegan totalmente sobre un inmanentismo, sin cuestionarse sobre una existencia más allá del dato inmediato a la vida presente.

Al hombre actual es preciso inquietarle con estas preguntas: ¿Para qué la vida, si al fin hay que morir? ¿Qué sentido tiene la existencia si inexorablemente finaliza con la muerte? Y, al contrario, ¿qué actitud es preciso asumir ante la muerte si el hombre apuesta tan fuerte y decidido por la vida?

1. Enseñanzas bíblicas sobre la muerte

El tema de la muerte es objeto del saber humano que se denomina Tanatología. Esta ciencia abarca el estudio de zonas muy amplias de la muerte humana, tales como los aspectos biológicos, médicos, filosóficos, etc. Pero no agota su estudio. La Biblia proclama otros enunciados que complementan el saber humano sobre el fenómeno de la muerte.

Las ideas bíblicas sobre el muerte cabe esquematizarlas en las siguientes afirmaciones base:

a) La muerte, fin común de todos los hombres

La Biblia es muy gráfica al momento de abrir y cerrar el paréntesis de la existencia del hombre sobre la tierra. A este respecto cabe citar estos dos textos tan descriptivos del final de la biografía humana coronada por la muerte. Nacer y morir significan el comienzo y el fin de la vida de cualquier hombre:

"Todos hemos de morir; como el agua se derrama en la tierra no se vuelve a recoger, así Dios no vuelve a conceder la vida" (2 Sam 14,14).

"Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer, y su tiempo el morir" (Eccl 3,1—2).

En consecuencia, nacimiento y muerte igualan a todos los hombres, pero en el ámbito existencias, la muerte es el acto último que configura la biografía de la persona humana. El hombre es, en verdad, "un ser—para—la—muerte".

b) La muerte, precio del pecado

La humanidad entera está bajo el dominio del pecado, en virtud de que todos los hombres están sometidos al pecado de origen. La tesis paulina es ésta: "Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto habían pecado" (Rom 5,12).

La relación causal originaria entre pecado—muerte es un tema que aparece de continuo en el N. T. Pablo repite con fórmulas diversas que la muerte no sólo es consecuencia del pecado, sino que, a su vez, el pecado engendra la muerte. Así, afirma que "las pasiones de los pecados dan frutos de muerte" (Rom 7,5); cuando el "pecado seduce" al hombre, "le mata" (Rom 7,1 l). Además, el "pecado esclaviza" (Rom 6,1,16—18), pues la carne "es cuerpo de pecado" (Rom 6,6), que "produce frutos de muerte" (Rom 7,5). De aquí que el "fin del pecado sea la muerte" (Rom 6,2 l). Más expresiva aún es la sentencia paulina: "la soldada del pecado es la muerte" (Rom 6,23). Ello explica esta otra afirmación: "toda la malicia del pecado es lo que me dio la muerte" (Rom 7,13), pues el "pecado es el aguijón de la muerte" (1 Cor 15,53). De aquí que quienes se resisten a la gracia de Jesucristo son "olor de muerte para muerte", mientras que los santos son "olor de vida para vida" (2 Cor 2,16).

El Apóstol Santiago establece esta graduación, por la que desciende hasta consumarse la caída humana: "Uno es tentado por sus concupiscencias... la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte" (Sant 1,14—15). La concupiscencia, como fruto del pecado, es la que engendra la muerte. De nuevo se repite esa relación de causa a efecto entre pecado y muerte.

Esta interrelación causal queda definitivamente determinada por San Pablo cuando establece la ecuación "ley de pecado y de la muerte" (Rom 8,2). Como escribió el teólogo y Cardenal Volk: "La Escritura descubre la relación causal del pecado y de la muerte, por lo cual los considera estrechamente unidos... de forma que la muerte no existiría si no existiese el pecado... Así, pues, la muerte del creyente es señal de que también él viene del pecado".

El Catecismo de la Iglesia Católica reasume esta doctrina bíblica en estos términos:

"Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cfr. Gén 2,17; 3,3; 3,19; Sb 1, 13; Rm 5,12; 6,13) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cfr. DS, 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cfr. Sb 2,23—24). 'La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado' (GS, 18), es así 'el último enemigo' del hombre que debe ser vencido (cfr. Co 15,26)".

c) La muerte, fin del estadio terrestre

Si la muerte es la vocación que unifica la existencia de todos los hombres, en ella finaliza el espacio temporal de la vida humana. Pero la muerte no ha de considerarse como una destrucción, pues, precisamente, Pablo declara que para él "la muerte es ganancia" (Fil 1,21).

"Debido al carácter definitivo de la muerte, la vida del hombre no puede repetirse. La vida humana, al igual que la historia, no discurre cíclicamente, sino que está dirigida irrevocablemente hacia la segunda venida de Cristo. Por eso la vida humana está revestida con la seriedad de la muerte y tiene una función decisiva para la eternidad... Todo lo anterior muestra que la muerte, desde el punto de vista teológico, es mucho más que la simple separación de alma y cuerpo. Con la muerte se actualiza la orientación del hombre en su estado de viador, pasando a un estado definitivo e irrevocable, intensificado por la inmediatez de la relación con Dios. La vida y felicidad de los bienaventurados suponen, desde luego, que la segunda venida de Cristo —ya presente en cierto modo, pero aún por venir— influye decisivamente en ellas".

Por ello, la muerte significa el final del tiempo de la prueba. Así el Apocalipsis emplaza al hombre hacia este ideal: "Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida" (Ap 2, 10).

d) La muerte, comienzo de la vida eterna

La muerte terrena en ningún caso representa la ruina absoluta. El Señor, con la imagen de los dos caminos, hace mención de la "senda angosta que lleva a la vida" (Mt 7,13—14). Por eso, "los justos perseveran fieles para ganar la vida" (Hebr 10,39). Y el Apocalipsis menciona a los que están escritos en "el libro de la vida desde la creación del mundo" (Ap 17,8). Por ello, en la medida en que se es "fiel hasta la muerte", el Señor "dará la corona de la vida" (Ap 2, 10).

Esta verdad marca el colofón de la enseñanza cristiana sobre el sentido de la vida y la significación de la muerte. La muerte del hombre es, ciertamente, "fin" de la existencia temporal; pero es también "inicio" de una nueva vida. Mejor, es el comienzo de la vida a la que la existencia terrestre de cada uno de los hombres está destinada desde su nacimiento. Esta enseñanza constante del cristianismo se expresa de este modo en la Constitución Gaudium et spes:

"La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida, cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en el estado de salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo, resucitado, el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre, y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera" (GS, 18).

Si la realidad de la muerte ha decaído en los creyentes, el sacerdote debe despertar la idea de esa realidad y ha de proclamar el conjunto de enseñanzas de la fe sobre su verdadero sentido, que va más allá de la racionalidad de la Tanatología.

2. Enseñanza cristiana sobre la muerte

El estudio de la muerte en el curriculum teológico se trataba de modo exclusivo en la Escatología, pero en la actualidad desborda este tratado y se estudia simultáneamente en la Antropología Teológica y en la Escatología. Ahora bien, tampoco la Ética Teológica debe ser ajena a plantearse el estudio sobre el sentido de la muerte, puesto que el final de la vida terrestre ayuda a entender y dirigir la existencia cristiana de un modo que sea digna del hombre.

En efecto, la consideración de la muerte ha sido objeto constante de la fe del creyente. Tradicionalmente, su estudio abarcaba diversos ámbitos; se consideraba su origen en el pecado de Adán y Eva, se subrayaba su condición de "castigo", se ponía de relieve su situación de frontera con el más allá y se creía con firmeza que la muerte era el comienzo de una nueva existencia, feliz o desgraciada, de acuerdo con la conducta que se había mantenido durante el estadio terrestre de la vida.

Conforme a ese cúmulo de objetivos y finalidades, la meditatio mortis constituía una fuente de interpretación de la vida humana. En razón de que "algún día moriríamos", se urgía la conducta moral y se orientaba la existencia cotidiana. Y, cuando ésta se distanciaba de los imperativos éticos, se instaba a la conversión ante el riesgo de que la muerte sorprendiese al individuo desorientado de su fin último.

Esta experiencia cristiana no estaba muy alejada de la consideración común al resto de los demás hombres, dado que toda la cultura occidental —también las religiones orientales y el "paganismo" en general— se asentaban sobre la creencia y la verdad filosófica de la inmortalidad del alma o la persistencia del espíritu después de la muerte. De acuerdo con estas convicciones religiosas y filosóficas, el "hombre universal" creía, apenas sin excepción, en .la existencia posmortal. Ahora bien, según las estadísticas que a diario se publican sobre las creencias en el más allá, la idea de una vida después de la muerte se ha quebrado, de forma que aun la creencia en la inmortalidad del alma ha sufrido un notable retroceso.

Por consiguiente, corresponde a los pensadores volver a recuperar esta verdad racional perdida. El tema, tal como aquí lo planteamos, es menos ambicioso y más concreto: se trata de garantizar la fe del creyente en Jesucristo acerca de la razón de ser de la vida humana". Esta carecería de sentido si no se interpreta a la luz de la existencia posmortal del hombre, en cuerpo y alma, que culminará con la verdad revelada acerca de la resurrección de la carne.

Pues bien, el pensamiento cristiano sobre la muerte destaca estas afirmaciones fundamentales:

a) La pregunta sobre la muerte es coincidente con la pregunta sobre la vida

En efecto, cuando un creyente se pregunta sobre el sentido de la vida, lo descubre a la luz del hecho de la muerte, pues, si ésta es el colofón de la existencia humana, la vida adquiere su pleno sentido al momento en que finaliza. Por ello, el hombre deberá vivir orientado a la muerte, dado que nace "para morir". En consecuencia, en el momento de la muerte es cuando el hombre dispone de la verdadera axiología. Cada humano, al morir, está en condiciones de adquirir la clave de la vida de forma que, si de nuevo iniciase su existencia, seguro que los criterios que la orientasen serían los que en aquel momento valora como auténticos y verdaderos.

Pero esta correlación entre muerte y vida es precisamente lo que ayuda a descubrir también el significado de la muerte, porque, si es cierto que la vida adquiere sentido a la luz de la muerte, no lo es menos que la razón misma de la muerte se descubre como un postulado de la vida, la cual, por su misma índole, es finita y está destinada a acaban

b) La pregunta sobre la muerte cuestiona la vida presente

Si el hombre proyecta todo su ser sobre la existencia futura hasta el punto de que considera como absoluto sólo el futuro posmortal, es claro que el creyente debe apostar absolutamente por ese porvenir. De aquí que la muerte sea la clave que interpreta como relativos todos los demás valores que integran el presente de la biografía humana.

Es ya sentencia común en el pensamiento creyente que el cristianismo se diferencia por el "futuro absoluto". En efecto, aun aceptado el valor del tiempo y de la historia humana, el cristianismo apuesta de modo absoluto sólo por el más allá. Por ello, en la biografía de cada hombre, la irreversibilidad de la muerte testifica que todas las realidades que atañen al hombre en el transcurso del tiempo son relativas; más aún, su propia existencia terrestre va cargada de relatividad. Y, si el hombre es relativo en el ser, también lo será en el tiempo. Por ello, nada en la existencia terrena del hombre puede considerarse como último, sino como penúltimo. Lo último de la existencia temporal es la muerte, de ahí que todos los demás instantes de su vida son penúltimos. En resumen, la ultimidad de la muerte señala como relativos y penúltimos todos los demás datos de la vida.

c) La cuestión sobre la muerte es la respuesta sobre el sentido de la vida moral

Aun negada la tesis de un sector del protestantismo que sostiene que la ética cristiana es sólo una moral ad interim ", o sea, sólo para el tiempo de la vida, es indiscutible que la muerte es la que señala al hombre el tipo de conducta que ha de llevar a cabo, de forma que, si al final de su existencia su comportamiento ha sido correcto desde el punto de vista ético, el individuo se encontrará optimado y aun, en la medida de lo posible, realizado.

La condición mortal que caracteriza al existente humano le ayuda a llevar una vida de acuerdo con lo que realmente el hombre es. El "deber" de fidelidad a su "ser", le obliga a actuar de acuerdo con los postulados que demanda su existencia humana. De este modo, una vida moral correcta orienta la vida temporal de un modo digno del hombre, pero, al mismo tiempo, le conduce a una vida posmortal de acuerdo con los postulados de su vocación eterna, llamado como está a vivir una existencia más allá de la muerte.

En resumen, si la existencia humana se caracteriza por estas cuatro notas: la finitud en el ser, la limitación en el tiempo, la relatividad de todo lo humano y una conducta éticamente ajustada, la muerte será la constatación más palpable que testifica dicha finitud, pues pone de relieve la limitación de la vida puesto que la relativiza, por lo que demanda de ella que se ajuste a una rectitud moral.

En consecuencia, la muerte fustiga cualquier camuflaje de la vida que tienda a absolutizarse o a considerarse infinita, perfecta e inacabable.

Además, si todas las realidades de la existencia pueden mantener equívocos, pues tienden a revestirse de cualidades de las que carecen, será la muerte la que descubrirá esos falsos camuflajes, pues sólo ella no oculta duda alguna sobre su veracidad, dado que se cumplirá de modo inexorable: la biografía de cada uno de los existentes concretos que llamamos "hombre" concluirá sin exclusión alguna con la muerte.

Pero, quizá convenga —por primera vez en la historia cultural del Occidente cristiano— prevenir contra un error que se insinúa en algunos ambientes, especialmente, del mundo artístico: la falsa creencia en la metempsicosis o transmigración de las almas. Para el cristiano, la muerte equivale al fin de la existencia y sólo subsiste el alma en estado de salvación o de condenación en espera de la resurrección futura. Contra el reencarnacionismo se vuelve la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica:

"La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin 'el único curso de nuestra vida terrena' (LG, 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. 'Está establecido que los hombres mueran una sola vez' (Hb 9,27). No hay ‘reencarnación' después de la muerte".

Detrás de este error se esconden grandes insuficiencias doctrinales: además de separarse de la enseñanza bíblica, supone un falso concepto del mal y del pecado, que demandaría un largo peregrinaje en la historia para ser purificado.

3. Derecho a morir con dignidad. Distanasiaortotanasia

Si la vida humana está orientada a la muerte, de modo que, inequívocamente, el hombre finaliza en ella, es lógico que el "morir" goce de algún derecho. Si el hombre concebido tiene derecho a nacer, el hombre nacido tiene también derecho a morir, dado que ésta es su condición natural. De ahí el derecho que le asiste a morir con dignidad, o sea, la persona humana demanda el "derecho a tener una muerte digna del hombre".

Este derecho no está recogido en las diversas listas que enumeran los derechos humanos, por lo que algunos hablan no de un "derecho jurídico", sino de "derecho ético". Sin embargo, el ideal es que este derecho engrose el conjunto de los DH. Tal derecho se denomina con el neologismo de "ortotanasia", o "muerte normal". Mientras que el término "distanasia" señala el intento de alargar la vida con medios extraordinarios y económicamente costosos. Por el contrario, "adistanasia" significa el abandono de los medios que mantienen las constantes vitales de un enfermo terminal, ya en estado agónico.

En cuanto a la valoración moral, el juicio ético es dispar: la "ortotanasia" es lícita, mientras que tanto la "adistanasia" como la "distanasia" pueden estar prohibidas.

El derecho a morir con dignidad es resaltado por el Magisterio de la Iglesia frente a la posibilidad de que goza la medicina actual de poder alargar notablemente la vida humana en favor de la ciencia o de otros intereses, pero en perjuicio del paciente:

"Es muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho, algunos hablan de "derecho a morir", expresión que no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana".

Esta enseñanza de la Iglesia cabría interpretarla como doctrina actualizada de las palabras de San Pablo: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos" (Rom 14,7—8; cfr. Fil 1,20).

Por consiguiente, el hombre en la muerte como en la vida depende de Dios y ha de ser tratado con la dignidad que caracteriza al que ha sido creado a su imagen. A tal dignidad se oponen dos posturas límite: la distanasia y la eutanasia.

"Distanasia" es un término moderno que designa la praxis de alargar la vida, más allá del uso de los medios normales e incluso extraordinarios, mediante el empleo de nuevas técnicas. De hecho, por "distanasia" se entiende en teología moral las prácticas médicas de reanimación en estado ya muy avanzado de enfermos terminales con el fin de "distanciar la muerte real".

Es preciso afirmar que no siempre es fácil señalar las fronteras entre la ortotanasia, la distanasia y la eutanasia. Más que en fijar acciones concretas, como se dirá más abajo, la diferencia viene dada por la intención y fines que se persiguen. En efecto, el objetivo que intenta alcanzar la "ortotanasia", al prescindir de ciertos medios, es respetar el derecho que asiste al hombre a morir con la dignidad que merece. La "distanasia", por el contrario, persigue la prolongación de la vida mediante la reanimación con el fin de obtener objetivos ajenos a la vida del enfermo, como son la experiencia médica u otros fines sociales. Por el contrario, la "eutanasia" acorta la vida para evitar ciertas condiciones dolorosas del enfermo, o trastornos a la familia o cargas a la sociedad.

En ocasiones dudosas queda a la conciencia rectamente formada del médico, del paciente e incluso de sus familiares el precisar si lo que se persigue es respetar el derecho a una muerte digna o lo que se busca es rematar la vida de un enfermo terminal.

a) El enfermo terminal

De ordinario, la muerte va precedida de un estadio más o menos largo de enfermedad, pero otras veces acaece de modo fortuito e instantáneo. Por ello, en sentido técnico, el sintagma "enfermo terminal" se aplica sólo a los enfermos más o menos crónicos y a la ancianidad. Quedan excluidas las muertes repentinas y también las provocadas por accidente.

La ciencia médica se detiene en determinar los criterios diagnósticos del síndrome terminal de una enfermedad. Pueden concretarse en el siguiente cuadro.

— Enfermedad causal de evolución progresiva. El médico juzga del estado terminal de un enfermo en el caso de que, después de agotar todos los tratamientos normales y aun experimentales, la enfermedad los rechace, sin que el paciente experimente mejoría alguna.

— Pronóstico de supervivencia inferior a un mes. La experiencia médica tiene algunas estadísticas sobre tablas de vida, que se cumplen en un 90%. Cuando esos síntomas se detectan en un enfermo, se considera que la vida toca a su término en el plazo aproximado de un mes.

— Estado de debilitación grave. Viene dado por un estado general de deterioro progresivo de las funciones orgánicas y anímicas básicas, como son la incapacidad de cuidar su propio aseo, el desinterés por todo, etc.

— Ineficacia orgánica. Acontece cuando algún órgano vital deja de funcionar y se resiste a toda medicación. Es el caso del corazón, de la insuficiencia renal (uremia, edemas agudos), pulmonar (disnea, cianosis), hepática (ascitis, ictericia), etc.

— Complicación irreversible. Corresponde a aquellas situaciones del enfermo en las que, al final, se produce una complicación que se resiste a todo tratamiento, cual puede ser, por ejemplo, un fallo respiratorio, embolia pulmonar, coma metabólico, etc.

"Cuando se cumplen los criterios del síndrome terminal de enfermedad previamente enumerados, ya no se debe indicar tratamiento quirúrgico, reanimación cardiorespiratoria, uso de ventilación artificial, hemodiálisis renal u otras maniobras en razón de la ineficacia e impracticabilidad del medio o los riesgos inherentes al mismo".

Corresponde a la medicina señalar cuándo a un paciente cabe considerarle, desde el punto de vista clínico, como un ,enfermo en estado terminal". La moral sólo contempla algunos aspectos de comportamiento para tales situaciones.

Por eso, condena la "distanasia", si con ella se pretende alargar la vida de quienes dan señales de "muerte clínica" (¿encefalograma plano?). También en aquellos casos en los que el enfermo no tiene más que una vida vegetativa y se le reanima con el fin de llevar a cabo experiencias médicas o por motivos ajenos al paciente, cuales son, por ejemplo, razones familiares (herencias) o sociales (comunicar la noticia) o políticas (un jefe de Estado). Algunas situaciones de reanimación vegetativa pueden considerarse como prácticas de distanasia:

"En muchos casos, ¿No sería una tortura inútil imponer la reanimación vegetativa en la última fase de una enfermedad incurable? El deber del médico consiste más bien en hacer posible por calmar el dolor en vez de alargar el mayor tiempo posible, con cualquier medio y en cualquier condición, una vida que ya no es del todo humana y que se dirige naturalmente hacia su acabamiento".

Es cierto que no es fácil precisar cuándo se trata de "distanasia" y cuándo se descuida el sacar adelante una vida que se deja ir, lo cual se denomina "adistanasia" o, simplemente, "antidistanasia". Se trata de un problema clínico que, en buena medida, lo soluciona el médico competente —o mejor aún, el equipo médico— que actúa con una recta conciencia moral.

b) Uso de "medios proporcionados" y de analgésicos

Es lógico que a los enfermos terminales se le deba prestar una atención continua y esmerada que, en la medida de lo posible, alivie su grave situación. Este cuidado abarca la higiene general, el tratamiento que mitigue el dolor, la atención a su estado anímico y espiritual, etc. El enfermo en tal estado llega a límites de gran debilidad e indigencia, por lo que demanda de todos: personal sanitario, familiares, amigos y sacerdote, la cercanía que haga más humana esa situación extrema.

Desde el punto de vista moral se presentan, entre otros, dos problemas que en ocasiones producen dudas tanto al enfermo como a los que le asisten sin excluir al médico: Primero, si se debe recurrir a los llamados "medios extraordinarios", bien sea por su coste o por la aplicación de nuevas técnicas, máxime si son dolorosas. Segundo, si, en caso de dolores físicos, se pueden aplicar analgésicos hasta el punto de que se merme notablemente el estado lúcido del enfermo.

Primero: En cuanto al uso de "medios extraordinarios" se entienden aquellos que son "desproporcionados" y que ofrecen pocas esperanzas de éxito. La cuestión ha sido objeto de estudio por distintos Documentos magisteriales. La Declaración De euthanasia se lo propone de modo expreso en los siguientes términos:

"Hasta ahora, los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios "extraordinarios". Hoy, en cambio, tal respuesta, siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por la rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios "desproporcionados". En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales" (De Euth, 27).

Para la aplicación de este criterio general a las diversas situaciones, la Congregación concreta las siguientes normas de discernimiento:

— Si faltan otros remedios, se puede recurrir a métodos más avanzados "aunque estén todavía en fase experimental". En tal caso se requiere la autorización expresa del paciente. "Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad" (n. 28).

— Es lícito "interrumpir la aplicación de tales medios cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos". También en este caso se requiere el asentimiento del paciente, de los familiares y el juicio de otros "médicos verdaderamente competentes" (n. 28).

— No es obligatorio emplear aquellos medios que "imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos" (n. 28).

— No es obligatorio someterse a aquellas técnicas que todavía no están suficientemente experimentadas. Por ello "es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer". Su rechazo "no equivale al suicidio, significa más bien o simple aceptación de la condición humana o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar", o también "no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o a la colectividad" (n. 29).

— Ante "la inminencia de la muerte", se puede tomar la decisión de "renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia". En tales casos, no deben "interrumpirse las curas normales debidas al paciente en casos similares" (n. 29).

Para prevenir cualquier perplejidad, a pesar de que no será fácil evitarla en algunos casos, la Declaración afirma que, en tal circunstancia, "el médico no tiene motivo de angustia" (n. 29).

Esta misma doctrina se concreta en el Catecismo de la Iglesia Católica en la siguiente enseñanza:

"La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el 'encarnizamiento terapéutico'. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia y capacidad o si no por los que tienen derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente".

Estos criterios éticos marcados por el Magisterio son coincidentes con los que determina el Código de Deontología Médica:

"En los casos de enfermedades incurables, en el estado actual de conocimientos médicos, y en las fases terminales de estas afecciones, el ensayo de nuevas terapéuticas en el hombre o de nuevas técnicas quirúrgicas, debe presentar posibilidades razonables de ser útil y tener en cuenta, ante todo, el bienestar moral y físico del enfermo. Nunca deberá imponérsela sufrimientos, ni siquiera incomodidad suplementaria" (art. 110; cfr. aa. 105—112).

Segunda: En relación al uso de analgésicos, la Declaración recoge el magisterio anterior y mantiene los siguientes criterios morales:

— Dada la significación cristiana del dolor, se acepta la disposición de algunos cristianos de sufrirlo pacientemente y "asociarse así a los sufrimientos de Cristo crucificado" (n. 20).

— También es lícito tomar aquellas medicinas que alivien o supriman el dolor, "aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez" (n. 20).

— En el caso de que el uso de esos narcóticos abrevie la vida del paciente, conforme ya enseñó Pío XII "', sería lícito, "si no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales". En consecuencia, si el paciente ha cumplido ya con tales deberes, al empleo de esas medicinas no cabe imputarle la muerte del enfermo, pues "la muerte no es querida o buscada", sino que "simplemente se intenta mitigar el dolor de manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición de la medicina" (n. 21).

— Si los analgésicos privan totalmente de conciencia al enfermo, sólo es lícito por "grave motivo" y "una vez cumplidos los deberes morales y las obligaciones familiares" (n. 22).

También en estos casos, la decisión debe tomarla el médico. El ha de juzgar con rigor los datos clínicos, lo cual evita cualquier perplejidad de conciencia.

Esta enseñanza se concreta así en el Catecismo de la Iglesia Católica:

"El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad de la persona humana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados".

4. La eutanasia. Su eticidad

A nadie se le oculta la gravedad de la eutanasia, por la que el hombre, en determinadas situaciones, pretende disponer de la propia vida o de la vida ajena. Además, en este tema confluyen otros factores que agravan esta praxis, dado que aparece como una demanda de algunos programas políticos y se trata de regularla jurídicamente. Por ello, en la eutanasia no se ventila sólo un tema de moral individual, sino que conlleva un problema ético que afecta a la sociedad entera y al régimen jurídico por el que se rige la convivencia social.

a) Definición

El término "eutanasia" deriva del griego "eu" (bueno) y "zanatos" (muerte), significa, pues, "bien morir" o "buena muerte" (de aquí la significación de "muerte dulce"). Se entiende por "eutanasia", tal como la define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: "Muerte sin sufrimiento y, en sentido estricto, la que así se provoca voluntariamente".

Parece que quien primero usó el término "eutanasia" en sentido real fue Bacon en el siguiente texto:

"La función del médico es devolver la salud y mitigar los sufrimientos y los dolores, no sólo en cuanto esa mitigación puede conducir a la curación, sino también si puede servir para procurar una muerte tranquila y fácil...".

No obstante, la historia de la doctrina y de la aplicación de la eutanasia se remonta al inicio de todas las culturas. Por lo que respecta al mundo occidental, se repite la siguiente afirmación permisivo de Platón, que señala un derecho de la República ideal:

"Se establecerá en el Estado una disciplina y una jurisprudencia que se limite a cuidar de los ciudadanos sanos de cuerpo y alma. Se dejará morir a quienes no sean sanos de cuerpo... Porque esto no es conveniente ni para ellos ni para el Estado".

Ese mismo objetivo es consignado más tarde en la República ideal diseñada por Tomás Moro. Los ciudadanos de Utopía, cuando son aquejados de grave e irreversible enfermedad, son visitados por las autoridades y sacerdotes para convencerles de que acepten morir:

"Los que se dejan convencer ponen fin a sus días, dejando de comer. O se les da un soporífero, muriendo sin darse cuenta de ello. Pero no eliminan a nadie contra su voluntad, ni por ello privan de los cuidados que les venían dispensando. Este tipo de muerte se considera algo honorable".

Ante estos hechos históricos o imaginarios, para la sensibilidad y la praxis de nuestro tiempo es importante precisar el sentido exacto de lo que se entiende bajo el nombre de "eutanasia". En efecto, no sólo en el lenguaje coloquial sino aun en el técnico, la palabra "eutanasia" es compleja y ambigua, pues con ella se pueden significar cosas muy distintas. La Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe enumera estas ambigüedades:

"Etimológicamente, la palabra eutanasia significaba en la antigüedad una muerte dulce, sin sufrimientos atroces. Hoy no nos referimos tanto al significado original del término, cuanto más bien a la intervención de la medicina encaminada a atenuar los dolores de la enfermedad y de la agonía, a veces incluso con el riesgo de suprimir prematuramente la vida. Además, el término es usado, en sentido más estricto, con el significado de "causar la muerte por piedad", con el fin de eliminar radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar a los niños subnormales, a los enfermos mentales o a los incurables la prolongación de una vida desdichada, quizás por muchos años, que podría imponer cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad" (De euth, 12).

Es decir, las imprevisiones terminológicas proceden casi siempre del eufemismo que encierra el adjetivo "buena" (o "dulce"), lo cual pretende evocar la misericordia y la piedad hacia el enfermo mental, con la ancianidad prolongada o la enfermedad dolorosa e incurable o con el niño subnormal, o el herido mortal en el campo de batalla, etc. Es preciso distinguir netamente entre "dejar morir" (ortotanasia), que designa el derecho que tiene todo hombre a morir con dignidad, a "hacer morir" (eutanasia), que va contra el derecho a la vida que tiene cualquier persona. Esto es lo que, en rigor, caracteriza la eutanasia. Por eso, es preciso aquilataría conceptualmente, tal como lo hace la Congregación, que la define así:

"Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los medios".

En consecuencia, para que se dé verdaderamente el pecado de eutanasia se requieren las siguientes condiciones:

— que se tenga la intención o se proponga como fin dar muerte a una persona y se pongan los medios oportunos para ello;

— los medios pueden ser positivos (causativos) o de omisión en el caso de que no se pongan los remedios oportunos —"normales", "proporcionados"— para conservar la vida del enfermo;

— que se pretenda quitar la vida de un paciente para "eliminar cualquier dolor". El dolor que se desea evitar puede proceder de enfermedad física. psíquica, de ancianidad, etc.

En resumen, se da la eutanasia cuando se pretende acabar con la vida personal o ajena, o bien no se le ofrecen los medios oportunos, porque se juzga que aquella vida es inútil. Al procurar la eutanasia, se pretende acabar con el sufrimiento propio o ajeno y en ocasiones liberar a la familia o a la sociedad de una pesada carga. Mediante la praxis eutanásica se elige la muerte cuando hay colisión entre el valor de la vida y el dolor —físico o moral— que ocasiona el vivir.

b) Clases de eutanasia

La eutanasia puede ser "activa" y "pasiva". Se considera como "eutanasia activa" o "autoeutanasia" la que el paciente se ocasiona a sí mismo, si bien de ordinario confía a otro que la ejecute. La "eutanasia pasiva", por el contrario, es la causada por otra persona —médico, familiares—, sin autorización del paciente. A su vez, la "eutanasia pasiva" puede realizarse con consentimiento e incluso demandada por el interesado o puede ser procurado contra su voluntad.

Además cabe clasificar la eutanasia como "personal" y "legal", según se realice por decisión del individuo o esté reconocida por la ley.

La diversa nomenclatura y las distintas divisiones no deben desorientar sobre el genuino sentido de eutanasia. De aquí que, con vistas a orientar el juicio moral, tratemos de fijar su significación médica en los siguientes términos, con los que la define el Presidente de la Comisión Deontológica Nacional de España:

"Me parece necesario, para alejar el riesgo de la confusión semántica, que todos, nos olvidáramos de la noble ascendencia etimológica y de las significaciones nobles de eutanasia y que, a partir del ahora, por eutanasia entendamos lisa y llanamente el matar sin dolor y deliberadamente, de ordinario mediante procedimientos de apariencia médica, a personas que se tienen como destinadas a una vida atormentada por el dolor o limitada por la incapacidad, con el propósito de ahorrarles sufrimiento o de librar a la sociedad de una carga inútil"

Con esta significación trataremos de dar un juicio ético, tal como lo formula La Asociación Médica Mundial (Madrid, octubre de 1987), que ofrece una definición coincidente con ésta y además va acompañada de una condena moral:

"La eutanasia, es decir, el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente, ya sea por propio requerimiento o a petición de los familiares, es contraria a la ética".

c) Moralidad de la eutanasia

El juicio moral sobre la eutanasia debe ceñirse a la eutanasia entendida como tal, o sea, la intención de eliminar una vida que se juzga que no es digna de viviese, bien porque se padece una enfermedad especialmente dolorosa, o porque se la considera profundamente deteriorada, como es la del anciano o la del minusválido o la del enfermo mental o la del herido mortalmente en el campo de batalla. Es decir, cuando se plantea un conflicto entre el valor de "esta vida" y "esta muerte", o, más en concreto, si se establece una confrontación entre prolongar una vida averiada y adelantar la muerte que se considera irremediable.

Esta diferencia teórica neta tropieza en la práctica con no pocos casos dudosos. Estos todavía se agravan más cuando concurren otras circunstancias, como es el caso del enfermo en estado terminal irreversible o cuando se trata de un subnormal profundo aquejado de grave enfermedad o de un anciano en grave deterioro vital físico y psíquico, etc. . Es evidente que tales casos no son paralelos al de una persona joven en grave estado, pero con mayor capacidad de reacción. Además, en ocasiones el límite entre "causar", "omitir" y prescindir" no resulta fácil.

En tales casos es preciso recurrir al peritaje técnico, mejor de un equipo médico, y actuar en consecuencia, aunque no se llegue a una conclusión clara, pues, como es sabido, en el ámbito moral no es fácil obtener una certeza absoluta.

En estos casos tan límites se impone dejar un amplio espacio a la recta conciencia del médico. Y es suficiente la certeza moral, a la que, de ordinario, se ajusta la conciencia cristiana. El amor y el respeto a la vida humana es señal de que se han agotado los medios y al fin se opta a que sobrevenga la muerte digna a la que tiene derecho el enfermo, pues no se desea añadir más trastornos y sufrimientos a su precario estado.

d) Argumentación en contra de la eutanasia

La ética teológico ha formulado diversos argumentos para justificar la condena moral de la eutanasia. Estos son los más decisivos:

— Principio de inviolabilidad de la vida humana. El primer argumento de la ética cristiana parte del principio de que el hombre no es dueño de su vida, por lo que no puede disponer de ella no sólo a capricho (suicidio), pero ni siquiera en los casos en que esa vida resulte especialmente gravosa. Esto vale tanto para la eutanasia directa como indirecta, la demandada por el propio paciente o cuando es requerida por un tercero. El principio de la "inviolabilidad de la vida humana" parte en verdad de los preceptos bíblicos, pero también es fácilmente comprensivo desde la razón. Al menos es concluyente si se tiene en cuenta el conjunto de los demás argumentos que la condenan.

"La vida humana es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres cree que la vida tiene un carácter sacro y que nadie puede disponer de ella a capricho, los creyentes ven a la vez en ella un don del amor de Dios, que son llamados a conservar y a hacer fructificar" (De euth, 9).

Se afirma que no es fácil argumentar contra la ¡licitud de la eutanasia desde la pura razón ante aquellos que no tienen más horizonte intelectual que la voluntad del hombre, o sea, frente a los que sostienen que cada uno es dueño de su vida, por lo que, en situaciones verdaderamente graves, se podría legitimar la eutanasia.

Esta testificación no es correcta, aunque sus argumentos tienen peso desde una perspectiva que contemple solamente esos casos singulares y lastimosos. Primero, se debe argumentar que no es válida para la heteroeutanasia, porque, ¿con qué derecho procura el hombre la muerte de un semejante contra su voluntad? Si se reivindica la voluntad como exigencia para decidir sobre la propia vida, ¿no es un total avasallamiento de la libertad ajena disponer su muerte sin su consentimiento? Además, en tal supuesto, se han de considerar no sólo la muerte de un ser humano, sino el daño que a sí mismo se ocasiona quien lo lleva a cabo, pues, quiérase o no, comete un homicidio.

Y, en el caso de que sea demandada por el interesado, cabe argumentar a partir de que tampoco el individuo es libre para disponer de su vida, dado que es un bien social. La autoeutanasia equivale a un "suicidio profesionalmente asistido". Por eso, en circunstancias normales, la autoridad civil vela por la vida de los ciudadanos, por lo que se prohibe el suicidio. Pues bien, si es cierto que ambas situaciones —la del hombre sano y la del individuo a quien se aplica la eutanasia— no son comparables, no obstante, también la autoridad debe proteger y defender la vida de aquéllos que se encuentran en estado angustioso, puesto que no demandarían la muerte en caso de gozar de salud o del bienestar debido.

Pero cabe decir más: no es cierto que quien dispone de su vida —"cada uno puede disponer libremente de su destino", se dice—, ese tal hace uso de su libertad. Primero, porque en esa situación, la libertad está profundamente condicionada por la circunstancia del dolor o de la desesperación. Segundo, porque, propiamente, no se trata de "elegir", sino que esa "elección" mata todas las demás opciones, es decir, al "decidir" la propia muerte, se "acaba" con la libertad:

"Otros argumentan que la legalización de la eutanasia favorece la causa de la libertad humana al aumentar las opciones posibles. Ciertamente habría mucho que discutir desde el punto de vista teórico, sobre el modo de entender la libertad humana como un mero aumento de posibilidades. Desde el punto de vista práctico, en el caso que nos ocupa, la apertura a esta opción de suicidio asistido significaría una enorme constricción del ejercicio de la libertad. Porque elegir la muerte no es una opción entre muchas, sino el modo de suprimir todas las opciones. Además, acabaría desencadenándose una fuerte presión social, sutil o abierta, para que las personas ancianas o con grandes enfermedades y deficiencias eligieran esta opción".

En efecto, la autoeutanasia no representa un ejercicio lúcido e inteligente de la libertad, sino su extinción: la suya y la de los demás, que quizá se verán "constreñidos" algún día a "elegir" su propia muerte.

— Superioridad de la vida sobre todo otro valor. Cuando se parte del valor de la vida, no cabe confrontarla con una enfermedad especialmente dolorosa, menos aún con la vida deteriorada de un anciano, ni con la existencia penosa del enfermo mental o del subnormal. Nada supera el valor de la vida, por lo que argumentar que es mejor morir que vivir en tales situaciones, es tener un sentido utilitarista de la existencia humana, por lo que se acepta un valor secundario en contra de otro que es primario. En concreto, los partidarios de la eutanasia confunden la "dignidad" de la persona con el "humanitarismo" o la "compasión".

Es cierto que, al argumentar de este modo, debe evitarse cualquier racionalismo esencialista. Por ello, aun reprobando la eutanasia, no puede desatenderse la lastimosa situación por la que transcurre la vida de una persona en los casos en los que demanda la muerte. Es necesario comprender el grave estado del paciente de una enfermedad incurable, grave y dolorosa; es preciso atender el sufrimiento del anciano o la carga familiar y aun social que provocan ciertas situaciones irreversibles.

Pero, en tales condiciones, no debe ser la "compasión" la que solucione los problemas, sino el orden objetivo de los valores. Tales estados lastimosos deben buscar su alivio no en procurar la muerte al paciente, sino en soluciones más humanas e inmediatas, cercanas a la persona del enfermo, de forma que éste se sienta asistido y querido por quienes están cerca de su enfermedad. A esta solución no son ajenos ni la institución hospitalaria, ni los profesionales de la medicina —médicos y enfermeras—, menos aún los amigos y familiares del paciente. Precisamente, porque la persona es digna, debe tratarse con dignidad y, dado que el paciente se encuentra en una situación lastimosa, es más digno de nuestro afecto y de un trato respetuoso.

¿Y los casos en que tales situaciones adicionales no existan y el enfermo se encuentre en situación inhumana, sin esa atención y cariño? Tampoco cabe el recurso fácil a la eutanasia. Si se trata de un enfermo grave creyente se le debe ayudar para que se acoja al sentido cristiano del dolor y en el caso de que no tenga fe, se le puede emplazar a que asuma su responsabilidad de ser hombre. Ahí está no sólo su dignidad, sino también el modo de afrontar dignamente la muerte:

"La persona que no tiene más remedio que soportar pasivamente su decadencia, reafirmará su dignidad en la medida en que sepa afrontar con lucidez su fin y sin hacerse vanas ilusiones... Espero que quede claro, pues, que una muerte digna, entendida como encarar dignamente la muerte, no es un asunto que se reduce a quitar enchufes o suministrar sustancias letales".

Estas respuestas son las que deben ofertarse a aquellos enfermos que, ante situaciones angustiosas, reclaman que se les ofrezca el recurso a una muerte inmediata. Además, en tal situación, ha de tenerse en cuenta esta prudente advertencia:

"Las súplicas de los enfermos muy graves, que alguna vez invocan la muerte, no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas, en efecto, son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el calor humano y sobrenatural con el que pueden y deben rodearlo todos aquéllos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros" (De euth, 16).

Sólo cabe confrontar el "valor de la vida" con el "derecho a morir con dignidad". En este caso, es evidente que, cuando se dan las condiciones debidas, vence el "derecho a morir con dignidad" al dato de "prolongar la vida de un modo indigno". Pero esto no es "eutanasia", sino "ortotanasia".

— Peligro de abuso por parte de las autoridades. La legalización permisiva de la eutanasia abre un portillo al abuso del poder, bien sea de las autoridades civiles o de quienes tienen el encargo de dirigir la atención sanitaria. La historia testifica que poner la vida a disposición de quienes tienen la misión y oficio de gobierno equivale a poner en tentación de eliminar aquellas situaciones especialmente enojosas para el buen orden, del cual la autoridad tiene la misión de orientar y dirigir. El gobernante es proclive a eliminar aquellos casos difíciles en favor del orden, lo cual siempre se hace en detrimento del débil, del que no puede seguir el ritmo marcado o no es capaz de acomodarse al orden establecido.

Cuando la vida ajena —aun la que está próxima a la muerte— está a disposición de la autoridad civil, del que dirige un centro hospitalario, del médico, del familiar o tutor, es posible que, ante cargas especialmente gravosas, se desee que finalice tal estado, por lo que no se para hasta eliminarlo. No se trata de casos hipotéticos, sino constatados:

"Hay que rechazar la eutanasia voluntaria porque su voluntariedad es siempre dudosa, y a menudo falsa. En Holanda, los médicos han tratado de coaccionar a los pacientes, las esposas a los maridos y los maridos a las esposas, con el fin de llevar a cabo la eutanasia voluntaria".

La solución vendrá, apenas sin conflicto de conciencia, cuando la eutanasia esté legalmente reconocida. Entonces, la situación gravosa se soluciona de forma jurídica, lo cual ofrece una fácil y pronta justificación que contribuye a acallar toda responsabilidad y, si acaso, también el remordimiento.

— Se resiente y baja del sentido moral de la sociedad. La legalización de la eutanasia significa una pérdida del sentido moral en la sociedad. Cuando el orden social legitima que la vida de ciertos ciudadanos no es digna y por ello permite eliminarla, ha iniciado un camino fácil, ajeno a criterios éticos, en una palabra, utilitarista, pues sitúa otros bienes, aunque sean aparentemente espirituales como puede ser el sentimiento humanitario, por encima de la vida —valor supremo—de los individuos. No es ya el hombre, sino la organización o los bienes materiales los que la sociedad persigue. Entonces se comprobará un claro proceso regresivo en la evolución de la vida social y política de un pueblo.

"El argumento que se basa en la cualidad de vida para justificar la eutanasia reviste una gravedad especial para la vida en sociedad debido a las consecuencias que podría engendrar. Se basa en la presunción de que existen personas con derecho a juzgar si las vidas de otros son útiles y tienen un valor. Y no podemos decir que se trate de un juicio desdeñable, pues representa una sentencia de muerte. Aunque alguien limitara este argumento a casos en que se ha perdido la conciencia o el proceso de muerte se presenta como irreversible, en principio es conceder a otros un título para juzgar sobre nuestras vidas y a ejecutamos en base a su valoración. Tal actitud quedaría confinada a los estrechos límites que algunos les asignarían en principio. La base ideológica de muchos promotores de la eutanasia es una aplicación peligrosa de la teoría de Darwin de la supervivencia de los más fuertes".

La sociedad se fundamenta en el sentido social del hombre y la dignidad de éste radica en su ser personal. Pues bien, tan persona es el joven como el anciano, el sano como el enfermo, el inteligente como el subnormal. La vida humana es digna por sí misma y no en virtud de los condicionantes que le acompañan. Cuando la sociedad marca con exceso las diferencias personales —entre persona "digna" e "indigna"—, puede llegar el momento en que se gradúe de tal modo el concepto de persona, que llegue a negarse este derecho a algunos ciudadanos (el terrorista, el drogadicto, el subnormal, el enfermo incurable ... ). En este caso, asistimos al inicio de lo que configura el estado totalitario, donde no cuenta el individuo como tal, sino la colectividad o ciertos individuos en cuanto son los beneficiarios de tal situación. Siendo así que es el Estado —que está al servicio de todos los ciudadanos— el que ha de esmerarse en el cuidado de los más débiles, que son precisamente aquéllos para los que se demanda la eutanasia.

El Estado ha de atender al "deber ser", lo cual le permite ir más allá de lo demandado por los grupos cívicos, pues debe respetar los "absolutos morales" entre los cuales se sitúa en primer lugar el respeto a la vida. Esto vale para el caso en el que algún ciudadano demande una ley a favor de la eutanasia.

A estos argumentos sacados del pluralismo cultural se asocian los diversos códigos de medicina. Así, por ejemplo, ya el Juramento de Hipócrates formulaba este deber del médico: "No daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso".

Este imperativo ético tan antiguo se repite en otros Textos y Normas Directivas para el ejercicio de la medicina. Por ejemplo, el Código de Deontología Médica especifica el siguiente deber moral:

"El médico está obligado a poner los medios preventivos y terapéuticos necesarios para conservar la vida del enfermo y aliviar sus sufrimientos. No provocará nunca la muerte deliberadamente, ni por propia decisión, ni cuando el enfermo, la familia. o ambos. lo soliciten. ni por otras exigencias" (art. 115)" .

Será preciso reconocer que, si bien es cierto que uno a uno estos argumentos no son plenamente conclusivos, todos juntos gozan de una fuerte carga argumentativa. Por ello, a partir no sólo de estas pruebas sino apoyada en la tradición, la doctrina católica condena cualquier forma de eutanasia:

"Es necesario reafirmar con toda firmeza, que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad, ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad" (De euth, 15).

El riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia, que subraya el derecho que tiene el hombre a una muerte digna, condena de continuo la eutanasia, es decir, "poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas", cualquiera que sean "los motivos y los medios". Por eso, esta doctrina se propone como enseñanza catequética a todos los creyentes:

"Una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre".

Finalmente, la Encíclica Evangelium vitae la condena con esta solemne fórmula:

"De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal" (EV, 65).

Con fórmula semejante e igualmente solemne se condena la "eliminación directa y voluntaria del inocente" (EV, 57).

En resumen, la eutanasia es un grave mal individual y social, dado que, además de situar en el mismo plano la vida y la muerte, expone al débil al arbitrio del más fuerte. Aun el intento de disponer de la propia vida en situaciones calamitosas no cabe invocar este poder mediante el principio del "paso de la naturaleza al reino de la libertad". Cuando se demanda la eutanasia, no se trata de un ejercicio inteligente de la libertad, sino del ab—uso de la libertad para decidir una situación que la trasciende, por lo que la libertad se ejercita más noblemente aceptando la limitación humana y su condición de hombre que si se emplea para destruirla.

5. Testamento vital

Los movimientos a favor de la eutanasia, a comienzo de los años setenta, han ideado un "testamento vital" (living—will), que expresa el deseo de que en ciertas circunstancias se lleve a cabo la eutanasia. Pues bien, también los católicos han promovido recientemente un movimiento similar a sensu contrario. El "Testamento vital" católico expresa cuatro deseos:

— que no se "prolongue abusiva e irracionalmente el proceso de muerte";

— que no se empleen, si no existen esperanzas de éxito, los llamados "medios desproporcionados o extraordinarios";

— que en ningún caso "se autorice la eutanasia activa";

— que, en caso de enfermedad terminal, el médico aplique "el tratamiento adecuado para paliar los sufrimientos".

Las razones que aporta dicho "carnet" son las de la moral católica: "La vida en este mundo es un don y una bendición de Dios, pero no es el valor supremo y absoluto", por lo que el portador está dispuesto a aceptar la muerte como un medio para la inauguración de una nueva existencia.

Esta postura debería ser completada con la manifestación expresa de que, en tales circunstancias, se les asista espiritualmente mediante la administración de los Sacramentos.

Esta iniciativa católica tiene rango internacional, pero en España ha nacido como consecuencia del Documento de la Comisión de la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal sobre la eutanasia. Los obispos españoles intentan orientar la opinión pública sobre el grave deber de oponerse a una posible legislación que permita la eutanasia. Al mismo tiempo, invita a que, con el fin de evitar las situaciones que la demandan, la medicina hospitalaria se humanice, de forma que el enfermo esté bien atendido:

"Todo el mundo reconoce la forma inhumana de morir hoy, sobre todo en el gran hospital, con cuidados médicos, pero en soledad, sin el apoyo y el calor humano y sobrenatural con el que pueden y deben rodearlo todos aquéllos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros".

El mejor remedio contra la demanda de legalizar la eutanasia es la humanización de la medicina.

"Un argumento poderoso... de evitar la eutanasia (asesinato por conmiseración) es el hecho confirmado de que las peticiones de eutanasia son, en mayoría de los casos, un último grito desesperado para conseguir mayor atención y amor, una ayuda más eficaz".

Por este motivo, Bernard Häring se opone radicalmente a cualquier intento de legalizar la eutanasia:

"La protección de la vida y los problemas suscitados por el suicidio y la eutanasia cargan una grave responsabilidad sobre los legisladores. Yo soy absolutamente contrario a cualquier forma de legalización de la eutanasia. El Estado que la legalizara socavaría los fundamentos éticos de la profesión sanitaria y la confianza de los pacientes en los miembros de esta profesión. El Estado tiene que promover y proteger la solidaridad de la familia. La legalización de la eutanasia llevaría con excesiva facilidad a que las familias sugirieran a los miembros molestos la eutanasia y, de esta manera, abandonar el teatro de la vida. Si se convirtiera en derecho legal, incluso en circunstancias limitadas, se tomaría en una pública llamada implícita o explícita a los enfermos y ancianos para considerar si les había llegado la hora de pedir el "servicio" de la eutanasia. Y esto traería consigo un incremento de todas las tendencias peligrosas que ocasionan una especie de muerte social a los ancianos y enfermos. El Estado dejaría entonces de estar al servicio del débil, del que sufre y de los ancianos".

Es de temer que la legislación permisiva en favor de la eutanasia siga en Occidente el mismo camino recorrido por la legislación proabortista. Las organizaciones presionarán sobre la opinión pública "' y, sensibilizada la sociedad, los partidos políticos ofertarán la ley en favor de la eutanasia como un "avance social" en sus programas electorales. Pero, como enseña reiteradamente Juan Pablo II, la eutanasia corresponde a una cultura cerrada a la trascendencia y obedece a una sociedad en la que se ha perdido el sentido de la familia.

En todo caso, no cabe apelar a la democracia, aunque se refrende con una votación popular. Por eso, en temas de aborto y de eutanasia, como enseña Juan Pablo II, no cabe invocar el principio de tolerancia:

"Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente, porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de libertad" (EV, 71).

CONCLUSIÓN

La salud no es un concepto puramente biológico, sino humano: se trata de la vida del hombre que es quebradiza, frágil y está destinada a la muerte.

El hombre, al aceptar la enfermedad y la muerte, concede carta de ciudadanía a la debilidad, a la enfermedad, al dolor y a la limitación de su propia existencia en el tiempo. La aceptación de estas limitaciones, lejos de hipotecarle, le ayudan a conocer y aceptar su propia condición, dado que ambas situaciones son netamente humanas.

La enfermedad y la muerte no sólo pertenecen a la historia de la humanidad, sino a la biografía y a la naturaleza específica de cada hombre. De ahí que una cultura que se escandalice del dolor, que no sea capaz de aceptar la enfermedad y de acoger la muerte, no ha llegado todavía a madurar en su ser.

La sociedad y la Iglesia deben esforzarse por mantener y defender la salud del hombre. Todas las instancias humanas, laicas y religiosas, han de comprometerse en humanizar los distintos estados del dolor. Pero, cuando acaezca la enfermedad y la muerte sea irreversible, la persona humana debe aceptar con integridad y valentía su real condición. Esto equivale a enfrentarse con la vocación mortal que le es propia. Sólo así el individuo está dispuesto a vivir una existencia auténtica, digna de lo que realmente es: hombre, persona humana.

El hombre tiene derecho a "nacer", a "vivir" y a "morir" corno hombre. Lo cual comporta que, en todo momento, a lo largo del itinerario de su existencia, ha de ser respetado como tal. En consecuencia, debe "nacer", "vivir" y "morir" con dignidad. De aquí que sean condenables todas las acciones que deshumanicen esos tres momentos decisivos de la vida humana. Por eso, los mayores pecados de una cultura son la "manipulación genética", el "aborto" y la "eutanasia". En los tres casos, la vida humana se rebaja no sólo a la condición de objeto, sino que se degrada el ser mismo del hombre.

Es, pues, digno de elogio el hecho de que los principios de la Bioética, en general, sean comunes a las grandes corrientes de la cultura y a las diversas confesiones religiosas, y que esas ideologías tan plurales concuerden con la enseñanza de la moral cristiana. Y, dado el caso de que el pluralismo cultural o religioso sea discordante, la moral católica reclama el derecho a orientar la conciencia de los fieles, con la seguridad de que su enseñanza responde al sentido genuino de la Sagrada Escritura y prolonga las enseñanzas de la Tradición.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

FINAL DE LA VIDA HUMANA: El hombre no es eterno. El estadio terrestre de su vida es limitado y concluye con la muerte. Además, a lo largo de la existencia, la persona humana sufre sus limitaciones tanto en el cuerpo como en el espíritu.

DOLOR: Es la sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior.

SUFRIMIENTO: Tiene un sentido más amplio que el dolor, pues al malestar físico, puede añadirse el dolor moral. Es sinónimo de padecimiento, dolor o pena.

EL MISTERIO DEL DOLOR: El dolor representa una de las aporías más profundas de la existencia humana. Por ello los pensadores de todos los tiempos se han ocupado en descubrir el enigma que entraña. Las respuestas de la filosofía son insuficientes. Ni siquiera la Revelación contiene una doctrina formulada que explique la razón del sufrimiento. Sólo la vida de Jesús, los padecimientos de su Pasión y Muerte, iluminan la vida del hombre que descubre en Jesús paciente motivos para aceptar y sufrir con amor los dolores corporales y psíquicos que le puedan sobrevenir.

ORIGEN: Las causas que producen el dolor son muchas. La mayor parte de los sufrimientos humanos son producidos por el mal uso de la libertad propia o ajena. A este campo pertenecen los que ocasionan las conductas de riesgo, como el exceso de alcohol o de las drogas, los males de la guerra o del hambre en el mundo, etc. Otras son inherentes a la condición limitada del ser humano, como son los dolores físicos o morales por desgaste de los órganos vitales. Otros no tienen una explicación inmediata, por lo que es preciso recurrir a la sabiduría inescrutable de Dios. En todo caso, dado que el hombre está herido por el pecado y que tiende de continuo a llevar a cabo su existencia sin límite alguno, el dolor le sirve de advertencia para que no se conduzca con el orgullo de creerse que él solo puede fraguar su destino y crear un mundo a su arbitrio.

Principio: La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle con la cruz es el camino que debe seguir el cristiano cuando le sorprende la enfermedad y con ella el dolor.

ENFERMEDAD: Es la alteración más o menos grave de la salud.

Principio: Dado que la enfermedad es un hecho frecuente en la vida humana, cada persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo largo de su biografía.

SENTIDO CRISTIANO DE LA MUERTE: La muerte es consecuencia del pecado y es el final difícil de la existencia terrestre que es preciso superar para iniciar la vida eterna.

Principio: El cristiano debe asumir la muerte como precio a pagar por el pecado y con la alegría de que, al final de su existencia terrena, se encontrará definitivamente con Dios.

EUTANASIA: "Es una acción o una omisión que por su naturaleza y en su intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor" (EV, 65).

Principio: La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados (EV, 65).

Principio: La eutanasia significa un grave pecado, por cuanto el hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de Dios.

DISTANASIA: Es el intento de alargar la vida más de lo debido con medios extraordinarios o desproporcionados.

Principio: La distanasia es condenada desde el punto de vista moral, pues conculca el derecho del hombre a morir con dignidad.

ORTOTANASIA: Es el derecho a morir con una muerte digna del hombre, es decir que ni se acorte ni se prolongue la vida más de lo debido.

Principio: La persona humana tiene derecho a nacer. a vivir y a morir con la dignidad de que está dotada.

AUTOEUTANASIA: Es la reclamada por el propio sujeto, bien se la aplique él mismo o señale que en tales situaciones la cause el médico.

Principio: Nadie tiene derecho a reclamar su propia muerte, pues el hombre es sólo administrador y no dueño absoluto de su vida.

HETEROEUTANASIA: Es la provocada sin el consentimiento del sujeto.

Principio: Quien provoca la muerte de alguien contra su voluntad, no sólo dispone arbitrariamente de la vida humana, de la que sólo Dios es dueño absoluto, sino que comete una falta grave contra la justicia.

DERECHO A MORIR CON DIGNIDAD: Dado que la existencia terrestre es limitada y que la condición normal del hombre concluye con la muerte, el morir constituye el final propio de la persona humana.

Principio: El derecho a morir con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Por ello, en los distintos estadios de su existencia, especialmente en su inicio (la generación) y en su fin (la muerte), debe realizarse con la dignidad que le corresponde.

Principio: La renuncia a medios desproporcionados no se asimila a la eutanasia, sino que es una aplicación del principio del derecho a morir con dignidad.

Principio: El enfermo en estado terminal tiene derecho a que se apliquen los medios paliativos correspondientes que le alivien en la necesidad extrema en que se encuentra.

EL TESTAMENTO VITAL: Es la disposición libre del creyente que demanda que, en el momento de su muerte y ante la incapacidad de decidir por sí mismo, quienes sean testigos de sus últimos momentos le asistan como a un cristiano.

Principio: El Testamento Vital representa la voluntad expresa del moribundo que debe ser atendida y respetada en su integridad.